viernes, 29 de diciembre de 2017

Czeslaw Milosz: "El destino de la imaginación religiosa" (El País, 1 de abril de 1994)


El destino de la imaginación religiosa
¿Cómo descubrir lo que ocurre en las mentes de nuestros contemporáneos? Podemos conocer sus opiniones, sus convicciones, sus creencias, todo lo que comunican a través del lenguaje. Pero el lenguaje no es demasiado fiable, porque suele llevar retraso con respecto a las transmutaciones de la mentalidad que tienen lugar a un nivel más profundo: el de los ajustes no enteramente conscientes de la mente al mundo cambiante. Siempre me ha fascinado el destino de la religión en nuestro siglo, aunque mucho menos por lo que dicen los creyentes o los incrédulos y mucho más por lo que uno puede intuir detrás de sus declaraciones. Presupongo que todos nosotros, al vivir en la misma época, tenemos en nuestras cabezas un conjunto de imágenes del universo y del lugar del hombre en el mismo que nos podría dar una idea del funcionamiento de la imaginación religiosa ahora y en el pasado. La imaginación religiosa no puede ser hoy la que era en la época de Dante, pero también tiene que diferir de la de hace cien o doscientos años. Algunos signos externos apuntan a que existe una conciencia de este hecho, por ejemplo, cuando, al ir a misa, no esperamos escuchar un sermón sobre los sufrimientos de los condenados en el infierno, entre el fuego y el azufre, aunque en tiempos eso era lo que esperaba a los feligreses. Sin embargo, estos signos externos son pocos, y probablemente el lenguaje de los teólogos y los sacerdotes difiera algo de la imaginación no formulada de los fieles.
Tal vez el acceso a la imaginación religiosa del hombre moderno sólo sea posible indirectamente, a través de las formas cambiantes del lenguaje y también del arte y la música. Si suponemos que todas las creaciones de la mente humana en un periodo dado están unidas en una episteme (conocimiento) común, de forma que al mirar un cuadro o escuchar una composición musical podemos datarlo con bastante precisión, cualquier obra dada no es tanto una isla aislada como lo que parece. Al contrario, un vínculo subterráneo une, por ejemplo, la desesperada visión de la condición humana de Samuel Beckett y el fundamentalismo religioso de hoy, incluso aunque aparentemente no tengan nada en común.
De ahí el conocido fenómeno de sermones y escritos huecos, semejantes a cáscaras de las que la vida ha escapado. La revolución científica ha ido erosionando gradualmente la imaginación religiosa. Primero llegó el golpe copernicano, que derribó la posición central de la Tierra; Newton introdujo la idea de espacio y tiempo eternos, que se extendían de forma infinita; una nueva cosmología ha ido reemplazando victoriosamente a la antigua, basada en el lugar privilegiado del hombre que fue creado a la imagen de Dios y salvado por esa misma semejanza, es decir, a través de la Encarnación. De alguna forma, la nueva cosmología disolvió al hombre en la inmensidad de las galaxias, donde se convirtió en una simple mota que se atribuía arrogantemente un papel excepcional. Las ciencias de la vida demostraron ser aún más destructivas. Para Descartes, los animales eran máquinas vivas, con lo que se seguía manteniendo la barrera entre ellos y los humanos, dotados de un alma inmortal. Para derribar esa barrera se necesitaba la teoría de la evolución, y las Iglesias vieron venir el peligro inmediatamente. (Si nos creemos una anécdota, Darwin dudó si publicar o no El origen de las especies ante las súplicas de su devota esposa). Al difuminarse la diferencia entre las especies inferiores y el hombre, aparecieron graves cuestiones de orden moral. Si toda la vida está sometida a ciertas leyes, entre ellas la supervivencia del más fuerte, esas leyes también se aplican a la lucha entre hombres (o clases, o naciones), y las lágrimas de los moralistas o los humanitarios no sirven de nada. Es posible que el crimen del genocidio característico de nuestro siglo haya sido un efecto secundario del considerar al hombre como una entidad biológica no menos prescindible que los innumerables entes vivos desperdiciados cada segundo por la naturaleza. Por otra parte, algunas cuestiones nos han llevado en la dirección opuesta: si estamos tan estrechamente relacionados con los animales, que son de hecho nuestros hermanos, ¿no debería el hombre, en su protesta incansable contra el sufrimiento, en su lamento de Job, hablar también en nombre de todas las criaturas? Estas criaturas sufren, mueren, pero no reciben recompensa alguna.
