martes, 28 de febrero de 2017

"Nietzsche y las nuevas utopías" de José Rafael Hernández Arias (II)




Ver: "Nietzsche y las nuevas utopías de José Rafael Hernández Arias (I)
El mito de Prometeo se prolongará durante toda la histo­ria experimentando distintas metamorfosis. Si quisiéramos citar alguna de ellas especialmente característica, no podría­mos eludir la mención de la novela de Mary W. Shelley Fran­kenstein o el moderno Prometeo, inspirada en el ensayo de Fran­cis Bacon Prometheus sive de statu hominis. El protagonista, Viktor Frankenstein, logra crear un ser vivo «capaz de sentir y dotado de razón». Aunque el texto es enigmático y da pie a numerosas interpretaciones, retrata con gran maestría el espíri­tu científico del siglo XIX, describiendo una sátira de la socie­dad y del racionalismo puritanos, de las tentativas ya no de mejorar el mundo, sino de «perfeccionarlo», de intentar apli­car una forma de racionalidad que raya en la demencia, puesto que sus análisis científicos no se ven compensados por consi­deraciones que prevean sus posibles consecuencias destructi­vas. En este sentido el Frankenstein de Shelley constituye una figura prototípica para las corrientes biotecnológicas actuales, en las cuales se produce una clara mecanización del ser huma­no y al mismo tiempo una antropomorfización de la máquina, y en las que se pretende, como en la novela Frankenstein, la manipulación entre lúdica (con la legitimidad de la curiosi­dad) y científica de la naturaleza humana. Otra obra que toca un tema similar es la Eva futura de Villiers de L'Îsle Adam, donde se borran las fronteras entre naturalidad y artificialidad, propagando el sentimiento difuso de que la humanidad tam­bién es un producto de la técnica. En la historia cinematográfica se puede seguir claramente esta tendencia, pero también cómo las visiones futuristas y ciencias como la cibernética y la biotecnología se van influyendo mutuamente. Desde la pelí­cula de Fritz Lang Metrópolis y la creación artificial de una mujer con el significativo nombre de María con el fin de inter­venir en la realidad social -que encuentra ahora, por cierto, numerosas imitadoras en el mundo virtual, como Lara Croft, ese icono del nuevo mundo de los hipersimulacros-, hasta las últimas décadas con películas como Blade Runner, Terminator, RoboCop, Alien, Matrix o AI, asistimos a fantasías positivas o negativas sobre la invasión tecnológica del mundo y la conmo­ción de la identidad humana por la aparición de androides, ciborgs o replicantes que aspiran o a convivir con plenos dere­chos entre los humanos o a someterlos, despertando dudas acerca de la humanidad específica de la conciencia y del alma. En cierta medida, en algunos de estos mensajes se desliza la idea de que el hombre en realidad no es más que una creación artificial producto del enojo de un Titán, una máquina a la que le ha llegado la hora de pasar el testigo a otro producto de nueva generación más perfecto y completo. Para algunos teóri­cos de la hipermodernidad hemos llegado, en fin, al periodo de una «apocatástasis histórica», pues gracias a la biotecnología se puede recrear la pluralidad pagana de la Antigüedad o forjar un nuevo mito de la creación que dé a luz un nuevo mundo.
Pero los ideales transhumanistas no sólo se basan en deseos filantrópicos o en el amor a la humanidad y a la vida, en ellos anida un fuerte componente hedonista de obtener un placer más intenso, de llegar a las fronteras del placer. No es de extrañar que Ray Kurzweil en sus pronósticos para este siglo anuncie que el hombre gracias a los programas de orde­nadores y a la realidad virtual gozará de un mejor sexo. Bajo el epígrafe titulado «The sensual machine» se encuentra el siguiente pronóstico: «El sexo virtual proporcionará sensaciones que son más intensas y placenteras que el sexo convencio­nal, así como experiencias físicas que no existen en la actuali­dad. Por tanto, el sexo virtual es lo último en sexo seguro, ya que no hay riesgo de embarazo o transmisión de enferme­dad»[1]. Como algo deseable y enriquecedor de la existencia humana, Kurzweil también pronostica la creación de robots sexuales («sexbots») que terminarán por equipararse y superar a los seres humanos. Estas ideas, que podríamos englobar en la expresión «mecanización de la sexualidad», tampoco son tan modernas como parecen, comenzaron a tomar forma en Sade y adquirieron un gran auge en la época de la «emancipa­ción» de los años sesenta y setenta, entre aquellos grupos que paradójicamente propugnaban un retorno a la vida natural y al amor libre. Se podría decir que su respuesta al mundo industrial, determinado por la máquina, no podía ser otra que el deseo de convertirse ellos mismos en máquinas. ¿Quién no recuerda letras de canciones como la de los Rolling Stones: «I can't get no satisfaction», o la de James Brown: «I wanna get into it, man, you know, like..., like a sex machine»? Como ha mostrado Josef Spiegel[2], estos movimientos que aspira­ban a romper los vínculos tradicionales de autoridad, se sometieron a la técnica con una radicalidad sin compromisos, ya fuese en el arte, con un Andy Warhol transmitiendo el mensaje «quiero ser una máquina», o en la música con la elec­trificación de los instrumentos. Pero aún se produciría un sal­to cualitativo en este ámbito. En la creación de música pop, los ordenadores y otros elementos técnicos se han convertido en elementos esenciales, hasta tal punto que la autoría queda ya a la sombra de la máquina, produciéndose una música pseudoanónima, manipulándose la voz de los cantantes y los efectos sonoros. Grupos de los años ochenta como Industrials, Miami Sound Machine o C &C Music Factory portan en sus nombres el espíritu del tiempo. Mientras tanto, ya hay programas que componen música y se realizan grandes esfuerzos para suplantar al factor humano en la producción musical y cinematográfica. Se aspira a la fusión del artista con la máqui­na y a la supresión de la identidad, al anonimato de la obra. Los mismos experimentos se emprenden en el ámbito de la poesía y de la novela con la producción artificial de obras que sustituya a la autoría humana: el autómata como artista o escritor. Como medio para obtener placer intelectual hay transhumanistas que no dudan en recurrir a las denominadas «drogas inteligentes», mientras tanto aquellos que esperan a las «sexbots» del futuro, se pueden consolar tomando «éxtasis», una de las drogas de moda que circula con profusión entre los participantes del «tecnoespectáculo» de los Love Parades, don­de los danzantes imitan a los robots con sus movimientos sin­ copados y repetitivos, sometiendo plenamente el cuerpo y la mente a la máquina. En su último estadio, como ha destacado Ute Bertrand[3], con las nuevas técnicas biológicas y de información, se transforma el ideal del ser humano como máquina en la imagen del hombre como «máquina transclásica», como