El gran viaje
NO
es posible sublimar el carácter salvaje y despiadado que la última nota de la
vida en este mundo siempre posee. Toda muerte constituye una irrupción
intempestiva con carácter de miraculum
siniestro. Llega siempre a destiempo, «como un ladrón en la noche». No permite
mediación ni conciliación. Se halla en máximo abandono respecto a toda
imaginación simbólica. Revela las insuficiencias de toda concepción
racionalista del mundo.
Deja
la muerte, inevitablemente, toda vida en condición de puro escorzo, como fatal
torso fragmentario, o en estado de ruina irremediable. Hija de Hades y de Thanatos, incuba sus letales huevos en el desenlace de toda vida.
La
muerte es, quizás, un point d'orgue
inquietantemente prolongado. Desde aquí,
desde nuestra perspectiva mundana y carnal, se muestra como helado y sepulcral
calderón que pone punto final a la partitura de la vida. Desde una percepción
espiritual puede presentirse, sin embargo, como pasarela hacia otra vida mejor.
Como silencio expresivo sería rampa de lanzamiento hacia una vida diferente.
Entonces
la sepultura podría llegar a ser cuna de una nueva forma de existencia, según
el principio de toda metamorfosis. Este mundo sería la incubadora de un nuevo
modo de vivir: la matriz material de un verdadero renacimiento. El cuerpo del
hombre viejo, devuelto a su condición de neonato, se transformaría en carne
espiritual, o en cuerpo glorioso, como en el final transfigurado del Segundo
Fausto. Esta grandísima pieza de Goethe suele interpretarse de forma alegórica
y ornamental, en lugar de tomársela de manera literal: como una iniciativa
literaria de gran estilo para explicar la transmutación alquímica de nuestra
vida en una vida diferente. Gustav Mahler supo escenificar de forma genial esa
gran pieza literaria en la segunda parte de su Octava sinfonía.
Apenas
se atiende hoy a la gran pregunta kantiana que interroga no tanto por lo que
podemos conocer, o por lo que debemos hacer, sino por lo que tenemos derecho a
esperar. Una cuestión que culmina con una reflexión sobre nuestra condición; o
con la pregunta: ¿Qué es el hombre?
¿Tiene
el hombre en la muerte su límite infranqueable, el que trueca lo posible en lo
imposible? ¿Tiene razón Homero en suponer que el alma sólo subsiste en el Hades
como alma en pena, en proceso de
extinción, con pérdida sustancial de ánimo vital, de energía y fuerza, de vigor
colérico?
¿Sobreviene
con la muerte la negatividad absoluta y radical? ¿Será cierto lo que afirman
quienes hacen decir a la ciencia lo que ésta no está en condiciones de afirmar:
que nada hay tras la barrera insalvable que comparece al final del trayecto de
nuestra existencia en este mundo? ¿Es la muerte un límite que no permite
conjeturar nada que lo trascienda? ¿Somos lo que somos solo y en la medida en
que nos hallamos cercados y encerrados entre un comienzo en el cual hemos sido
arrojados a la vida, y un fin que la cancela de forma definitiva?
La
perspectiva existencial —Heidegger, Sastre— padece una tremenda insuficiencia
respecto al origen. Quizás esa escasez explica la precariedad de la concepción
que poseen respecto a la muerte. Tenía razón Hanna Arendt en su crítica a
Heidegger: obsesionado por la idea de concebir el ser en el mundo como ser
para la muerte se le escapó una posible reflexión sobre lo que antecede a
ese «ser» o «estar» en el mundo.
Disponemos
de la evidencia de haber vivido dos vidas. De la primera vida no guardamos
memoria. Discurrió en el seno materno. Allí se estableció el paradigma de todo
vínculo comunitario y de todo idilio amoroso, o de toda relación
inter-personal: la que en la vida intrauterina celebró la «unión mística» del
feto con la madre (que le dio cobijo y sustento).
Ese
escenario del origen permite, por extrapolación razonable, avanzar hacia un
escenario post mortem. Respecto a éste
sólo es posible desplegar, desde el punto de vista estrictamente filosófico,
una argumentación mediante acuciantes interrogaciones.
¿Por
qué dos vidas solamente? ¿Por qué no puede pensarse esta vida como el útero y
la matriz de una vida diferente? ¿Por qué no pensar a fondo, radicalmente, la
idea fecunda de metamorfosis? ¿No hay
suficientes indicios en el ámbito de la vida, como puede ser el pasaje de
gusano a ninfa y a crisálida, o finalmente a mariposa, o el increíble tránsito
del feto animal hasta la composición del neo-nato humano, o de éste hasta el homo loquens
¿No
podría pensarse esta vida como un complejo escenario —mucho más conflictivo y
doloroso que la idílica vida fetal— en el que se pusiera a prueba, como a los
metales en la forja, nuestro propio temple de ánimo, nuestro valor y nuestra
inteligencia, y sobre todo nuestro anhelo?
Responder
estas preguntas sólo puede hacerse a través de un relato razonable. Platón lo
plantea de este modo al final de dos de sus principales diálogos, Fedón y La República. En ambos se provee de un extraordinario mito para dar
respuesta a esa cuestión.
Se
discute en el Fedón sobre la
inmortalidad del alma. Se ofrecen varias pruebas posibles que son sagazmente
examinadas y discutidas. El alma adquiere su propio vuelo en separación del
cuerpo: eso no es una peculiaridad griega, como una cierta apologética
teológica nos quiere hacer creer. Ese vuelo místico del alma tiene raíces
arcaicas (basta repasar al respecto los trabajos de Mircea Eliade sobre
chamanismo para percatarnos de ello).
