EN EL LUGAR MÁS OSCURO DE LA BIBLIOTECA
Algún
día la historiografía literaria española —de por sí bastante conservadurista—
deberá replantearse la cuestión del canon. Dicho de un modo menos pedante,
deberá revisar qué lecturas del pasado merecen la pena seguir prescribiendo en
nuestros días, quiénes son los autores que han de continuar ostentando la
condición de clásicos y cuáles, por el contrario, deben caer del pedestal que
durante muchos años han ocupado. Y tendrá que considerar, en fin, qué
escritores han sido injustamente olvidados por la inercia y la rutina de los
programas y los planes de estudio.
Para
un profesor de Literatura, la cuestión no es baladí. Desde hace unos años los
pedagogos, especie por cierto de la que nada nos dice —y es bien extraño— el anticanónico Cristóbal Serra en sus viajes
al país de Cotiledonia, se están encargando de amargar la vida a estudiantes y
a profesores; a los primeros, porque han conseguido reducirles al mínimo sus
conocimientos, y a los segundos, entre los que me cuento, porque observan cómo
el saber, al igual que el aceite de ricino, se administra cada vez más en
pildoritas, como decía el viejo don Hilarión, de suerte que no es que los
árboles no dejen ver el bosque sino que las ramas y las hojas ya no nos dejan
ver ni siquiera los árboles.
Para
ser justos, no toda la culpa es de los pedagogos. A los filólogos, a los
críticos y, en general, a los profesores de Literatura les es atribuible buena
parte de esa culpa, pues en lo que les compete, es decir, en la planificación
de los contenidos de la asignatura o en la revisión del canon se muestran
incomprensiblemente reticentes a cualquier cambio. A esa revisión debería
haberles empujado el libro de Harold Bloom, The
Western Canon (1994), aunque los motivos que inspiraron al crítico
norteamericano para escribirlo fueran de naturaleza muy diferente. En su caso
se trataba de combatir el relativismo posmoderno que empezó a cundir, a fines
del siglo pasado, en las universidades norteamericanas gracias a corrientes
como la ginocrítica, los Queer Studies
y otras parecidas.[1]
Con esto no quiero decir ni mucho menos que el repertorio de nuestros clásicos
haya de sufrir una modificación radical; bastaría con hacer algunos cambios.
Mi
propuesta no es revolucionaria sino meramente reformista, como se entenderá por
algunas pequeñas calas en el programa universitario de Literatura española
antes de abordar el caso Serra. Por ejemplo: ¿por qué seguir atormentando a los
estudiantes con la lectura obligatoria del insoportable Laberinto de Fortuna, de Juan de Mena, cuando se pasa por alto la
magnífica poesía del rabino de Carrión, Don Sem Tob, casi contemporánea y de
una mayor influencia en la poesía posterior, véase Antonio Machado? ¿Por qué
dedicar tanto tiempo al erial que, desde el punto de vista imaginativo —y que
me perdonen los dieciochistas— es casi toda nuestra literatura neoclásica,
cuando se podría aplicar con mayor provecho a penetrar en la riquísima e
inabarcable de los siglos de oro?
El
problema no desaparece en tiempos más cercanos; yo diría que aumenta, incluso,
pues a los criterios pseudoestéticos o a los intereses de los especialistas se
han sumado los de carácter ideológico. Hay escritores que, debido a su
filiación política derechista, llevan disfrutando
de una larguísima temporada en el infierno. Es el caso de Eugenio d’Ors, cuya
monumental obra, llena de títulos tan sugerentes como Jardín botánico u Oceanografía
del tedio, apenas interesa a unos pocos. Otro tanto podría decirse del ya maldito Josep Pla, tal vez el mayor
prosista de la literatura contemporánea de España; digo de España, porque en
este caso nuestro canon literario tendría que haber demostrado flexibilidad
bastante para abarcar la literatura escrita en las otras lenguas del Estado.
