Ortega como Miguél Perez Ferrero antes de dar una conferencia
en Radio San Sebastián, en 1949.
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UNA ENTREVISTA INÉDITA CON ORTEGA Y
GASSET
Publicamos
a continuación una entrevista inédita con don José Ortega y Gasset, realizada
por el escritor Miguel Pérez Ferrero. Después de celebrado el primer curso del
Instituto de Humanidades, el filósofo dio varias conferencias en Estados Unidos
y Alemania. Poco antes del comienzo del segundo curso, hallándose Ortega en San
Sebastián, fue realizada la entrevista para la radio local, filial entonces de
la cadena S.E.R. La entrevista fue grabada en cinta magnetofónica para ser
transmitida desde Madrid, pero el Ministerio de Información, regido en aquella
época por el señor Arias Salgado, no autorizó su difusión. En las imágenes,
Ortega y Gasset y Pérez Ferrero ante los micrófonos de Radio San Sebastián, y
un fragmento del texto de la entrevista que Ortega y Gasset escribió de su puño
y letra para leerlo a continuación.
ESTE
año ha sido de gran actividad para usted: cursos en Madrid, viajes a
Norteamérica y Alemania ¿Qué puede usted decirme sobre esa labor ya hecha y
sobre la que proyecta usted para este año?
—En
efecto, amigo Pérez Ferrero, desde el 1 de octubre pasado hasta esta hora en
que le hablo yo le aseguro a usted que no he tenido un día de reposo. En
aquella fecha comencé a escribir mi prospecto del Instituto de Humanidades,
siguieron mi curso en el Círculo de la Unión Mercantil, mi participación
intensa en los demás trabajos de aquél. Apenas concluyó su labor inicial el
Instituto tuve que irme al fondo de América. Recorrí dos tercios de los Estados
Unidos. De Nueva York volví a Lisboa, donde soy residente. Porque el hecho
incontrovertible es que mi situación jurídico-administrativa se determina con
rigurosa terminología oficial «residente en Lisboa» y por eso mi documento
civil es una «célula de nacionalidad» expedida en el Consulado General de
España en Lisboa, donde se me califica como vecino de aquella ciudad, en la que
vegeto desde hace la broma de siete años. En otoño del pasado volví a reanudar
por vía y en tono de ensayo mi actuación en España, a la que se oponen algunos
grupos de compatriotas, muy interesados en conseguir mi definitiva extinción,
porque saben que si yo logro, en efecto, y con carácter normal, volver a actuar
en España, no podrán ellos seguir exudando impunemente sus congénitas estolideces.
En este intento —conste que digo intento— de nueva actuación yo he puesto mi
mejor voluntad como la puse en guardar silencio durante trece años,
suspendiendo radicalmente no sólo mi vida pública, sino hasta el límite posible
mi existencia privada, con todas las consecuencias, incluso materiales, que
esto implica y que me abstengo de describir. En esta altura de la vida trece
años de vida suspensa son un fuerte y grave bocado dado al tiempo, a mí tiempo
que, como el de todos, tiene sus horas contadas. Pero sabía que empezaba —y no
sólo para España— una época en que el más auténtico deber del hombre cuyo oficio
y misión es decir, consiste precisamente en callar. Y por eso hoy, en todo el
mundo, sólo se han salvado, sólo conservan intacta y saludable la raíz de su
ser, aquellos intelectuales que han sabido exasperadamente cumplir con este
deber de transitoria taciturnidad, que han acertado a silenciar y han
demostrado que saben no existir. Y esto no sólo dentro de su patria, sino
también —y muy especialmente— en los países, cuando centrifugados del propio,
han tenido que vivir peregrinos y errabundos años y años. Pero ahora vuelve a
ser debido hablar, decir, mover y
conmover. Por tanto, si los grupos de compatriotas tan interesados en que
no se oiga mi voz en España son lo bastante fuertes para conseguirlo, anuncio
desde ahora que haré lo que he sabido —y bien duramente— no hacer en tan largo
espacio de mi vida, a saber, irme fuera de España para, continuar mi labor.
