viernes, 31 de marzo de 2017

Entrevista a José Ferrater Mora (ABC, 12/3/1989)


José Ferrater Mora
Entrevista
José Ferrater Mora; «El político es un poco, quizá necesariamente, una persona frívola»
DESTACA en el filósofo y novelista José Ferrater Mora su sobriedad, su sentido de la mesura, su hablar pausado y sereno. Nacido en Barcelona, en 1912, vive fuera de España desde 1939, y dedica su vida al trabajo filosófico y literario, con residencia permanente en Estados Unidos y algún viaje -al menos, uno al año- a Cataluña, atraída su sensibilidad por la voz de las raíces. Autor de numerosos libros, entre ellos un ya clásico Diccionario de filosofía, de prestigio internacional, la moderación es la actitud vital de José Ferrater Mora; una moderación combinada con ciertas dosis de escepticismo. Es doctor honoris causa por varias universidades, entre ellas la de Barcelona (1988), y premio Príncipe de Asturias.
Recuerdo haber asistido a un coloquio, grabado por la televisión regional asturiana, en que José Ferrater Mora explicaba a varios escolares cuál era el papel del filósofo. La facilidad didáctica del profesor era prodigiosa y, adaptándose con sencillez al lenguaje de los niños, les decía: «Una mesa puede ser objeto de muy diversas consideraciones. Para un técnico en materiales, la mesa está compuesta a partir de determinada madera, que tiene unas características concretas; de color, de dureza, de flexibilidad... Para un carpintero, haber convertido la madera en mesa representó un grado de dificultad que hubo de superar con su oficio. Para un historiador del arte, la mesa pertenece a un determinado estilo, con unas influencias estéticas. Para un comerciante se trata de un objeto que produce tal o cual rentabilidad en su venta. Y, en fin, lo que hace el filósofo es relacionar todos esos saberes en su valoración de lo que es, en realidad, una mesa.»
Ferrater Mora es todo lo contrario a un filósofo encerrado en su torre de marfil y dedicado a meditaciones vanas. Sus escritos abordan cuestiones como Cataluña, el arte de escritor, el cine, la investigación científica, el exilio, la comunicación, la guerra, el medio ambiente, la cibernética, la religión, la publicidad, etcétera.
-¿Cuál es el papel del filósofo en la sociedad de hoy?
-Yo casi diría que esconderse para que no lo persigan... En fin, es una broma. Yo creo que el papel del filósofo hoy es, como siempre, decir las cosas con independencia y con la mayor claridad posible, sin estar atado a ningún grupo determinado, porque para eso ya están los políticos y otras gentes. Decir las cosas aunque no sean populares, a veces. Me parece que, para cumplir bien su papel, no debe intervenir demasiado frecuentemente en la vida pública, porque pueden decir: «Este señor, ¿qué sabe que no sepamos nosotros?» El filósofo, si realmente cumple con su función, empieza por tranquilizarse, por calmarse, por sentarse y, en vez de precipitarse o de seguir instrucciones de tal o cual partido, se esfuerza para decir las cosas con un poco más de objetividad, un poco más de serenidad
-¿Cuál es su diagnóstico sobre la sociedad española de hoy?
-Con respecto al pasado, a los últimos no sólo cuarenta, sino ciento cincuenta años, me parece que soy optimista porque, en efecto, si uno lee la historia de España de ese tiempo ve que éste ha sido un país que ha andado renqueando, con dificultades, con luchas civiles, etcétera. Desde ese punto de vista, francamente, la situación es mejor. Pero eso no quiere decir que no haya problemas. Si en la sociedad humana no hubiera problemas, la sociedad no existiría. Esto no quiere decir que esté afirmando que todo vaya muy bien, que las cosas sean maravillosas, porque hay muchos defectos, muchas cosas que corregir, que pensar: hay demasiadas precipitaciones.