Por cierto, que la miopía de nuestros dirigentes, nacionales o nacionalistas,
da igual, ha olvidado la capacidad vertebradora del país que poseen esas otras
literaturas que se han desarrollado en contacto permanente con la castellana,
desde Alfonso X a Rosalía de Castro y Castelao, o desde Ramon Llull a Pere
Gimferrer, pasando por Santiago Rusiñol o Llorenç Vilallonga. Ya en los años
cincuenta el poeta Leopoldo Panero —tan marginado también por causas políticas—
abogaba por la implantación de la literatura catalana en la enseñanza media.
Por supuesto, nadie le hizo caso ni entonces ni luego.
No
todo es achacable a la política de bajo vuelo, sino que hay también motivos de
orden estético, aunque sean igual de mostrencos. La tradicional caracterización
de la literatura española como esencialmente realista ha hecho relegar al olvido
a aquellos autores que se decantaron por la vía fantástica o, como diría
nuestro autor ahora homenajeado, quimérica. Ciertas obras de Wenceslao
Fernández Flórez, Álvaro Cunqueiro o Juan Perucho en nada desmerecen de otras
que han gozado y siguen gozando del aprecio general por mor de sus valores
hiperrealistas, tremendistas o social-realistas.
Algo
parecido podría decirse del escaso valor que se le ha dado a la corriente del
humorismo blanco que entre nosotros tiene en Jardiel Poncela a un representante
excepcional. Pero lo cierto es que la explicación ideologizada de la literatura
de posguerra ha primado a los autores comprometidos,
en detrimento de quienes apostaron por otras opciones, a estas alturas no sé si
más o menos éticas, aunque daría igual porque el arte no es cosa de moral.
La
discriminación se advierte incluso en un mismo creador, como Rafael Sánchez
Ferlosio, cuyo maravilloso Alfanhuí
ha quedado eclipsado por El Jarama,
acaso sobrevalorada más de la cuenta, como el propio autor ha reconocido más de
una vez. Escritores insobornables al falso brillo de los círculos literarios,
así los novelistas Miguel Espinosa —cuya insólita Escuela de mandarines reivindicara hace años el viejo profesor don
Enrique Tierno Galván— o Ángel Vázquez, autor de la no menos insólita La vida perra de Juanita Narbona, los
poetas Carlos Edmundo de Ory y Rafael Pérez Estrada, o el dramaturgo Miguel
Romero Esteo, son contemplados como bichos raros y la historia de la literatura
aún no los ha asimilado como merecen.
Viene
esta ya demasiado larga disquisición a cuento de la obra singularísima de
Cristóbal Serra, uno de los raros más
ilustres que forman parte de ese heterodoxo canon o, por mejor decir, anticanon
de la literatura española contemporánea. Como afirma Basilio Baltasar en el
Prólogo a su obra completa, reunida bajo el bello título de Ars Quimérica, Serra pertenece a «ese linaje de autores que, desde siempre,
han escrito para el espíritu», y escribir para el espíritu es escribir para
uno mismo. Difícil, en efecto, explicar una obra que no encaja en ninguna de
las tendencias con las que los historiadores suelen clasificar el panorama
literario de los últimos cincuenta años.
La
lectura de los relatos, colecciones de aforismos y libros ensayísticos de Serra
lleva implícita una hermenéutica de la literatura en sí, basada en unos pocos
pero firmes principios. En primer lugar, el cuestionamiento de la literatura
cuantitativamente grande, es decir, aquella basada en la extensión y la
desmesura y, por el contrario, el aprecio gracianesco de lo breve como la
esencia misma del escribir. «La brevedad
de los asuntos literarios es mi sino», declara Serra al frente de su primer
libro, Péndulo y otros papeles
(1957).