¿Sería razonable imaginar que sólo el hombre la recibiría? El progreso de la ciencia ha creado una extraña dualidad en la educación de los jóvenes. En la escuela se les forma en el pensamiento empírico y reciben una visión más o menos coherente de un mundo gobernado por cadenas de causas y efectos materiales. Salen a la calle y se encuentran rodeados por productos de la tecnología que aplican los descubrimientos de la ciencia y confirman así la autoridad de los métodos científicos. Y, sin embargo, la mayoría de esos estudiantes pertenece, al menos formalmente, a confesiones religiosas, y tienen de alguna forma que armonizar dos proposiciones enfrentadas sobre la estructura de la realidad a no ser que opten por la forma científica -algo que ocurre con cada vez más frecuencia-. Algunos defensores de la religión entran en polémicas con los científicos y cuestionan sus teorías, por ejemplo, oponiéndose a la teoría de la evolución. Pero la línea general es diferente: oímos que la ciencia y la religión no pueden enfrentarse, porque la religión es una cuestión de fe, no de hechos.
Desgraciadamente, la necesidad de coherencia es una característica que nos es innata, y nos resulta difícil mover continuamente nuestros pensamientos por dos vías paralelas. Y, sin embargo, nadie se atrevería en la actualidad a anunciar el final de la religión, ni siquiera el final del cristianismo. Esas predicciones parecían plausibles en el siglo XIX, cuando el positivista Auguste Comte llegó incluso a poner los cimientos de una iglesia científica.
El número de personas que va a misa puede fluctuar, y va desde una cifra muy alta en países católicos como Polonia, Irlanda e Italia hasta una muy baja, como en la Francia católica o la Suecia protestante; pero las pérdidas en algunas zonas del globo se ven compensadas por el ardor de las nuevas congregaciones -en África, en Latinoamérica-. Los viajes del papa Juan Pablo II y las multitudes que atrae deberían suponer un motivo de reflexión para los escépticos. También conviene observar que en EE.UU., un país orientado tecnológicamente, la gran mayoría de la gente se considera religiosa -bien de orientación cristiana, judía, o con algún tipo de influencia oriental, en primer lugar la del budismo- El renacimiento de la Iglesia ortodoxa en Rusia, después de unas persecuciones que superaron en su crueldad a todo lo conocido en la historia del cristianismo, es otro signo de la permanencia de las necesidades humanas.
Evidentemente, el ataque de la ciencia contra la imaginación religiosa, aunque incuestionable, representa sólo un elemento del problema. Me parece que si comparamos nuestro pensamiento con el del siglo XVIII podemos encontrar algunos indicios que nos ayuden a evitar la simplificación. A ese siglo se le llamó el Siglo de la Razón, y se ha considerado que nuestra civilización científico-tecnológica se remontaba a las premisas básicas establecidas por los pensadores y científicos de aquella época. Podría parecer, sin embargo, que al valorar las costumbres de la gente que vivía en aquel entonces somos víctimas de nuestra propensión a proyectar nuestros propios hábitos sobre el pasado. Lo que nos debería sorprender de ese siglo es su optimismo, en contraste con el ambiente de pesimismo que reina en la actualidad, del que no siempre somos conscientes por lo mucho que invade nuestro pensamiento. La razón humana se enfrentaba entonces a la superabundancia de los fenómenos existentes con confianza en sus propias fuerzas ilimitadas, porque Dios le había asignado la tarea de descubrir las maravillas de su creación. En ese sentido, era el siglo de la Razón Devota. Isaac Newton era un hombre profundamente creyente. Linneo, el gran botánico sueco que inventó la clasificación de las especies, inicia su Systema Naturae con una cita de un salmo (en latín): "¡Oh, Yahveh! ¡Cuán diversas son tus obras! Con sabiduría hiciste todas ellas: la Tierra está llena de tus riquezas".