-¿Qué es el trabajo para un filósofo? ¿Es un castigo?
-No. Contrariamente a lo que la Biblia impuso en aquellos tiempos en que el trabajo manual era muy pesado y el sudor de la frente para ganarse el pan era literalmente el sudor de la frente, en las circunstancias actuales el trabajo es una condición indispensable para llenar la vida. La prueba es que una persona que no tenga trabajo, aparte de las dificultades económicas, y aunque tuviese dinero, es una persona que no sabe qué hacer y cuya vida va siendo progresivamente vacía. El trabajo es una de las muchas actividades, aunque también el ocio es importante, y también la reflexión es importante, y el ejercido físico, y la lectura, etcétera
-¿Qué tiene que decir un filósofo sobre el terrorismo?
-Yo soy totalmente opuesto a la violencia de toda clase, sobre todo una violencia injustificada. Tengo escrito algo sobre la violencia y he dicho cosas que me parecen de sentido común. Citaba el caso de unos prisioneros en un campamento nazi, que no tenían otra solución para salir del campo donde habían sido encerrados sin culpa suya, porque eran judíos, o rusos, o italianos, o lo que sea, que ejercer la violencia. Pero planteémonos que el comandante del campo les hubiera dicho que había que discutir sobre su situación y tratar de resolverla. Entonces la violencia sería absolutamente inaceptable. Algo similar ocurre en España y en otros países. La violencia es inaceptable porque muchas cosas se pueden resolver o. por lo menos, apaciguar hablando. Entonces, en efecto, el terrorismo es un ingrediente desfavorable pero, aunque no sea un consuelo, se trata de un ingrediente no específicamente español, sino general, mundial.
-¿Cómo valora usted la obsesión por el dinero fácil que invade a la sociedad española: el consumismo, el auge de las quinielas, de las loterías, de los bingos...?
-Se trata, también, de un fenómeno universal. Yo creo, y es una opinión puramente personal, que este último ya famoso octubre negro en Nueva York es debido a que mucha gente quería hacer dinero demasiado deprisa. El dinero se hace muy deprisa si uno compra un valor en Bolsa a dentó y lo vende a doscientos al día siguiente, pero todo eso es puramente artificial. Es una tendencia que se ve en España, pero también en otros países, y yo creo que sería conveniente tratar de convencer a la gente de que se trata de un aspecto negativo.
-¿Cree que la sociedad española imita mucho a la americana? La televisión, por ejemplo, nos está imponiendo una serie de pautas y se dice que cualquier ciudadano de nuestro país conoce mejor las calles de Nueva York que las de su propia ciudad o de su propio pueblo.
-La influencia es real. Los medios de comunicación en Estados Unidos están muy desarrollados. Ha ocurrido algo realmente curioso, y es que Estados Unidos ha ido descendiendo económicamente en los últimos diez o doce años, han bajado el dólar y el poder industrial en comparación con los veinte años siguientes a la segunda guerra mundial, pero hay dos cosas que se han mantenido en auge: una es la industria aeroespacial y la otra es la que llaman entretenimiento; es decir, los medios. ¿Qué ocurrió en el cine? Ya antes de la primera guerra mundial empezó el cine en Estados Unidos con mayor vigor e intensidad que en otros países, y esto le situó en una posición tal que todo lo que se veía de cine venía de allí: la gente veía las cocinas americanas, las calles, los pueblos. Este fenómeno se fue incrementando a través de la radio y la televisión, cuya influencia es impresionante.
-¿Se da en España una actitud contradictoria, de admiración y de rechazo, hacia lo norteamericano?
-Es natural. Todo lo que ejerce una atracción al mismo tiempo ejerce una especie de repulsión. Uno mismo, a veces, se siente avergonzado de seguir de una forma tan imitativa una cultura ajena. Además, creo que toda forma de cultura -sobre todo de cultura de masas- que tenga influencia produce esos dos efectos, un efecto de atracción y otro de repulsión.
La transición y la Monarquía
-Su marcha a Estados Unidos ¿se produjo por razones políticas?
-Yo no estaba comprometido políticamente ni lo estoy tampoco; pero estaba en el Ejército republicano durante la guerra civil y cuando salto el Ejército salí yo a Francia. Entonces me pareció que la situación en el país no era la más adecuada para llevar a cabo una labor intelectual como la que yo me proponía llevar, y luego pensé, y, en efecto, así ocurrió, que iba a tener lugar una guerra mundial que empezaría en Europa dentro de poco; de modo que me fui a América en el año mil novecientos treinta y nueve.
Primero estuve en Cuba dos años, y más tarde me trasladé a Chile, donde estuve siete años. En Cuba daba conferencias y escribía; pero en Chile ejercí la docencia. Salí de Chile para Estados Unidos por una razón de azar, como ocurre muchas veces. Me ofrecieron una beca y la acepté. Gentes que vivían allí, como Pedro Salinas y Américo Castro, me animaron a quedarme con el argumento de que había numerosas librerías y que las cosas parecían estar más tranquilas que en otros países.
-¿Tuvieron alguna vez sentido de grupo los españoles que residían en Norteamérica, como Pedro Salinas, Américo Castro, Severo Ochoa, usted mismo?
-No. Todos se entendían muy bien, pero no creo que hubiera sentimiento de grupo ni tampoco se producían fenómenos que se suelen dar en estos casos, como resentimiento o deseo de afirmarse como tal grupo. Además, sin rechazar la cultura americana. Salinas decía: «Lo que tengo que hacer hasta el final de mi vida es aprender un poco más del español.» Recuerdo una vez que alguien le preguntó por qué no escribía poesía en inglés y respondió que todavía no hacía aprendido el español bastante bien...
-¿Cómo siguió usted desde allí acontecimientos recientes de la historia de España: la muerte de Franco, la transición política, etcétera?
-Yo, en aquella época venía aquí con bastante frecuencia, y entonces me daba cuenta de que ya antes de morir Franco empezaba la gente a hablar cosas insospechadas. De hecho, las cosas se ven en perspectiva inmediata, pero una perspectiva histórica más larga le convence a uno de que hay cosas de las que no se da cuenta la gente. La realidad empezó a cambiar en este país hacia el año sesenta. El Gobierno era igual y decía las mismas cosas y se celebraban las mismas procesiones religiosas y se interrumpían partidos de fútbol para inaugurar un pantano, cosas absurdas; pero al mismo tiempo se notaba que había un cambio social, independiente del Gobierno. Y ese cambio se aceleró, no sé si paradójica o explicablemente, cuando Franco decidió incorporar al Opus Dei, y la política económica dejó de ser autárquica, y comenzó la liberalización. Se veía al país cambiar, de forma que los últimos años de Franco me parece que constituían un enlace normal con la España posterior. Los historiadores tendrán que examinar en el futuro ese período con gran atención porque parece que ha habido una especie de milagro. Es indudable que no se han producido todos los trastornos que se podían esperar, en gran parte, desde luego, debido a la habilidad de la Monarquía. Creo que está todo el mundo de acuerdo en que Don Juan Carlos ha actuado de una forma muy hábil, quizás aconsejado por su padre o por gentes de buen sentido. Por tanto, se debe a unas personas que haya habido ese tránsito, pero también se debe a que el trasfondo económico y social lo permitía. Si se hubiera llegado al momento de la muerte de Franco y hubiera habido una situación económico-social de gran tensión, creo que hubiera sido todo más difícil y complicado. Por esas circunstancias, la transición no fue tan brusca como parecía a primera vista.
-La sabiduría del pueblo español como protagonista de la transición, ¿es un tópico?
-Los pueblos son distintos pero al mismo tiempo reaccionan de forma muy parecida frente a las situaciones, y muchas veces las diferencias entre los pueblos son debidas a que en el curso de su historia han tenido distintos problemas que afrontar. Me parece que el pueblo español, en general, no es sustancialmente distinto en sus reacciones a otros, lo que pasa es que las circunstancias son distintas. En los últimos veinte años de España hubo una moderación, quizá producida por el recuerdo de la guerra civil, por todas las heridas que dejan venganzas y por el deseo de no repetir esa situación.
-Los políticos parecen tener poco prestigio como grupo o como profesionales en la sociedad española. ¿Sucede esto también en América?
-Si. En todas partes. El político está más a la vista y, por tanto, se le buscan las cosquillas. Lo que a veces hace cualquier ciudadano normal y no pasa nada, lo hace el político y al instante se levantan las voces. El político es un poco, y quizá necesariamente, una persona frívola. No es una persona que pueda ni que deba siquiera sentarse tranquilamente a estudiar un problema. Además, ¿sería posible un político que no fuera llevado por el poder? Yo digo sí, pero me parece que no funcionaría como político, de modo que son precios que hay que pagar.
-A veces se plantea en España que el ataque de que son víctimas los políticos pone en cuestión la propia vida democrática. ¿Cree usted que los políticos deben ser criticados y censurados por el pueblo?
-Claro que sí. Si no, ¿quién los va a criticar? No van a ser sus familiares o sus amigos. Esto, que a veces llega a extremos excesivos, representa un freno para el político. Imagínese a un político no criticado: haría lo que le diese la gana.
La fama y el compromiso
-La Europa de la Comunidad Económica Europea ¿coincide con la que propugnaba Ortega, con la que era receloso Unamuno?
-Ortega escribía desde ciertos puntos de vista, en los cuales no se prestaba gran atención a cuestiones económicas, de modo que es comprensible que la idea de la unidad europea de Ortega no coincidiera siempre con la idea actual. Su idea era más bien una idea de unidad cultural, mientras que actualmente influye mucho el aspecto económico-social. A Unamuno le gustaba mucho decir cosas chocantes, que no se sabe si las pensaba o no. Unamuno decía «que inventen ellos» y, por otro lado, era una de las personas que más leía y más se interesaba por otras producciones. Su conocimiento de la literatura francesa, inglesa, alemana, danesa, portuguesa, italiana o hispanoamericana era mucho mayor que el de Ortega.
-¿Cómo valora usted la expectación existente hacia el año dos mil, hacia el siglo veintiuno?
-Es algo puramente convencional. ¿Qué diferencia habrá entre el treinta y uno de diciembre de mil novecientos noventa y nueve y el uno de enero del año dos mil? Ninguna. Por otro lado, puesto que las comunidades han organizado su vida económica, social, cultural y hasta espiritual según calendarios, y estos calendarios va por décadas, y las décadas van por siglos, resulta que esta impresión que tiene la gente de que se termina una época y empieza otra refleja sus propias convicciones.
-El deseo de independencia de un filósofo ¿implica que sea un solitario?
-Sí. Pero se puede ser también solitario en compañía. Solitario no quiere decir que no vaya a una tienda llena de gente a comprar un producto que necesita. Solitario quiere decir que, en la formación e sus opiniones, trata de no dejarse influir demasiado por la gente que está a su alrededor. No hay ningún tema específicamente filosófico; pero, en cambio, hay una manera de analizar la realidad que puede llamarse filosófica, que consiste en relacionar cosas que cada persona ve de un modo independiente.
-¿En qué medida influye el filósofo en la sociedad?
-Hoy no influye, al menos directamente. Ahora bien: no sabemos lo que va a pasar en el futuro con la filosofía que se hace hoy porque si nos referimos al pasado vemos que los filósofos tampoco habían influido directamente sobre la sociedad de su tiempo. Azorín decía que hay famas verticales y famas horizontales, y esa opinión es muy aplicable a la filosofía. La fama vertical es la fama instantánea: todo el mundo te conoce y luego, al cabo de cincuenta años, nadie sabe quién has sido; la fama horizontal es esa que no es muy intensa, pero que continúa a través del tiempo y que en el fondo es mucho más efectiva que la otra.
-La palabra compromiso aplicada a los filósofos ¿está pasada de moda?
-Sí. Hubo un tiempo, sobre todo después de la segunda guerra mundial, con el auge del existencialismo, en que se hablaba de que el filósofo tenía que comprometerse. Esa idea no era solamente el compromiso político, sino lo que llamaban compromiso existencial, debido a la opinión de que el filósofo era una pieza esencial de su propia filosofía. Me parece que hoy ha desaparecido esa idea de compromiso porque se entendía muchas veces políticamente, casi siempre.
-¿Cómo afronta usted las contradicciones de un mundo que gasta millones de dólares en llegar a la Luna, y en el que subsisten millones de seres muriendo de hambre?
-Desde el punto de vista razonable, ¿para qué gastarse tanto dinero en todo eso cuando hay tantos problemas que se podían resolver? Por otro lado, el hombre no sólo es un ser razonable, sino que también tiene su aspecto irracional. Y ser razonable consiste en reconocer que hay esos aspectos irracionales. Hay una especie de deseo de escape, indudablemente, en cada persona, como lo hay en el individuo más humilde que apenas tiene que comer, pero se va al cine. Eso explica por qué hay en todas las ciudades chabolas donde lo primero que se ve son antenas de televisión. Pienso que, colectivamente, estamos hablando de la búsqueda de un escape.