Hay
en el mallorquín una desconfianza innata hacia la literatura de gran tonelaje
y, en especial, hacia la novela, muy similar a la que Josep Pla, con el cinismo
que lo caracterizaba, expresara en uno de los momentos más inspirados de su Quadern gris, cuando afirma que «la novela es la literatura infantil de las
personas adultas». «Estoy por lo
corto en literatura —escribe Serra en otra ocasión—. Hasta los libros inspirados los prefiero cortos: Jonás, la Epístola de Judas». En ocasiones la
sintaxis de Serra se cruza con la greguería ramoniana, pasada por la frase lapidaria
a lo Juan de Mairena: «La refitolera
crítica, por mostrarse delicada, niega a Balzac el estilo. Ganas de quitarle el
mostacho al mosquetero. Con su falta de estilo, si queréis, abrió cerraduras
que otros, con ganzúa de oro, no supieron abrir».
Pudiera
afirmarse que toda la obra de Serra es una apología de la literatura
aforística, sin duda una de las más jaleadas en los tiempos posmodernos por ser
el perfecto correlato de las cosmovisiones fragmentarias que huyen de los
planteamientos absolutos: «He buscado en
la literatura con una curiosidad insaciable el aforismo perfecto. De acuerdo
con mis exigencias, éste tenía que producir convulsión inmediata, como esa
clara de huevo que a la histérica le da una sacudida. Yendo así en su búsqueda,
lejos de encontrarlo, he dado con diversos tipos de ellos. He conocido entre
otros: el aforismo-huevo, el aforismo-peladilla y el aforismo-ova de mar. Este
último, más bien áspero, raspa la piel de quien con él entra en contacto».
Reivindicación de lo breve y de lo vulgar, cuyos primores —como su
comediterráneo Azorín— descubre a cada paso: el higo seco, el asno, el barro,
la golondrina…
En
segundo lugar, Serra otorga a la imaginación el papel estelar de la creación
literaria. Se trata de una imaginación que vuela o, por mejor decir, se
despliega mediante una de las modalidades narrativas más apreciadas por él, la
del viaje a países imaginarios: una tradición que se remonta a Luciano de
Samósata y que culmina en uno de los autores más admirados por él: Jonathan
Swift. Como escribe nuestro escritor en uno de los libros de su última época, «el viaje de aventuras ha servido de pretexto
para una crítica de la Humanidad, porque todo gran libro es un anticipo del
Juicio Final y porque ningún recurso mejor que el viaje para dar a conocer cómo
son los hombres» (Biblioteca parva).
El
país imaginario del mallorquín es Cotiledonia, al que realiza un primer viaje
en 1965 y un segundo en 1989. Tiempo suficiente para observar cambios en una
nación que guarda mucho parecido con España, un ameno territorio poblado de
oniritas, babirusas, panas, marimondinos, escotillones, furios, osillones,
dobeítas y bilibús, que creían que «los disparates son más divertidos que las
verdades», pues sólo desde lo disparatado y absurdo puede hacerse una crónica
certera de aquellos tiempos oscuros, dominados por «los que quieren ver ahogado todo conato de superación».
Pero
la alegoría es también trasladable a épocas posteriores. Serra regresa a la
antiutópica Cotiledonia muchos años después, en 1989. El país cotiledonio había
cambiado no poco, incluso en los nombres, pues la capital Marimonda había
pasado a ser Marimala. A los diversos tipos de cotiledones que había catalogado
en el primer Viaje se unen ahora los
orbicentros, los cielites, los masoniegos, los tristatijeras, estos últimos
caracterizados por su culto a la caja tonta: «En la pensión donde nos alojamos, hay más de una ‘tele’. Si una es
estridente, la otra lo es más. Una de ellas, la de mayor pantalla, muestra casi
todas las noches sangrientas peleas de gallos, a las que siguen batallas
campales del parlamento tristatijeril» (Retorno
a Cotiledonia). Otros, como los quemaones «hablan el basconulio y pertenecen a la raza basconul». Y por todas
partes dominan los bobolinos, entre los que destacan los bocarones y los
sonatos, que han llevado al lenguaje a extremos eufemísticos intolerables: «No dicen conflicto, sino contencioso. No
dicen saltar de un tema a otro, sino extrapolar. Usan la palabra ‘carisma’ sin
sospechar que viene de la teología. […] Tengo
observado que, si les da por ser ‘progres’, rehúyen la palabra ‘mentira’, a la
que reemplazan por el circunloquio ‘distorsión de los hechos’».