modelo de información programable. En la actualidad, estas tendencias se reflejan, por una parte, n la denominada «cul­tura pop», con la proliferación en cómics y videoclips de hombres y mujeres máquina. Recordemos el videoclip de la cantante islandesa Bjork, en el que aparecen dos autómatas femeninos en contacto amoroso, así como en el nacimiento del nuevo «género» del «tecnoporno»: por otra parte, se refleja en los intereses de la ciencia por crear robots o ciborgs dota­dos de capacidades sobrehumanas o de «copiar» mecánica­mente especies naturales. No puede ser más patético ni infan­til el intento de construir «perros robot» u otros prototipos de «living artefacts» que imiten lo comportamientos de algunos animales, siendo lo peor de todo que esos proyectos, que engullen cantidades astronómicas de dinero, no se realizan en el ámbito de la juguetería, sino que se consideran esfuerzos científicos por demostrar esa teoría milenaria, radicalmente falsa, que considera a los animales y las plantas como meras máquinas o productos artificiales.
Pero lo que comenzó con el experimento del médico Gal­vani consistente en estimular con electricidad las patas de una rana encuentra en la actualidad un desarrollo más complejo y prometedor. Recordemos que en la novela de Mary Shelley Frankestein, la criatura cobraba vida gracias a la electricidad. En el Instituto de Tecnología de Massachussets se experimenta con la posibilidad de mover robots de forma natural mediante músculos estimulados electrónicamente con ayuda de micro­ procesadores. El objetivo de estos experimentos es el desarrollo de máquinas híbridas que se caractericen por su movilidad, velocidad y fuerza. En la revista New Scientist [4] se indican posibles aplicaciones de este proyecto. Una de ellas, llamémos­la filantrópica, consiste en dotar a las prótesis artificiales de músculos ganados de células madre, la otra, englobada en el proyecto de la DARP (Defense Advanced Research Projects Agency), vinculada al Pentágono, se propone posiblemente el desarrollo de exoesqueletos para soldados, así corno prótesis que les permitan cargar más armas o aumentar su capacidad de combate. El coronel del ejército estadounidense Frederick Timmerman, director del «Centre for Army Leadership», comentaba: «En un sentido fisiológico, si es necesario, los sol­dados pueden parecer tres millas de altos y veinte millas de anchos. Desde luego, en un verdadero sentido físico, nada habrá cambiado. Más bien, al cambiar la forma en que se apli­ca la tecnología, y contemplando el problema desde una pers­pectiva biológica, concentrándonos en la transformación y extensión de las capacidades fisiológicas del soldado, ¿no podremos alcanzar la solución del superhombre ?»[5]. En esto, como siempre, la realidad supera a la fantasía. Pero en definiti­va se observa cómo se produce una automatización del hom­bre y una naturalización de la máquina, cómo de aparecen las  fronteras entre la técnica y la naturaleza, el espíritu y la mate­ria, la persona y la cosa, lo orgánico y lo fabricado, y cómo aumenta el abismo existente entre saber y conciencia, fomen­tando convergencias peligrosas que erosionan no sólo la iden­tidad humana, sino la dignidad del ser humano como ser res­ponsable de sí mismo, ante sus congéneres y de las criaturas y cosas que se encuentran en su radio de acción.
Es evidente que muy pocas de estas tendencias fueron previstas por Nietzsche, pero la vulgarización de su filosofía ha servido de sustrato a las más descabelladas fantasías. En el ámbito de la ciencia, no todos los científicos se muestran parti­darios de estos desarrollos, aunque sí podemos afirmar que existe un poderoso grupo que fomenta el avance en esa direc­ción. Tampoco se puede menospreciar su tosquedad y pueri­lidad en la argumentación filosófica; como muy bien ha destacado Marc Jongen [6], en ellos se articula la vanguardia de una humanidad que está dispuesta a elevarse de «sujeto» a «proyecto», a hacer de la naturaleza humana un objeto experi­mentable. En realidad nos encontramos en los inicios de un gran enfrentamiento que divide a dos bandos, uno biológico­ científico y neodarwinista y otro que engloba varias corrientes convergentes de tradición cristiana, humanista e ilustrada (sobre todo de la escuela kantiana). Este debate no tiene una correspondencia clara en el discurso político, en este caso queda patente la «antigüedad» o carencia de contenido de los partidos tradicionales englobados en conceptos como con­servador, liberal o socialdemócrata. Más bien el mencionado enfrentamiento abrirá fosos en el seno de tendencias políticas hasta ahora homogéneas o hermanará posiciones consideradas irreconciliables como las cristiano-demócratas y las ecologis­tas. Tampoco hay que olvidar que este enfrentamiento más tarde o más temprano exigirá una decisión en un mundo que suele refugiarse en neutralidades ficticias. Ernst Jünger vatici­nó que éste sería el siglo de los Titanes, y nos tememos que el hombre se va a enfrentar a utopías titánicas equiparables a las fomentadas en el siglo XX por las utopías clásicas. Que el nom­bre de Nietzsche aparezca asociado a ellas resulta una burda tergiversación, pero no porque se retuerzan sus aforismos hasta destilar de ellos la solución deseada, lo que también ocurre con demasiada frecuencia, sino porque con Nietzsche no se puede demostrar nada: sus escritos no aportan soluciones, sino interrogaciones, quizá más importantes para el hombre que cual­quier promesa de redención. Aquí no pretendemos, ni mucho menos, someter la obra de Nietzsche a una crítica de urgencia, su obra adquiere valor como tal obra, como diagnóstico de una época y como caso psicológico, situada en un contexto preciso y en un puesto relevante de la historia de la filosofía. En el dis­curso de los nuevos predicadores de la vida eterna y del paraíso en la tierra, de los intelectuales de la «hipermodernidad», de la «desregulación» de la moral» y de la muerte del «hombre abs­tracto»; sin embargo, su nombre ocupa el mismo lugar que el de la divinidad en el de los falsos profetas. Por fin se ha con­ seguido que la mención de Nietzsche se haga susceptible de sospechas, despertando la impresión de que quien cita a Nietzsche pretende engañar y seducir, pues Nietzsche es el gran seductor, y sus argumentaciones se adaptan a cualquier molde y a cualquier finalidad. Como no compartimos del todo esta opinión, abogamos por un regreso de Nietzsche a sus cauces filosóficos, y ofrecemos resistencia a las nuevas utopías, poniendo nuestras esperanzas en un renacimiento de la filoso­fía como recuerdo de la esencia del ser humano y como la dis­ciplina ideal para ejercitar una fantasía moral que se enfrente a lo «impensable», que defienda la «conditio humana» en todas sus dimensiones.
José Rafael Hernández Arias. Nietzsche y las nuevas utopías. Valdemar. Madrid. 2002. pp 183-190.


