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domingo, 16 de octubre de 2022

"El arte psicodélico" (ABC, 28 de agosto de 1968, pp. 84-93)

El arte psicodélico[1]

ENTRE palpitantes luces, dibujos que producen vértigo, torbellinos de aromas y sonidos distorsionados, el mundo del arte sufre un giro brutal. Está siendo prendido y arrastrado en el «psychodelic art», el más reciente y vivo movimiento que hierve y brota incontenible desde el subsuelo. Su extraña amalgama de pintura, escultura, fotografía y efectos de ingeniería y electrones va dirigida a inducir los efectos alucinantes y las percepciones intensificadas que producen el consunto de la «LSD», la marihuana y otras drogas «psychodelic» encaminadas a una expansión de la mente, pero sin requerir, en cambio, que quien lo practica tome droga alguna. Los seres que giran tendidos contemplando las pinturas sobrenaturales en las paredes, que pasan y pasan, pueden, si el arte que les rodea trenza y les transmite un mensaje, a llegar a desorientarse en un estado de sobrenatural insconciencia. En efecto el arte puede enviarles a un suave y amable «viaje» sin necesidad de consumir drogas.

La proliferación del «psychodelic art» se explica en las declaraciones de un experto en la «LSD», en las que dice: «este será el año de girar y elevarse sin drogas» Y, aunque muchos sectores de los Estados Unidos no conocen este nuevo movimiento, pronto habrán de hacerlo, pues el «psychodelic art» está invadiendo, no sólo los museos, colegios y universidades. sino también los festivales culturales, las discotecas. el cine y las exhibiciones de modas. Al igual que otros movimientos incontenibles, es seguro afectará a la vida normal que en los artículos de uso, publicidad, vestidos etc., y aún a otros muchos aspectos, llegando a ser como el Pop y el Op, otra palabra normal en la vida diaria

El «psychodelic art» no es, en realidad, nuevo. Se deriva de varias y antiguas innovaciones en el arte y. la electrónica, así como en ya viejos y conocidos artilugios, tales como el caleidoscopio y el proyector de diapositivas. Y, en otro aspecto, nos incorpora arcaicas facetes de filosofías orientales y viejas sabidurías de los indios americanos. Pero lo que es nuevo acerca de este movimiento es la compleja integración de todas sus técnicas y elementos, con el propósito de aunarlo todo hacia un fin común. «Tratamos de vaporizar la mente» —dice un artista «psychodelic»— «bombardeando los sentidos». El éxito de este arte depende sobremanera de la receptividad y paciencia del espectador. En una reciente exhibición, en el Riverside Museum de Nueva York, montado por un grupo pionero denominado USCO, se dice que muchas personas se sentían impacientes por sentir el «psychodelic art» dentro de ellos. Muchos de los miles que acudieron al espectáculo llevaron incluso con ellos su «lunch», para poder estar presentes, sin pausa alguna, hasta la hora de cierre.

Las visiones intensas de luz son uno de los rasgos más notables que se presentan en el «viaje» con drogas, y es la luz, por lo tanto, un ingrediente primordial en el «psychodelic art». Para Jackie Cassen, especialista en exhibiciones con diapositivas «psychodelic», la luz hace posible un arte en el que «todo se mueve, y todo es inmaterial». Con su compañera Rudi Stern durante una reunión celebrada en Millbrook, Nueva York, Jackie proyectó sobre una pantalla trasparente las diapositivas que anteriormente había preparado, inspiradas en las alucinaciones experimentadas bajo el efecto de la «LSD» Simultáneamente, los dos compañeros crearon unos diseños que danzaban en la pantalla al compás de una luz proyectada a través de un jarrón que contenía agua, aceite y piezas de mármol jaspeadas Mientras trabajaban, el proyector, tras ellos, delineaba sus sombras en la pantalla iluminada. Con estas fantasías de luz, Jackie Cassen trata de «liberar» la mente, y agrega «el arte debería ser un vehículo para la meditación»

Una intensa variedad en sistemas de luz, tales como el neón, los conos de luz, osciloscopios, etc., están siendo incorporados al «psychodelic», pensado por la USCO un grupo de artistas, poetes, cineastas, diseñadores y expertos en electrónica que viven y trabajan en comunidad. En su exhibición de Nueva York, un «ojo» de plástico, fluctuante con luces interiores parece mirar hipnóticamente a los espectadores. Conforme algunas de sus luces se encienden y apagan, activan sustancias gelatinosas suspendidas en su interior, acompañándose todo ello de lentos movimientos que tienden a disminuir la percepción del espacio y tiempo.

La utilización de la luz por los miembros de la USCO es, frecuentemente, simbólica. En un cuadro de nueve pies de altura se representa a una figura masculina simbolizando a Shiva, el dios hindú de la creación, cuya desbordante energía está indicada en la pulsante luz central, de la que parten e irradian líneas luminosas. Superpuesto sobre Shiva se ve a un Buda sentado e inmerso en un «viaje interior» y envuelto en su «divina luz». En los bordes del cuadro, las luces rojas fluctúan incesantemente con el firme ritmo de los latidos de un corazón Estas fluctuaciones, aliadas o la imagen, incitan a una contemplación estética.

Los artistas «psychodelic» asaltan al espectador con toda clase de combinaciones y efectos, y van tras cada posible nervio en el cuerpo humano, desde la vista hasta el sentido sensorial en la planta He los pies. El viajero que quiere irrumpir en el «espacio interior» puede disponer de muchas rutas. Richard Aldcroft disfruta de un privado e intenso experimento «psychodelic» centrado principalmente en la visión. Lleva unas gafas especiales, translúcidas y hemisféricas, que evitan la visión binocular, situación normal en la que ambos ojos ven la misma imagen. En su lugar, él ve imágenes separadas con cada ojo y su mente trata de fundirlas. Este esfuerzo rompe su sentido de tiempo y espacio y produce la desorientación que es básica en los experimentos «psychodelic». Dibujos iluminados aparecen inesperadamente, asaltando su doble campo de visión. Pueden ser estéticamente bellos, o, por el contrario, terribles. Estas imágenes se crearon para el caleidoscopio de Aldcroft, máquina a la que llama «proyector al infinito», y que forma sucesivamente una cambiante secuencia de dibujos y diseños. Se pone en funcionamiento por las noches en el desván de Aldcroft, en Nueva York, donde los espectadores se extienden sobre alfombras para contemplar sus efectos

Los espectadores se encuentran inmersos en un místico y contemplativo ambiente creado por la USCO en el Riverside Museum. Sentados en torno a una columna de aluminio escuchan sonidos estereofónicos y aspiran el aroma del incienso, mientras contemplan las decoraciones iluminadas con luces pulsantes. Los artistas de la USCO llaman a este íntimo y sobrecargado ambiente un «sentirse dentro», teniendo en cuenta que el espectador «existe» y forma parte del espectáculo, y no sólo se limita a contemplarlo.