-¿Qué cosas le quitan el sueño?
-Lo único que me preocupa son los proyectos de trabajo que pueda tener. Como en los últimos cinco años he hecho más novela que filosofía, me preocupan especialmente las novelas que estoy escribiendo.
-Ese novelista que lleva dentro y que surgió, por lo menos de una forma pública, hace relativamente poco, ¿es un filósofo en busca de evasión?
-No. Se produce porque yo he dicho, en filosofía, todo lo que podía decir. Me temo que podría seguir escribiendo, pero me repetiría mucho. Entonces evito la repetición cultivando otra zona para la cual uno está más o menos dispuesto.
(A mediodía, desde la casa barcelonesa de Ferrater Mora, la ciudad presenta su rostro más dinámico. Ante ese espectáculo, la misión del filósofo no es otra que la de relacionar los distintos aconteceres.)
ABC, 12-3-89, pp. 18-20.

Entrevista de Danny Postel a Leszek Kołakowski (Dædalus, verano 2005)

Leszek Kołakowski
—Danny Postel: Usted ha vivido fuera de Polonia desde 1968. Hace dos décadas escribió un ensayo titulado Elogio del exilio, aunque en él no habla de su propio exilio. ¿Siente que su exilio ha determinado el modo en que piensa y se relaciona con el mundo?
—Leszek Kołakowski: Sí. Creo que sí. Quiero mucho a los británicos, desde luego, pero no me siento británico. No soy un oxoniense. Gran Bretaña es una isla. Oxford es una isla en Gran Bretaña. All Souls es una isla en Oxford. Y yo soy una isla en All Souls. Soy por cuatro veces una isla. Pero no me quejo. Sólo que siento que no pertenezco a este país. De hecho, cuando voy a París me siento más en casa que en Londres, aun cuando sólo haya vivido allí, en un cierto momento, durante no más de seis meses.
—D.P.: ¿Por qué cree que ocurre eso?
—L.K.: Bien, probablemente porque conozco mejor la literatura francesa y su poesía. Aprendí temprano el francés. Yo diría que el francés es mi segunda lengua. Y creo que se siente de verdad a otra cultura cuando se lee su poesía en su idioma original. Cuando yo era joven podía leer poesía en francés, en alemán y en ruso —por no hablar del polaco—. Pero no en inglés. Lo ignoraba.
—D.P.: Hablando de poesía, ¿tiene algún pensamiento sobre la muerte de su compatriota Czesław Miłosz?
—L.K.: Lo conocí en mi primer viaje a París, a finales de 1956. Más tarde, lo vi en varias ocasiones en otros lugares. Opino que su poesía era excelente. Él era un gran escritor. Estaba abrumado por la tristeza, tristeza por el mundo que lo rodeaba. Pero no en cuanto a la política, sino en cuanto a la cultura. Él no tenía ningún sentimiento de arraigo. Aunque era polaco, no tenía ninguna madre patria. Puede decirse que no tenía un hogar. Quizás era por el recuerdo de sus días de juventud en Vilna, donde se crió, que había sido polaca durante el periodo de entreguerras, pero luego se convirtió en lituana. Su libro La Mente Cautiva me gustó muchísimo. Habla sobre la gente que yo conocía, pero sin mencionar sus nombres.
Fue, durante su vida, fuertemente atacado desde varias direcciones. Había trabajado durante algunos años para la diplomacia polaca, en París y en Washington. Sabía lo que era el comunismo. Y en cierto momento decidió huir. Se quedó en París. Entonces fue tremendamente atacado por los periodistas polacos y por el gobierno polaco —por los escritores y los burócratas—. Y nunca fue aceptado por los polacos en el exilio —sobre todo porque había pertenecido a la diplomacia polaca, y por ello lo consideraban como un agente comunista. Pero también porque era muy crítico con la Polonia de entreguerras.
—D.P.: ¿Se usted refiere a la cultura de derechas de la Polonia anterior a la guerra?
—L.K.: Sí, la cultura de derecha del catolicismo polaco —un tipo especial de catolicismo, lleno de fanatismo, antisemitismo, nacionalismo—. Desde luego, no todo el catolicismo polaco sufrió esto. Pero, por su causa, la atmósfera general en la Iglesia fue muy desagradable, como lo fue, en general, la política cultural polaca durante aquellos años.
—D.P.: Es una perspectiva que usted compartió con Miłosz.
—L.K.: Sí. Pero nosotros no éramos de la misma generación. Él era un joven escritor antes de la guerra, mientras que yo era un adolescente que no llegaba a los doce años. Pero es verdad, yo tenía ese mismo sentimiento. Tuve una fuerte aversión por cierta corriente en la cultura polaca —el nacionalismo, el fanatismo, el antisemitismo—. Y aún así, siempre me sentí polaco.
—D.P.: Su sentimiento bastante conforme con la izquierda occidental cambió después de su año en Berkeley entre 1969 y 1970. Tzvetan Todorov describe una experiencia similar, la de escapar de un país comunista —en su caso, Bulgaria— sólo para encontrarse en un entorno intelectual aplastantemente comunista en París. ¿Qué significó Berkeley para usted?
—L.K.: Encontré al llamado movimiento estudiantil simplemente bárbaro. Y desde luego que hay jóvenes ignorantes en todo momento y lugar, pero en Berkeley su ignorancia alcanzaba cotas altísimas. Quisieron “revolucionar” la universidad de tal modo que no tuvieran que aprender nada. Tenían toda suerte de propuestas estúpidas. Por ejemplo, quisieron que los profesores fueran designados por los estudiantes, y que los estudiantes fueran examinados por otros estudiantes. Recuerdo un panfleto publicado por el movimiento de los estudiantes negros afirmando que las bibliotecas no contenían más que “el irrelevante conocimiento de los blancos”.
—D.P.: ¿En cuanto a la oposición del movimiento estudiantil a la guerra de Vietnam?
—L.K.: Creí que había varias buenas razones para que los Estados Unidos se retirara de Vietnam. Pero una idea absurda, en muchos contrarios a la guerra, era que una vez que Estados Unidos se retirara, Vietnam del Sur sería libre. Cualquiera con un mínimo grado de información sobre la política comunista sabía que cuando el Viet Cong asumiera el control de Vietnam del Sur ocurriría el desastre —la opresión, el despotismo, matanzas— y, naturalmente, eso fue lo que pasó. Tenía que ocurrir. Todos debería haberlo esperado.
—D.P.: Como usted sabe, el encuentro de Theodor Adorno con la Nueva Izquierda fue similar al suyo. Él quedó horrorizado por el comportamiento de los estudiantes radicales en Fráncfort. ¿Se encontró alguna vez él?
—L.K.: Una vez. Fue en 1958. Me permitieron ir durante un año a Holanda y a Francia, y estuve también en Alemania por un corta tiempo. Entonces me encontré con Adorno. En aquella época no conocía su trabajo. Lo recuerdo tomando un manuscrito de su escritorio y agitándolo furiosamente; el manuscrito era de Lukács. Así fue.
Leszek Kołakowski en Oxford
—D.P.: ¿Por qué fue expulsado del partido comunista polaco en 1966?