[1] The Age of spiritual Machines, New York, 1999, p. 147.
[2] Mit Maschinen anstelle Von Menschen. Liebe und Sex in der Pop-Musik, Die Geschopfe des Prometheus, ibídem, pp. 107-1 13.
[3] Ute Berrrand (ed.), lnformationmuster Mensch. Zur Verschmelzung von Informations und Biotechnologie, Bonn, Dortmund, 1992.
[4] N° 2279, p. 22.
[5] En: Postmodern War: the New Politics of Conflicts, London, 1997, p. 210.
[6] Der Mensch ist sein eigenes Experiment, en: Die Zeit, N° 33, 2001, p. 31.En el artículo de Jongen, un pequeño manifiesto que exige la claudicación de la ética humanista ante la nueva teología política cibernética («Dios es un cibernético»), no puede faltar la continua referencia a Nietzsche. Para Jongen es precisamente ahora cuando la doctrina nietzscheana del «superhombre» puede desarrollar todo su potencial profético: la «virtualización» del ser humano.

Entrevista a Cristóbal Serra en "La Vanguardia", en 1994



"España quiere volverse pragmática, cuando siempre ha sido quijotesca y alucinada"

Entrevista a Cristóbal Sena, escritor

CRISTINA ROS Servicio especial. Palma de Mallorca
Cristóbal Serra (Palma, 1922) es un autor de culto que sin pertenecer a ninguna tribu literaria ni entender de mercadotecnias, ha logrado para su obra, subterránea y excéntrica, el prestigio y el reconocimiento de la crítica. Ahora acaba de publicar "Augurio Hipocampo" (Olañeta Editores), heterónimo del escritor, personaje que participa de la ficción, sin dejar de ser de carne y hueso. Como en anteriores obras suyas, existe una "tendencia a la autobiografía" y el protagonista es "autodidacta, lector pantagruélico como pocos, víctima del amor, asnólogo, reaccionario ante los vientos agonizantes de éste siglo, y le encanta el latín, salvo el amén".
— ¿Son Péndulo, Jonás y Augurio tres heterónimos suyos?
Existen evidentes semejanzas entre los personajes Augurio y Péndulo. Ahora bien, Péndulo es más atormentado y la atmósfera del libro es más kafkiana. El mundo se enfrenta al protagonista anonadándolo y, así, entre enfermo y dolido, Péndulo se encuentra crucificado a la cruz de su esqueleto. En cambio, Augurio Hipocampo ofrece un género de tormento interior mucho más reconciliado con la vida, con las frustraciones y flaquezas físicas del otro, pero estas no le superan. El lugar del Mediterráneo, el Port d'Andratx, en que vive Augurio logra compensarle.
— ¿Y "La noche oscura de Jonás"?
Me di cuenta de que el episodio de la profecía de Jonás tenía tanto de monograma del personaje como de burlería, mostrándome el lado ridículo de los portadores de oráculos divinos. Un libro cruel, de feroz ironía, que no perdonaba al profeta a secas y hacía de él el blanco de las iras mundanas de todos los tiempos.
—Así, en los tres libros se engloban las características con las que Octavio Paz le definió a usted: "Lo separan del mundo la melancolía, la timidez y el humor".
Paz es un hombre tremendamente lúcido y acertó al definirme. Cuando le conocí, era agregado cultural en París y estaba en Mallorca para defender la candidatura de Borges en el premio Formentor. Quiso conocerme y prologar mi libro "Péndulo". Paz puede comprender porque es un hombre extraordinariamente inteligente y, -al ser poeta, ha llegado a tener una visión muy clara de muchas cosas de este mundo. Lo que me aparta de él es que es mucho más mundano que yo. Está más reconciliado con el mundo, no está airado por dentro. Yo no estoy reconciliado con el mundo y mi interior está atormentado e insatisfecho.
— ¿Contra qué se rebela?
Contra la idea del progreso escrito en mayúscula. El conocimiento racional tiene un límite y se ha perdido ese sentido del límite que tenía el pueblo mediterráneo y las viejas culturas. De ahí que vivimos toda una serie de equívocas afirmaciones del puro humanismo. Se han entronizado en demasía la ciencia, la razón y el progreso. La ciencia es luciferina. Esto lo vio muy claro Blake y por ello, en Inglaterra, le acusaron de alucinado. Inglaterra, la madre del empirismo, la civilización más pragmática. Una cultura vendida a la materia. Es la civilización más opuesta a la nuestra. España quiere ahora volverse pragmática cuando siempre ha sido quijotesca y alucinada.
— ¿Por qué teme a la razón?
Es muy peligrosa porque desconecta al hombre del misterio. Los individuos pueden y deben razonar pero no dejarse poseer por la razón. Heráclito ya dijo que la opinión es una enfermedad. Ahora vivimos un estado de opiniones que es algo totalmente superficial. Son necesarias, para la filosofía, la mística y la poesía, como ocurría con Heráclito o Lao Tsé. La civilización ha llegado a tal punto de mercantilismo, de falta de ideologías y valores, que hacen evidente su babelización.
—Augurio Hipocampo y usted desvían su pensamiento de buena parte de la tradición occidental.
La filosofía occidental, al ser producto de la razón, es manca. Los orientales son místicos, poéticos y, al mismo tiempo, tienen humor. Si hay conceptos que se consideran como cachivaches del trastero, es porque el hombre se ha desconectado demasiado de su herencia mágica, se ha deshumanizado, politizado e hipnotizado por una propaganda metódica,- que lo tiene borracho de humanismo o de malhumanismo. Hay como malhumorismo.
—Ambos, Cristóbal Serra y Augurio, cultivan una nueva ciencia asnológica.
Augusto Hipocampo sabe que el asno es el más emblemático de los animales mediterráneos. Cristóforo, si los hay. Es curioso que aparezca en las primeras líneas de la Creación: "Se crearon los animales y los asnos". Paseó al Nazareno en su apoteosis por las calles dé Jerusalén, y la civilización agraria, a la que creemos desgraciadamente superada, no se explica sin él.
— ¿Puede ser el asno sujeto de conocimiento?
Lo es. En la novela de Víctor Hugo "El hombre que ríe" se encuentran frases más bien propias de un onólatra: "El asno, cuadrúpedo soñador, a ratos levanta sus orejas de modo inquietante, cuando los filósofos dicen necedades...".
— ¿Se complace usted con la greguería y el aforismo?
Estoy en íntima comunión con ellos. Y me encantan los "greguerizadores" y los aforistas. No comparto la opinión negativa de Borges sobre el greguerismo de Ramón Gómez de la Serna. Borges se empeña en que escriba en forma consecutiva, cuando Ramón lo que busca es el "puro hallazgo".
—En "Granos de polen" usted afirmó: "Me gusta escribir con lápiz y con látigo".
—Y es cierto. El látigo refleja mi airamiento interior. La libertad es mi enseña. Y la micrología. Y el humorismo que no es deliberado. El chiste, en cambio, me resulta enfadoso, cuando el chistoso es una máquina lanza-chistes, pues casi siempre encubre a una persona incapaz para el humor.

