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miércoles, 24 de mayo de 2017

"En la Cataluña de los 40" (y IV) de Dionisio Ridruejo (Destino, 16 jun. 1973)

Jurado del Premi Ossa Menor de 1951. De izquierda a derecha:
Salvador Espriu, Joan Teixidor, Josep Pedreira, Jaume Bofill i Ferro,
Marià Manent, Josep Janés, Josep M. de Sagarra y Tomàs Garcés.
["En la Cataluña de los 40" [1.], [2.] y [3.]]

Los poetas mudos

Dejé en suspenso, en el paso anterior de estas evocaciones, mi experiencia de curioso explorador de la poesía catalana puesta en su paréntesis cuaresmal. De los poetas que la continuaban cultivando en su «huerto cerrado», creo que fue a Foix al primero que conocí. Pertenecía ya a la generación —correlativa a la del 27 en Castilla— cuyos miembros no iban vestidos o caracterizados «de artistas» —aunque lo eran en estado puro—, ni de «personajes», sino que, en atuendo y en actitudes, querían confundirse con el hombre corriente. Visto por fuera y sin oírle hablar, Foix era el confitero de Sarriá bien acomodado que circunstancialmente era «además». Hablando, bastaban cinco minutos para verle brillar por el lado del ingenio o por el del humor y la paradoja, con los que «castigaba» a su complementario, el comerciante conservador. No profesaba el catalanismo político, aunque si el literario. Era un hombre bien educado, lleno de mesura, que casi desconcertaba si se le había leído, porque su escritura es la de mayor y más complicada imaginación, la de palabra más atrevida e inventora de la península, como ya dejé dicho o sugerido.
Luego conocí a Sagarra, corpulento, con cabeza romana, zumbón y agudo. Había tomado yo contacto —como dije atrás— con Ramón de Campmany que mandaba, por entonces, en la vieja e ilustre editorial de Montaner y Simón, establecida con grandes talleres en la calle de Aragón. Campmany era grande y un poco blando, con un cierto énfasis que correspondía a su figura; pero también era muy afable y muy generoso. Había llevado a la editorial su taller de grabador (no el de pintor, que reservaba en casa), y allí pasaba buena parte del día mordiendo planchas y haciendo pruebas con el tórculo para sus ediciones de bibliófilo. Montaner y Simón había sido uno de los grandes editores del fin de siglo, y sus ediciones de aquella época son admirables y expresan el modernismo con tanto relieve como la «manzana de la discordia» del Paseo de Gracia. Ahora estaba medio parada, viviendo de sus fondos y editando algunas colecciones pequeñas y primorosas, de gusto romántico; así salieron un Santillana y un pequeño Cetina, de Soler Vicens, o una nueva «Bien plantada», un nuevo «Pablo y Virginia», o una nueva «Carmen» con grabados de época encantadores y encuadernaciones muy finas.
Campmany se avino a publicar mi inédito En la soledad del tiempo (libro de libros, que luego he tenido que castigar y desmembrar para dejarlo medio presentable), pero a condición de iniciar con él una colección que yo dirigiría. Para mí, vincularme a un trabajo regular era entonces —invierno del 44— más importante que publicar unos poemas. Pero la colección «Ariel» —que fue, desde el punto de vista de su «maqueta» y su realización tipográfica, impecable— no pudo sostenerse. Salieron mi libro y uno de Poesías completas, de González Ruano, y pasó a la imprenta el Soria, de Gerardo Diego, pero no llegó a componerse. Los otros que había comprometido ni siquiera llegaron a tanto. La colección no era viable y la editorial entraba, por otra parte, en una fase de revisiones y cambios que me excluían hasta más ver. Pero, repito, mis estancias en la editorial me permitieron conocer a Sagarra, así como a Soler Vicens, y al fantástico mallorquín Estelrich, que tenía que ver con la empresa. A Soler Vicens lo recuerdo con cariño. Tenía un rostro semítico que respiraba bondad y una memoria infalible para la poesía. Procedía del sector moderado y burgués del catalanismo y se consolaba del silencio forzoso de su lengua recitando, de una sentada, cientos de versos de Verdaguer. A Estelrich lo traté menos. Era la brillantez misma, con una gran cultura. Sagarra, por su parte, estaba entre dos fuegos, pues si era conformista en política, no dejaba de sentirse sumergido y agraviado como escritor catalán. Su alivio era el sarcasmo. Conmigo fue siempre cordial, aunque yo no le ocultaba mis preferencias por Riba y hasta por Carner. Cuando le conocía estaba embarcado en una de sus heroicas traducciones (creo que la de la Comedia) y traía ya entre manos su vasto poema de Montserrat.
Pero hubo otro lugar de encuentro al que también me he referido: la casa de la poetisa genovesa Ester de Andreis (también aparece, con su glicina y su almendro, en una página de mi Diario) que, en aquel año, preparaba la edición de su primer y delicado libro, Attimi, y unas traducciones de la Barryt y de Catherine Mansfield. A primera impresión, Ester parecía un ser angélicamente embobado, con una sensibilidad receptiva casi floral. Luego se iba viendo la persona de reflexión segura, que ella disimulaba abriendo mucho los ojos, como con asombro, y dejando sonreír a su boca un poco desbordada. Y, sobre todo, la persona de nervios vivos y voluntad obstinada. Era, se lo dije una vez, la mujer frágil o de mala salud más vigorosa que he conocido nunca. No le interesaba la vida intelectual por presunción. No buscaba un «salón» de adorno. Ella estaba en el ajo; pertenecía a aquella vida y de ella estaba hecha la suya en buena parte. Durante años, la casa de Ester de Andreis, en Ganduxer, 55, ha sido punto de reunión para una porción de escritores catalanes, forasteros y transeúntes. (En aquella casa, por ejemplo, conocí yo a Vicente Aleixandre).