—L.K.: Durante muchos años mi pertenencia al Partido había sido, en realidad, una broma. Pero creía, y también muchos amigos míos —probablemente por error—, que había buenas razones para mantenerse en el Partido, ya que eso nos daba más oportunidades de expresar opiniones poco ortodoxas. Un número de mis amigos, la mayor parte de ellos escritores, abandonaron el Partido en protesta por mi expulsión. Pero aún entonces yo podía enseñar lo que quisiera en la universidad. Nadie se entrometió en mis clases. Pero en 1968 fui expulsado de la universidad, como lo fueron algunos de mis amigos. Había una campaña de difamación contra nosotros por la prensa -y por otros medios. Algo muy desagradable. Sin embargo, siempre debo recordar que podría haber sido mucho peor.
—D.P.: ¿Qué sintió al ver caer, uno tras otro, a los regímenes comunistas en 1989 y en los años siguientes?
—L.K.: Mucha satisfacción, desde luego. Yo estaba en Polonia a finales de 1988, con pasaporte británico. Era mi primera visita después de veinte años. Pero sabía que continuaba dentro del país, ya que era un miembro del comité que fue formado después de los disturbios de los años 70 —el Comité en Defensa de los Trabajadores—. Di muchas entrevistas en apoyo a ese movimiento.
—D.P.: ¿Fueron publicadas en Polonia?
—L.K.: No, no. Prohibieron que se mencionara mi nombre en la prensa polaca, a no ser para que se me atacara. Yo no podía publicar. Era una “no-persona”.
—D.P.: Cuando se fue a Polonia en 1988, ¿por qué le dejaron entrar las autoridades polacas?
—L.K.: Porque el régimen se derrumbaba. Era muy débil. Pero todavía fui interrogado por la policía secreta.
—D.P.: ¿Por qué razón?
—L.K.: Debido a la solicitud de visado de mi esposa y yo. Escribí que iba por motivos personales. Y luego participé en una reunión en la cual se formó el Comité Ciudadano, con Lech Wałęsa. Y también di una conferencia en una sociedad filosófica de la universidad. Había muchas personas en la reunión. Entonces fui acusado de mentir por un oficial que me interrogó. Yo había dicho que estaba en el país por motivos personales, pero entonces mi interrogador dijo, refiriéndose a la reunión del Comité de Ciudadanos, “Usted participó en una reunión secreta.” Dije: “¿Qué reunión secreta? Todo el mundo estaba enterado de ella. No era ningún secreto.” Mi encuentro con Wałęsa fue comentado en la prensa. En Polonia, durante aquel período, la distinción entre lo legal e lo ilegal era confusa. Pregunté: “¿Por qué tiene usted gente que me sigue todo el rato? A cualquier parte donde vaya me siguen en un coche. Por ejemplo, fui al cementerio a las tumbas de mis familiares. Y luego fui a visitar a una tía muy mayor, y por todas partes ellos me siguieron. ¿Pero por qué?" Él dijo: “Ellos le protegen.” ¿Protegerme de quién? Era ridículo.
—D.P.: Usted ha manifestado que la liberalización y la apertura no son necesariamente un modo eficaz de conservar un régimen totalitario; al contrario, a menudo conducen a la agitación revolucionaria y a la desintegración completa de estos regímenes.
—L.K.: Piense en la glasnost de Gorbachov. Se suponía que mejoraría el comunismo, pero en cambio lo destruyó.
—D.P.: ¿Cree que la necesidad de recurrir a una cierta clase de lenguaje oracular o de escritura esotérica, con respecto a las reglas estalinistas, añadió una dimensión nueva al estilo de escritores como usted que nunca podría haberse desarrollado en una sociedad libre?
—L.K.: Cuando yo estaba en Polonia a todos los que éramos intelectuales se nos obligó a usar un cierto lenguaje codificado, un lenguaje que sólo era aceptable en un determinado marco. Entonces teníamos un sentido agudo de los límites de lo que podía ser dicho, de la censura. Era normal. De vez en cuando nuestros trabajos eran confiscados. Pero tratamos de ser inteligibles sin ser transparentes. Durante esa época sólo había unos cuantos que publicaran en los diarios de la emigración. Había un diario en París, Kultura,  muy bueno y muy importante -y obviamente prohibido en Polonia. Sin embargo, unas copias siempre circulaban. Todavía los miembros de la Asociación de Escritores podían leerlo en la biblioteca, legalmente. Y de vez en cuando, la gente lo traía del extranjero. Pero la gente tenía miedo de publicar ahí. Había gente detenida por publicar en tales diarios. Pero más tarde, a finales de los años 1960, algunas personas publicaron libros en París bajo sus propios nombres.
—D.P.: En la primera línea de Horror Metafísico se lee: “Un filósofo moderno que jamás haya sospechado que es un charlatán, debe tener una mente tan superficial que su obra probablemente no merezca la pena ser leída.” ¿Alguna vez ha sospechado que era un charlatán?
—L.K.: Desde luego. Muchas veces.
—D.P.: ¿Vio la película de Roman Polanski El Pianista?
—L.K.: Sí. Y está muy bien hecha. Yo estaba en Polonia [en la época en que transcurre la película, durante la Segunda Guerra Mundial], aunque no, desde luego, en el gueto. Pero viví entre la gente que ayudó a los judíos y que vivió con los judíos que huían. Recuerdo Varsovia durante el levantamiento del gueto. Viví por algún tiempo en un apartamento que fue un escondrijo para los judíos huidos del gueto. Hace poco supe que una vez la Gestapo vino para registrar todos los pisos, uno tras otro. Había dos grupos de búsqueda. Y no visitaron  a ese buen piso donde yo vivía porque un grupo creyó que ya había sido revisado por el otro grupo, y viceversa. Así mi apartamento se salvó. [Si no es por este error] yo no existiría, hoy no estaríamos hablando, y yo sería un esqueleto en fase de putrefacción. Un amigo mío, Marek Edelman, es uno de los pocos supervivientes del levantamiento del gueto y, en realidad, uno de los líderes del levantamiento -todavía vive en Polonia- vio la película y dijo que era verosímil.
—D.P.: ¿Piensa que la experiencia que describe —vivir como un joven entre judíos que tratan de escapar, entre gente que teme por sus vidas— influyó en usted y en su visión del mundo?
—L.K.: Probablemente, pero no puedo decir exactamente de qué modo. Fue, como usted se puede imaginar, una experiencia muy mala. Yo era ese muchacho joven. Conocía a muchas personas, como es natural, de varias creencias. Mi sentimiento más fuerte era que los más aplicados y los más valientes estaban en la izquierda.
—D.P.: ¿Fue eso lo que le atrajo a la izquierda cuando era joven?
—L.K.: Entre otras cosas, sí. Y, como le dije, mis fuertes sentimientos negativos hacia una cierta corriente de la cultura polaca —el chovinismo, el nacionalismo, el antisemitismo, el clericalismo—. Le tuve [a esta corriente] una aversión muy fuerte.