PERFIL
"El que se aferra a la fama suele morir infame", escribió en su "Diario de Signos" Cristóbal Serra, de pensamiento disidente, verbo inapelable, pasmosa erudición y escritura aforística, que a sus 72 años sigue escribiendo a contracorriente. En su biografía deja constancia de su descubrimiento precoz del diccionario, de su esfuerzo por dominar el latín, de su interés por la lengua francesa y la inglesa, de su inmunidad a toda épica y de su descubrimiento decisivo del libro del Tao y del libro de Job. Se resaltan, como imprescindible definición del personaje, sus lecturas para descubrir "quiénes saben" (Pascal, Montaigne, Goethe, Hugo). A fondo, Granada y Gracián, y un inacabable etcétera que culmina en su declarada admiración por Gómez de la Serna y por Quevedo.

Sus traducciones reflejan sus gustos: Michaux ("Ecuador", "Bárbaro en Asia"), Melville ("Las encantadas"), Swift ("El cuento de un tonel"), Edward Lear ("Disparatario"), Lao-Tse y Guangse, Max Jacob ("Espejo de astrología") o Blake ("Poemas próféticos y prosas"). Amigo de Juan Larrea, heterodoxo y apocalíptico, su "Guía del Apocalipsis" (1980) le emparenta con Claudel y Milosz. En Tusquets ha publicado "Viaje a Cotiledonia" (1973), "Péndulo y. otros papeles" (1975) y "Antología del humor negro español" (1976). También ha publicado "Diario de signos" (Aucadena, 1980), "La noche oscura de Jonás" (Aloe, 1984),"Con un solo ojo" (Arxipiélag, 1986) y "Retorno a Cotiledonia" (1989).

1 Noviembre 1994 La Vanguardia. p 31

lunes, 27 de febrero de 2017

"Introducción" a "Populismos. Una defensa de lo indefendible" de Chantal Delsol


Chantal Delsol
Introducción
El término «populismo» es, en primer lugar, un insulto: hoy en día hace mención a aquellos partidos o movimien­tos políticos que se considera que están compuestos por gente idiota, imbécil o incluso tarada. De tal modo que si detrás de ellos hubiera un programa o unas ideas (y de todo esto vamos a hablar aquí), serían por tanto unas ideas idiotas, o un programa idiota. Hablamos de idiota en su doble acepción: moderna (un espíritu estúpido) y antigua (un espíritu engreído por sus propias particularidades). En la comprensión del fenómeno populista, una y otra acepción dialogan y se superponen de una manera carac­terística.
Se nos hace un poco raro, la verdad, definir una co­rriente política por su imbecilidad, sobretodo en demo­cracia, donde en principio reinan el pluralismo y la tole­rancia entre las diversas opiniones. En la designación de «populismo» hay, por tanto, un cierto rechazo de la democracia. Ese es el tema de este libro: ¿por qué motivo se ponen en cuestión nuestras democracias, en esta ocasión? ¿Qué tienen tan grave los movimientos acusados de popu­lismo como para tener que excluirlos de la tolerancia co­mún, tan cara a la democracia?
Resulta obvio el interés de intentar comprender un fenó­meno así de curioso. En el presente se tiene la costumbre de designar con el término de «populistas» a todo tipo de movimientos o partidos distintos, por el único motivo de que nos desagradan. Pero hay que sabe por qué desa­gradan tanto, y entonces es cuando nos damos cuenta de que esos movimientos tienen todos unas características comunes. El populismo tiene una historia coincide con la de la democracia moderna, de la cual representa a la vez el remordimiento, el insulto y la nostalgia, en una alquimia contradictoria y misteriosa.
De una manera general, será difícil atribuir una defi­nición al populismo, ya que se trata de un insulto, antes que un sustantivo. Para la gente civilizada que se supone que somos designa en primer lugar lo execrable. Dicho de otra manera: antes de definir las características hay que asumir su mala reputación. Ese paso nos permitirá apren­der mucho sobre nuestra época.
El populismo contemporáneo nos será mucho más fácil de comprender si partimos de la demagogia antigua y del vocabulario griego relativo a la idiocia.
En su sentido antiguo y etimológico, un idiota era un particular, es decir, alguien que pertenece a un grupo pequeño y ve el mundo a partir de su propia mirada, careciendo de objetividad y desconfiando de lo universal. El ciudadano se caracteriza por su universalidad, su capaci­dad de contemplar la sociedad desde el punto de vista de lo común, y no desde un punto de vista personal. Es decir, su capacidad de dejar a un lado el prisma propio. La democracia está fundada sobre la idea de que todos, gracias al sentido común ya la educación, podemos acceder a ese punto de vista universal, que es el que forma al ciudadano. Pero ya en las antiguas democracias, la élite recelaba del pueblo y a veces incluso lo a usaba, a todo el pueblo entero o a una parte al menos, de faltar a lo universal, de estar demasiado pendientes de sus propias pasiones e intereses particulares en detrimento de lo común. El que llamamos demagogo atiza esas pasiones en el pueblo. El adulador del pueblo opone el bienestar al bien, la facilidad a la reali­dad, el presente al porvenir, las emociones e intereses pri­marios a los intereses sociales, elecciones que son siempre éticas. El medio popular, ¿está más dominado por sus pa­siones particulares que la élite? Esa idea oligárquica sigue viva, tenazmente, en el seno mismo de la democracia.
El populismo recurre a la demagogia, pero de un modo totalmente distinto, como veremos.