Entre el 43 y el 44 los visitantes más asiduos eran los poetas de «Entregas», incluidos Cirlot y Riquer, y tres de los catalanes de nombradía con los que yo tenía amistad sin remedio: Teixedor, al que ya conocía, pues fue puntal temprano de DESTINO, Mariá Manent, que trabajaba en la Editorial Juventud, y el patriarca —aún joven entonces— Jorge Rubió, que, despojado de su cátedra y de su biblioteca, mantenía su dignidad con un sosiego, una ausencia de resentimiento y una sencillez de estilo literalmente superiores. Como hombre de mucho y verdadero saber, don Jorge —suave el gesto, el acristalado mirar inquisitivo— opinaba poco y escuchaba mucho. Nunca le oí palabra vana ni frase arrogante. Pero cuando comunicaba un dato o emitía un juicio, con media voz cortés, quedaba al descubierto su entidad magistral. Hombre de cortesía, paciencia y bondad, se le sentía, a veces, la borrasca crítica y reprimida detrás de la frente, al oír una inepcia o presentarse un tema polémico: era un gesto y bastaba. Hoy Rubió está en el centro de la vida cultural catalana y el respeto le rodea por todas partes. Sobrevive, robustamente y casi solo, a la generación de los «seniors» de la comunidad.
Fino hasta la exquisitez —empezando por la figura pálida, coronada por un cabello precozmente cano—, era y sigue siendo el otro de los catalanes de nación y lengua fieles a la reunión: Manent. Su sensibilidad se había probado traduciendo y estudiando a muchos poetas ingleses y a algunos poetas chinos. Su poesía tenía delgadez de materia, vibración de sensibilidad e intensidad de sentimiento. Ofrecía, en su modo de hablar, un cierto contraste con Teixidor, poeta de contenida pero dolorida pasión, cuya conversación de tímido es, por intermitencias, de tono vivo —mientras ladea y echa atrás cabeza y pecho, como si contestase a un reto—, en tanto que Manent hablaba con una cierta monotonía cadenciosa, igual, interrogante o confidente. Por Manent conocí a Garcés, poeta de cancionero con reminiscencias de provenzalismo, como los poetas andaluces de cancionero —Alberti, Lorca— resuenan a los medievales castellanos.
Mis conocimientos de la poesía catalana gran entonces muy incompletos. No diré que a Verdaguer, a Maragall o a Costa y Llobera no me los tuviese leídos. E incluso a Sagarra y a Carner. Y al muy próximo Teixidor. Pero a los otros hube de ir descubriéndolos en esos años y a algunos con dificultad de comprensión a causa del fraseo que, con frecuencia, se me escapaba, porque la poesía no es la prosa.
A Salvat Papaseit y a Espriu, por supuesto, tardarla diez años en encontrarlos en texto. A los de voz más íntima o popular —Manent, Garcés, Clementina Arderiu— los estaba leyendo entonces. A Bofill y Matas (¡nada menos!) no lo había entrevisto. A Alcover lo conocía mal. A los jóvenes nada. A Riba me lo hizo leer Oriol Anguera, a quien, como ya dije, conocí en el estudio de Santasusagna. Pronto nos vimos los tres con frecuencia, en la mesa del doctor Puigvert, que nos convocaba a almorzar frecuentemente. (Almuerzos, he de decirlo, para personas de buen apetito, pues la cocina de aquella casa era amplia y castiza). Puigvert era muy acogedor y discreto y muy calmo, aunque seguramente podía tener sus cóleras, ya que no hay prueba de nervios que equivalga a la del quirófano. Anguera era una persona algo enigmática y muy polémica. Ya he dicho que vivía en estrecho contacto con los rescoldos del catalanismo marginado y que, gracias a él, supe de verdad en qué ciudad vivía. Él me prestó las «Estances», que leí con dificultad no inferior a la que me había costado Foíx, cuya originalidad me deslumbraba. Pero de Riba he hablado ya.
Cuando no se entiende del todo una cosa —el detalle de la literatura catalana se me abría a mi entonces con apuros— se tiende al remediavagos, a veces iluminador, de las literaturas comparadas. Me obstinaba en buscar las correlaciones de este costado de la poesía peninsular con la castellana o española (tomada en el sentido más amplio, abarcando también a los hispanoamericanos). Pero las correlaciones se me desmentían a cada paso. A Verdaguer o Costa y Llobera, ¿qué correlatos darles? ¿N. de Arce? ¿Bécquer? No valía. ¿A Alcover y Maragall Unamuno y Machado? ¿A Carner, Juan Ramón? ¿A Sagarra un cierto Rubén y los modernistas epigonales? No era eso. ¿A Riba, Guillén? Era un poco más posible. Ninguna comparación iluminaba gran cosa, salvo el comprender hasta qué punto la peculiaridad lingüística condiciona incluso a la imaginación. Esto es algo que, si no se exagera, se ve con evidencia dedicándose a esos juegos comparativos. Pero en realidad hay que partir del hecho de que cada cual es cada cual, y que lo único aconsejable es la lectura directa y lealmente crítica del texto que se quiere entender. ¿Cómo se puede —para poner sólo un ejemplo— comparar un poema escrito en una lengua con pocos sustantivos y adjetivos monosílabos con un poema de otra lengua que los tiene en abundancia? Cuando cosas tan decisivas como corazón, tiempo, cuerpo, pecho, mundo, se pueden llamar cor, temps, cos, pit, mon, ¡se juega con ventaja! No hay, pues, otra correlación temática y formal que la que procede de una misma determinación por la situación histórica y el medio cultural «in extenso».
En lo demás, las equivalencias que se busquen serán siempre más que dudosas. No hay duda que Maragall «se parece», en ideas y sentimientos, a Unamuno y Machado, y que Riba tiene puntos comunes con Guillén. Pero el parecido será remoto en casos como Verdaguer, Costa o Sagarra, o en otros como un Manent y un Garcés, que resultan tan diferentes a un Alberti, un Lorca o un del Valle. No se trata del valor —mejor, peor—, sino de identidad. De aquellos años oscuros para la poesía catalana —para su presentación, no para su laboreo, que fue hondo—, saqué, buceando, una moraleja de curiosidad y respeto. Hoy todo está a la luz, gracias a Dios. Entonces «aún era de noche» y sólo podía encontrar algo quien llevase lazarillo al lado y un poco de luz en el pecho.