El arte «psychodelic» no es, ni con mucho, tan potente como la «LSD» u otras drogas que producen la expansión de la mente, pero muchas de sus técnicas tienen un efecto mental, físico y directo, bien, tranquilizante a veces, o, por el contrario, causante de un disturbio emocional. Las luces fluctuantes rompen el sentido del tiempo en quienes las contemplan y le dan un nuevo ritmo. Bajo el incesante parpadeo y cambio de las luces, los presentes parecen ser seres mecanizados con movimientos faltos de elasticidad y bruscos, al igual que en los viejos tiempos del cinematógrafo. El tratar de buscar un enlace o ritmo entre diapositivas cambiantes puede ser de efecto contrario. Aquí se contempla una especie de película donde cada encuadre es una escena diferente, y a cambiantes velocidades. Al mirar un cono luminoso con los ojos cerrados y directamente se «ven» las imágenes estimulantes de un torbellino de luz inexistente. Tras oír el incesante tronar de un tambor durante un tiempo, el ruido parece ir desvaneciéndose y adquiriendo tonos musicales. Tratar de disciplinarse en estas experiencias requiere una enorme concentración. Si se consigue, el espectador se siente transportado a místicas e insospechadas alturas.

La USCO ha presentado también otra exhibición que se denomina «Nosotros somos todos uno», y que ha sido llevada por todo el país. Simula la experiencia «psychodelic» con drogas, pero tan sólo con el uso de diapositivas, filmes, focos luminosos, osciloscopios y cintas estereofónicas, alguien que danza, y todo ello acompañado por un firme y rítmico latido. El espectáculo tiene movimientos inspirados, en los que todo el equipo audiovisual se combina para crear una sobrecarga sensorial que hace a los presentes creer que están experimentando los efectos y alucinaciones de las drogas «LSD».

Estas exhibiciones encuentran su más receptiva audiencia en los colegios y universidades. Los jóvenes que crecieron con la TV y los aparatos transistores de radio, y que contemplan los más complicados equipos electrónicos como cosa natural, no tienen dificultad alguna en ajustarse al bombardeo audio-visual. Personas de mayor edad, que prefieren lo que se llama una experiencia racional, es decir, ver una película o escuchar una sola estación de radio al tiempo, sin centrarse en nada más, tienden a resistirse a la experiencia.

Tal como se han desarrollado las cosas, era inevitable que el «psychodelic art» fuera imponiéndose y buscando su meta a través de una serie de distintos caminos que, durante medio siglo, han ido avanzando inexorablemente Los dadaístas ayudaron ya a iniciar la ruta durante la primera guerra mundial. Sus exhibiciones arcaicas, simultaneadas con una explosión de poesía, el retumbar de los tambores, orgías de gimnastas, y un conglomerado de máscaras, marionetas y diverso material anexo, conseguían conducir al auditorio a un estado de salvajismo Pero, en realidad, las fuentes primarias del «psychodelic art» parten de las innovaciones de los últimos años las «Combines», preparadas por Robert Rauschenberg, quien mezcló diversos tipos de diseños y pinturas con los efectos de aparatos de radio, luces y un ventilador eléctrico; las «Happenings», de Allan Kaprow, con un «ambiente» giratorio en el que se reunían efectos de luces, cintas sonoras, telas diversas y motivos anti-humanos; el «Op art». con sus ilusorias vibraciones, y las contorsiones mecanizadas del arte dinámico.

En realidad, todo ello ha sido recogido y aunado por la capacidad de absorción del «psychodelic art». El grupo USCO, en particular, ha ido variando, sin esfuerzo alguno, sus directrices desde el montaje de circuitos audio-visivos multicanales hasta las decoraciones de trenzados tejidos en diversos tipos, y desde «demostrar» las teorías de Marshall McLuhan, a la proyección de las filosofías hindúes. Su arte trata, al tiempo, de conseguir un ajuste en la «divina geometría», y de mostrar a las gentes, de una forma intensa y concentrada, lo que está ocurriendo a su alrededor en cada momento.

Muchos artistas «psychodelic» consiguieron el reconocimiento de su esfuerzo, así como encargos de trabajo para discotecas que ellos enriquecieron con llamativas diapositivas, cintas de film y diversos efectos luminosos. El primer y gran en cargo para la USCO fue el preparar para la gigantesca organización «The World»: dos mil diapositivas, dos horas y media de film en 16 milímetros y construir el sistema de control para el equipo de proyección. Los productores «psychodelic» Jackie Cassen, Rudi Stern y James Morrisett han hecho todo este trabajo en Nueva York.

Las discotecas «psychodelic» han albergado, naturalmente, al «rock and roll». Muchas de las canciones actuales aluden al «ácido» (droga «LSD»). Hay que anotar que algunas emisiones de radio los han excluido por temor de que pudieran estimular al consumo de drogas. Pero su verdadero significado, «ácido rock», va más profundo, «psychodólicamente» hablando, que el simple de ingerir una droga. Y su empleo en la letra de una canción, con un [zumbido], áspero y monótono retumbar de sonido, puede actuar perfectamente como estímulo «psychodelic». En el fragor de un número «rock and roll» rutinario los músicos enfocan un tipo de nota que es repetida y repetida, una y otra vez, más y más alto, hasta que se convierte en un predominante y único sonido. Los sentidos auditivos de los oyentes retumbarán mucho tiempo después de que el numero haya terminado.

Emplea un sonido de zumbido monótono y fuertemente amplificado que puede actuar como un estímulo psicodélico. En medio de un número rutinario de rock 'n' roll, por ejemplo, los músicos pueden concentrarse en un patrón de notas que se repite una y otra vez, cada vez más fuerte, hasta que se convierte en un único sonido invariable. Los oídos de los oyentes pueden sonar mucho después de que el pasaje haya terminado.

La música oriental tiene una fuerte influencia en el «psychodelic rock and roll». y ha dado nacimiento a la «raga rock», derivada de las ragas (antiguas formas melódicas en la India), que Ravi Shankar interpreta en su «sitar» o guitarra oriental George Harrison ha utilizado últimamente este instrumento indio en dos de los nuevos álbumes de los Beatles «Ruber Soul» y «Revolver». Similarmente los Rolling Stones han empleado el «sitar» en «Paint it Black». La expansión de la «raga rock» ha tenido curiosos resultados, pues Ravi Shankar, hace ya tiempo considerado como uno de los intérpretes más esotéricos del mundo, se ha encontrado a sí mismo convertido en un héroe «pop» Este año uno de sus discos fue reeditado para el mercado «pop», y después de último concierto en Londres recibió una oferta para actuar en un espectáculo musical de TV.