Hace un siglo el populismo no era un insulto, sino un término que designaba a un partido o a un grupo político específico, en Estados Unidos o en Rusia. La palabra tomó su acepción peyorativa a principios del siglo XXI. Entre los dos sentidos se produjo un cambio importante: el mo­vimiento emancipador de la Ilustración perdió en gran parte el apoyo popular. Y esa pérdida se vio como una traición. Lenin ya había sufrido una decepción de este tipo, al darse cuenta de que el pueblo ruso quería algo distinto a hacer la revolución, cosa que le condujo a utili­zar el terror. Hoy en día asistimos a ese mismo fenómeno: la izquierda tiene la sensación, bastante justa, de haber perdido al pueblo.
¿Y cómo lo ha perdido? El elemento propiamente po­pular no se adhiere ya a las convicciones de la izquierda, de ahí el populismo, una palabra despectiva que respon­de a la traición del pueblo a sus defensores.
Igual que el pueblo ruso se oponía a Lenin porque se aferraba a su tierra, a su religión y a sus tradiciones, el elemento popular europeo se opone hoy en día a la ideología moderna a la cual se adhiere la opinión dominante, considerando que la globalización va demasiado lejos, que la liberalización de las costumbres va demasiado le­jos, que el cosmopolitismo va demasiado lejos, Se convier­te por tanto en el adversario número uno, el wanted de la época contemporánea, en razón de su peligrosa irreduc­tibilidad a la visión elitista de la emancipación de la Ilus­tración.
Lo opuesto a la emancipación de la Ilustración es el arraigo en lo panicular (tradiciones, ritos, creencias, gru­pos restringidos). La clase popular tiene la sensación de que la elite ha llevado demasiado lejos la emancipación, desde todos los puntos de vista y en el sentido de una indiferencia hacia los principios y las costumbres de los grupos restringidos. Por eso se irrita y por eso se convierte en un adversario para la élite. La elite no responde mediante argumentos, sino con desconsideración: describe al parti­cular como un rematado idiota, con el fin de camuflar su estatus de enemigo ideológico. Dice que no entiende nada, pero solo para no tener que argumentar contra su opinión inoportuna.

Dicho de otro modo, una parte del elemento popular defiende el arraigo, en oposición a la emancipación posmoderna. Y la élite, descontenta con semejante traición, interpreta esa defensa del arraigo como simple egoísmo. Por ejemplo: si la gente sencilla anuncia que prefiere conservar sus tradiciones propias, en lugar de que se le imponga las de una cultura extranjera (enviar a sus hijos a escuela donde sus compañeros hablen francés), se deduce que son egoístas y xenófobos. O en otras palabras, que son idiotes, particulares incapaces de elevarse a lo universal, y por lo tanto malos ciudadanos, a la vez imbéciles (no comprenden el universalismo cosmopolita) y unos cabrones (no aman a lo demás). En realidad no son ni una por lo general: sencillamente, estiman que la emancipa­ción que abole las fronteras ha ido demasiado lejos, ya que todos tenemos necesidad de fronteras y de diferencias, y de basarnos en particularidades.
Sobre esa asimilación voluntaria reposa el populismo de hoy en día. El particularismo era en los antiguos una insuficiencia cultural; ahora se ha convertido en un cues­tionamiento ideológico. Y como los partidarios de la emancipación de la Ilustración consideran que su pensamiento representa el bien absoluto y no soporta ningún debate, ven a los contradictores como unos tarados y unos viciosos.
Así es como el populismo del siglo XIX en Rusia, en América, visto objetivamente como una corriente política entre otras, se ha convertido hoy en día en un insulto. Así es como lo «popular» se ha convertido en adversario.

Estas observaciones nos conducirán a precisar aquí la oposición entre el pensamiento del arraigo y el pensa­miento de la emancipación. La necesidad que tienen las sociedades humanas de conseguir un equilibrio, siempre frágil, entre esos dos polos, nos indica hasta qué punto los «populismos» remiten a exigencias fundacionales, y no solamente a los caprichos de unos tontos o a unos deseos cínicos. Es posible que los populismos de hoy en día no hagan más que sacar a la superficie, aunque de manera simplista e inocente, las terribles lagunas de la posmoder­nidad.
Y finalmente llegaremos él intentar comprender por qué, sin que la realidad cambie, la izquierda es popular y la derecha populista. Y de qué forma se explica ese menosprecio, a través de un campo léxico impresionante: el del ensimismamiento, la frustración y la tontería.
La obsesión contemporánea por el populismo denota el aspecto más pernicioso del pensamiento contemporá­neo. El menosprecio de clase es tan odioso, a su mane­ra, como el menosprecio de raza, y sin embargo en Europa, mientras esto último es un crimen declarado, lo primero es un deporte nacional.

Chantal Delsol. Populismo. Una defensa de lo indefendible. Madrid 2015. pp 11-16. 

domingo, 26 de febrero de 2017

Andrés Sánchez Pascual entrevista a Ernst Jünger (ABC, 23 de marzo de 1995)


«Morir con un libro en las manos es una bella muerte»