Leszek Kołakowski en su casa en Oxford
—D.P.: En el ensayo que da título a su colección La modernidad siempre a prueba, usted describe la ortodoxia de nuestra edad como una especie de intento de "poner parches" en todas las cosas.  “Tratamos de afirmar nuestra modernidad,” escribe usted, “pero a la vez tratamos de escapar de sus efectos mediante varios ardides intelectuales, para convencernos de que el significado puede ser restaurado o recuperado al margen de la herencia tradicional de la humanidad y a pesar de la destrucción causada por la modernidad.” ¿Ve en el renacimiento del humanismo que todavía se da hoy —pienso, por ejemplo, en el reciente trabajo de Todorov— como una tentativa de esta manera de "poner parches"?
—L.K.: Yo creo que sí. Hay tentativas de restaurar el humanismo simplemente mediante esfuerzos intelectuales. Usted siempre puede repetir algunos de los viejos slogans, pero no creo que tengan un gran impacto. Al mismo tiempo, hay un renacimiento de los sentimientos religiosos y de las ideas que también se mantienen. Se da el sentimiento de que carecemos de algo importante. Tuve muchas discusiones con estudiantes americanos que tenían este sentimiento, incluso los que no fueron criados en una tradición religiosa. Fueron atraídos a esa tradición independientemente de su educación. Sintieron que carecían de algo en la vida. No necesariamente de la Iglesia, pero sí de la necesidad de algo espiritual que vaya más allá de nuestra sociedad consumista. Pienso que es algo muy extendido en todo el mundo. Por esta razón no creo -como tantas personas durante el siglo XVIII, y siguientes- que la religión desaparezca. No creo que vaya a desaparecer. Y tengo la esperanza de que esto no suceda.
—D.P.: Usted también escribió, en aquel mismo ensayo, esto: “hay algo alarmantemente decepcionante en los intelectuales que no tienen ningún vínculo religioso, fe o lealtad apropiada y que insisten en el irreemplazable del papel educativo y moral de la religión en nuestro mundo y deploran su fragilidad, de la cual ellos mismos dan un claro testimonio (...) No los acuso (...) de ser irreligiosos o de afirmar el valor crucial de la experiencia religiosa; simplemente no puedo convencerme de que su trabajo pudiera llevar a los cambios que ellos creen deseables para extender la fe, porque la fe es una necesidad y no una aserción intelectual de utilidad social.” Supongo que podemos derivar de aquí que usted es un hombre de fe.
—L.K.: De eso no quiero hablar.
—D.P.: ¿Puedo preguntar por qué?
—L.K.: Podríamos decir porque no quiero contestar a esta pregunta sólo para únicamente contestarla.
—D.P.: Usted durante mucho tiempo ha defendido a la civilización europea y al “proyecto” europeo frente a los antiimperialistas y los tercermundistas. Pero hoy Europa está siendo atacada por la derecha nacionalista americana. El ataque de los conservadores americanos contra las sensibilidades europeas desde su poder global; los conservadores religiosos americanos atacan el laicismo de Europa occidental; etcétera. Siendo un europeísta, ¿cómo le hacen sentir esos ataques hacia Europa que provienen de Estados Unidos?
—L.K.: Me siento incómodo con esta pregunta. Pero debo decirlo: creo que la tendencia europea hacia la unificación es algo, hasta cierto punto, bueno. No creo que se forje un super-Estado, especialmente a causa de  Francia, que sólo lo apoyaría a condición de que ella fuera el poder dominante. Además no encuentro eso tan deseable. Los sentimientos nacionales están allí. Usted no puede destruirlos. Estoy en contra de la nueva Constitución Europea, pero no contra de la Unión Europea. Uno de los motivos —aunque no sea el único— es Rusia. El Imperio Romano, el Imperio Bizantino, el Imperio Otomano, el Imperio Británico: todos ellos sucumbieron. Así también  ocurrió lo mismo con el imperio soviético. Y sin embargo, hoy Rusia está imbuida de una fuerte nostalgia imperial. Es una gran potencia. Puede usar sus recursos para chantajear a sus vecinos. Y por esa razón pienso que es importante para Polonia, y para los otros países del antiguo bloque soviético, pertenecer a la Unión Europea. Pero éste no es el único motivo; es uno de varios. Por lo tanto sí: apoyo a la Unión Europea. Pero no apoyo la tendencia a considerarla como un Estado, un Estado europeo. Usted puede ver, por ejemplo, lo furioso que se puso Chirac porque Polonia apoyó la guerra de Irak. Al margen de la cuestión de si la guerra fue una buena idea o no, él estaba furioso de que Polonia osara hacerla. Prefirió hacer objeto de su furia a un país débil como Polonia, y no a los Estados Unidos.
—D.P.: ¿Creyó entonces que fue un error que el gobierno polaco siguiera la línea trazada por los Estados Unidos?
—L.K.: No, no lo creo del todo. Justo días antes de que la guerra comenzara un periodista me preguntó lo que pensaba de la guerra. Dije que estaba muy feliz de no ser un presidente americano y de no tener que decidir sobre eso. Pues tengo sentimientos ambivalentes sobre ese tema.
—D.P.: ¿Compartiría sus pensamientos sobre el estado de filosofía actual?
—L.K.: No sigo el desarrollo de la filosofía actual. Estoy leyendo muy poco. Lamentablemente mis ojos están mal. Si algo realmente importante apareciera, quizá yo lo conocería, pero no creo que exista ningún gran filósofo vivo.
—D.P.: ¿Ninguno?
—L.K.: Bueno, hay gente inteligente, desde luego. Muy inteligente. Llena de vigor intelectual. Pero no un gran filósofo.
—D.P.: ¿Hay algún filósofo que escriba en la actualidad a quien usted lee con interés?
—L.K.: Leí a Rorty con interés, aunque no comparto sus opiniones.
—D.P.: En Horror Metafísico usted evocó una imagen que encontré impresionante: “Es quizás mejor para nosotros tambalear inseguramente al borde de un abismo desconocido que tan sólo cerrar nuestros ojos y negar su existencia.” No es simplemente tambalear inseguramente al borde de un abismo, sino sobre un abismo desconocido.
—L.K.: Horror Metafísico era una tentativa de mostrar qué las ambiciones metafísicas, los anhelos metafísicos, las necesidades metafísicas están todavía en nosotros, y que siempre que intentemos formularlas, cualquiera de ellas caerá a pedazos o entraremos rápidamente en contradicciones. No hay soluciones buenas. Ése es mi predicamento.
—D.P.: ¿Ve usted alguna salida de aquel apuro?
—L.K.: No. Nosotros vivimos en un mundo que, al fin y al cabo, está gobernado por dioses maniqueos y hostiles.