Destino, Año XXXV, No. 1863 (16 jun. 1973), p. 43.

"En la Cataluña de los 40" (III) de Dionisio Ridruejo (Destino, 9 jun. 1973)



[V. "En la Cataluña de los 40" [1.], [2.] Y [4.]]

Memoria de J.E. Cirlot con algunos poetas
El rostro de Juan Eduardo Cirlot, un rostro de escultura egipcia, a veces hierático en una interrogación materializada, otras abierto al delirio de un sueño en voz alta, aparece un momento —una página— en mi Diario de una tregua. Cirlot tenía intensidad de persona y la sigue teniendo en el recuerdo de los días que ese libro —y estos artículos— evocan. Lo trate entonces mucho. Luego los encuentros fueron fugaces y casuales. Es, por lo tanto, aquél —el de 1943 a 1946— el que desaparece (como posibilidad de recobro y de pleno reconocimiento) cuando me dicen los periódicos que ha muerto. Estoy en la edad en que las filas de los coetáneos se van aclarando, sepultando los cuerpos trozos de nuestra propia vida.
De las personas que acompañaron a Masoliver en la faena de sacar sus 24 Entregas de poesía, Cirlot era el más vibrante y —¿cómo lo diría?— el más distinto. Era descendiente de un oficial inglés que se quedó en Cataluña después de la Guerra de la Independencia y la ascendencia anglosajona se le veía. Cuando lo conocí profesaba y practicaba una estética al mismo tiempo esencialista e irracionalista. Los nombres que se suceden en un ensayo sobre poesía son los de Mallarmé. Valéry y Eluard y, entre los españoles, J. R. Jiménez, Aleixandre, Neruda y García Lorca (el del Poeta en Nueva York). Podía haber añadido a Breton y a Cernuda y, por otro verso —curiosidad sincretista por la poesía oriental arcaica—, a Pound. Le interesaban los enigmas y los sueños. En sus poemas hay cataratas enumerativas y asociaciones de fuerte contraste. Perseguía una especie de metafísica sin lógica, que le atraía hacia lo infinito desde algunos adjetivos. Parecía creer en la unidad de las artes, y sus ejemplos musicales y pictóricos no faltaban nunca en aquellos ensayos juveniles de estética. Un poema suyo lo recuerdo bien, porque me impresionó. Era un canto a Abel, en el que el poeta tomaba la voz de Caín. El subconsciente colectivo de aquellas artes bastaría para explicar la emoción que el tema podía causar. De un modo peculiar —pues no faltaban en sus poemas incluso reminiscencias parnasianas— era Cirlot un poeta surrealista de personalidad considerable. Nunca abandonó del todo la poesía, aunque años después —como es bien sabido— se dedicó especialmente a los estudios de arte contemporáneo, campo en el que le debemos algunos buenos libros de análisis y una obra informativa o enciclopédica de uso casi indispensable.
Era, en el grupo que envolvía a «Entregas», un elemento de edad intermedia, cuatro años más joven que yo (lo que a los 30 se nota bastante) y seis más que Masoliver, pero casi diez más viejo que Mayans o Vilanova, que eran los más jóvenes entre los presentes, pues la escala de edades de los colaboradores forasteros o extranjeros fue mucho más larga.
Eran responsables de la revista —con Masoliver— Femando Gutiérrez y Diego Navarro, primero, y, después, también Manuel Segalá y Julio Garcés. Estos cuatro poetas castellanos en Barcelona formaban grupo. Diego Navarro, un canario moreno y menudo, era quizás el menos personal y Segalá el más alocado. Del primero no he vuelto a saber. El segundo se fue a las Américas y dejó de dar señales de vida durante largo tiempo. Era hijo del mejor traductor que Homero ha tenido al castellano. También Julio Garcés emigró. Era soriano de estirpe y nacimiento. Su familia poseía la ermita de San Polo y el Monte de las Ánimas, en el trozo del tras-Duero que recuerda a Machado y a Bécquer. Escribió un buen canto a Numancia que casi nunca veo citado en las antologías sorianas. Había dependido mucho, en su arranque, de la influencia de Cernuda. En Barcelona sólo queda de ellos, que yo sepa, el medio montañés, medio cubano, Gutiérrez, poeta de mi misma promoción, que ha crecido, peldaño a peldaño, a una cota de alta calidad, a pesar de haber sido atrapado por el exigente y fatigoso trabajo editorial, como traductor, revisor de textos u organizador de antologías. Su deuda con Cataluña la pagó bien en una excelente traducción antológica de Maragall, operación enriquecedora que se refleja en su obra personal. Para todos los poetas de mi quinta, el encuentro con Maragall o la vuelta a Machado ha sido fecunda.
También formaban grupo otros tres escritores, de los que ya he citado dos (los que se asomaron a «Entregas») y que habían comenzado por utilizar la revista «Alerta», que escudaba el SEU y era harto desenfadada y díscola: el universitario Antonio Vilanova, el cual, como crítico, conocen bien los lectores de DESTINO, Francisco Mayans, que se «pasó» a la diplomacia y quizás escribe aún en secreto (su arranque primero, bajo la influencia de Aleixandre, fue de calidad) y Néstor Luján, el más brillante y cabecero de la triada, al que yo conocí con un libro de zéjeles debajo del brazo. El periodismo, en el que no voy a descubrírselo a los lectores de esta revista, ha dejado oculto, como a un Guadiana, al poeta vivo y exigente de gran imaginación que vino a buscarme un día, con sus amigos, a mi cuarto de la calle Gerona, en el comienzo del 44.
«Entregas» prestó mucha atención a la poesía italiana, francesa y portuguesa —que daba sin traducción, por lo general— y a la inglesa y alemana, y también (Riquer por medio) a la provenzal-catalana de los trovadores. De los madrileños más notorios publicó, sobre todo, a Aleixandre (no aparecen Rosales, Vivanco y Panero, ni Dámaso Alonso, ni Gerardo Diego), a Carmen Conde, a García Nieto, a Victoriano Crémer y a mí. Los otros poetas eran, en su mayoría, residentes en Barcelona. Pero faltan —con la sola excepción de Carles Riba, que estaba aún fuera de .España— los catalanes modernos y, claro es, su lengua (el poema de Riba era en italiano). Como esta exclusión no era ni podía ser criterio de los editores de la revista, el dato canta con elocuencia el estado de ostracismo a que la literatura vernácula se encontraba sometida en aquellos años. Y, sin embargo, los poetas estaban allí, a la mano, trabajando sin el aliciente de pasar a la letra impresa. Fue larga la cuarentena de las letras catalanas (toda la década de los 40 y buena parte de la siguiente), sin libros, sin revistas, sin escena, sin actos orales. Una parte estimable de sus escritores quedaban en el destierro. Otra parte, no mucho menos, profesaba el silencio, laborando sólo para una comunicación de círculo secreto en el que no era fácil penetrar. Una parte, en fin, echó mano del bilingüismo, que todo catalán culto o simplemente urbano domina. Se ha disputado mucho sobre la utilidad —y hasta sobre la lealtad— de este recurso. Yo, que no tengo en la materia títulos de juez pero si de testigo, creo, con gratitud, que estos escritores que se decidieron a usar en exclusiva su segunda lengua, en la imposibilidad de usar la primera y más propia, mantuvieron la evidencia del valor del movimiento literario catalán y dieron testimonio de la existencia de los que callaban o vivían lejos, impidiendo que los extraños nos olvidásemos de esa realidad.
Ahora bien, en el caso de la poesía la cosa era más complicada. Siempre ha habido en Cataluña —antes, entonces y después— algunos catalanes que han sido poetas en lengua castellana. No me refiero a Cabanyes y a su época, sino también la posterior a la «Renaixença». No es de extrañar, ya que, sobre todo en Barcelona, que el catalán ceda al castellano en la tradición de no pocas familias —todas las casas a que me referí en mi artículo anterior eran castellanoparlantes por opción— en las que, claro es, la que vale como segunda lengua para los más se convierte en primera. Esta opción es frecuente, por ejemplo, en las familias de matrimonio mixto, especialmente cuando la castellana de habla es la madre. (Luego ese núcleo de opción castellanoparlante iba a aumentarse por la ausencia de una escolaridad en catalán, hasta que, no hace tanto tiempo, se ha producido la reacción.) En la época de que hablo, sin embargo, los poetas iniciados en la lengua vernácula no tendrían ya posibilidad de acomodo. Decir que el catalán es en Barcelona la lengua de los asuntos cotidianos e íntimos y el castellano la de los asuntos públicos y los temas intelectuales me parece un error de información. El bilingüismo no comporta ni siquiera equivalencia. Se tiene una primera lengua —para todo y, desde luego, para pensar desde su estructura— y otra para alargar la comunicación. Lo que si sucede es que algunas familias urbanas de Cataluña —sin contar las foráneas, que no son pocas— tienen como primera lengua el castellano, y así, cuando producen escritores, los producen en esa lengua. Era, creo yo, el caso de Cirlot y de los otros poetas no forasteros que he mencionado, como lo sería después, por ejemplo, el de los escritores de «Laye» y del grupo de Barral. En algunos casos la opción es de cambio; voluntaria y seguramente costosa. Recuerdo a d'Ors Y señalo a la inversa, la de escritores formados en castellano que optan ahora voluntariamente por la lengua del país Pero, repito, la opción no es lo frecuente ni lo fácil De los poetas nacidos «en catalán» y notorios en la época de que hablo, casi ninguno, que yo sepa, pudo —ni quiso— cambiar de lengua, salvo quizá para un trabajo de circunstancias. Pudieron hacer periodismo y hasta ensayismo en castellano, y muchos lo hicieron a sabiendas —como diría Rubió— de que aun hablando en castellano comunicaban el estilo del pensar catalán; catalanizaban. Pero en la obra de creación la cosa era más difícil y en la poética casi imposible. Por eso los poetas castellanos residentes y los castellanizantes ocuparon el mayor espacio, incluso en una revista tan abierta intencionalmente como «Entregas», en tanto que, vedada su lengua, los catalanes puros escribían para ellos mismos o para pocos, con el alivio de alguna edición que, de vez en cuando, llegaba de fuera. Cómo me relacioné con ese mundo sumergido es lo que voy a recordar en seguida.

Destino, Año XXXV, No. 1862 (9 jun. 1973), pp. 26-27.

martes, 23 de mayo de 2017

"En la Cataluña de los 40" (II) de Dionisio Ridruejo (Destino, 2 jun. 1973)

Gloria de Ros y Dionisio Ridruejo en un viaje a Paris en el año 1962.
[V. "En la Cataluña de los 40 [1.], [3.] y [4.]]

