José María Moreno Galván |
Juan Eduardo Cirlot
Yo
nunca fui un cirlotiano sistemático. Sin embargo, yo le debo muchas cosas a
Juan Eduardo Cirlot, como mucha gente que escribe de arte en este país. Hace
tres o cuatro días, el azar me deparó la ocasión de verle de nuevo en
Barcelona. Charlamos largamente y recuerdo que yo rae consideré obligado a
reprocharle que no publicase con la misma asiduidad de antes. «Si —me dijo—, publico mucho menos, pero… », y enumeró una larga serie de
títulos, publicados todos en estos últimos dos años, que hace que yo lo eche de
menos. En efecto, ha publicado mucho más que yo; mucho más que casi todos
nosotros... Es que Cirlot, con su abrumadora prodigalidad, nos tenía mal acostumbrados.
Cirlot
era —y es, creo— un poeta. Y aun cuando muchos puedan hacer al mismo tiempo,
como él, la poesía y la crítica de arte, sólo él había llevado hasta lo último
la condición esencial de lo primero, que es la de saber ver e interpretar la
cara oculta de las cosas. El arrastró hasta su ojo de crítico de arte su mirada
de poeta y, con frecuencia, sabía descubrir la realidad que ocultaba la
apariencia. Esto le dio un lenguaje instrumental simbólico (de un simbolismo no
aprendido, sino vivido por él en el contacto con las cosas) altamente eficaz.
Le dio también un cierto profetismo, porque él era de esos poetas que creen en
su fuero interno que la función del poeta es la profecía. Claro está que todo
eso podía provocar en él una cierta parcialidad. Y era, en efecto, un crítico
parcial. Pero lo era responsablemente: haciendo intervenir a su parcialidad en
toda su imagen del mundo. Esa actitud aparentemente sectaria era creadora: yo,
por ejemplo, aprendí mucho a ser ecléctico en esa ausencia de eclecticismo.
Por
supuesto, todo eso, el lenguaje profetista y simbólico —y por tanto un cierto
clima de irracionalidad—, y la parcialidad enfáticamente mantenida, parecía
ponerle en contacto con el surrealismo. Y, en efecto, algo de surrealista
involuntario, de surrealista al margen de los manifiestos, yo creo que debe
haber en Cirlot, en la persona y en el poeta. Me fundo para ese supuesto, mucho
más que en todos esos indicios, en el del humor: el humor mantenido incluso con
heroísmo, como un factor de la conciencia. Yo creo, y lo creo firmemente, que
el Cirlot que parece un disparate, en su persona y hasta en su facha política,
es un gran humorista. Un humorista que puede pagar heroicamente caro su derecho
a serlo secretamente, para su deleite personal. Ese es su gran lujo. O, al
menos, yo así lo creo.
José
María Moreno Galván
Triunfo,
30 de enero de 1970, nº 400. p 43.
...
Juan Eduardo Cirlot
Es
verdad el reproche que me hacía ayer un amigo: Ya vengo remoloneando demasiado
para escribir a Cirlot. Pero es que... Ya empieza a levantarse en lo más
incontrolado de mí mismo una especie de protesta inconsciente contra las
necrológicas. Y en este último año ya llevamos tres: la de Manolo Millares, la
de Picasso, la de Cirlot. No es que no se pueda ni se deba hacer: es que a uno
lo que le gustaría es [no] hablar de esa vida cuando llega la hora de hablar de esa
muerte.
Juan
Eduardo Cirlot murió hace poco más o menos un mes: no me pidáis ahora precisión
en esa fecha. Sé que murió dos o tres días después de Picasso. A mí mismo me
llegó la noticia con retraso, pero recuerdo que la persona que me dio la
noticia se dio cuenta de que me había afectado. Y me afectó mucho. No solamente
porque Cirlot fue uno de los dos o tres estudiosos del arte moderno mejores que
tuvimos en España, sino porque es muy difícil en esos momentos que uno, no
recordara la faz de Cirlot, con su mirada tímida y como desamparada, permanentemente
desmentida por el argumento de su palabra, uno de los más brillantes e
inteligentes que a mí me ha sido dado conocer en estos últimos tiempos.