jueves, 30 de marzo de 2017

"La mística femenina, una tradición olvidada" de Víctoria Cirlot


Hildegard de Bingen Protestificatio de Scivias, Fol. 1, Facsímil de Eibingen del códice de Ruperstberg.
(W: Wiesbaden, Hess. Landesbibliothek, Hs. i), segunda mitad del siglo XII.
Es un error pensar que las mujeres no han contribuido a la construcción de la cultura europea antes del feminismo, que no suele situarse antes del siglo XV, antes de Christine de Pizan y su Ciudad de las damas (1405). Sin conciencia de marginación social, sin oposición al pensamiento masculino, ya en el siglo XII y, en especial, en el siglo XIII, algunas mujeres ofrecieron un testimonio que constituye toda una postura ante la vida, un modo de sentimiento y pensamiento, que alcanza aún nuestro mundo de principios del siglo XXI, y que es, sin embargo, una tradición olvidada. Pienso en las mujeres místicas que, en contra de los prejuicios que prevalecen aún hoy sobre la idea de la mística como una evasión de la realidad, fueron ejemplo vivo de una radical penetración en lo real. Hace pocos días pude oír al profesor Shizuteru Ueda, filósofo japonés de la llamada Escuela de Kioto, practicante y estudioso del zen, hablar de la mística europea como un pensamiento contracultural, tremendamente devastador de los sistemas impuestos. Pensaba el profesor Ueda en el maestro Eckhart, a quien ha dedicado numerosos trabajos y comparado con el zen. La potencia del pensamiento del maestro Eckhart ha resultado indeleble con el paso de los siglos y sólo encuentra ecos anticipados justamente en las voces de las mujeres que lo precedieron: Margarita Porete, Angela de Foligno, Matilde de Magdeburgo, las místicas de la nada y del descenso. No es posible, creo, hablar de la construcción de la cultura europea y olvidar a las místicas. Su importancia radica tanto en la forma que emplearon para decir lo que quisieron decir, como en lo que dijeron. Tanto en la forma como en el contenido se observa un vuelco en el posicionamiento ante la escritura que la convirtió en escritura de la vida, abriendo una brecha que es una vía de la realización espiritual. Me referiré a tres elementos que argumentan el papel de la mística femenina en la fundación de la cultura europea injustamente silenciada: en primer lugar, al valor de la experiencia; en segundo lugar, al empleo de la lengua materna; en tercer lugar, a la nada y al descenso como la nueva orientación en el camino de unión.
1
Ego vidi et audivi: con extraordinaria fuerza suena la primera persona que afirma haber visto y oído. La obra profética de Hildegard von Bingen (1098-1179) sale de haber visto y de haber oído:
Y he aquí que, a los cuarenta y tres años de mi vida en esta tierra, mientras contemplaba, el alma trémula y de temor embargada, una visión celestial, vi un gran esplendor del que surgió una voz venida del cielo diciéndome:... (Scivias, Protestifcatio)
Comencemos por la primera persona. Ciertamente Hildegard von Bingen no es la única en el siglo XII en utilizarla. Si desde san Agustín hasta la época feudal es profundamente rara, en cambio, a principios del nuevo siglo se detecta una oleada en la que se manifiesta un cierto modo de subjetividad: aparecen las autobiografías como la de Guibert de Nogent o Pedro Abelardo, aparecen las canciones de amor de los trovadores del sur de Francia. El roman courtois se interesa más por el individuo que por la colectividad. ¿Cuál es la realidad de esas primeras personas? Se ha insistido en su carácter retórico y hueco. Pero es innegable que manifiesta algo y que su uso hay que contextualizarlo en el género en el que aparece. Cuando Hildegard von Bingen afirma en primera persona haber visto y oído no podemos confundirla con los juegos formales de los trovadores, porque si en ellos se valora su capacidad lingüística, en ella sólo se valora la verdad del testimonio de su experiencia. ¿Y cómo es eso? La valoración de la experiencia, la experiencia que exige a un sujeto que experimente, es algo nuevo en la cultura europea. El principio de la valoración de la experiencia se puede situar en los sermones que comentaron el Cantar de los Cantares (1135-1151) de Bernardo de Clairvaux:
Se trata de un cantar que sólo puede enseñarlo la unción y sólo puede aprenderlo la experiencia (experientia). El que goce de esta experiencia, lo identificará en seguida. El que no la tenga, que arda en deseos de poseerla, y no tanto para conocerla como para experimentarla (experiendi) (Sermones sobre el Cantar de los Cantares, 1, vi, 11).
Como se ha dicho, los comentarios de Bernardo implican una nueva recepción del Cantar, muy comentado desde Orígenes pero sin impacto justamente por haber sido tratados sólo textualmente y no como una vivencia a experimentar. Bernardo invita a su auditorio a entrar en la alcoba. Él mismo afirma conocerla a través de su experiencia:
Entremos ya en la alcoba. ¿Cuál es?... (Sermones, 23, iv, 9). Desde mi experiencia —porque desconozco la de otros—, es la alcoba en la que alguna vez me han introducido. Pero, ¡ay dolor! Raras veces y por poco tiempo (Sermones, 23, vi, 15).
Con el comentario de san Bernardo, el lenguaje del Cantar pasó a ser el modelo para expresar la aventura del alma. El efecto fue inmediato y, en especial, en los ambientes femeninos, en los monasterios de mujeres, según muestran obras como el Sankt Trudpertslied de mediados del siglo XII en que ya se ha aplicado el lenguaje del Cantar para hablar de la relación con Dios. La consideración de la experiencia como forma de conocimiento constituye algo realmente moderno en la cultura medieval habituada a conceder mayor autoridad al libro que al sujeto. Y antes que el mundo, su geografía o naturaleza, fue Dios el objeto de la experiencia y fueron sobre todo las mujeres los sujetos de dicha experiencia.
El interés que suscita una figura como Hildegard von Bingen no se debe sólo a su impresionante facultad visionaria o capacidad creadora, sino a la fundamentación de su existencia en su propio sujeto y a la búsqueda de la verdad en su experiencia. En la biografía que escribió Teoderich von Echternach poco después de su muerte se recogieron fragmentos autobiográficos en los que ella expone «lo que le sucedió». La Vida de Hildegard sirvió de ejemplo para los relatos hagiográficos posteriores en los que los confesores se alejaron de los moldes establecidos y de los tópicos literarios para obtener justamente un relato vivo y veraz. Como apuntó agudamente Giovanni Pozzi si tuvieron lugar los testimonios femeninos fue porque la cultura masculina se interesó por ellos en medio de una grave crisis de creencias. Pero aunque fueran los hombres quienes preguntaron, lo cierto es que fueron las mujeres quienes respondieron. Y en sus respuestas se perfiló un nuevo diseño en el que predominaba el color del sentimiento.
2