LA cálida voz de la señora Jünger llegaba a Barcelona por teléfono desde Wilflingen, remota aldea de la Alta Suabia; el tono era invitador:
-Los aguardamos, pues, el día 5 de marzo.
-De acuerdo. Allí estaremos. Sábado, 4 de marzo. Stuttgart. Cena en casa de Michael Klett, el amigo y editor de Jünger. Cuatro horas de distendida charla, con muchas anécdotas sobre el escritor.
Día 5, domingo. En ruta hacia Wilflingen. Hoy el cielo está despejado, pero aún hace frío; en Tubinga la hermosa fuente de la plaza del Ayuntamiento se halla todavía recubierta por las defensas de madera contra la nieve y el hielo. La planicie de la Alta Suabia es casi siempre ondulada; bosques y bosquecillos alternan con las superficies de sembrado.
Wilflingen es un anejo de una población cercana. Landenenslingen. Consta de unas pocas calles y unas cuantas casas; las construcciones recientes son pocas y las calles están limpias y, hoy, desiertas. Las casas, casi todas ellas domicilios unifamiliares, tienen en su parte trasera un huerto jardín. El edificio principal de la aldea es sin duda el castillo de los Stauflenberg. No son pocas las construcciones que llevan sobre el dintel de su puerta principal el escudo de armas de esa estirpe. Por ejemplo, ésta a la que nos encaminamos. Es un recio edificio de piedra, construido en 1728, y tiene cuatro alturas. El tejado, a cuatro aguas; la fachada principal, al oeste. De las siete ventanas del segundo piso, las dos del extremo izquierdo corresponden al cuarto de trabajo de Jünger. En esta casa vivieron durante dos siglos los guardabosques mayores de los Stauffenberg. Desde abril de 1951 la habita el escritor. En tiempos de adversidad le fue ofrecido aquí generoso refugio; primero, en julio de 1950, en el propio castillo, y luego, desde la citada fecha, en esta casa.
Abre la puerta la señora Jünger. Cordial, sonriente, vestida con sencilla elegancia. Nos invita a subir la escalera de madera, que, como me comentó hace años, ella baja y sube tantas veces al día. Junto al arranque de la escalera hay en la pared un gong; seguramente servirá, en esta casa de once habitaciones, para avisar las horas de la comida y para otras llamadas. Cuando entramos en la biblioteca que precede al estudio de Jünger, a través de la puerta abierta veo al escritor sentado a su mesa de trabajo. Tan pronto oye la voz de su esposa que dice «ya han llegado» se levanta de golpe con una agilidad de felino, y con pasos elásticos, pero reposados, viene a saludarnos. Un cálido apretón de manos, lleno de vitalidad; en su rostro veo unos ojos que sonríen. Están serenos, tranquilos. Jünger no concede entrevistas periodísticas en el sentido habitual, pero está siempre abierto a mantener un encuentro humano, un diálogo. Siente verdadera alergia por los «aparatos»; ninguno de ellos, ni magnetófono, ni vídeo ni ningún otro artilugio turbará las horas de conversación que vendrán. Aún de pie, me enseña los tres volúmenes de la edición del «Quijote» comentada por Vicente Gaos, que le regalaron hace años en Bilbao.
El proceso de la muda
Una voz sentados todos en cómodos butacones bajos, Jünger cruza las piernas y junta las manos en una actitud muy típica suya. Con los ojos bajos, parece adoptar en ese momento la postura del padre Lampros descrita por él en «Sobre los acantilados de mármol». Le transmito saludos de amigos y le comento la impresión que me ha causado Wilflingen. Le pregunto si se encuentra a gusto en esta aldea y, sin alzar los ojos, dice varias veces que sí. ¿Por qué? En ese momento levanta los ojos y me mira:
-Porque aquí nos conocemos todos. Yo conozco a todo el mundo y todo el mundo me conoce a mí. En los bautizos acompañamos a los vecinos a la iglesia, y en los entierros, al cementerio. Recuerde lo que dice Lutero en su «Catecismo»; «Buenos amigos, fieles vecinos».
(Efectivamente, Lutero en su «Catecismo», al explicar las peticiones del Padre Nuestro, dice que del «pan nuestro de cada día» forman parte también «los buenos amigos y los vecinos fieles». Es una frase que se usa como proverbio en Alemania.)
-También está, naturalmente, la proximidad de los bosques. Sobre todo desde 1933 no puedo prescindir de ellos.
Jünger vuelve a bajar los ojos. Le recuerdo que cuando en octubre de 1943 visitó él al pintor Braque en su estudio de Montsouris (Braque tenía entonces 61 años y Jünger 48) le preguntó por las experiencias que había tenido con el envejecer. Ahora a él le faltan tres semanas para cumplir los cien años; seguramente sabrá qué es eso. Jünger sonríe y mueve varias veces 1a cabeza; duda, y, por fin, señala un libro que está sobre 1a mesa: se titula «Siebzig verweht IV», y es su última obra, el tomo sexto de sus Diarios, aparecido la semana anterior; un grueso volumen de 500 páginas, que abarca los años 1986-1990.
-Pues… si uno permanece productivo, el envejecer es también una serie de cambios de piel. A mí me pasa en este caso lo que a las serpientes; mientras dura el proceso de la muda, que aquí seria la “producción» del libro, la vista se les enturbia a las serpientes. Pero una vez que se han desprendido de la piel, sus ojos se vuelven brillantes y su capacidad visual aumenta de modo extraordinario. En este momento yo me encuentro en esa situación.
Y suelta una de sus breves carcajadas, que serán frecuentes a lo largo de la conversación. Entretanto la mujer de Jünger ha traído café y bombones de chocolate. Es increíble la agilidad con que esta ya no tan joven señora se mueve por el piso de madera, sobre el que se ven numerosas alfombras. Trato de ayudarla, pero lo impide. El escritor, que no se ha servido azúcar en su taza, la toma con rapidez y bebe todo su contenido de un solo trago. Observo cómo va vestido hoy: de punta en blanco. Un impecable traje azul marino, una camisa clara a rayas y una hermosa corbata floreada, con un nudo perfecto. Bien rasurado. El momento del café se presta a hablar de Alemania. ¿Qué les pareció la caída del muro? Los dos responden a coro y enérgicamente que nunca dudaron de que alguna vez ocurriría y que su alegría fue inmensa.
-Yo -dice Jünger- siempre tuve la esperanza de que Alemania volvería a unificarse. Estaba completamente seguro de ello. De lo que ya no estaba tan seguro es de que pudiera vivirlo. Por ello me sorprendió la rotundidad con que el canciller Kohl, que estuvo en esta casa poco antes, me aseguró que el acontecimiento era inminente. La noche del 9 de noviembre de 1989 mi hijo Alexander me llamó desde Berlín y por el teléfono pude escuchar los gritos de júbilo de la muchedumbre. Mis dos nietos estaban tan fuera de sí de alegría que se subieron al muro y. como tantos otros jóvenes, se pusieron a bailar sobre él. Aquella noche nos quedamos ante el televisor hasta bien entrada la madrugada.