Un ciudadano flotante.
Como toda ciudad grande y de larga historia, con hondas cicatrices de lucha, Barcelona cuenta, en la diferenciación de sus barrios, una larga historia social, que incluye el desplazamiento sucesivo de sus grupos privilegiados a espacios más libres, la ocupación de su antiguo centro por una población mezclada y el voluntario o forzoso «apartado» de lo que en otro tiempo se llamó «el pueblo», mientras, en campamentos provisionales y precarios, acampa el ejército de los que esperan una integración. No voy a contar esa historia sabida; la historia que ha ido trasladando la calle Fernando a la Diagonal —y ya la deja «abajo»— y que ha hecho pintorescas y pobres las calles del barrio de la Ribera, o abigarradas, o ambiguas las que serpentean de las Ramblas al Paralelo, mientras caían las villas o torres apartadas en sus arboledas y se llenaban los que fueron campos de hormigueros de cemento o de barriadas de lata. Hacia 1943 ese movimiento estaba un tanto detenido y la zona vaga, mezclada, era más extensa que hoy. De todos modos la ciudad era ya bastante compleja para que cada espacio debiese ignorar a su vecino y el paseante, que, aprovechando su calma relativa, los hubiera querido enlazar todos, resbalase por una superficie. Notoriamente las diferencias extremas se veían acentuadas. El proletariado se alimentaba con dificultad y estaba atemorizado. La alta burguesía se defendía de la ley de beneficios extraordinarios y de la Fiscalía de Tasas gastando más de lo corriente y cobrando más de lo aceptable, de modo que la espiral de los precios se hacía endemoniada. La clase media vivía jadeando cuando rehusaba apicararse. Y los grupos intelectuales —en los que necesariamente yo debía encontrar mi medio— se resentían aún muy gravemente de la partición, de la diáspora y de las escaseces, recelos y censuras que castigaban sus tareas.
Hasta la conclusión de la guerra mundial —que aún duraría año y medio—, todo aquello, a pesar de sus rudos contrastes, parecía tranquilidad si el pasajero iba de prisa y no disponía de naves para entrar en cada casa. Lo que era mi caso. Por ello nadie debe esperar que estos recuerdos puedan equivaler a un verdadero testimonio de época. Sólo se testifica lo que se vive, y yo vivía en un cierto estado de flotación y desarraigo, conducido por el azar. Lo que evoco son, por lo tanto, retazos desunidos de una tela que sólo he podido reconstruir más Urde estando cabos», como suele decirse. El plano de Barcelona me contaba lo que él sabía: su génesis, pero no su íntima actualidad.
Con esta digresión ya habrá comprendido el lector que mi confinamiento en San Andrés de Llavaneras fue, desde sus comienzos, más elástico que el de Ronda.
El gobernador, Correa Véglison —que tenía sus pujos de independencia—, vino a verme a la casita del Maresme a los pocos días de mi llegada. Me dijo, con toda claridad, que no pensaba gastar policía en mi vigilancia y que si se me ocurría corretear por la provincia o pasearme por la ciudad él cerraría los ojos con tal de que yo fuera un poco discreto. Por supuesto, aproveché la holgura para dejar la casa de Pujol-Penella, que me arruinaba, y que al primero le convenía tener libre para dar veraneo a unos amigos de Madrid que le ayudaban en sus asuntos. Como en Llavaneras no había hospedaje fácil me fui a buscarlo a Arenys y luego a Caldetas, donde apuré el último episodio de un negocio sentimental que ya iba de capa caída, camino de convertirse, como Dios manda, en una leal amistad con buenos recuerdos.
Fue allí donde, en septiembre, iría a buscarme d´Ors —como dejé explicado— para meterme en el berenjenal definitivo, ése que terminaría en bendiciones con música de Bach y en felices responsabilidades para las que me encontraba tan bien dispuesto como mal provisto. (Hay mujeres que se empeñan en hacer lo que no les conviene. Gracias les sean dadas.) Seguí hasta octubre en Caldetas, sin otro cuidado que corregir las pruebas de dos libros de versos —por fin autorizados— y de mirar el mar. Un día vinieron a verme mi amigo Aurelio Valla y José Mª Gironella. Habían escrito un drama algo simbolista, que leímos y discutimos sin tasar el tiempo. Luego el uno escribiría versos y el otro novelas de gran radio. A la sazón Gironella tenía aún su pequeña librería en Gerona y era bastante tímido. Valla, que había estado conmigo fraternalmente parte de la guerra, había perdido ya su acento inglés y estaba a punto de recatalanizarse casándose (como es irremediable si se las conoce) con una muchacha del país, inteligente y rica de humor, de la familia Viñamata, cuya hija mayor, luego señora de Comas Valls, era también como una hermana mía.
En fin, cuando el frio comenzó a insinuarse. Masoliver me dijo que me dejase de gaitas (o de caracolas) y me fuese a Barcelona. Por de pronto a su casa, un poco más tarde a unas habitaciones limpias y cómodas que un profesor del Liceo Italiano dejaba en una casa de la calle de Gerona, cuidada por dos viejecitas —señora y sirvienta— tan cariñosas como pulcras. Este régimen barcelonés duró sólo hasta junio, pues era un régimen de «tapadillo». En junio me casé en la Virgen del Pino y volví a Llavaneras, a una casa alquilada, que es donde comienza el argumento de mi Diario de una tregua. La casa la obtuve por anuncio, y era de un alemán ya muy hecho al país. No era cara y no era bonita, pero era grande y muy cómoda, con el mar a cien pasos, y quedaba en la parte exterior del valle, donde las laderas miran a Mataró.
Si de Barcelona dijera yo una silaba menos que Cervantes —Dios me perdone la inmodestia— sería un desagradecido. Aún después de marcharme a la calle de Gerona seguía comiendo en casa de Masoliver, por lo menos un par de veces por semana. La enjuta, pequeña, nerviosa, vibrante doña Luisa era una madre universal de corazón inagotable. De los otros días de la semana, uno, al menos, comía en casa de los Viñamata, otro en la de doña Montserrat Ribas y algunos en la del matrimonio Salas. Cada casa es un mundo y los mundos de las tres primeras casas tenían un estilo marcadísimo. El de los Masoliver era el de la burguesía profesional y tradicional. El de los Viñamata el de la burguesía holgada y bohemia. El de la señora Ribas el de la burguesía refinada o aristocratizante. Pero los tres eran acogedores, naturales, cómodos. Si es que mi adaptabilidad —que no es difícil— no llega a lo formidable.
En la casa de Masoliver regia formalmente el patriarcado, aunque la vida —y el mando o la batuta— lo llevaba la aragonesa de Hijar que era la «urdimbre afectiva» de aquel abejar alegre en que se convertía el comedor de la casa los domingos. Don Narciso, ingeniero jubilado que hacía aún algún trabajo a ratos perdidos, era tranquilo y lacónico. Hablaba poco y bajo. Se movía lo indispensable. Y. como un buen epicúreo, practicaba la ataraxia (la idea de que los epicúreos eran unos «puntos» de orgia es una invención de la ignorancia contemporánea). Los hijos le besaban siempre la mano. Las hijas la mejilla, muy suavemente. (Eran cinco varones y dos hembras, más una buena tropa de nietos.) Él presidia desde una cabecera, en su sillón. Doña Luisa, a su lado, en un ángulo, le servía el primero con una cierta ceremonia. Con todos los Masoliver me encontraba en familia, aunque algunos (Rafael, Luis, María Jesús, la hermana mayor y Juan Ramón) eran más alegres, efusivos y hasta ruidosos, mientras los otros (la pequeña, Joaquín y Narciso) tiraban más al tono del padre. La casa era una de las de la Rambla de Cataluña, con pasillo largo. Jalonado de pequeños cuartos y las cabeceras más amplias: la de la calle donde estaba el despacho y la del patio interior (que, según Cerdá, debiera haber sido jardín), donde estaba el comedor con una galería. Los muebles eran del tiempo de la boda, gastados y de estilo incierto. Casa de muchos chicos y, por lo tanto, baqueteada, aunque doña Luisa estaba siempre en faena. Doña Luisa era de esas personas que se graban en el corazón, vivaz, abierta, que lo mismo echaba un piropo que una regañina y tenía, en su austeridad, el don activo de caridad que se encuentra tan pocas veces. No me extraña que Juan Ramón haya sido con ella un modelo de hijo hasta el punto de instalarse en su cuarto para cuidarla cuando le acometió la enfermedad larga y dolorosa que acabaría con su fibra. Las sobremesas en casa de Masoliver, con tanta animación, no era raro que acabasen con la cena.