El relato autobiográfico basado en la experiencia necesitaba de una lengua nueva que, a diferencia del latín, no estuviera saturada de tradición ni fosilizada por la repetición. Si Hildegard von Bingen escribió en latín, en el siglo XIII Hadewijch de Amberes (c. 1235-1244) y Beatriz de Nazaret (c. 1200-1268) lo hicieron en neerlandés, Matilde de Magdeburgo (1207-1282) en alemán y Margarita Porete (1250/60- 1310) en francés. Desde principios del siglo XII comenzaron a imponerse las lenguas vulgares, pero sólo en las literaturas laicas, esto es, en los cantares de gesta, en la poesía lírica, en los romans. El latín continuaba siendo la lengua de la Iglesia, reservada para el discurso teológico, para el saber escolástico. El uso de la lengua vulgar para hablar de Dios resultó no sólo una novedad, sino en ocasiones un escándalo, como puede comprobarse por la rápida traducción al latín de algunas obras. Así se tradujeron al latín obras como La luz fluyente de la divinidad de Matilde de Magdeburgo y El espejo de las almas simples de Margarita Porete. Si el lenguaje erótico del Cantar podía aceptarse en latín, en cambio parecía inadmisible en lengua vulgar, como algo demasiado próximo, demasiado cercano al mundo de la vida y a la cotidianidad. Además, en la cultura medieval, profundamente ordenada y necesitada del orden, se habían establecido claras correspondencias entre lengua y géneros. Así por ejemplo, la lengua adecuada para la canción de amor era el provenzal y no sin esfuerzos pudo utilizarse el francés, el sículotoscano o el gallegoportugués, y mucho más tardó en ser posible una lírica castellana o catalana. Todavía Dante tuvo que reflexionar acerca de la adecuación entre lengua y contenidos, y de la oportunidad de emplear la lengua vulgar. En el caso de la mística se trató de la imposibilidad de escribir el libro de la vida en una lengua que no fuera la de la vida misma. Más allá de los géneros, pues en muchas ocasiones se trata de auténticos híbridos —mezcla de poesía y prosa, de revelación y profecía—, las lenguas vulgares ofrecieron la posibilidad de expresar un mundo de sentimientos en el que el cuerpo se encontraba absolutamente involucrado, inseparable de un pensamiento que constantemente se hacía carne. Las emociones abrieron un campo de conocimiento nuevo. Amor, dolor, insipidez dibujaron un recorrido de abismamiento hacia un fondo que por vez primera brotó en la conciencia de la cultura europea. Posiblemente nadie lo habría de expresar mejor que el maestro Eckhart, sobre todo en sus sermones en lengua alemana, pero muy cerca de él hay que situar a sus antecesoras y coetáneas. Y en concreto, la unión estrecha entre experiencia, autobiografía, sentimiento y lengua vulgar fue un fenómeno propio de la mística femenina. Si en la mística hebraica no hay expresión autobiográfica ni fundación en el sentimiento es, como recordó Gershom Scholem, porque no hay mujeres.
3
El cielo está arriba y la tierra, abajo. La superioridad del arriba sobre el abajo parece una verdad indiscutible para la vida del espíritu. El ascenso indica el movimiento necesario y el vuelo, el deseo irreprimible. En la mística de tradición platónica el alma asciende a Dios. Cierto hermetismo sostiene que lo que hay abajo es como lo que está arriba, aunque la cuestión consiste en saber exactamente qué se entiende por ese como, es decir, si es una relación de analogía que indica efectivamente semejanza, o, por el contrario, inversión. Pero la afirmación de que el descenso es superior a cualquier ascenso constituye un atentado contra el saber tradicional. Oigamos los versos de Matilde:
Ay, mi buen Señor, no me eleves tanto. Prefiero descender a la parte más baja y allí quiero quedarme gozosa para honrarte (La luz fluyente de la divinidad, IV, XII, 35-37).
Oh, Señor, en la profundidad de la pura humildad
No puedo escaparme de ti
Pero en el orgullo podría olvidarme de ti.
Cuanto más profundo me hundo (mere ie ichtieffer sinke),
Más dulcemente bebo.
(La luz fluyente de la divinidad, IV, XII, 105-107)