Las tiendas especializadas en «psychodelic» están proliferando en ambas costas. La primera de su clase fue la «Psychodelic Shop», en San Francisco, que ofrece desde pantallas en seda con dibujos que sobresaltan la visión hasta el «jazz» oriental, pasando por revistas poéticas y publicaciones gratis para niños del Capitán Maravilla. Nueva York tiene ahora la «Head Shop», con la venta «posters», pisapapeles de brillantes colores y piedras de joyería que distorsionan los reflejos, discos plateados que irradian colores del espectro y que pueden ser llevados como colgantes en las pulseras, pendientes o como discos sobre la frente figurando un tercer ojo.

Las plumas de pavo real, los discos de difracción de luz, los pisapapeles y botones con el «slogan» «Psychedelicize Suburbia» tienen una cosa en común, que es la forma circular de un «mandala», palabra que significa universo para los hindú budistas y ahora para el «psychodelic» Uno de ellos ha llamado al «mandala» una «máquina de meditación». Los «psychodelic» ven «mandalas» en todos los lugares y un productor de cine va a filmar las tapas de las alcantarillas de Nueva York, que él ve como perfectas «mandalas».

Para una mente, ya puesta en situación, casi todo lo que ve puede tener un valor «psychodelic». Los diseños Parsley, por ejemplo, se consideran en extremo pertenecientes al arte. «Se cuidadoso cuando camines sobre una alfombra oriental», advierte el apóstol «psychodelic» Dr. Timothy Leary, «porque puede estar caminando sobre las visiones «psychodelic» de una persona.»

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Domingo García-Sabell: "Los intectuales y las drogas" (ABC, 16 de abril de 1978)