Hoy se tiende a acusar a los científicos del Siglo de la Razón de duplicidad, de utilizar su creencia en la deidad como una máscara para su filosofía básicamente materialista. Pero la atmósfera que impregna sus escritos y el estilo de las artes y la música de aquel periodo indican lo contrario. La noción que subyace tras todas sus creaciones es la del orden. Dios estableció las leyes inmutables de los movimientos de los planetas, del crecimiento de la vegetación, del funcionamiento del organismo animal, y la vida del hombre en la Tierra está providencialmente organizada de acuerdo con el ritmo universal. Algunas ideas, como la idea de los derechos inalienables de todo ser humano, parecen implicar una estabilidad bajo las formas cambiantes de la existencia social. La episteme del siglo XVIII, centrada en el orden, encuentra su mejor expresión en la música. Creo que la música más grande se acaba alrededor de 1800. Los que no estén de acuerdo tendrán que reconocer en cualquier caso que alrededor de esa fecha la música toma un nuevo rumbo. No olvidemos que el siglo XVIII trajo en varios países movimientos pietistas y una búsqueda espiritual a través de las logias masónicas, algunas de las cuales se constituían como logias místicas. También fue la época de los escritores místicos: Claude de Saint-Martin, Swedenborg, William Blake.
¿Era que aún no se habían comprendido todas las implicaciones de la revolución científica? Es posible. Sea como fuere, al comparar nuestras vidas con las de nuestros antepasados podemos sacar una lección sobre la existencia simultánea de muchas tendencias e inclinaciones dentro de un determinado espacio de tiempo. El siglo siguiente, el XIX, exacerbó algunas de las tendencias de su predecesor y elaboró lo que podría llamarse una visión científica del mundo, muy distante en realidad de aquellas visiones armoniosas de los científicos anteriores. Esta visión, destructiva de los valores, llevaría a Friedrich Nietzsche a anunciar la llegada del nihilismo europeo, por lo cual no puede negársele un don de profecía. También hoy operan simultáneamente muchas corrientes, ascendentes y descendentes, y en algunos terrenos el impacto de la ciencia del siglo XIX ha alcanzado su apogeo, mientras que en otros parece retroceder. Cualquier crítico literario está familiarizado con las voces de desesperación, de irrisión, de insensatez universal, expresadas por poetas y novelistas. Son antiguos estudiantes que aprendieron a reflexionar sobre el mundo y la vida humana en los términos de la ciencia, que, sin embargo, no ofrece nada positivo en el reino de los valores. Los poetas eminentes de esta época son nihilistas que desesperan, que merecen tal vez admiración por su franqueza; por citar sólo a unos cuantos: Gottfried Benn, Samuel Beckett, Philip Larkin. La cifra, enigmáticamente elevada, de poetas y pintores que se hicieron marxistas es explicable por su búsqueda de significado, que encontraron a través de su fe en la salvación terrenal del comunismo: Paul Eluard, Pablo Neruda, Rafael Alberti, Pablo Picasso y muchos más.
A juzgar por la literatura y el arte, la existencia individual de un ser humano es considerada absurda y desprovista de toda justificación, porque la vida, de la que es parte, apareció sobre la Tierra no por el decreto de una divinidad, sino por pura casualidad. Ahora, tras la caída de la utopía comunista, podemos esperar una intensificación del ambiente de desesperación, unida a un consumismo rapaz. En una situación así, puede que la gente se vuelva hacia la religión, en primer lugar, porque busca un orden moral. En este aspecto, el cambio de énfasis en las enseñanzas de la Iglesia católica romana es muy significativo. Hace cien o doscientos años, el tema básico de los sermones era la salvación del alma; en las últimas décadas, se oye hablar cada vez más de la participación del hombre en la sociedad, frecuentemente hasta tal punto que el ardor del clero parece estar sobre todo dirigido a diferentes causas sociales, como la emancipación de los pobres, la independencia nacional u obsesivas campañas antiabortistas.
La religión, que tradicionalmente había tenido una dirección vertical, se hace horizontal, probablemente porque faltan las imágenes en las que se basaba la metafísica cristiana. Pero esa orientación horizontal hace frecuentemente que las palabras de los predicadores suenen huecas, porque son en demasiada medida activistas sociales como para dar la impresión de que también son hombres de contemplación y fe. La religión como institución social no equivale idénticamente a una vida espiritual más profunda y puede incluso prosperar durante un tiempo cuando falta esa vida. La cuestión básica a la que nos enfrentamos hoy es si hay signos que indiquen que la imaginación religiosa, devastada por el ataque de la ciencia del siglo XIX, puede resucitar.
Los cambios de mentalidad propios de un momento dado de la historia suelen ser lentos, e incluso ahora, justo al final del siglo, es difícil desenredar las múltiples tendencias entrecruzadas que frecuentemente se oponen entre sí.