Por mucho que el cristianismo justifique el camino de descenso, como ahora veremos, su expresión —hablar de la dulzura infinita y del placer obtenido por ese descenso, como hizo Matilde de Magdeburgo— no deja de ser una tremenda provocación que no pretende serlo, sino sólo una comprobación que no puede entenderse más que dentro de un inmenso espacio de libertad. El lenguaje paradójico de la mística atraviesa deshaciéndolos todos los velos de las ilusiones para llegar hasta un núcleo, un corazón de verdad. La vía descendente, con su negación del ascenso, se sitúa en la paradoja y en ésta se reafirma para rechazar el terreno de lo conocido. Con todo, distintas realidades se suman para dotar de una fuerza inusitada al camino de descenso. En efecto, como ha reiterado el profesor Alois Maria Haas, característica del cristianismo es esta vía de descenso que encontramos en la mística femenina, pues en ella se da la exigencia de imitar el mismo camino de descenso de Dios en su encarnación. Si Dios descendió al hacerse hombre, y con ello se humilló, el alma humana debe realizar esa misma trayectoria, pues en la humillación puede semejarse a Dios. Cuanto más se humilla, más nada se hace, y cuanto más nada, cuanto más despojada esté de lo que ella es, mayor cabida puede dar a la alteridad que es Dios. Se dibuja así el paisaje del desierto como el paisaje del alma:

Debes amar la nada (niht),
Debes huir al yo (iht),
Debes estar solo
Y no acudir junto a nadie.
No debes ocuparte de mucho
Sino que debes liberarte de todas las cosas.
Debes soltar a los presos
Y vencer a los libres.
Debes deleitar a los enfermos
Y tú mismo no tener nada.
Debes beber el agua del dolor
Y encender las brasas del amor con la madera de las virtudes:
De este modo vivirás en el verdadero desierto.
(La luz fluyente de la divinidad, I, XXXV, 1-15)

El alma no puede ascender, sino sólo esperar en su templo vacío a que Dios descienda hasta ella. «A la espera de Dios», en expresión de Simone Weil, que negó la búsqueda como posibilidad de encuentro con Dios. En esta mística del descenso, el ser mujer también tiene su fundamento, pues la mujer, en su fragilidad, se asemeja a la humanidad de Cristo. A la arrogancia del discurso teológico impartido en las Universidades se opuso en el siglo XIII el testimonio femenino de amor y conocimiento de Dios. Por ello, entre otros muchos motivos, los místicos como Eckhart y Heinrich Seuse quisieron «hacerse mujeres», cada uno a su manera, lo que no significaba más que seguir un camino inverso, negativo, cuyo fin último es la nada. Jeffrey Hamburger ha mostrado las miniaturas en que Heinrich Seuse aparece ataviado de un modo claramente femenino. En su sermón sobre La virginidad del alma, el maestro Eckhart consideró la feminidad del alma como la posibilidad de ser fecunda y según su costumbre de un pensamiento «a la inversa», determinó la superioridad de ser mujer a la de ser virgen:
Si el hombre fuera siempre virgen, no daría ningún fruto. Para hacerse fecundo, es necesario que sea mujer. «Mujer» es la palabra más noble que puede atribuirse al alma y es mucho más noble que «virgen». Es bueno que el hombre conciba a Dios en sí mismo, y en esa concepción él es puro y sin mancha. Es mejor, sin embargo, que Dios fructifique en él, pues la fecundidad del don no es más que la gratitud del don, y así el espíritu se hace mujer en la gratitud que renace y en el cual el hombre engendra, de nuevo, a Jesús en el corazón paterno de Dios (36-45).
Si Matilde de Magdeburgo escribió en un alemán maravilloso y extraño a juicio de Heinrich von Nordlingen (1345), Angela de Foligno (c. 1248-1309) era analfabeta y su testimonio fue vertido al latín por su confesor. Sin embargo, a pesar de la traducción y de la sencillez de su lenguaje, su testimonio aún hoy resulta estremecedor por la autenticidad que de él emana. Su peregrinación por los diversos estados del alma realizó la fábula mística en la que el héroe, en lugar de salir vencedor, es vencido. Todo su ser se involucra en la experiencia de Dios: desde su cuerpo desnudo ante la cruz y su grito en la iglesia de Asís, hasta un estado de insipidez e indiferencia como resultado de la experimentación progresiva de los contrarios:
Y aunque tristeza y alegría provenientes de fuera puedan penetrarme un poco, hay en mi alma una cámara donde no entra ni alegría, ni tristeza, ni deleite, ni virtud, ni satisfacción por nada que tenga un nombre. Ahí está todo bien, de tal modo que no es otro bien, pues es de tal modo todo bien que no hay otro bien. Y en ese manifestarse de Dios (aunque diga blasfemia porque no lo puedo decir de otro modo), en ese manifestarse de Dios está toda la verdad, en ese manifestarse de Dios poseo toda la verdad: la que está en el cielo y en el inferno... (Memorial, IX, 398-406).
La experiencia de Dios como nada emerge de un modo fulgurante para situarla como directa antecedente del nihilismo eckhartiano:
[...] cuando se ve a Dios, no trae eso risa en la boca, ni devoción ni fervor ni amor ferviente, pues ni el cuerpo ni el alma se mueven tal como acostumbran moverse, pero no ve nada y lo ve todo, y el cuerpo duerme y la lengua está cortada (Memorial, IX, 51-54).
Insospechadamente estas mujeres de los siglos XII y XIII pudieron hablar y escribir más allá de la literatura. Su conocimiento, más que en un pensar, se fundó en un sentimiento en el que se asentó la certeza del yo. Sus propias vidas fueron el objeto de su escritura. La riqueza de su legado, en muchos aspectos presente en la cultura europea, todavía está por descubrir.


Textos citados
Angela de Foligno, Libro de la vida, edición de Teodoro H. Martín, Sígueme, Salamanca 1991.
Bernardo, san, Obras completas de, V. Sermones sobre el Cantar de los Cantares, edición de los monjes cistercienses, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1987.
Hildegarda de Bingen, Scivias: Conoce los caminos, traducción de Antonio Castro Zafra y Mónica Castro, Trotta, Madrid 1999.
Maestro Eckhart, El fruto de la nada, edición y traducción de Amador Vega Esquerra, Siruela, Madrid 1998.
Mechthild von Magdeburg, Das fliessende Licht der Gottheit, vols. I y II, edición de Hans Neumann, Artemis, Munich-Zurich 1990.
Weil, Simone, A la espera de Dios, Trotta, Madrid 1993.

Estudios
Cirlot, Victoria, y Garí, Blanca, La mirada interior. Escritoras místicas y visionarias en la Edad Media, Martínez Roca, Barcelona 1999.
Haas, Alois Maria, Visión en azul. Estudios de mística europea, Siruela, Madrid 1999.
Hamburger, Jeffrey K., Te Visual and the Visionary. Art and Female Spirituality in Late Medieval Germany, Zone Books, Nueva York 1998.
Pozzi, Giovanni (ed.), Angela da Foligno. El libro dell’esperienza, Adelphi, Milán 1992.
Scholem, Gershom, Grandes tendencias de la mística judía, Siruela, Madrid 1996. Ueda, Shizuteru, Zen y filosofía, Herder, Barcelona 2004.

Residencia de Investigadores CSIC-Generalitat de Catalunya, Barcelona, 2006, pp. 85-96.