LOS INTELECTUALES Y LAS DROGAS
THOMAS de Quincey ingería opio en forma de láudano -extracto de opio disuelto en alcohol- para liberarse de las neuralgias y de ciertos malestares gástricos que de continuo le atormentaron. El opio era para él un excelente anodino, esto es, un calmante del dolor, y ese constituiría su «primary and immediale object». Pero el fármaco resultó una revelación además de un analgésico. Por de pronto, y según De Quincey, le defendió de la tuberculosis, contra la que constituiría un auténtico específico. (De tuberculosis había muerto el padre del escritor)
Por otra parte, la droga no tendría efectos estupefacientes, sino todo lo contrario, a saber, contribuiría de modo dicaz a abrir «las estancias del cerebro humano» para lo que es infinito, para esa extraña dimensión, apenas entrevista de la existencia. El opio haría que penetrasen, en «Los respetos de la misteriosa cámara oscura» de la muerte dormida, la capacidad de soñar, el corazón, el ojo y el oído, silentes pies de trascendencia. Así, paulatinamente, se dio un paso literario importante: el deslizamiento desde lo material -eliminar trastornos físicos- a lo anímico ampliar por vía química -el campo de la conciencia-. «Las confesiones de un inglés comedor de opio» fueron el resultado tangible de ese deslizamiento. Un libro admirable. Una obra prima de la prosa inglesa. Y, también, un precedente sugestivo. De Quincey va a tener sus seguidores. Unos, ilustres. Otros, innominados. Todos buscando, con literatura o sin ella, sabiéndolo o sólo adivinándolo, la droga que puede obsequiar con «la serenidad sin nubes» de los afectos y con la luz espléndida del «majestuoso intelecto». Ya tenemos a la gente embarcada hacia las supremas vivencias. Todo ello va a ser muy brumoso, sumamente romántico y nada racional. Pero esto, justamente esto, da a la droga -opio, morfina, éter, cocaína, etcétera- su atractivo peculiar. Nadie acierta a definir lo que ocurre, pero todos están conformes -los que se drogan y los que no se drogan- en que aquello es interesante, distinto y. en cierto sentido, valioso. Comienza la fase «snob» de los estupefacientes. La de «las llaves del Paraíso». Con unas u otras formulaciones, esta actitud ha persistido hasta nuestros días. Antes de Thomas de Quincey, en Coleridge, el opio operó una transustanciación poética, por momentos maravillosa, y el fenómeno también ayudó y preparó el terreno para las apologías posteriores.
La mesura y la indiferencia
Con todo, en esa época se inicia un cambio notable. Surge Baudelaire. Hay en el poeta una inmensa clarividencia. Sus escritos en torno a los paraísos artificiales parecen mostrar un claro designio moral No nos engañemos. Bajo las severidades aparentes yace un oculto amor a la droga. Las descripciones de la ebriedad por el haschich son estremecedoras -y atractivas-. La «exasperación de la personalidad», «los sonidos que tienen color», «la eternidad que dura un minuto», todo lo que produce la ingestión de dawamesk, una confitura de haschich preparada con azúcar y diversas sustancias aromáticas, desemboca en lo que los orientales denominan el kief, esto es, «una beatitud calma e inmóvil, una resonación gloriosa», cuya última culminación puede ser la ilusoria capacidad de sentirse divino «Je suis devenu Dieu! », grita el poseído por la droga. Y es inútil que luego Baudelaire insista sobre «el carácter inmoral del haschich». La apología ahí queda. Jordán subraya este matiz propagandístico qué «Los Paraísos artificiales» del poeta sin duda exhiben. Yo añado que hay en el afán ético del escritor una cierta petulancia, artificiosa y fría, que no nos convence ¿No cae acaso el en el vicio psicológico que tanto le molestaba el de ser uno más entre los «fanfarons de sobriété?»
En el fondo, asoma aquí la quiebra de los valores religiosos. Ya Malraux lo ha certificado cuando los dioses mueren y los sistemas de valores se hunden el hombre no encuentra más que una cosa, su cuerpo. La droga, como el sexo y la violencia, es uno de los sustitutos naturales de la desaparición de Dios
Pero también ahora aparece un nuevo personaje que oscila entre la entrega incondicionada y la repulsa sistemática. Se trata de un tipo curioso: es el de quien se acerca al mundo de los paraísos artificiales, los ensaya y, con toda tranquilidad vuelve al ritmo y al estilo de vida cotidiano. ¿Quién, entre los intelectuales? Gautier Nada menos que Gautier, el exquisito, el estilista, el puro, Gautier acude a las reuniones donde se consume el dawamesk -el famoso hotel Pimodan- prueba la suerte y, dándole la espalda, se reintegra, modoso, burgués y efectista, a sus habituales menesteres. Gautier no cae en la trampa, no pica. Se queda extramuros de los ambientes refinados y decadentes. Claro que él era también un decadente, pero a su manera, estudiada y calculadora. Cuidaba el tipo y. en el fondo, no le empujaba hacia la droga ningún ansia profunda. Apurado en las sensaciones, era normal en las causas.
Hay, pues, todo un mundo distinto entre un Quincey, o un Baudelaire, y un Gautier. Es el grano de mesura, o de indiferencia, que separa la obsesión morbosa del empeño tranquilo.
La embriaguez a todo trance
Mas los tiempos evolucionan. De una parte, la postura quinceyana va exacerbándose y alcanza, en nuestra época, cimas de inusitada virulencia.
Al opio, a la morfina y al haschich van a suceder, entre otros, el LSD y la heroína. Una cohorte de seguidores será el máximo resonador de esta nueva agudización: la caravana extra-vagante de los hippies.
Se trata, en principio, de huir de la realidad circundante y de encontrarse con uno mismo, con la propia identidad. Para ello está, antes que nada, el amor, o quizá fuera más exacto decir, la práctica erótica. Y si el amor no llega, ahí está la droga, la que sea. La droga produce ebriedad. La ebriedad, a su vez, el salto por encima del mundo circundante. La «salida». El «despegue». En suma, el «viaje». ¿Por qué se trata, precisamente, de un «viaje»? Pues porque la experiencia que subsiste por debajo de las drogas es la del cambio en la percepción del tiempo. Parece como si el individuo tuviera el poder taumatúrgico de dominar al tiempo. De salirse del tiempo. Un movimiento de la mano, un leve gesto, y el tiempo se pone a saltar alrededor del visionario. Un mínimo pestañeo, una pequeña inclinación de cabeza y el tiempo, que se iba, remansa, quieto y extrañamente impávido como la superficie de un lago. Pero, de todas formas, la criatura humana sumergida en el difumino del estupefaciente, no es capaz de salirse del devenir cronológico. Pues el hombre es él mismo, tiempo en-carnado. Sólo cuando abandona la vida e ingresa en la muerte, el tiempo ya no está en su ser el cadáver es presencia, pero no es presente
El deseo de convertir lo transitorio en estable empuja a los jóvenes a insistir a todo trance en el uso de las drogas. Goethe ha dicho que la juventud es «la borrachera sin el vino». Ahora esta afirmación adquiere un tinte sombrío y profético. Porque ahora ser joven, para estos mozos, es aspirar a la embriaguez continua sin vino, pero con otros medios más poderosos y más letales. Inútil intento et suyo de atrapar desde lo fugitivo lo que es permanente. Y desde la pura contingencia, la dimensión transcendente. A final de cuentas, es volver a los anhelos irracionales del romanticismo literario. Ellos hacen literatura de sus especificas existencias y desprecian, con una superioridad irritante, la literatura que está depositada en los textos ilustres. Vivir, para ellos, es fundirse en la vida sin palabras de la Naturaleza. Con-fundirse. Anonadarse.
Los intelectuales fríos
Por el lado de esta agudización de la servidumbre a las drogas, asistimos últimamente a la entrega condicionada, aséptica y positiva. Los intelectuales ya no buscan la sensación absoluta y, con ella, la abolición del tiempo Para ellos, el tiempo no ha muerto.
Muchos indicios nos mueven a creer que, poco a poco, el escritor de nuestros días, contagiado de cientificismo puro, se acerca a las drogas e indaga en ellas con el espíritu y la mente de un hombre de laboratorio. Cata el estupefaciente y analiza dentro de sí los efectos anómalos. Elimina la literatura -que tantas veces se asemeja curiosamente a la declamación- y con toda objetividad intenta apresar los datos de su propia experiencia.