Cirlot
tenía las mejores cualidades para ser, como lo era, un formidable crítico de
arte; poseía una gran cultura visual y, además, era un excelente poeta. Esta
última dimensión, la de poeta —poeta yo diría que surrealista, además; el
último surrealista—, es la que le permitía adquirir para su acción crítica un
sanísimo partidismo, a favor de un arte no definitivamente dominado por «el sueño de la razón» y, en el terreno
formal, no definitivamente dominado por la razón de la forma. Todas esas
peculiaridades lo dibujaban como lo que luego fue efectivamente. Fue, primero,
el que estaba en mejores condiciones de todos nosotros para comprender el
movimiento «Dau al set», en el cual
incluso estuvo integrado algún tiempo. Por eso fue uno de los más tempranos
panegiristas del primer Tapies. Pero, además, precisamente por su proclividad a
un arte que no tenía inconveniente en considerar que «el sueño de la razón produce monstruos», tuvo en hora muy temprana
la noción del aformalismo. Por eso fue, acaso, su primer panegirista en nuestra
lengua. Fue el primero y fue el mejor.
Como,
además, el aformalismo llegó a ser, luego, un movimiento clave de la pintura
contemporánea española, como Cirlot fue un pensamiento clave en el movimiento
aformalista español, su importancia fue muy decisiva en ese orden. Los pintores
de aquel tiempo consideraban mucho, con razón, los escritos de Cirlot. Como,
además, él era de una prodigalidad y de una generosidad sin límites, hay muchos
escritos de él glosando el arte de la gente de aquella hora.
¡Cómo
trabajó Cirlot entonces! ¡Y cómo continuó trabajando hasta el final!
Yo
recuerdo a Cirlot como a una persona entrañable y llena de generosidad. No he
tenido con él nada más que una diferencia. En una ocasión, en estas mismas
páginas, hice un comentario de su persona y de su obra que él me agradeció,
pero, al final, yo tuve la debilidad de considerar que tenía un profundo
sentido del humor. El comentario se lo hizo a Gustavo Gilí: «No, eso no. Gustavo, tú lo sabes bien: Yo no
tengo humor, no lo tuve nunca...». Todo lo cual, cuando lo supe, no hizo
más que reafirmarme en que, efectivamente, era un gran humorista. Pero, claro,
ahora ya no puedo discutirle su decisión de no tener humor. Eso hay que
respetárselo.
La
última vez que lo vi estaba ya en su lecho de muerte. Quise ir a verlo a la
clínica y me acompañó María Lluisa Borrás. Me alegró mucho verlo rodeado cariñosamente
de los suyos: dos hijas muy jóvenes y muy bellas, y su esposa. Ya estaba
condenado a muerte. Y las tres me pidieron que le quitase dramatismo a mi
visita, lo que yo hice, naturalmente.
Estuvo
aquella vez muy cariñoso, y cuando me iba a despedir, me dijo: «Moreno, puede que discrepemos en muchas
cosas, sobre todo políticamente, pero, en realidad, yo tengo un gran afecto por
ti, como por todos los que discrepan conmigo...». El buen Juan Eduardo fue
un gran crítico de todo, menos de sí mismo. Llegó a creerse políticamente lo
que no era. En realidad, él no era más que una buena persona. Una buena persona,
digo, pero debo aclarar, con mucho, con muchísimo talento... Un gran crítico de
arte.
Lo
que pasa es que si sigo por ese camino voy a desmentir la imagen que él mismo
quería darnos de sí mismo. Y yo no quiero discutir con las ideas del amigo
muerto. Pero... ¡que me perdona por última vez! Todas esas actitudes, toda esa
negación de humorismo en su persona, es porque, en lo más profundo de su ser,
era un gran humorista.
José
María Moreno Galván
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