Y, sin embargo, no estamos en el mismo punto que, por ejemplo, en 1900. Sería cauteloso en unirme a todos los que saludan a la nueva física como el inicio de una era de armonía recuperada, como en El tao de la física de Fritjof Capra (¿qué es, al fin y al cabo, el tao, sino un sentido del universo como armonía?). Sin embargo, me resulta más espectacular cuando en El azar y la necesidad, del bioquímico Jacques Monod, encuentro su desesperada afirmación sobre el camino de una sola dirección por el que nos lanza la ciencia: "Una vía que el cientificismo del siglo XIX consideraba que llevaba infaliblemente hacia lo alto, hacia una cima empírea de la humanidad, mientras que lo que hoy vemos abrirse ante nosotros es un abismo de oscuridad". Creo que Jacques Monod estaba escribiendo un canto fúnebre a actitudes pasadas, mientras que la ciencia está ahora de nuevo ante un espectáculo impresionante y milagroso de insospechada complejidad, y es la nueva física la responsable de este cambio de orientación. Después de todo, William Blake tenía razón cuando denunció el tiempo y el espacio absolutos de Newton, y habría saludado la relatividad de Einstein como un descubrimiento que liberaba al espíritu humano de las imágenes opresivas del vacío completamente objetivo y, por tanto, arrancado de la mente humana. El universo así concebido era para Blake "la tierra de Ulro", el reino de la Muerte, en el que todas las cosas son meros "espectros", muertos para la eternidad. La teoría de los cuantos, independientemente de las conclusiones sacadas de la misma, es antirreduccionista al devolver a la mente su papel de co-creadora en el tejido de la realidad. Esto favorece un cambio al pasar de despreciar al hombre como una mota insignificante en la inmensidad de las galaxias a considerarle de nuevo el actor principal en el drama universal -que es una visión propia de cualquier religión-.
Para un creyente como yo, la clave del misterio del universo es el misterio del hombre, y no al revés; o, más bien, cada parte del misterio es función de la otra. El entusiasmo de los científicos del siglo XIX que buscaban un orden objetivo parece hoy ingenuo, pero al final de nuestro siglo percibo algo como la renovación de un tono optimista. No habría que excluir de antemano una posibilidad: el que la ciencia se alejara del reduccionismo y materialidad cruda del cientificismo; pero esa situación no ayudará en absoluto a la imaginación religiosa. La ciencia puede explorar un mundo convertido de nuevo en milagroso, pero utilizar un lenguaje inaccesible para el público general y no traducible a ninguna visualización, mientras que en tiempos la ciencia era lo suficientemente potente como para atraer conversos a su mito. En un caso así, las diferentes confesiones religiosas se harán cada vez más horizontales, cautivas de hecho de los entornos locales, nacionales y sociales, y aliadas con fuerzas políticas. Me parece que el fundamentalismo de EEUU podría ser un ejemplo de una evolución así, y me temo que el catolicismo en Polonia, aunque diferente en muchos aspectos, tiene algunos componentes que anuncian un futuro similar. ¿O hay que mirar a Latinoamérica? ¿O al destino del sintoísmo como religión nacional en Japón?
Es más seguro no hacer predicciones. Mucho depende del número de pensadores religiosos serios que exista en cada país -y no reformadores sociales de ideas religiosas, que abundan en todas partes, sino de los que tratarían de enfrentarse a los enigmas básicos del ser en las condiciones actuales, cuando todas las premisas deben establecerse de nuevo-.

Czeslaw Milosz, El País, 1 de abril de 1994

lunes, 25 de diciembre de 2017

Stefano Maria Paci entrevista a Eugene Ionesco (ABC Literario, 24 de diciembre de 1989)

¿Yo absurdo?, ¡Qué absurdo!

El dramaturgo Eugene Ionesco, uno de los más insignes creadores de nuestro tiempo, expresaba el viernes su alegría por el derrocamiento de Ceaucescu y pedía el retorno de la Monarquía constitucional a Rumania. «La hora del comunismo -afirmaba desde su exilio parisino- ha sonado en todas partes. Es el fin del comunismo». Ionesco, quien ha indagado a lo largo de su trayectoria el vacío existencial del hombre y su búsqueda de Dios, nunca cayó en la tentación de olvidar que la espiritualidad es una fuerza esencial en los destinos del hombre. Esa fuerza que el materialismo se jactaba de haber barrido del horizonte de la Historia, hoy, sin embargo, ha contribuido al derrumbamiento del imperio de Stalin. «ABC Literario» ofrece esta entrevista con el escritor rumano por cortesía de la revista mexicana «Vuelta», en la que el autor de «La cantante calva» confirma su incesante búsqueda del Absoluto desde la soledad radical del mundo contemporáneo.