En
tercer lugar, el humorismo, más de factura inglesa que española, es inherente a
la sátira que todo viaje imaginario implica. Tiene la sátira de Serra un
indudable origen menipeo o lucianesco —como arriba se indicó— y su extraordinario
Diálogo inverosímil, en el que
debaten el Asno, la Literatura y un Historiador en una Biblioteca, pertenece a
la misma familia de la gran literatura dialógica del Renacimiento, El Crotalón, pero también se entroncan
con el género de las misceláneas, Silva de varia lección, de Pero Mexía, o el Jardín de flores curiosas, de Antonio de
Torquemada, sin duda la de mayor interés e inspiración narrativa.
La
lectura de Serra es una buena guía para disfrutar de buena y desconocida
literatura, a veces con criterios que transgreden la insoportable political correctness con que los
progres y menos progres de Cotiledonia nos flagelan a diario. De ahí su defensa
del católico Paul Claudel, cuyo drama El
zapato de raso mandó versionar el ministro Fraga Iribarne nada menos que a
Antonio Gala, aunque tal vez el escritor cordobés de Brazatortas haya borrado
tal mérito de su currículum: «A Claudel,
hombre combativo, le cogieron fila los que cierran filas ante ideas que no
comparten. […] Le presentaron como el
representante del estilo macizo y molicio, pero el lector imparcial discrepa de
tan gratuita aseveración. Siempre que he leído a Claudel se me ha antojado
sabrosa lectura. No en balde era amigo de la chanza rabelesiana y de la
filosofía gustosa de los sabios chinos» (Con un solo ojo).
El
narrador se declara devoto discípulo del maestro y preclaro asnólogo Augurio
Hipocampo, que le orienta en lo que a lecturas se refiere. Su Biblioteca parva es una buena guía para
adentrarse en la literatura más anticanónica y hoy no poco despreciada: las Parábolas y ficciones, de Chuangsé; el
Apocalipsis de San Juan como santo y seña de la Biblia, cada vez más
desconocida por las jóvenes generaciones, a los que les es así vedada una de
las inagotables fuentes de inspiración literaria para Occidente; la Filosofía oculta, de Cornelio Agrippa;
la prosa extraordinaria de fray Luis de Granada, ya tan apreciada por Azorín;
la Política de Dios, de Quevedo; las Fábulas, de La Fontaine; Blake, Melville, Bloy, Laforgue, Maeterlinck…
Son
todos libros «que hablan con elocuencia y
no gastan demasía de palabras», siguiendo el principio irrenunciable de la
brevedad y que, en tiempos como los actuales, en que el ruido nos inunda por
doquier y cualquier mindundi, especialista en totología, se permite sentar cátedra con su verborrea incontinente
en las tertulias políticas, nos dejan un ejemplo de contención aún más valioso.
Los libros de Serra seguirán arrinconados mientras la intelligentsia literaria del país siga aferrada a los viejos
prejuicios y a los gustos caducos. No importa, porque —como el mismo autor nos
declara— «no por arrinconados, menos nos
hablan los libros. Por muy ocultos que estén, en el lugar más oscuro de la
biblioteca, nos refieren secretos del hombre, gustos, manías, caprichos…».
La Sociedad del Asno Bermejo, Homenatge a
Cristóbal Serra, (1922-2012), Estudis Baleàrics (IEB) 104, Institut d´estudis
balearics, Palma, 2014, pp. 13-17.
[1] En mi opinión, hoy, además, habría
que llevar a cabo la revisión del canon de Bloom, escandalosamente escorado
hacia la literatura anglosajona, con manifiesto desprecio hacia las
periféricas, entre las cuales la española, pero sobre todo la literatura rusa,
cuyos grandes autores apenas se mencionan y consideran en las páginas de este
tan celebrado ensayo.
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