-¿Qué sentido le ve a ese acontecimiento?
-Naturalmente, no lo interpreto en el sentido de un despertar nacional, sino como parte de un nuevo encuentro entre el Este y el Oeste, como un deshielo de fronteras dentro de la evolución general hacia el Estado mundial. Deseemos que el mundo se vuelva más pacífico.
La eternidad del placer
-¿Y el futuro?
-Soy optimista. Nos hallamos en la edad de los titanes. Los dioses se han retirado, pero no han muerto, como dijo Nietzsche. Volverán. El Estado mundial, que ya es una realidad en tantas cosas, tendrá también su configuración política. Y espero que haya una gran paz.
-Esa frase de Nietzsche...
-La frase de Nietzsche «Dios ha muerto», como toda su filosofía, es propia de titanes. Vea usted un ejemplo. Nietzsche afirma que «el placer quiere eternidad». Pero en eso se equivoca. El orgasmo, por poner un caso, no quiere eternidad, sino intemporalidad; quiere que el tiempo quede suspendido, que no fluya. La eternidad del placer sólo la quieren los titanes.
-Pero usted inventó la «movilización total». 
Jünger se endereza en su asiento y su respuesta es firme:
-Yo no inventé la movilización total, sino que la descubrí, que es cosa completamente distinta. Ella estaba allí desde hacía tiempo. Y la describí. De esa fórmula mía, como de otras, se hizo por algunos un uso perverso. Pero es una de tantas cosas que tiene que soportar quien dice lo que ve. Entretanto hemos comprobado que países tanto democráticos como totalitarios han decretado en su momento la movilización total. Y siguen haciéndolo.
Un comentario sobre ciertas apariencias externas hace que Jünger se levante. Miro la erguida espalda del escritor que camina hacia su estudio y veo por encima de sus hombros, alineada sobre una estantería, su famosa colección de relojes de arena antiguos. ¿Los usará para sus lecturas y meditaciones? Regresa con una foto, que me regala y firma: «Ernst Jünger. 1920».
-Así era yo entonces.
El mismo de ahora. Sólo la cabellera se le ha vuelto completamente blanca. Y, naturalmente, el terso rostro de entonces se ha llenado de las arrugas del placer y del dolor. Le digo que dentro de unos días se publicará en España el tomo tercero de sus Diarios y que en mayo aparecerá la traducción de su tratado «Sobre el dolor». Estas cosas le llenan de alegría. Me pregunta con mucho interés por las críticas que tuvo en España su libro «La tijera». Jünger no es un hombre insensible, ni mucho menos. Las críticas fundadas las agradece, aunque pocas veces responde. En cambio las insidias, las calumnias, el odio lo irritan y provocan indignación en él.
-¿Por qué es usted un «hombre discutido»?
-Es un título que me cae bien. Siempre he tenido enemigos, incluso «perseguidores de oficio», por así decirlo. El que yo sea discutido no se debe a las cuestiones políticas, sino, a mi parecer, a mi relación con la muerte.
Se produce en medio de la conversación uno de esos silencios profundos, tan normales en las conversaciones alemanas, pero que a veces sorprenden a los meridionales no acostumbrados a ellos.
La señora Jünger nos sirve una segunda taza de café y el escritor vuelve a beber la suya con la misma presteza que antes. Al ser retirado el servicio de la mesa, vienen a ella los libros. La habitación en que nos encontramos tiene cubiertas todas las paredes de estanterías repletas de libros. Es su biblioteca más personal, la de uso más frecuente, situada junto a su cuarto de trabajo. Sobre la repisa de una de las dos ventanas de la habitación, numerosas fotografías de familiares y amigos. Pero toda la casa es una inmensa biblioteca. El Estado alemán, me explican, acaba de adquirir la totalidad del legado artístico-1iterario de Jünger. Todos sus manuscritos, miles de libros: casi cien mil cartas, también las obras de arte. Cuando el escritor falte, toda esta riqueza será trasladada al Archivo de la Literatura Alemana situado en Marbach am Neckar. La señora Jünger, que fue antes archivera en Marbach, aclara:
-Allí estarán todos juntos, de modo muy parecido a como ahora se encuentran aquí, en un edificio propio.
(Con dolor pienso en lo que ocurre en España con los legados de los grandes escritores.)
¿Vida sin literatura?
Pregunto al escritor por su relación con la lectura:
-No podría existir sin ella. Vivo en los libros casi más que en la realidad. Si no tengo algo mejor a mano, leo lo que encuentre, aunque no me guste. Tiene que haber en la lectura algo más que la mera incorporación de contenidos. En la antigua China la destrucción de un papel escrito se consideraba un-sacrilegio. En todo caso, aparte de las lecturas que realizo aquí en el cuarto de trabajo y en la biblioteca, no consigo dormirme sin haber leído antes un par de horas.
Pequeñas noticias de la vida cotidiana, recogidas al vuelo en el transcurso de la charla. ¿Lee Jünger periódicos? Sí, uno al día, pero me aclara: «En diagonal». ¿Sigue haciendo sus diarias caminatas por los bosques? Sí, de ellas vuelve reconfortado. Explica que ahora suele hacer «der kleine waldgang» (me sobresalto, pues esa expresión puede traducirse por «la pequeña emboscadura»), y me describe con detalle el itinerario: se sube por la pequeña cuesta del cementerio... En cuanto mejore un poco el tiempo empezará a cavar el jardín y a plantar en él legumbres y flores. ¿Sus dos tortugas, Theodolinde y Gigas? Están abajo. Pero no puede enseñármelas, porque aún no han despertado del letargo invernal. Seguramente lo harán pronto. Y a propósito de ellas vuelve a hablarme de los «fieles vecinos». Son unas tortugas muy amantes de la libertad y a veces se escapan, Pero siempre son traídas por los vecinos que las encuentran. Y hace un gesto muy expresivo con las manos, imitando la forma como los vecinos le presentan en la puerta las perdidas tortugas ¿Sigue bañándose a diario con agua fría? Sí. «Es que, si no, no consigo despertarme». ¿Fuma? Sí, uno o dos cigarrillos al día, pero siempre en el jardín; y si lo hace en la casa, con la ventana abierta. Se siente melancólico cuando se despierta por la mañana, pues duda mucho de que el día llegue a ser tan bello como la noche con sus sueños.
Es un poco remiso a concretar cuáles son sus lecturas habituales. Pero basta mirar los libros que tiene a mano, junto a su mesa de trabajo, para imaginarlas: Goethe, Dostoievski, Joseph Conrad, Nietzsche, las obras completas de León Bloy, los muchos tomos de las «Memorias» del duque de Saint-Simon, el cronista de la corte de Luis XIII, una preciosa edición de «Las mil y una noches», Heródoto, Plutarco, Casanova, La Biblia.