Ahora nace el estilo positivo frente al estilo romántico de los predecesores. Coleridge pretendía hacer prosélitos. Quincey aclarar ciertas vivencias superiores. Gautier fabricaba una conducta hedonista. Baudelaire, era, a su modo, un metafísico -y esto ha sabido verlo muy bien Laín Entralgo-. Coleridge tenía miedo, un miedo feroz a morirse durante el sueño. Y esto le indujo, según propia confesión, a consumir grandes cantidades de láudano
Pero ahora viene Aldous Huxley, se traga cuatro decigramos de mescalina disueltos en agua y, más tarde, registra con todo cuidado los cambios que en su interior se desarrollan. El resultado son dos pequeñas monografías en las que hay finísimas observaciones, autoprospecciones sutilísimas -y, a pie de página, citas bibliográficas muy exactas-. Ambas monografías constituyen ensayos bien formalizados y bien expuestos. De una claridad tan soberana que casi nos hace sospechar si realmente Huxley se drogó o imaginó que se drogaba. Yo no dudo, ni por un instante, de su honestidad. Lo que acontece es que algunas de sus más pertinentes testificaciones ya están, más o menos expresas, en los predecesores. Recuérdese, si no. la intensidad de la contemplación de cualquier objeto de unas simples rayas coloreadas, bajo el efecto de la mescalina. Entonces, todo en la Naturaleza se torna locutivo, inmensamente expresivo, con un lenguaje que va más allá de cualquier estructura verbal. Es lo que el novelista inglés denomina «the sacramental visión of the reality». Esa visión, por ejemplo, en Gautier, le encamina a favor de la ingestión de haschich a «escuchar el ruido de los colores». Y a afirmar esto tan de nuestro tiempo: «Sonidos verdes, rojos, azules, amarillos me llegaban por ondas perfectamente distintas».
La «percepción sacramental», de revelación y purificación totales, alcanzaron, pues, a los dos escritores. Pero la diferencia es ostensible: Gautier compone textos literarios, fantasías de base química más o menos transfigurada. Desdoblamientos estéticos, estilizaciones de raras vivencias, y nada más. Huxley, por el contrario, somete a neutra disección lo que ha experimentado y, con paciencia de entomólogo, va clavando sobre el cartón los restos de sus específicas, personales alucinaciones. En uno vibra la pasión. En el otro, el conocimiento.
Esta postura de Huxley no es ninguna casualidad, ni constituye ninguna excepción. Hace pocos años, el alemán Ernst Jünger (escritor magistral que está pidiendo a gritos un estudio sobre su obra y su contradictoria persona) publicó un libro dedicado a las drogas. Su título, « Annäherungen», «Aproximaciones». Es una obra espléndida, sin duda fundamental para el entendimiento en profundidad de la significación antropológica de las drogas y de la ebriedad que producen. Un libro extenso, de quinientas páginas, que hay que leer con calma y someter a meditación reposada. No voy a entrar en su estudio.
Solamente me interesa subrayar que la actitud del germano es pareja a la del inglés. También Jünger hinca el diente intelectivo en su propia carne experimentalmente drogada y también él accede a conclusiones similares. Jünger, más amplio que Huxley, usó el haschich, la cocaína, el opio y el LSD. Este último, probado en compañía del descubridor de la droga, Albert Hofmann. Concede Jünger que cualesquiera de estas sustancias tiene poder revelador suficiente para permitirnos columbrar, siquiera sea de un modo transitorio, la cara inaccesible de la transcendencia. Entonces nos encontramos con que la droga despierta, suscita unas posibilidades que van más allá de ella misma, o lo que es igual, que es la llave de reinos cerrados a la percepción normal, pero no es la única. Jünger, precavido y sumamente intelectualizado, duda siempre. Duda incluso contra sí mismo. Contra los testimonios que el fármaco levanta en su alma inquisidora. Pero, con todo, la inquisición persiste y. de alguna manera, da sus frutos. Quizá el mayor, el de la curiosidad acrecida. El de la sed de saber y de existir. No la sed de imaginaciones, sino la sed de certezas.
El fin de los excesos
En esto radica la esencia del cambio que vengo exponiendo. Un cambio riguroso, ceñido y necesario. Los excesos románticos quedan atrás, a pesar del incidental rebrote en la mocedad. La mocedad protesta y aspira a una nueva perfección moral. A la que se oculta tras los tabúes y las convenciones al uso.
Un espíritu que siempre fue joven y que también utilizó el opio y a él sucumbió cierto tiempo. Cocteau, ha dejado escrito esto que bien podría considerarse como el lema de las nuevas generaciones: «Una cosa permitida no puede ser pura». O dicho de otra forma: en toda prohibición hay siempre un elemento de pureza. Una pureza que la vieja sociedad occidental, gastada, deteriorada y escéptica, ve con miedo, con disgusto, con «temor y temblor».
Para vencer este desvío de los mayores, fueron los demás tras la huella engañadora de las drogas. Las usaron, procuraron obtener de ellas rendimiento sustancial. Al comienzo, ese caminar de cara a la posible transcendencia en la que toda identidad se realiza, tiñó la peregrinación con los sombríos colores de lo romántico, de lo inefable, de lo inasible. En consecuencia, la incomprensión se abrió entre nosotros, entre los adultos, como una flor maligna y letal.
Después, y sin la aprobación tácita de los intelectuales, a los que los jóvenes menospreciaban, siguió la procesión de la droga, deshilachada y descompuesta, un tanto decepcionada. Siguió y sigue por pura inercia, por mimetismo, por rutina, por aburrimiento.
Más todo esto se ha acabado. Los escritores se alejan del mundo de la ebriedad artificial o, cuando a él se dirigen, cuando ejercitan ciertas «aproximaciones» para dejar en el trayecto la cabeza fría y la sensibilidad agotada, sin rumbo, maltrecha. Los mensajes no están en ningún fármaco, en ningún anodino. Están, a lo sumo, dentro de nosotros mismos. Y los expedientes para descifrarlos también de nosotros mismos dependen. De nuestro poder de introspección, de nuestra capacidad de encontrarnos, en soledad, con nuestra específica persona secreta. De nuestro poder para destilar conocimiento del aislamiento creador
Los intelectuales como alertadores
Los suscitadores de belleza, los escritores, los artistas plásticos, los músicos, los artesanos de toda índole, han comenzado ya su cuenta atrás. Han comenzado el nuevo juego partiendo de cero. Sin ayudas artificiales, a cuerpo limpio. Ahora inauguran la inédita actitud. Ellos han te nido el valor suficiente para ofrecerse como posibles víctimas y entregar, vivo, el certificado de la aventura. Nada hay que el hombre no pueda alcanzar si atina a no violentar, a no distorsionar sus energías creadoras.
He aquí el nuevo fenómeno cultural. En este momento es apenas un atisbo. Pronto será una plenitud. Soy optimista. Una mentalidad nada irracional inicia su formación germinativa. Contra toda apariencia, contra todo exceso, la vieja «llamada al orden» de los intelectuales recobra sus efectividades. Y, cuando esto sea una gozosa realidad, cuando esto sea una realidad plenaria, ya no hablaremos gratuitamente de salvaciones milagrosas, sino de ordenaciones inteligentes, de tablas de valores dignas de ser seguidas y respetadas. La fisura de las drogas, que no tardará en verse, será uno de los primeros síntomas de la recuperación. Ahora, en estos momentos, caen fulminados por las drogas «duras» infinidad de adolescentes. Son los penúltimos. Quizá los últimos.
¿Por qué? Porque cuando los intelectuales se alejan de esos Edenes, algo nuevo comienza a oírse. Sí, los colores pueden hablar y los objetos más humildes pueden emitir rayos comunicadores de hermosuras jamás sospechadas. Ciertamente. La visión sacramental de la realidad seguirá siendo un hecho innegable. Pero entonces, esa sacra contemplación saldrá de nuestro interior sin necesidad de extraños arbitrios. Pues antes, los hombres de la cultura la han extraído de sí mismos ofreciéndose a las drogas y, al final de todos los esfuerzos, han rematado por darse cuenta de que el procedimiento no valía la pena. Hay otras llaves para abrir el reino de lo sobrenatural, de la sobre-naturaleza. Baudelaire habló incluso de la danza como un medio para lograrlo. O, repito, la soledad fecunda. La soledad a la que nuestros intelectuales nos invitan, desde sus valiosas pesquisas, para que podamos abrirnos a la comunicación incondicionada y al amor, también incondicionado del prójimo.
Domingo GARCÍA-SABELL 
ABC, 16 de abril de 1978, pp.118-121.