La
vida se oscurece o se ilumina desde el sentido que concedemos a la muerte. El
último suspiro de esta aventura que somos es decisivo. Según sepamos
anticiparlo adquiere nuestra vida su propia radiación. En la modernidad más
reciente prevalece un dogma: esta vida es única. Carece de continuación. No hay
lugar a la deseada repetición que el
gran filósofo y teólogo danés, Sôren Kierkegaard, proyectaba sobre la vida
eterna.
La
humanidad ha estado siempre dividida en este decisivo asunto. Los pueblos
mesopotámicos expresaron trágicas dudas sobre la inmortalidad en su poema épico
Gilgamesh. Este héroe, con solo un
tercio de divinidad, asumió con máxima amargura y horror la muerte de su amigo
Enkidu, un mortal.
La
muerte está ahí: no admite reconciliación sencilla. Yo profeso una gran
admiración por los egipcios: durante tres milenios sustentaron la creencia
inquebrantable de que la muerte constituye el inicio de un Gran Viaje. Por eso
el Libro de los Muertos detallaba
instrucciones para el moribundo con vistas a avisarle de los peligros que le
acechaban en esa aventura final.
Quizás
sea eso la muerte: el inicio del más arriesgado, inquietante y sorprendente de
todos los viajes. Sé que estas ideas chocan de modo frontal con los dogmas de
la sabiduría convencional. Se ha ido imponiendo, como si fuese una evidencia,
la convicción de que tras esta vida nada existe. O que la nada es lo único que
nos espera.
Esa
nada en la que mayoritariamente se cree no es homologable a lo que en Oriente
se entiende por Nirvana. El vacío radiante, la nada sacrosanta del budismo no
es ni por asomo semejante a esa convicción basada en argumentos filosóficos de
muy poco vuelo, o en extrapolaciones flagrantes de una ciencia más o menos
manipulada.
Personalmente
vuelvo a la sabiduría egipcia: prefiero entender la muerte como el gran viaje,
por mucho que nos esté vedado conocer el paisaje que tras ese tránsito se nos
descubre.
«La
muerte no es más que el resultado de nuestra indiferencia ante la inmortalidad»
(Mircea Eliade). «¿Qué es nuestra vida sino una serie de preludios de una
canción desconocida cuya primera y solemne nota es la muerte?» (Franz Liszt).
EUGENIO
TRÍAS
ABC,
1 de noviembre del 2008. p. 3
Discurso
del premio Mariano de Cavia
He intentado acercar la filosofía al
día a día
Eugenio
Trías
Es
un honor extraordinario recibir de sus manos este premio, el más prestigioso de
los que se conceden en España a un artículo de prensa. También supone un
privilegio haber sido agraciado con el mismo por un jurado tan excepcional.
Me
alegra que un artículo, en principio atemporal, de carácter nítidamente
filosófico, relacionado con el gran tema socrático de la filosofía como
aprendizaje de la muerte, sea merecedor de un galardón de periodismo. Eso
demuestra la amplitud de miras del premio, de su jurado y de la institución que
lo concede. Nos permite comprobar que en la mejor prensa tienen cabida
artículos de carácter lejano respecto a coyunturas políticas e ideológicas
porque interesan al gran público.
El
tema de la muerte es universal y es, además, tema diario, cotidiano. Nadie
puede obviarlo ni borrarlo, por mucho que intentemos simular que se le ignora o
que debe ser apartado de la mente. Hay filósofos que proponen esta actitud;
Spinoza llega a decir que «el hombre libre no debe pensar en la muerte».
Intenté
en el artículo remontar del hecho inexorable de la muerte hacia una reflexión,
en vértigo de siglos, sobre lo que siempre ha dividido a la humanidad
histórica, desde Egipto y Mesopotamia hasta hoy, pasando por las grandes
culturas grecolatinas y monoteístas.
¿Hay
vida después de la muerte? ¿Culmina y se cancela en esta vida todo nuestro
rastro de identidad y de personalidad? ¿Es la muerte el comienzo de un Gran
Viaje, como enuncia el título del artículo?
Es
propio de la filosofía demorarse en una cascada de interrogantes. Es muy
importante formular éstos, pues de una buena pregunta puede surgir una fértil respuesta.
En el caso que nos ocupa, ésta no puede ser nunca «demostrada». Pero puede ser
compartida en una «creencia razonable», susceptible de discusión, de debate.
El
tema es controvertido. No es posible atribuir un dogma fijo e irrebatible al
respecto. Me inclino por una «opinión razonable», como dirían al unísono Platón
y Kant. O por una «fe racional», en palabras específicas de Kant. Esa es mi
apuesta, como la de Pascal respecto a la existencia de Dios.
En
el artículo premiado apuesto por entender nuestras vidas como «preludios de una
desconocida canción cuya primera y solemne nota es pronunciada por la muerte».
La hermosa frase que acabo de citar es de un músico, Franz Liszt: le sirvió
para encabezar su gran pieza sinfónica «Los Preludios».
He
intentado, a lo largo de mi trayectoria vital e intelectual, disponer modos de
acercar la filosofía, tan pródiga en sucesos memorables, a nuestra actualidad
más viva, al día adía de nuestra existencia. Este artículo fue, al respecto,
una prueba de esa intención.
Para
dar cierre a este pequeño parlamento, que es en realidad una confidencia filosófica
y vital, reitero mi profunda alegría por recibir este premio en el que veo
inscrito el reconocimiento a mi labor filosófica, pero sobre todo a su
proyección, por mí siempre alentada y deseada, en el ámbito de la prensa
diaria.
ABC
15/ 7/ 2009. p. 60
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