La casa de los Viñamata era también alegre, pero de otro modo. Su directora —doña Paula— era viuda del antiguo cónsul de Austria (aunque barcelonés), que yo apenas había entrevisto en vida y era un humorista. Ella tocaba el piano con facultades y con vocación y llevaba la bohemia artística en la sangre. Era grande, casi majestuosa, y de joven debió tener esplendor. En la casa dominaban, aunque no hasta el exceso, los muebles isabelinos y los modern style, ricos en general, con un poco de desorden. El culto por la humorada, la frase aguda, la burla divertida, dominaba el ambiente, que era de una gran independencia de todos respecto a todos, aunque las dos pequeñas de la casa —irónicas, alegres, sensibles— eran como gemelas inversas: la coqueta y la osada. Lo que la gente se divertía con la palabra en aquella casa no es para ser dicho.
En la casa de Montserrat Ribas —Ratín— dominaba una cierta displicencia, con rameado de curiosidad literaria y murmuración de sociedad. La casa estaba fundada en las antigüedades bien elegidas. El servicio, entre familiar y distanciado. La mesa refinada, como para una cierta falta de apetito. Era un piso grande del Paseo de Gracia. La dueña de la casa tenía encanto y manejaba diestramente los sobreentendidos mundanos, las frases y las boutades de contraste. Era inteligente y también lo eran sus dos hijos, hembra y varón, que caían el uno por el lado de la indolencia y la otra por el del desplante. Pero aquí no me detendré mucho, pues se tratarla ya de aquellas «pláticas de familia» que le parecen extemporáneas al personaje de don José Zorrilla.
Xavier de Salas (que se ocupaba de los museos de Cataluña) y su mujer, Carmen Ortueta, hablan colaborado conmigo en Burgos, y seguí frecuentándoles, como ya dije, durante mi estancia en El Brull. A Xavier lo conocía desde 1935, fecha en que ya opositaba a una cátedra de Historia del Arte. Era amigo de Samuel Ros y es el que me habla presentado en San Sebastián a mi futura mujer, algo pariente suya. La casa que habitaban en la calle de Lauria era nueva y estaba llena de cuadros y de libros. Allí venían con frecuencia Masoliver y Martin de Riquer, y alguna vez Luys de Santa Marina, Janés y otras personas del mundo literario.
Santa Marina era otra de mis referencias barcelonesas, aunque ésta me venia del inmediato pasado político. Me atrevería a sugerir que este montañés obstinado (mezcla españolísima de tradicionalista y anarquista con todos los truenos del nacionalismo heroico en la mano) era una paradoja. Pues la verdad es que hablando parecía un fanático y actuando resultaba un liberal. No creo que —con la excepción, quizá, del marqués de Lozoya en Segovia se haya dado en el campo nacionalista de la guerra una persona que más salvamentos o «quites» haya hecho a personas que corrían el riesgo de la represión. De Lozoya se contaba en Segovia este chiste: Cuando un expediente parecía estar «listo» para pasar al consejo de guerra, el instructor oponía un reparo: «No, no está completo: falta el “aval” del marqués de Lozoya». Eficaces o ineficaces, Santa Marina despachó en Barcelona centenares de avales. Y la cosa tenía mayor mérito si se piensa que él se habla pasado la guerra en la cárcel con tres penas de muerte encima. Un contraste parecido se da también en su literatura, que pasa de un puritanismo lingüístico casi arcaizante —aunque noble— a un lirismo de evocación (el de sus papeles de recuerdo) verdaderamente suave y coloquial. Figura exterior crispada, nervuda, «ardorosa», con temple interior afectuoso, humano, casi tierno. En cualquier caso su obstinación militante (que a mí me resulta extraña) merece, a su vez, un aval que nadie tiene que extenderle: el de su espartana sobriedad y su ascética recusación de todo provecho. Conmigo siempre fue bueno y cordial. Cuando nuestras diferencias de criterio y valoración empezaron a ser muy grandes, me decía: «Eres un borrico», con la misma afectuosa cordialidad con que, unos años antes, me llamaba «camarada». ¿Quijotismo? Yo creo que si, y de buena ley. Y lo mismo creía —lo hablamos poco antes de su despedida para la muerte— su antiguo amigo Max Aub.
Algo del corte de Luys tenía Riquer en aquel tiempo. Incluso una cierta fascinación por el mundo anarquista. Pero él estaba muy trabajado por la ductilidad mediterránea. Riquer ha hecho luego, como es bien sabido, [una] obra importante de erudito, y de erudito provenzalista y catalanista. Está en lo suyo. Y lo mucho que en ese año, y aun después, hablé con él no quedó en saco roto. Tanto Santa Marina como él eran buenos guías para las lecturas de loe clásicos y para las curiosidades de la historia.
Por supuesto, cada una de mis referencias barcelonesas previas «daba» a un cierto panorama. Por Masoliver «salía» —ya lo dije— al grupo de DESTINO (Vergés, Teixidor, los Nadal. Agustí aún, y más tarde Tristán la Rosa, cuyo último libro habré de comentar, y, claro es, Pla y Brunet). Pero también al grupo de poetas que le ayudaba en sus «Entregas de Poesía» (Cirlot acaba de irse y no pasaré su muerte en silencio), así como al Sitges de González Ruano y a la tertulia de la fina poetisa genovesa, luego amiga muy querida, Ester de Andreis, donde encontraría algunos de los escritores catalanes oficialmente marginados. Por Santamarina al grupo de novelistas de Luis de Caralt y al del vital e inolvidable Janés, que le debía el «quite» a tiempo. Por los Viñamata al doctor Puigvert y a Ramón de Campmany que, a su vez, me conducirla a Sagarra, a Soler Vicens y a Foix, el primero y más original de los surrealistas peninsulares. Por la familia Ribas —mi futura familia— a un cierto tipo de sociedad «divertida» y también a ciertos artistas; círculos en los que yo mismo tenía ya algunos amigos. En el estudio de uno de esos artistas —el malogrado Santasusagna— encontraría a una de las personas —Oriol Anguera— que venían de las catacumbas del idioma proscrito y que tanto me ayudarla a entender ciertas cosas. Por el circulo de d´Ors al grupo de Villanueva, donde reinaba el grabador Ricart. Pero esas y otras muchas referencias (incluso obtenidas por puro acto de presencia) exigen tiempo y espacio. Irán viniendo. Sin olvidar alguna pequeña bajada «a los infiernos», esto es, al mundo de los negocios vagos o fantásticos, que entonces constelaban el cielo social de Barcelona de estrellas fugaces.
Destino, Año XXXV, No. 1861 (2 jun. 1973), pp. 8-9.