martes, 5 de diciembre de 2017

Dos artículos de José María Castroviejo sobre los hongos y sus propiedades [“Los hongos en Galicia” (ABC, 25 de noviembre de 1958) y “Los hongos alucinógenos” (ABC, 10 de octubre de 1965)]


LOS HONGOS EN GALICIA
Una riqueza sin amigos
EN el otoño de la mano llena se condecora el epitafio técnico de las criptógamas con la fantasía multicolor —flores de otoño sobre la breve tierra— de los exquisitos y breves hongos.
Bajo la cúpula de los castaños frescantes, el arpa eólica de los pinares, la intimidad augural de las robledas o la esmeralda, intacta como un crisoberilo de los prados. Toda una larga teoría de oscuras y deslumbrantes plantas entonan y enjoyan la geonutricia de nuestro Finisterre. “Lepiotas proceras”, campestres sombrillas, gratas al romano de suculenta mesa, robusto cuello y quiritario gesto; “cantharellus cibarius”, amarillo grito en forma de copa —del “cantharos” griego—, insuperable compañía para un buen estofado o un revuelto de huevos; “psalliotas campestris”—cultivadas con amor por los franceses—, comunes a todos los guisos; “boletus aerus” y “edulis”, reyes por derecho propio de la gastronomía; “clitopilus orcella”—sombrero ladeado, en el académico griego pedante—, con su exquisito olor a fina flor de harina; “lactarius deliciosus”, que exudan sangre al ser cogidos; “russulas virescens”, que se deslíe bien en el paladar, con un íntimo sabor en el que cabe toda la ecuación del bosque... Pero, cuidado.
Riesgo y ventura
El monje Planudio cuenta cómo Esopo, cuando era esclavo de Xanthus, filósofo griego, fue por éste encargado de preparar la mejor mesa posible para sus amigos dilectos. El contrahecho fabulista tan sólo presentó lenguas, aunque, eso sí, adobadas del más perfecto modo al que podían alcanzar las culinarias artes. Ante los reproches de su amo, respondió Esopo que, a su recto juicio, la lengua era lo que había de mejor en el mundo; órgano de la verdad y de la razón, permitidora de toda clase de relaciones con los semejantes al “homo sapiens”, sin ella no podrían tener existencia cabal ni civilización ni ciencia.
Rezongante y confuso ante la réplica, Xanthus, que no debía ser ajeno al fino humorismo, le pidió para el día siguiente un banquete a base de las peores especies. Tranquilamente Esopo preparó otra larga teoría culinaria de lenguas. Eran, le dijo, lo peor de las cosas, ya que de ellas proceden todas las maledicencias, infecciones y guerras. No sabemos lo que le contestó Xanthus, pero sí sabemos que esto es perfectamente aplicable a los Agáricos, primera noble familia del orden de los “Basidiomycetos”, y, dentro de ésta, al alucinante género de los “Amanitas”.
Ya el romano Claudio, Emperador, halló la muerte por habérsele mezclado arteramente a su hongo predilecto —la “amanita caesarea”— trozos de la “muscaria”, de bello sombreo rojo salpicado de blancos manchones —grato cobijo para los nórdicos enanos de los cuentos de Grimm, que los “Christmas” han popularizado en mil postales—, que solapadamente brota vecina en la otoñada de los bosques. Por cierto que en el Norte de la Siberia y en Kamchatka los indígenas preparan y comen en el largo invierno la “amanita muscaria” previamente desecada y reducida a rollos, que engullen con salvaje gula. La “muscarina” fue el hongo guarda; actúa como un excitante salvaje, alterando su “phisis” y “psiquis” hasta la convulsión y el vértigo. Dicen que es una droga alucinante. Dicen...
Y sobre el fino matiz y la joya del color, el veneno mortal que aguarda a los imprudentes. A los que creen que basta con un conocimiento empírico para la clasificación de los hongos —como en las películas del Oeste— entre buenos y malos, cuando sólo cabe para poder distinguirlos, en el cara y cruz de la vida, la muerte o el retortijón, en el más benévolo de los casos, un elemental conocimiento científico. Como la tonta conseja, causa de tantas desgracias, de la cuchara de plata puesta en contacto con el hongo en cocción y su gratuita bondad a éste, o sin maldad en trueque, si la plata no se ennegrece. Pero no ennegrezcamos, por nuestra parte, demasiado la perspectiva. Las especies cuya toxicidad es temible no son, afortunadamente, numerosas. Pertenecen todas al género “amanita”, del que hemos hablado, y, con un poco de atención, resultan fácilmente reconocibles. La temible “phalloides”—ante la que apetece colocar, como en los postes de alta tensión, calavera y tibias cruzadas—, con su sombrero verde amarillento, cual agua pérfida de pantano absorbente; la “citrina”, con sus verrugas blancas —restos de volva— sobre el limón de la cabeza; la “pantherina”, moteada como la piel de un ágil felino saltante, que no debe confundirse con la “spissa”, que es, como la “rubescens”, la “vinosa” o la preclara “caesarea”, excelente manjar; la citada, peligrosa y bella, “muscaria”...
Las especies mortales son, afortunadamente, escasas; como decimos, son fácilmente reconocibles con un poco de atención y estudio a través de un manual científicamente responsable y de una observación atenta sobre el terreno: color de las láminas, existencia o no de volva, etcétera. Otros hongos, apresuradamente recogidos, pueden producir cólicos o indigestiones, pero no situaciones mortales. Incluso algunos, estimados por ciertos manuales como venenosos, tales como el “boletus luridus” o la “volvaria speciosa”, podemos afirmar, a través de nuestra personal experiencia, que resultan perfectamente comestibles.
Una cosecha abandonada
La campesina gente gallega es, por sistema, enemiga de las setas. El calificativo mejor que éstas le merecen es el de “pan de cobre” o “pan de sapo”, considerándolas como alimento tan sólo idóneo para los repelidos ofidios o batracios. Resulta particularmente sensible esto en una tierra en la que por sus condiciones de humedad y específica composición orgánica proliferan los hongos de tan singular manera.
Boletus” —los famosos y buscados “cèpes”, regalo de gourmets para la dulce Francia— y “cantharellus”—perfumados y exquisitos compañeros de la carne, a la que ennoblecen con su proximidad y amiganza— se muestran en primaveras y húmedos otoños con generosa abundancia. En tal cantidad a veces, que pudieran ser cargados sin hipérbole alguna auténticos carros. Las exquisitas plantas —tan ricas, por otra parte, en albuminoides e hidratos de carbono—, cotizadas “et pour cause”, como dicen en Francia, a alto precio en los mercados, quedan abandonadas en Galicia, hasta su desaparición, como simple ornato de bosque o prado. Son bellas estas flores del humus de otoño, pero, como las rosas, merecen ser recogidas “in tempore oportuno”. Desde el ángulo económico, la simple recogida de su espléndida oferta espontánea, sin que hablemos ahora de un utilísimo y lógico cultivo racional, brinda amplias posibilidades de consumo interno y exportación. Una ayuda orientadora sobre el valor real del “pan de cobre”, que en ingentes cantidades se pierde en nuestro Finisterre, nos atreveríamos a opinar que resultaría conveniente. Existen bastantes entidades oficiales, en relación con el agro, que pueden decir sobre esto la palabra.
José María Castroviejo
ABC, 25 de noviembre de 1958, pp. 43 y 19.
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M. R. Gordon Wasson con María Sabina
LOS HONGOS ALICINÓGENOS

Un poco de historia

SUBIENDO por la Serranía Oaxaqueña, a la sombra de las coníferas de Huantla, un breve hongo, el “psilocybe mexicana”, encierra bajo la fragilidad de su sombrero de escasos centímetros, una capacidad tal de alucinación coloreada que ha conmovido a los micólogos y químicos del mundo de hoy.