***
Stefano María Paci: Y bien, señor Ionesco, usted ha sido el fundador del teatro del absurdo, frecuentemente identificado por los críticos con el teatro del sinsentido, de la vida privada de significado. Luego escribió una obra sobre Maximiliano Kolbe, puesta en escena por Zanussi, en la que se habla de conversión. ¿Qué sucede?
-Esta búsqueda de la espiritualidad, de lo absoluto, se inicia hace mucho tiempo, desde mi juventud. Porque el mío no es un teatro del sinsentido: el teatro del absurdo es una invención del crítico inglés Martin Esslin, que ha utilizado esta categoría para un tipo de teatro que se hacía a fines de los cincuenta. Esslin llega influido por autores como Camus, Merleau-Ponty, Sartre, que en aquellos años hablaban mucho del absurdo; sin embargo, ninguno o casi ninguno ha leído con atención lo que yo he escrito. Yo no soy un escritor de lo absurdo: para escribir textos del absurdo debería saber lo que no sé. Al contrario, busco, de modo tal vez muy aventurado, un significado, un sentido.
Rechazo categóricamente la etiqueta del «teatro del absurdo»: mi teatro siempre ha querido decir algo. Es la gente que no lo ha leído, o que no ha entendido nada de lo que ha visto, la que se acoge a esta fórmula. El libro de Esslin se ha difundido por todo el mundo y ahora todos se acercan y repiten esta definición suya. Y es así como entré a la historia literaria con una falsa etiqueta, a través de un crítico vicioso. Y ahora el término se ha difundido tanto y se ha utilizado tanto, hasta en las enciclopedias, que me resulta molesto.
Es un error fundamental. Los errores y la incomprensión nacen siempre del deseo de simplificar.
-El suyo, como el de Beckett, por ejemplo, en «Esperando a Godot», me parece más cabalmente un teatro de ausencia, la ausencia de Dios, y de la desesperada búsqueda de su revelación, y del significado que ésta daría a nuestro mundo y nuestra existencia.
Ausencia y búsqueda
-Sí, ciertamente. No se ha comprendido que el tema de nuestro teatro es justamente éste: la ausencia de Dios y su búsqueda. La obra de Beckett es un SOS lanzado a Dios, un grito permanente. Cuando por primera vez se puso en escena «Esperando a Godot», los actores no querían aceptar que el protagonista estuviera esperando a Dios y a su revelación. El director de Beckett, Roger Blin, hizo todo para embrollar los papeles y engañar a los espectadores. En aquel momento histórico no se podía hablar de Dios o de religión: era vergonzoso. Con todo, se trataba de eso y de nada más. El teatro de Beckett -como, espero, el mío- es un teatro metafísico por excelencia, no un teatro político y social, como se ha dicho. Expresa las penurias de la condición existencial del hombre separado de la Trascendencia. Y es ahí donde nace la expectativa y la esperanza de que, algún día, Él se manifieste.
Ambos somos víctimas de un terrible equívoco. Cuando mi texto «Las sillas» se estuvo representando en Polonia, los dos protagonistas fueron convertidos en pobres obreros desdichados. Yo no lo hice así; se trata de dos personas que habían extraviado el camino humano hacia Dios y que lo estaban buscando. Y, de tanto en tanto, se les presentaba en la memoria el recuerdo de un paraíso perdido. Sin embargo, nadie ha puesto atención a este aspecto. Y cuando en la escena aparece el Emperador, en realidad se trata de Dios, un Dios a la bizantina. Algunos idiotas escribieron que se trataba de una nostalgia napoleónica, y se han escrito muchas otras estupideces. En realidad. «Las sillas» pone en escena la desesperada búsqueda de un sentido; es una obra sobre el vacío ontológico. Como usted ha dicho, el mío es un teatro de la ausencia; y así quisiera que fuera recordado: la gente está y no está allí, la realidad es verdadera o irreal, y yo me pierdo en esta búsqueda.
Teatro político
-Junto al suyo, en los cincuenta y sesenta, se afirmó otra clase de teatro, considerado «político», que tenía en Brecht a su profeta. Un teatro con el que usted no quiere compartir nada. ¿Por qué?
