ORTEGA
Tan
sólo una vez en mi vida he tomado la pluma para escribir en periódicos; y fue
precisamente para hablar de Ortega. Ahora, con el ánimo afligido y consternado,
no acierto a hacerlo como fuera debido. Cuando, hace dos días, estreché por
última vez su mano, un extraño sentimiento me invadió. Era difícil puntualizar
lo que en él correspondía al cariño acendrado del amigo, a la gratitud hacia el
maestro y a la admiración ante su imponente figura intelectual. Para mí se
cifraba todo ello en una sola palabra: era don José. Por eso hoy, que se me
pide un artículo, no tengo serenidad para escribirlo; lo único que me es dado
hacer, es reproducir algo de lo que públicamente dije hace dos años, al
cumplirse los setenta de esta vida tan ejemplarmente fecunda.
Conocí
a Ortega en 1919, pocos años después de su regreso de Alemania, donde, apenas
incipiente la fenomenología de Husserl, la filosofía se hallaba escindida entre
un positivismo como el de Wundt, y el neokantismo, representado especialmente
por Cohen, Natorp y Windelband.
Ortega
vino de Alemania no con lo que muchos trajeron de allá —modas filosóficas—,
sino, por lo pronto, con un gran acopio de ideas y libros filosóficos que
generosa y pulcramente puso al alcance del público español, unas veces en
traducciones, otras en comentarios personales. Esto sólo bastaría para hacerle
acreedor a nuestra más profunda gratitud. Sin esta actuación de Ortega, no
sabemos lo que hubiera sido de tantos españoles.
Pero
no es esto ni lo único ni lo principal. Lo que Ortega trajo de Alemania fue su
mente atenazada por problemas.
Estos
problemas se centraban en aquel momento para Ortega en dos puntos que siempre
le han producido estricto mal humor. Aristóteles nos dice, a veces, que la
filosofía nace del asombro, y otras que brota de 1a melancolía. Para Ortega
diríase que sus reflexiones nacieron del mal humor que le producían, por un
lado, el yo absoluto del idealismo, y por otro, el imperio tiránico de la razón
científica, sobre todo en su forma físico-matemática. Todavía hace pocos años
le oí decir: “Me encanta molestar a la
geometría”. Esta nota del mal humor no fue un mero azar sentimental para un
hombre como Ortega, que precisamente iba a encontrarse con el fenómeno de la
vida. Aquel mal humor era indicio de la grave inquietud intelectual que le
producían las dos tesis citadas, precipitado último de toda la aventura
filosófica de la mente humana a partir de Descartes. Ortega se vio así
retrotraído al punto último y problemático en que Descartes apoya toda la
filosofía: el yo que duda.
La
actitud de Ortega ante este punto crucial de la filosofía viene determinada por
el hecho de que para él la propia duda cartesiana no es sino un diálogo interno
entre el yo que duda y el mundo de cosas en que aquel yo vive. Recordando la
frase de Descartes, según la cual alguna vez en la vida hay que ponerlo todo en
duda, podría decirse que Ortega la continuó diciendo: “Menos la vida misma.’ En la época en que Ortega comenzó a
filosofar, la vida no era ciertamente un tema nuevo. Pero para esta filosofía
de la vida (“Lebensphilosophie”) la
vida era lo irracional al margen de la razón. La actitud filosófica de Ortega
fue diametralmente opuesta. La vida, consiste, precisamente, en un drama, en
una acción o diálogo del hombre con las cosas de su entorno. No existe, pues,
el yo en y por sí mismo, sino un yo viviendo con las cosas. Yo soy—decía—yo y
mi circunstancia. La vida es por esto la realidad radical para Ortega. Y esta
acción dramática en que la vida consiste no es irracional: todo lo contrario,
es la razón misma, la razón vital. La razón vital no es vida más razón, ni
razón más vida, sino la vida misma como forma radical de la razón. Por esto, la
filosofía de Ortega no es ni racionalismo sin vida ni vitalismo irracionalista.
En
este bracear denodado con la verdad de la vida y de las cosas, Ortega nos enseñó,
“in vivo”, la radicalidad con que han
de librarse cara a la verdad, las grandes batallas de la filosofía. Es lo que
perennemente nos une a su espíritu con plena admiración, profundo respeto o
íntimo cariño. Otros salieron ciertamente de la inestable situación de la
filosofía postcartesiana por otras rutas diferentes. Pero no es menos cierto
que el vigor mental para recorrerlas se templó y puso en forma al calor de su
ejemplar vida intelectual. Él mismo me lo decía, pasando un día ante una casa
en construcción en la plaza de la Independencia: “Si usted y yo trabajáramos en esa casa, nos verían desde la calle en el
alto de un andamio peleándonos por el Uno de Parménides.” Y así fue.
La
figura, ya fijada, de este espíritu egregio y excepcional se agiganta hoy ante
los ojos de quienes, con todo nuestro cariño entusiasta, le hemos visto desde
su juventud, y queda asentada y firme por su propio peso, como un monumento de
granito, para recuerdo y modelo imperecedero de lo que es una vida de
meditador.
Para
don José la hora de la meditación ha terminado. Se halla ya ante la nuda
realidad. Que Dios le haya acogido en su seno mediante el amoroso abrazo de Su
Verdad personal subsistente en Cristo.
X.
ZUBIRI
ABC.
19 de octubre de 1955, pp 33-34.
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