Su historia, sin embargo, es precolombina. Los españoles que arriban a la gran Tenochitlán, oyen ya de un hongo, semejante a los oaxaqueños, cuyo nombre; azteca —“Teonanacati”— significa, “carne de Dios”, y que crece entre los pinos y cedrales de las montañas volcánicas que rodean el valle de México.

Fray Bernardino de Sahagún, aquel fabuloso franciscano que no se cansó de aprender, inquirir y curiosear, y que vivió en México desde 1520 y 1590, en el libro X de su “Historia General de las cosas de Nueva España”, escrito en lengua mexicana y traducido luego por él mismo al castellano, nos habla de unos honguillos negros llamados “nanacatl”, que comían los indios en sus convites, con los cuales se emborrachaban, veían visiones y aun provocaban a lujuria. Los tomaban con miel, dice, “y cuando se comenzaban a calentar, unos bailaban, cantaban o lloraban, y otros, que no querían cantar, se sentaban en sus aposentos y allí se estaban como pensativos”. Veían grandes y extraordinarias visiones —unos que vivirían y morirían en paz, otros que se ahogaban en el agua o caían de lo alto, otros que habían de ser ricos y tener muchos esclavos, otros que habían de matar y adulterar “y por ello les habían de machacar la cabeza...”—. Después, pasada la borrachera de los honguillos, hablaban entre ellos de las visiones contempladas. “Al día siguiente lloraban todos mucho y decían que se limpiaban y lavaban los ojos y caras con sus lágrimas”; y más adelante, en el Libro XI, anota: “los que los comen, sienten bascas del corazón y ven visiones a las veces espantables y a las veces de risa: a los que muchos de ellos provocan a lujuria y aunque sean pocos”.

Por otra parte, Francisco Hernández el protomédico de cámara de Felipe II, enviado por el Monarca en 1570 para que clasificase y estudiase las plantas medicinales de la Nueva España, tras seis años de afanosas investigaciones nos deja, en su magna obra “Historia Plantarum Novae Híspaniae”, detalles precisos al respecto. “Otros (hongos) cuando son comidos no causan la muerte pero causan una especie de hilaridad irresistible. Se les llama comúnmente “Teyhninti”. Son de color leonado, amargos al gusto y paseen una cierta frescura que no es desagradable. Otros más, sin provocar risa, hacen pasar ante los ojos visiones de todas clases, como combates o imágenes de demonios. Otros más, siendo temibles y espantables, eran los más buscados por los mismos nobles para sus fiestas y banquetes, alcanzaban un precio extremadamente elevado y se les recogía con mucho cuidado; esta especie es de color oscuro y de cierta acritud.

Estudia asimismo el tema Juan Badiano, traductor al latín de una singular obra —existe una maravillosa edición contemporánea— escrita originariamente en “náhuatl” por Martín de la Cruz, que porta el título de “Libellus de medicinabulís indorum herbis”.

Estas extrañas criptógamas excitan la repulsa del vehemente fray Toribio de Motolinia, cuyos “Memoriales” son fuente primordial para el conocimiento de la historia de Méjico. El buen fraile las asocia directamente con el diablo, viendo en el rito indígena de ingerir los hongos sagrados una semejanza con el cristiano de la Sagrada Comunión: “Tenían otra manera de embriaguez: era con unos hongos o setas pequeñas, que en esta tierra las hay como en Castilla: mas las de esta tierra son de tal calidad, que comidas crudas y por ser amargas, beben tras ellas y comen con ellas un poco de miel de abejas; y de allí a poco rato veían mil visiones”... "A estos hongos, termina, llámandolos en su lengua “teunamacatlh”, que quiere decir carne de Dios o del Demonio que ellos adoraban y de dicha manera con aquel amargo manjar su cruel dios los comulgaba.

Luego comienza a descender sobre las drogas mágicas —lo mismo los hongos que la raíz del peyotl— el olvido. El Santo Oficio persigue su uso y sólo se ocupan de ellas las brujas y curanderas, que las ingieren en secreto en un ambiente religioso y mágico, en el que entran la comunión con la naturaleza y la evasión de la realidad circundante en alucinantes visiones coloreadas. Las referencias a los hongos terminan en 1726.

El nuevo descubrimiento

Un banquero y etnólogo norteamericano, M. R. Gordon Wasson y su mujer, la doctora Valentina Pavlovna Wasson, son los que, en nuestros días, sacan a luz y ponen en circulación de nuevo los hongos alucinógenos mejicanos. Acaba de nacer una nueva ciencia: La etnomicología que Roger Heim, director del Museo de Historia Natural de París y observador sobre el terreno de los extraordinarios pequeños hongos, hace destacar exaltando la obra de los dos etnólogos neoyorquinos, llegados a Méjico en 1953 para reanudar la notable investigación emprendida por nuestros frailes y naturalistas del XVI.

Como fruto de esta investigación surge un notable libro prologado por Heim —“Les Champignons Hallucinógenes de Méxique”. Editions du Museum National d'Histotire Naturelle. París, 1956— que despierta la curiosidad de la ciencia moderna y que hace que en el pabellón de Francia de la Exposición Internacional de Bruselas figuren, al lado de los estudios sobre el uso pacífico de la energía atómica, los hongos de Oaxaca[1]. Aldous Huxley y Antoain Artaud investigan a su vez sobre la materia y el doctor Albert Hoffman, de los laboratorios Sandoz, de Basilea, demuestra que el principio activo de estas criptógamas, la “psilocibina”, produce efectos similares al ácido lisérgico.

En la sierra Mazateca vivía desde hacía años una lingüista y misionera también norteamericana, Eunice Victoria Pike, con la que se ponen en contacto los esposos Wasson, acompañados por su hija Masha y el ingeniero Robert Weitlander, guiándoles a su vez aquélla en el mundo misterioso de los indios oaxaqueños y de los hongos sagrados. Comienza la gran aventura.