lunes, 22 de mayo de 2017

"En la Cataluña de los 40" (I) por Dionisio Ridruejo (Destino, 26 mayo 1973)



[V. "En la Cataluña de los 40" [2.], [3.] y [4.]]

Con un amigo, en Llavaneras
Juan Ramón Masoliver no dejará un epistolario muy explícito. Sus cartas suelen ser breves, con poca confidencia y ninguna digresión. Va derecho al asunto que las inspira. De esta clase era la que recibí en Ronda el 4 de febrero de 1943. Tocaba dos puntos: la imposibilidad, nada voluntaria, de publicar un libro mío y la cordial invitación para que me trasladara a Cataluña, si me parecía que allá iba a estar mejor, ofreciéndome su casa de Vallensana, o bien una que, equipada y vacía, tenía en San Andrés de Llavaneras, con el mar a la vista, su amigo Francisco Pujol Mas. A final de febrero me insistía de nuevo en el ofrecimiento. Sin duda yo le habla escrito entretanto diciéndole que preferiría la costa en caso de decidirme. Apenas conocía a Pujol. Sabía que Masoliver lo había encontrado en San Sebastián durante la guerra y le habla hecho allí y en Barcelona un sinnúmero de favores, como era sólito que Masoliver los hiciera a diestra y siniestra, sin calcular su valor ni imaginar que pudieran tener precio. Pujol, que era un personaje extraño, calculador pero también afectivo, consideró que debía, a su vez, ayudar al amigo literato a hacer algo que le gustase y se asoció con él para fundar la Editorial Yunque, que Masoliver dirigiría. Fue la editorial que publicó —en una edición rigurosamente impar— mi «Primer libro de amor». Estaba yo descansando en el sanatorio del Brull —dos meses antes de concluir la guerra— cuando entregué los originales, que la secretaria de Juan Ramón (Carmen Ortueta, casada luego con Xavier de Salas) iba poniendo a máquina. Como los originales eran autógrafos y yo soy un mal corrector de pruebas, la preciosidad del libro —que se fecha en el 39— quedaría un poco malograda por las erratas. En todo caso esa fue la ocasión de que yo medio conociese a Pujol e hiciera alguna amistad con él. Yunque, por otra parte, empezó con mal pie, pues su primer libro fue el notable «Tras las águilas del César», de Luys de Santa Marina (un libro donde el estilismo más apurado servía al tremendismo más crudo, lo que le sitúa como antecedente precioso de un ciclo que había de venir más tarde), pero la censura recogió el libro porque se pensó que ni los legionarios ni los moros querían verse en aquel espejo veraz y resaltante. En cambio, tuvo éxito y queda para la historia de nuestra poesía la cuidada y económica colección «Poesía en la mano», donde Masoliver intercaló una serie de textos bilingües de poesía europea, poco o nada conocidos en España. En la época de que estoy hablando. Masoliver se había arreglado con Pujol —poco aficionado a perder dinero— para comprarle su parte. Pero no consiguió remontar la editorial, si bien, incapaz de desánimo, se dedicó pronto a una nueva empresa: la edición de una revista —«Entregas de Poesía»— cuya colección constituye hoy una joya bibliográfica, pues nunca existió otra mejor cuidada en el país. Pero no hay que anticiparse.
Yo seguí en Ronda —irresoluto— hasta el mes de mayo. Entonces alguien —no recuerdo quién— consiguió el «placet» gubernativo para mi cambio de residencia. Día más o menos, llegaba a Llavaneras sobre el 20. La casa prometida no estaba del todo a punto y faltaba, además, una mujer que la cuidase. Entretanto me dieron alojamiento los suegros de Pujol, que vivían en la «torre» de al lado, limpia y sencilla, con su poco de jardín, su bosque de pinos y una al be rea que servía para bañarse. Era en la parte alta y se dominaban abiertamente el mar y el pueblo. La pareja de viejos era acogedora. Ella, grande y erguida, llevaba la batuta. Tenía gusto por la buena cocina del país, las habitas rehogadas, el pollo en «xanfaina», los arroces, la «carn d'olla», la «butifarra amb mongetes». Aunque era diligente se quedaba con frecuencia estática o adormilada como si siempre estuviera haciendo la digestión. Pero también debía tener sus «prontos». Él era una malva, cansado de la brega, algo encogido, bondadoso y reminiscente. A aquella pareja le guardo cariño. Especialmente al señor Teruel, que me contaba la guerra de Cuba —contra los mosquitos o contra los mambises— con una simplicidad muy gráfica. Era patética la historia de la repatriación. Volvían hacinados los pobres soldaditos, en un barco de hierro, atacados muchos de ellos por la fiebre maligna. Cada día había que echar al agua algunos muertos y así el barco iba seguido de una estela de tiburones voraces. Al cabo de los años el señor Teruel montó en Barcelona una pequeña fundición, se dedicó a la compraventa de chatarra y tuvo la satisfacción de conseguir para su desguace aquel mismo barco de la muerte que le habla devuelto vivo de su involuntaria aventura antillana. Contando esas cosas el señor Teruel era un épico de los buenos —de los de la raza de Per Abat—, que saben que los hechos fuertes no necesitan adorno retórico. Su habla era insegura porque su cortesía con el huésped castellano le «obligaba» a usar una lengua que no le era propia; pero, además, era frecuente que se comiese la primera sílaba de algunos sustantivos usados con pronombre. Masoliver, que estaba en la «torre» a cada paso, sostenía que ese vicio era típicamente morisco. Lo fuera o no lo fuera, apenas Masoliver había hecho la observación cuando entró el señor Teruel donde estábamos y, de un tirón, habló de un cerrojo y una falleba llamándolos sin vacilación «el rojo» y «la lleva».
Mientras se encontraba una mujer para el servicio yo solía, para no molestar a los viejos, irme a trabajar a «mi» casa, que en rigor no era propiedad de Pujol sino del periodista Penella de Silva, que andaba por América y se había dejado allí sus muebles y parte de sus libros. Pujol la tenía como en prenda y disponía de ella libremente. Apareció, por fin, la sirvienta pedida, una extremeña tremenda que inició la escalada de la sisa, primero con cautela y luego vertiginosamente, hasta el punto de que la nueva instalación me salía más cara que el hotel Victoria. A los pocos días Masoliver se venía conmigo trayendo un maletón de libros y un rimero de carpetas de prensa. Se disponía a escribir un libro. Yo también. Yo escribía en un despacho pequeño de la planta baja, él en un cuarto de la alta y los dos nos atábamos a la máquina (es la única época de mi vida que he intentado escribir con ese demonio) nuestras seis u ocho horas al día. El proyecto de Masoliver era sumamente interesante, aunque nada sencillo. Trataba de escribir una verdadera historia de las complejas y sucesivas situaciones históricas del Golfo Pérsico y del mar del Bósforo, y ello de manera que el libro pareciese la crónica periodística de un episodio de la segunda guerra mundial: él envió de un barco turco de abastecimiento que los judíos orientales destinaban a sus correligionarios de Grecia y que, sorteando el bloqueo alemán y con el timón roto, iba pasando por todos los ángulos, entrantes e islas de la zona, antes de llegar a su destino con una carga que, al final, resultaba un montón de nueces rancias y de higos secos medio