-¿Sigue leyendo a diario la Biblia?
-No, diariamente no. De vez en cuando.
Me atrevo a hacerle una pregunta tal vez impertinente.
-¿Qué le parece el Papa actual?
Reprime una sonrisa, duda:
-Creo que siempre es bueno que haya alguien que a ciertas cosas «diga no».
-¿Pero no es demasiado conservador?
-Bueno, al fin y al cabo yo también «me conservo». Así es que en ese sentido también yo soy un conservador...
El arte y la divinidad
Volviendo a las lecturas: los autores predilectos de Jünger son los memorialistas e historiadores de viejo estilo y también los grandes escritores de cartas.
-¿Cuál es, según usted, la misión del arte?
-Yo pienso que son dos: acercarnos a la divinidad y desterrar el miedo a la muerte.
Nuevamente se produce un silencio como el de antes. Desde las ventanas del estudio del escritor se divisan al otro lado de la calle los dos bellísimos y centenarios tilos que flanquean el portal de entrada al castillo de los Stauffenberg. Aparecen con frecuencia en los diarios de Jünger, sobre todo en los apuntes de primavera, cuando los árboles están llenos de pájaros que vuelan hasta sus ventanas cruzando la calle, y en los apuntes de otoño, cuando pierden sus hojas. El pintor René Magritte, que nunca llegó a ver esos tilos, dibujó exactamente uno de ellos. En junio de 1956 Magritte le escribía en una carta a Jünger: «Aquí en Bruselas están cortando los árboles de los paseos y de las avenidas y derribando muchas casas antiguas, que son sustituidas por construcciones horribles. Creo que el 'progreso' no ha llegado todavía a Wilflingen para "mejorarlo". ¡Qué suerte tiene usted!»
El tiempo va pasando agradablemente, sin dolor. Son muchos los sueños soñados, son miles las páginas escritas entre estas paredes; sin duda hay mucho «espíritu» remansado en esta casa, que Jünger habita desde hace 45 años. Tengo en la mano la foto que antes me regaló y como en ella aparece con la orden «Pour le Mérite- le pido que me la enseñe. Le fue concedida en 1918 por el último emperador alemán, pese a la oposición de Hindenburg. Jünger se levanta rápido como siempre, va al despacho y vuelve al instante con la condecoración. Coloca el estuche sobre la mesa, lo abre y me la muestra. Jünger es actualmente el único caballero vivo de esa Orden, fundada por Federico el Grande. La Orden es prusiana, no alemana. Prusia ya no existe, pero aún pervive en el último caballero de la Orden. Cuando él desaparezca, Prusia se habrá extinguido definitivamente.
-En su «Historia de la literatura alemana» afirma Klaus Günther Just que «Calle de dirección única» (1927), de W. Benjamín, «El corazón aventurero» (1928), de E. Jünger, y «Huellas» (1930), de E. Bloch, fueron las tres obras en prosa más importantes publicadas durante la República de Weimar. Y que convergen tanto en su forma (el fragmentismo) como en su contenido (la orientación al futuro).
Jünger calla, no hace comentarios.
Una bella muerte
-Antes habló de su relación con la muerte. ¿Cómo se muere ahora?
-Antiguamente el campesino, cuando le llegaba su hora, se metía en la cama, tomaba la Biblia, leía un poco en ella y expiraba. Hoy el morir ya no resulta tan barato, sino carísimo. Se pagan cantidades enormes por tener una mala muerte en los hospitales. No es que la gente tenga hoy más enfermedades, sino que se ha vuelto más miedosa. Morir con un libro en las manos es una bella muerte.
-¿Y si hiciera falta una ayuda para los dolores de la agonía?
-El empleo de la morfina me parece problemático; podría ser un obstáculo para la caminata por los aposentos sagrados del acercamiento durante el tránsito. Si fuera necesario, me parece mejor el opio. Huxley ensayó el LSD.
Ha llegado el momento de hacer la pregunta, pero no sé si atreverme. Casi tartamudeando, digo:
-¿Y después?
Largo silencio de Jünger.
-En mi libro «La tijera» he dicho ya lo suficiente sobre ello. Voy a contarle una curiosidad. Eurídice (Euridice es una niña con la que el escritor se cartea) me escribió hace algún tiempo desde Siena que, según ella, permaneceremos muertos la misma cantidad de tiempo que hayamos vivido. Un niño que muriese al nacer, volvería inmediatamente a la vida. Un niño de cinco años, a los cinco años. En cuanto a mí, me decía que sería castigado por haber vivido tanto, pero que regresaría en forma de flor o de mariposa.
Me cuenta que en el buen tiempo, con sol, le gusta lanzar pompas de jabón sobre el jardín, con un pequeño aparatito, como el que usan los niños.
-Son realmente el símbolo de la fugacidad. Pero son tan hermosas...
De la esperanza y el miedo
Jünger acaricia con los ojos la portada de la traducción española de «La tijera». Figura en ella un fragmento de «El jardín de las delicias», el tríptico de El Bosco que se halla en El Prado.
-Ese cuadro aún no lo ha visto usted. ¿Irá a contemplarlo alguna vez?
Los ojos del escritor chispean.
Salen a relucir, como era inevitable, los nazis. Jünger arremete contra ellos y se mofa de la increíble vanidad de Goebbels. Con inmensa gracia y entre carcajadas cuenta con una anécdota cómico-picante de la vida galante de aquel ministro de propaganda.
Ha llegado el momento de la despedida. Le pido que me escriba en un libro una máxima para la vida. Se pone serio, medita y por fin, decidido, toma su estilográfica de tinta azul y estampa en el volumen recién publicado de sus Diarios estas palabras: «Auf alie Fälle führt die Hoffnung weiter als die Furtcht» («En todos los casos la esperanza lleva más lejos que el miedo»). Me entrega el libro con gravedad, pero con una sonrisa. En ese momento siento una extraña tensión en mí y también, creo, en el propio Jünger. Aún queda una palabra por decir, una palabra sencilla, pero que yo no encuentro. Jünger se me adelanta, toma otro libro, la traducción castellana de «Radiaciones II», y escribe: «Mit herzlichem Dank. Für A. S. P.» («Con mi cordial agradecimiento. Para A. S. P.») Cuando me entrega el volumen, la tensión ha desaparecido.
Para el próximo día 29, fecha de su cumpleaños, Jünger ha organizado una pequeña fiesta en un pueblo cercano, Saulgau. Hace días que me invitó a ella y tiene la esperanza de que acuda. Dice sin miedo:
-Nos vemos, pues, ese día.
-Allí estaré.
Un último apretón de manos. Cuando bato la escalera, me doy cuenta de que Jünger acaba de hacer un primer uso práctico de la máxima que me ha escrito en el libro. He visitado a un hombre libre y que hace libres a los demás.
Andrés SÁNCHEZ PASCUAL
ABC Literario. 23 de marzo de 1995. pp. 16-19.