El éxtasis coloreado

Fernando Benítez, en un recientísimo y sugestivo libro —“Los Hongos Alucinantes”, Ediciones Era, Méjico D. F., 1964—, nos relata, día por día, los contactos de estos redescubridores con la india María Sabina, que desde el ámbito de la magia es la principal introductora de los visitantes en el extraño mundo de los éxtasis y las visiones alucinantes.

¿Qué tremendos ritos y dioses antiguos se mezclan en la comunión de estos hongos con devociones cristianas hasta transformarse el mismo que las ingiere también en un dios? ¿De dónde deriva el estado de absoluta pureza de que debe estar impregnado el que se aproxima al altar en el que se pasan, como una custodia, los hongos sobre el plato, rodeados de flores y estampas católicas, de la Virgen, de San Miguel o del Señor Santiago? Confusión de confusiones, en esta extraordinaria y auténtica medicina mágica, en la que sus oficiantes, como en los siglos, bucean a través del espíritu y la naturaleza en los abismos más insondables del alma humana.

Todos están de acuerdo en que María Sabina es una mujer extraordinaria. El doctor Roger Heim nos habla de su “poderosa personalidad” y Gordon Wasson, al relatamos su primer encuentro con ella nos dice: “La señora está en la plenitud de su poder y se comprende por qué Guadalupe nos dijo que era una señora sin mancha, inmaculada, pues ella sola había logrado salvar a sus hijos de todas las espantables enfermedades que se abaten sobre la infancia en el país mazateco y nunca se había deshonrado utilizando su poder con fines malévolos. Nosotros hemos comprobado que se trata de una mujer de rara moral y de una espiritualidad elevada al consagrarse a su vocación.

Pero ya comienzan las preces, ese lenguaje esotérico llamado por los sacerdotes “navaltocaitl”, que es el idioma de la divinidad. Su traducción no es fácil: Alerta al éxtasis:

Soy una mujer que llora — Soy una mujer que habla — Soy una mujer que da la vida...

Cambia el ritmo:

Soy Jesucristo — Soy San Pedro — Soy un Santo — Soy una Santa — Soy una mujer del aire — Soy una mujer de luz — Soy una mujer pura — Soy una mujer muñeca.
Soy el corazón de Cristo — Soy el corazón de la Virgen — Soy el Corazón del Padre.
Soy la mujer creadora — Soy la mujer que se esfuerza — Soy la mujer estrella — Soy la mujer del cielo,”

María es analfabeta y su sensibilidad así como sus predicciones —Wasson relata emocionado lo que certeramente predijo acerca de su hijo residente en Estados Unidos y a quien no conocía de nada— radica absolutamente en el mundo de la magia. La magia azteca que hunde sus raíces en Quetzacoatl, Tlaloc y los dioses crueles, y que llega, en extraña metamorfosis, a empaparse de emoción cristiana. Los hongos se presentan ahora ante María como niños: Niñas con violines y trompetas, niños que cantan y bailan a su alrededor. El tema de la pureza sigue obsesionante.

Soy una mujer limpia — El pájaro me limpia — El libro me limpia — Flores que limpian mientras ando — Agua que limpia — Porque no tengo basura — Porque no tengo saliva — Porque no tengo polvo — Porque él no tiene — Porque ésta es la obra de los santos — No tengo oídos — No tengo pezones.

De pronto en el éxtasis, una afirmación rotunda:

“Soy conocida en él cielo
Dios me conoce.”
Para terminar con poética y desgarrada tristeza indiana:
Oye luna
Oye mujer-cruz del Sur
Oye estrella de la mañana.
Ven.
Cómo podremos descansar
Estamos fatigados
Aún no llega el día...
Las palabras, como los remedios y los avisos, brotan creadas por hongos, como brotan éstos en el “humus” tras las redondas lluvias del otoño. Existe un lado místico y otro concreto y real de “viaje al cielo” que lleva a los trances aberrantes, en palabras de Mircea Eliade, que también estudia este fenómeno[2].
Al final será la Invocación al Espíritu Santo, “su guía y su fuerza, que la conducirá a la reglón de las muertes y le descorrerá el velo que oculta el porvenir”.
El doctor Fernando Benítez nos relata en el apasionante libro, ya citado, “Los Hongos Alucinantes”, su personal experiencia con el 'ntl1 sí3 tbo3el que brota” en metáfora mística (en lengua mazate 1 es el sonido más elevado y 4 el más bajo, el apóstrofe representa una pausa glótica).
Fue una experiencia atroz, de la que salió dolorido y deslumbrado, azotado y lúcido, cargado de electricidad y ligero como una paloma. ¡Qué extraordinaria nueva “Pipa de Kif” escribiría don Ramón del Valle Inclán de haber conocido esta experiencia, o, mejor, qué nueva “Lámpara Maravillosa”! Benitez vio en color el mundo pasado y presente. El futuro se le presentó terrible, como visión de Patmos. Viajó por espacios siderales entre músicas lucidísimas. Se vio, temblando, dentro del punto Omega del P. Teilhard de Chardin. Vio el “Aleph”, de Borges, desvelando tremendamente el secreto de la vida en segundos. Vio jardines y lagos de ensueño. Estuvo en las más altas cumbres del éxtasis y descendió a Infiernos abominables, con viboritas onduladas de ojos verdes y rojos que pinchaban como alfileres: Un mundo filiforme, de gelatina blanca, de pólipos, de gusanos entre un hervidor de podredumbre.
Los mismos gusanos que nos describe fray Toribio de Motolinia en el XVI, al hablar así de estos hongos: “y de allí a poco veían mil visiones y en especial culebras; y como sallan fuera de todo sentimiento, parecíales que las piernas y el cuerpo tenían llenas de gusanos que los comían vivos”.
Conoció los volcanes y las estrellas más remotas y hermosas, el Cielo y el abismo, la pureza y la abyección. Amó en las cimas que el éxtasis invade, rió, lloró y sufrió inmensamente. Nos lo cuenta aún temblando...

José María Castroviejo
ABC, 10 de octubre de 1965, pp. 39, 43 y 47.




[1] Valentina Pavlovna Waason y R. Gordon Wasson, son autores de otra monumental obra en dos tomos: “Mushrooms, Russia and History”, publicada en 1957 por el Pantheon Books de Nueva York. Los aspectos etnológicos y lingüísticos de los hongos de México se encuentran ya tratados en dos capítulos de este extraordinario libro al estudiar las posibles migraciones de Siberia.
[2] Mircea Eliade, “El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis”. Fondo de Cultura Económica. México. 1960.