podridos. Naturalmente, en el relato iban interviniendo recuerdos de la Grecia clásica y la Persia de Ciro; de Bizancio y el imperio sasánida, de la ortodoxia y el Islam, de las cruzadas y los almogávares, de los búlgaros invasores y los cristianos sirios, custodios de la cultura antigua; de los turcos y los griegos modernos y de sus largos siglos de contenciosa convivencia Fantasmas de flotas hundidas dos mil años atrás acompañaban a la nave sin rumbo. La isla de los Perros aullaba a su paso. Submarinos y motoras con torpedos la acechaban por todas partes. Masoliver no llegó a escribir más que un primer capítulo prologal. Pero su aversión a la obviedad y a la explicitud fácil convertían aquella prosa, trabajada y bastante noble, en una especie de sinfonía verbal casi ininteligible, de tal manera era todo —en tomo al relato central— tácita y alusiva erudición. Era necesario que volviera a escribirlo, poniendo las claves más en claro y las historias menos en sobreentendido. Y ello le desanimó. Su imaginación navegaba ya por otros mares. Tampoco —esta es la verdad— saqué yo mucho fruto de mi trabajo, que era una especie de extraña novela épica situada en una Nowgorod transformada en fantasma.
Por otra parte, hablábamos. De cómo era Masoliver no necesitan los lectores de DESTINO que yo les hable. Por otra parte, no hace mucho se publicó en estas páginas el breve retrato que escribí de él en mi «Diario de una tregua», que empieza un año más tarde de las fechas a que me vengo refiriendo. Ya dije que mis conversaciones con Masoliver fueron casi siempre tan amistosas como polémicas. De los temas de que más frecuentemente hablábamos —aparte las conversaciones de distensión que con él son siempre divertidas, sin más escollo que el de la embarullada celeridad de su locución— uno era polémico por esencia: la guerra mundial, todavía sin resolver, y sus implicaciones ideológicas. Los otros eran más apacibles: la poesía y la historia. Son los tres temas que mejor recuerdo, porque son los que —en mis balances— acusan una mayor influencia del espíritu de este amigo ilustrado y despilfarrador. Creo que en mi dedicación preferente a las lecturas históricas —y filosóficas—, en los nutritivos años que siguieron, tuvo buena parte la mucha afición y el considerable conocimiento que sobre la materia tenía mi interlocutor más frecuente. También de poesía aprendí mucho con él. Masoliver había sido amigo de su tocayo, el Juan Ramón lírico, y había vivido en Rapallo con uno de los poetas más interesantes (y sobre todo, con uno de los críticos de poesía más agudos) del siglo: el americano Pound, de cuyos «Cantos pisanos» tenía Masoliver uno de los pocos ejemplares leídos que habla entonces en España. Mis lagunas en poesía francesa no eran enormes. En la italiana eran considerables. En la provenzal casi completas. En la inglesa y la alemana vastísimas. Masoliver sabía y entendía y si yo no he sacado más provecho de los muchos horizontes que él comenzó a abrirme en aquel tiempo sólo es mía la culpa. Pero, naturalmente, el martilleo más duro se instalaba en el campo de la política. Yo era entonces un «desenganchado», pero no un «converso». Por el contrario, mí desenganche era el de un «puro» de la revolución nacional-sindicalista y ello llevaba consigo el otorgamiento de un crédito a la «Joven Europa», que, en aquellos meses, se estaba llevando ya la tempestad, Masoliver no había simpatizado nunca con el fascismo, salvo, quizás, en el momento de su primerísima hora italiana, él, casi adolescente, escribía, en «El Sol». Era tradicionalista, monárquico y liberal a la inglesa, aunque quizá poco demócrata. En la conmoción española tomó partido, pero el hecho de que prefiriese calarse la boina roja en v es de ponerse la camisa azul —no doctrinariamente tradicionalista— era un dato bastante significativo. Yo le había conocido de la mano de Eugenio Montes; amigo y buen amigo de los dos, que ha dado hablando dimensiones intelectuales y literarias más ricas que escribiendo, como el mismo Masoliver, y que instalaba sobre un fino escepticismo confidencial sus concesiones estéticas al doctrinario que se le iba por la pluma. Los tres nos encontramos en Salamanca como miembros de una comisión que debía poner «en prosa» unos estatutos escritos en jerga por el ingeniero González Bueno y otros miembros del secretariado del nuevo falangismo con etcéteras. Montes dejó en aquel texto alguna frase lapidaria. Masoliver no se ocupó mucho del asunto. Algo más tarde vino —con su secretaria Carmen Ortueta— a aumentar el cupo relevante de catalanes que se ocupaban en los servicios de propaganda que yo dirigía. Ya entonces discutíamos. A pesar de lo cual —o a causa de ello— le envié de delegado a Barcelona, puesto en él que no duró mucho tiempo. Me perece que aún no mediaba el año 40 cuando emprendió el vuelo y volvió a su trabajo de corresponsal de prensa para «La Vanguardia». Anduvo por el Oriente Medio, por Grecia, por los Balcanes, por la Europa central y volvió con una imagen desastrosa de la experiencia nazi. Fue la de su regreso, la época de su mayor participación en la revista DESTINO, cuya curiosa peripecia suelo yo resumiría en una especie de chiste. Iniciada como publicación falangista (con Ignacio Agustí a la cabeza), DESTINO fue introducido en los hogares catalanes, como si dijéramos, con las bayonetas. Pero, de pronto, cuando los suscrito res de compromiso se decidieron a leerla se llevaron la gran sorpresa: «Coi, però si aquesta es roba nostra!». DESTINO pasó pronto a ser empresa privada —yo mismo favorecí la conversión— y adquirió una fisonomía liberal, aliadófila y moderadamente catalanista. Tanto que no dejó de acusarse el despecho oficial y alguna vez llegó a ser tarto su local por los jóvenes de la ortodoxia. Así lo encontré a mí llegada a Barcelona, cuando la gente pasaba por alto el editorial de trámite y leía preferentemente, a los dos colaboradores que te daban el tono: el liberal laico Pla y el liberal papista Brunet. Entre los otros colaboradores —Nadal, Vergés, Masoliver, Teixidor— no faltaba siquiera un republicano notable con pseudónimo: el agudísimo y recientemente desaparecido Antonio Espina.
Sobre la materia de la guerra y de su desenlace, discutimos Masoliver y yo durante algunos años. El llevaba las de ganar: su información era completísima y de primera mano. Mi obstinación estaba, sobre todo, apoyada en el amor propio y en esa inclinación a la fidelidad a la que algunos españoles son proclives especialmente «cuando llegan las de perder». Y entonces ya llegado. Cuando en 1949 nos encontramos los dos nuevamente en Italia, las discusiones sobre esas materias habían terminado. Estábamos de acuerdo, aunque cada uno a su manera.
Pero el relato se prolonga casi sin empezar. Lo que Masoliver fue para mí en el ámbito específico de la Cataluña de loa 40 quedó anunciado desde el principio y rebasa el cuadro de lo que su compañía fue para mi pequeña biografía intelectual. Fue mi introductor. Iré contando, sin mayores prisas que las exigidas por el papel, los espacios barceloneses por donde fui pasando, unas veces de su mano, otras suelto y por mi propia cuenta.