Porque hoy tengo obligaciones no sólo con nuestro pueblo particular, sino
también con e1 gran pueblo a que todos últimamente pertenecemos, que nos lleva
en sus brazos antes de que existiesen nuestras naciones singulares y al que
damos el claro nombre de Europa —vocablo
que acaso significa en su más vieja etimología— paisaje ancho y claro a la
vista. Por cierto —y para decir algo que casi nadie conoce— haré notar cómo el
primer hombre que ha empleado el término «los europeos» en el sentido que hoy
sigue teniendo, por tanto, con conciencia de la amplia unidad y afinidad de
pueblos que representa, es un cronista español del siglo VIII, como puede verse
en la Monumenta Germaniae histórica,
E. XI, p. 362, en la sección Auctores
Antiguisimi.
—
¿Y cómo le ha ido a usted en esos dos viajes, tan recientes y anudado el uno en
el otro? Porque ha debido ser para usted de gran emoción recibir sin intervalo
el choque con el pueblo más pletórico y eufórico y demás esdrújulos que hoy
existe —Estados Unidos— y luego el enfronte con el pueblo a estas horas más
triturado y deprimido.
—Exactísimo
lo que acaba usted de decir. La conmoción ha sido en mí enorme. Sólo dos cosas
añado a sus palabras. Una, que esos dos pueblos colocados hoy en las dos
situaciones humanas más opuestas —la máxima dicha y la máxima desdicha— tienen,
sin embargo, una dimensión común, tan importante, tan decisiva que anula
aquella diferencia de ventura al parecer tan ilimitada. Esa común dimensión es
que ambos son los dos pueblos jóvenes entre los grandes pueblos actuales. Su
juventud es distinta y con diversa cronología, porque Norteamérica es
maravillosamente adolescente, mientras que los alemanes se hallan en los
confines entre la juventud y la madurez. Tal vez la gran insensatez que han
hecho estos años acelere su maduración. Su pasado error garantiza su acierto
futuro. El caso es que ambos, de muy diverso modo, son dos pueblos magníficos
cuya existencia nos asegura de que el inmediato porvenir histórico no va a ser
estúpido, sino que va a merecer la pena vivirlo. Por cierto que cuando yo dije al
tropel de periodistas americanos que fueron a verme a Aspen, en el Colorado, en
un valle a 2.400 metros sobre el nivel del mar —exactamente la altitud de Peñalara
en nuestra áspera sierra madrileña—, cuando les dije que me tranquilizaba ver
cómo los norteamericanos no necesitan razones para vivir, sino que viven ex abundantia de vitalidad, porque
poseen el divino tesoro de la adolescencia, no hubo modo de que aceptasen la
palabra «adolescencia», que, por lo visto, tiene un sentido un poco despectivo
en su lengua. Los periodistas americanos, como los españoles, le obligan a uno
a decir lo que ellos quieren y no lo que uno piensa. Por fin, uno de ellos, que
era alemán, propuso un armisticio y acordamos que, en vez de adolescencia, se
diría early youth, primera juventud.
La
otra cosa que, con respecto a mis dos viajes necesito decir, es que los
periódicos españoles, por las razones que sean y acaso contra su voluntad, no
han informado a sus lectores sobre lo que en uno y otro país me ha pasado y
como eso que me ha pasado puede tener consecuencias de grandes dimensiones,
necesito hoy hacerlo constar a aquellos compatriotas que siguen con algún
interés mis andanzas, a fin de que se procuren información fuera de los
periódicos.
—
¿Y para este año cuáles son sus proyectos? Esperamos el segundo curso del
Instituto de Humanidades. ¿Cuál será el tema de las lecciones que piensa usted
dar?