Destino, Año XXXV, No. 1860 (26 mayo 1973), pp. 47-48.

viernes, 20 de enero de 2017

Documentos traspapelados. Los proyectos inacabados. Entrevista de Santos Amestoy a Dionisio Ridruejo en “Pueblo” (15/12/1976)



Apenas unas memorias

EN el mes de abril de 1975, Ridruejo acababa de publicar la segunda parte de su «Guía de Castilla la Vieja». Poco después de aquel acontecimiento editorial habría de rendírsele un homenaje que tenía algo de salida a la luz de su partido —una de sus creaciones— la U.S.D.E., y mucho de reivindicar la libertad de reunión y la de expresión. E1 acto, ya en los umbrales de la paleodemocracia, perfilaba, todavía rudimentariamente, un tipo de acontecimientos sociales que hoy son casi hábito cotidiano. Dado mi trabajo de informador cultural en este periódico, asistí y consigné la presentación de la guía, como, hace pocas semanas, la del volumen editado por Planeta, en su colección Espejo de España, con el título de «Casi unas memorias». En esta última ocasión Torrente Ballester, Tierno y Laín Entralgo glosaron, respectivamente, los aspectos literarios, políticos y humano del autor.
En los días que mediaron entre la presentación de la «Guía de Castilla la Vieja» y aquel homenaje, mitad personal y mitad político, recibí, del director que por entonces regía este periódico, el encargo de hacer una entrevista a Dionisio Ridruejo. Se trataba de una entrevista de circunstancias que habrá de aparecer, si no recuerdo mal el mismo día del segundo de aquellos dos actos. Debíamos hablar, no obstante, de literatura y sólo de literatura y, si sólo de la Guía, mejor. Se trataba, como se ve y como se dice en las películas americanas, de mera rutina, más o menos hilvanada al hilo de la actualidad. Así que acudí a casa de Dionisio Ridruejo una tarde de abril que comenzaba a ser caluroso. El escritor me recibió en su estudio, metido en una bata azul; acababa de reponerse de uno de los múltiples trastornos a los que le tenía sometido su salud sempiternamente precaria. Moriría aquel verano, el 29 de junio. Cinco meses antes que Franco.
Pese a que la entrevista iba a ser de reducida magnitud, no utilicé el bloc de notas sino el magnetófono. Sabía que la palabra de Ridruejo (Torrente lo recordó hace muy poco) era de una rica precisión castellana; temía traicionarle el verbo. Y no me habría de arrepentir. Hoy conservo una grabación que dura más de hora y media en la que se contienen los objetivos últimamente formulados sobre su trabajo literario, junto con un montón de cosas más. Toda una charla entre Ridruejo y yo, o, más bien, unas copiosas y generosas explicaciones que el escritor-político me regalaba, pese a estar perfectamente enterado de los límites y finalidad de mi misión. Toda aquello quedó nítidamente registrado.
Hablamos de política y de literatura... y, sobre todo, de sus proyectos. Al final de la cinta se puede oír todo un ideario, cuya hábil exposición no me resisto a transcribir ahora. Respondía de esta manera a una pregunta mía: "He llegado a conclusiones reflexivas y. por lo tanto, nada fanáticas, nada dogmáticas y también muy creídas. A una convicción muy radical: la idea de la equivocación en la perspectiva en la que viví, en la que vivimos tantos y por la que nos parecía una evidencia que el gran valor del mundo era la unidad. He caído casi en una concepción contraria de la existencia y de la historia: que el gran riesgo del mundo es la tentativa de violar la realidad para lograr la unidad. Pero donde yo pensaba la idea del hombre de España, la unidad de los hombres de España, pienso ahora la unidad viviente, dialéctica, de los hombres de España en sus contracciones, pudiendo ponerlas a prueba libremente en un concurso, en un gran debate. De modo que, para mí, hoy la unidad consiste en un gran debate de variedades. Me he convertido, pues, en un pluralista. ¿En el orden de las tierras? Prácticamente, me he convertido también en un federal; no en un federal decimonónico, por supuesto. Pero creo que no tendremos un Estado vivo mientras no quieran responsabilizarse en él como tales, los diferentes países o nacionalidades que lo constituyen, mientras tengan el pretexto de estar oprimidos para no interesarse por él. Y si lo queremos así, habrá que contratarlo en su variedad, partiendo de su variedad de modalidades, de su conjunto de pueblos. Por lo que se refiere a la diversidad de las clases, es evidente que creo en su lucha como una constante histórica que no tiene, seguramente, el aspecto que le prestó el análisis de Marx y que, con toda seguridad, no conocerá jamás un desenlace, porque los vicios humanos tenderán siempre a reclasificar sobre las sociedades y el proceso de liberación del hombre. Prácticamente, el cuento de nunca acabar, un proceso infinito. En definitiva, ¿en qué me he convertido? Pues, la verdad, en un liberal solidario y dinámico. ¿Pero cuál es la posición de un liberal así, que esté dispuesto a creer en el valor de la crítica y a no dar por terminado ni concluso nada y, sobre todo, nada que se refiera al mundo? Lamento mucho no tener originalidad en la materia: el que suscriba una ecuación eficaz entre la democracia formal y el socialismo económico, entendido éste en forma liberal, es decir, como potencia de la vida humana y no como elemento simplificador para que no haya conflictos. Porque, en el fondo, el socialismo se está empezando a convertir en un dogma de derechas. Y hay que hacer de izquierdas al socialismo, en el sentido dinámico. Para mí ese dinamismo se cifra en una palabra, liberal."
PROYECTO PARA UNAS MEMORIAS
ENTRE las explicaciones y confesiones de Ridruejo, que conservo en aquella cinta —a la que su muerte ha dado un lamentable sentido de utilidad—, están las de los planes de sus memorias. Corno en seguida se va a desprender, el volumen de Planeta nada tiene que ver con las memorias que Ridruejo quería llegar a publicar. Antes que nada, vaya mi convicción de que iba a ser algo más que un tributo al correspondiente género literario. Serian —de haber sido— su verdadera, acabada y definitiva obra. Es muy fácil suponerlo. La vida de Ridruejo consiste en un encabalgamiento entre vida y política o, más precisamente, entre literatura y vida. Ambas repiten, como un estribillo en pie quebrado, sucesivas frustraciones. Su aliento de escritor —en el que la ética y la estética, en el más noble sentido de ambas acepciones, eran fundamento— le hacían, como él mismo confesaba, incapaz para el profesionalismo político. Su intervención en la vida pública, por contra, le privaba de dar cima a sus proyectos literarios. El género «memorias» había de ser la síntesis.
He aquí, a continuación transcrito, el proyecto de su obra, que nunca ya será definitiva. Pero, primero, reseño que en la cinta está grabada una condicional —entonces no lo supe, ni podía saberlo— premonitoria: «Sí no me muero antes, cosa perfectamente posible y hasta probable.» Oírlo ahora proporciona un indeseable estremecimiento. (El magnetófono registra, a veces, cierta fatiga, un jadeo cuyo significado, ahora, está ya patéticamente claro.)
Luego, tras decirme que los artículos que todavía estaba publicando en «Destino» obedecían, naturalmente, a la ley literaria del artículo, señala que forman parte de un plan muy complejo y que participan de dos series de memorias. Un grupo de ellas montadas sobre vivencias personales bajo el título «Sombras y bultos». "Eran evocaciones de personas —decía— que han tenido importancia en mi vida. A veces, importancia simplemente imaginativa". Las aparecidas hasta la fecha en «Destino» se referían a personas de dimensión pública. La otra serie habría de "llamarse «Evocaciones y lecturas» («o algo que se le pareciese»). 
A continuación, vendría un libro de memorias civiles, como él las llamaba, que pensaba editar este año, y que, a buen seguro, han debido nutrir el grueso del volumen de Planeta. Iban a comprender: «Desde los presagios de la guerra civil», hasta los primeros años cuarenta. El plan era completar los artículos de «Destino» con todo aquello que, por entonces, no le parecía susceptible de alcanzar la libertad de ser publicado en revista (y si en un libro), más sus experiencias durante los confinamientos que sufriera en Ronda y en Barcelona, a raíz de su famosa carta a Franco. Aunque me dice: «Nunca sé si incorporaré esta coda de mí experiencia pública.» Y añade: «En todo caso, este libro formará parte de un sistema de libros.» Pensaba, también, escribir un volumen de la infancia e intercalar en las «memorias civiles» otro sobre la campaña de Rusia. («Es un libro del cual tengo, si no me equivoco, doce cuadernos llevados allí directamente, que he de revisar, enriquecer y purgar por razones literarias, y que es muy curioso porque en él apenas se habla de la guerra, es el diario de un soldado. Yo es bien sabido que los soldados hacen la guerra, pero no le ven»)
A continuación, otro libro más sobre su vida en Italia... («Y es posible que de ahí, inevitablemente, vuelva a tomar el hilo para hacer el segundo volumen de las memorias civiles, y que comprenda el lapso de mi participación en la vida interior. Arrancarían del año cincuenta y uno y serían, ya, la contemplación de los acontecimientos públicos de un actor externo y, en algunos casos, beligerante.»)
No voy a tratar aquí de cotejar las «casi memorias» publicadas con la declaración de estos proyectos que nunca serán realidad, sino de brindar al lector un material informativo para que sea él quien compare y quien lamente. Sí, no obstante, subrayaré que, pese a todo, la publicación de los papeles dispersos de Dionisio Ridruejo es un beneficio impagable que habremos de agradecer a su recopilador para Planeta, César Armando Gómez. Y advertir que con este volumen no aparecen a la luz todos los inéditos de Ridruejo, como la prueba la referencia que hiciera de sus doce cuadernos de Rusia, El «casi», en fin, que se antepone en el título a «unas memorias» deberá, el lector, sustituirlo por un «apenas».
LA OBRA POÉTICA
OTRA de las sorprendentes declaraciones en que la muerte convirtió aquella grabación magnetofónica fueron las relativas a su obra poética A mi pregunta acerca de si continuaba escribiendo poesía, me .contesta: «Nunca he dejado de escribir poesía; poesía lírica, quiero decir, poesía lírica, poesía en verso. Siempre que encuentro una situación de pasaje por la tranquilidad escribo poesía. La he escrito en América, cuando he estado haciendo cursos en sus Universidades, donde la vida, como se sabe, es muy apacible, el tiempo muy sobrante y hay una cantidad de soledad muy estimable. Para unos, puede ser ésta un paso. Para los que nos falta, una especie de mina...» Me anuncia, entonces, su próxima entrega, que ya ha visto la luz en la revista «Litoral». («En breve»), y, a continuación, añade: «Están en curso, al menos, tres libros de poesía probables. Uno de recapacitación intimista, biográfica; otro de reflexión un poco más épica y generalizadora, de contemplación del mundo y de los grandes temas, y un libro de construcción de objetos poéticos puros, partiendo casi siempre de la visualidad. Esos tres libros están en mis carpetas, iniciados, y cuando es posible vuelvo a ellos.»
El proyecto de libros poéticos, que, a posta, he querido traer en último lugar, sirve también de paradigma de la obra de Ridruejo, escritor que, diríamos hoy, se movió entre el naturismo y el objetivismo; que perpetúa la tradición de escribir de España, pero sin los sublimismos noventayochistas de sus posteriores utilizaciones políticas y estéticamente nefastas, Y que, en efecto, discurrió siempre, reiterativa e intermitentemente, por territorios que van de lo íntimo a lo general, quedándose, muchas veces, en la palabra pura y objetiva que nombra las cosas.
Santos Amestoy, Pueblo, 15 de diciembre de 1976. p.29.