—El
año pasado inicié, en efecto, el Instituto de Humanidades con gran ilusión. Debo
decir que esta ilusión se refería exclusivamente a sus efectos en España. Por
ello ha sido para mí la más pura sorpresa ver la repercusión que ha tenido este
intento en todas partes, sobre todo en Norteamérica y en Alemania. Nuestro
Instituto de Humanidades ha caído en gracia a los extranjeros. El hecho tiene
sus causas, que no voy a enumerar ahora, pero que manifiestan, como pocos
síntomas, cuál es el verdadero estado de espíritu que comienza a reinar en el
mundo. Como se trataba de un nuevo ensayo y era de cariz muy diferente a lo que
en los últimos años se ha hecho en la vida intelectual de nuestro país, quise
hacer el ensayo a fondo, es decir, poniéndome libremente, por propio albedrío,
todas las dificultades, desde exigir una matrícula de precio elevado y no
contar con el apoyo de la Prensa, hasta elegir deliberadamente para mi curso
personal el día más incómodo de toda la semana, porque sólo circulaban —no sé
cuál es hoy el reglamento— más que los coches pequeños, los coches parvulares.
Pero, sobre todo, quise eludir ocuparme en mi curso de todo tema que fuese verdaderamente
atractivo y con sex-apeal. Por eso decidí hablar sobre el libro de Mr. Toynbee.
Quería ver, con rigor de laboratorio, cuál era la espontanea, auténtica
reacción de mis compatriotas a empresa y llamada semejantes. Quiero expresar
aquí mi gratitud a éstos por la manera entusiasta y el ímpetu como torrencial
con que respondieron. Me encontraba ante lo que yo llamo un «gesto saturado», y
sólo creo en «gestos saturados» tanto en el trato con los varones como, y aún
más, en el trato con la mujer. A los amigos de la mujer tal vez les exponga un
día esta «teoría de los gestos saturados» que es, a mi juicio, el secreto de la
acertada relación entro varón y hembra.
Pero
este año, hecho ya el ensayo, no tengo por qué elegir sólo temas que yo llamaba
en el prospecto «muestras sin valor», calificación que motivó aviesos
comentarios —antes aún de empezar mi curso— y algunas majaderías por parte de
una revista que escriben ciertos coleópteros uteranos de torsaurada
inspiración, revista que se llama «Criterio», pero como se llama pelón al que
no tiene pelo.
El
15 de octubre espero comenzar mi nuevo curso. El asunto es esta vez el más
sugestivo que cabe porque me propongo levantar las faldas a todos los grandes
problemas planteados hoy en el mundo, no hablando de ellos directamente y, por
lo tanto, ingenuamente, sino hablando de sus genuinas raíces; por tanto,
tomándolos por debajo de ellos y a esto llamo «levantarles las faldas». Se
trata de un trabajo que me ocupa hace veinte años en que intento lo que nunca
se ha intentado, a saber: atacar perentoriamente y sin escape, los fenómenos
más elementales de la vida social humana, que siempre han llevado más o menos a
su espalda los sociólogos y que mientras no se los vea con plena diafanidad y
se los defina con rigor, no habrá modo de que la existencia colectiva entre en
caminos claros y seguros. ¿Cómo puede marchar con claridad y seguridad ninguno
de nuestros países cuando en ellos todo el mundo emplea a toda hora, sin tener
la menor idea responsable de lo que significan los vocablos fundamentales que
se refieren a la vida colectiva? Merced al análisis previo de aquellos
fenómenos primarios que constituyen lo social, vamos, pues, a ver, en mi curso,
paso a paso, con holgada evidencia, qué significan y son de modo preciso cosas
como colectividad o individuo, sociedad, usos, desusos y abusos, horda, tribu,
ciudad, pueblo, alma colectiva o lenguaje, opinión pública, poder público,
Estado, derecho, ley, nación, ultranación, internación, etcétera. En fin,
política, pues se da el escandaloso hecho de que mientras se ha estudiado
—vanamente, claro está— cuál es la buena política frente a la mala, nadie se ha
resuelto a preguntarse ¿qué es la política?, sea buena o sea mala, es decir,
porque en el Universo existe esa realidad tan extraña, tan insatisfactoria más
a lo que parece, tan inevitable que llamamos política.
Miguel
PEREZ FERRERO, ABC,
5/5/1973, pp 144-145.
Ortega con Pérez Ferrero, Julio Caro Baroja, el doctor Bergareche y varios miembros de la
Sociedad Vascongada de Amigos del País después de la conferencia en Radio San Sebastián, en 1949
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