-El teatro «político» fue mi gran enemigo, y los daños que hizo los padecemos aún. Es un teatro ametafísico, sin profundidad. Cuando la política se separa de la metafísica, no expresa los problemas fundamentales del hombre. Erradicada de las cuestiones últimas, es un «divertissement» que sirve como distracción; constituye una actividad secundaria. La vida tiene una dramaticidad propia; mi teatro no quiere dejar fuera a la angustia. Quiere hacérnosla familiar para poder superarla. Busca permanecer ante la pregunta sobre el sentido sin dejarse desviar. La pregunta es ya, de algún modo, una respuesta.
Comoquiera, el teatro político varias veces intentó reclutarme. En vanos de mis «debuts» tuve discusiones con un conocido crítico, Kenneth Tynan, que me decía: «Usted podría ser, si lo deseara, si lo quisiera, el más grande autor contemporáneo.» «Con lo que escribe -afirmó- podría, a lo más, llegar a ser otro Strindberg (eso no está mal, pensé), pero sea brechtiano y será el mejor del mundo.» «No es verdad; sería el segundo, porque ahí está Brecht», repliqué.
Se nos decía: «¡comprométanse!» Pero comprométanse quería decir inscribirse al Partido Comunista, el gran Moloch de los intelectuales.
-En aquellos años, el ejemplo de intelectual comprometido, escritor de teatro, como usted, era Jean-Paul Sartre. ¿Tendría usted algo que reprocharle?
-¿Algo? Sartre ha sido el ejemplo más aclamado del tipo de intelectual que detesto. «Sartre, la conciencia del mundo», decía la publicidad de uno de sus libros. En realidad ha representado la inconciencia del mundo. Era uno de los que no habían entendido nada, que marchaba detrás de todos los eslóganes para «estar en el sentido de la Historia». En el sesenta y ocho agitaba a los jóvenes y luego corría detrás de ellos. No hizo otra cosa en toda su vida. Era la repercusión de toda la estupidez, los eslóganes, las desinformaciones posibles.
Era el más célebre intelectual marxista, pero cuando los nuevos filósofos desmitificaron el marxismo, para no perder el tren de la Historia, dijo: «Pero si hace ya dos años que no soy marxista.» Él, que poco antes sostuvo que «el marxismo es la filosofía perfecta a la cual nada le falta».
Recuerdo del 68
-Usted fue uno de los pocos intelectuales que ofrecieron una posición crítica ante los desenvolvimientos de los sucesos del sesenta y ocho, lo cual le fue ásperamente reprochado por la intelectualidad que entonces cabalgaba en aquella embriaguez ideológica. ¿Qué juicio haría hoy de aquellos sucesos?
-El sesenta y ocho ha sido una estupidez, y aquellos que hicieron la «llamada» revolución del sesenta y ocho se han convertido en notables, en burgueses. Yo lo sabía, lo sentía. Era una revolución de bajo perfil, una especie de carnaval. Retardó nuestro proceso cultural, con su repulsión por la cultura difícil.
-Sin embargo, los jóvenes del sesenta y ocho vieron en usted, con su teatro de vanguardia y de ruptura con la tradición, un modelo...
-Se equivocaban; estaba en contra. Un día, mientras estaba con mi editor, Gallimard, en la calle de la Universidad, un cortejo de estudiantes desfiló bajo la ventana: los insulté. «Llegarán a ser burgueses», les gritó. Me arrojaron piedras. Es cierto que muchos que no comprendían mi teatro, o que lo comprendían mal, sostenían que yo era una especie de anarquista, cuando, al contrario y a pesar de mis momentos de olvido, estaba en la búsqueda de la fe y una espiritualidad. De cualquier modo, durante el sesenta y ocho, todo parecía de valor; refutar el aburguesamiento o. lo que es igual, la muerte espiritual. Sin embargo, fue como dar una patada al agua: aquellos jóvenes lograron agitarla, y luego ellos mismos se convirtieron en burgueses. En el fondo fue una revolución hecha por burgueses que deseaban permanecer en la burguesía, porque eran unos mediocres.
Una nueva ideología
-Un hecho poco notado es que usted, en los años cuarenta, cuando regresó de Rumania a París, tuvo la oportunidad de entrar en relación y estrecha amistad con el movimiento «Esprit», con Mounier, y después con Maritain, Berdíaev, Gabriel Marcel... ¿Qué han representado para usted?
-Una especie de familia espiritual. Yo venía de Rumania, donde se estaba llevando a cabo una monstruosidad inaceptable, el fascismo rumano de los Guardias de Hierro. En mi país estaba solo, con tres o cuatro amigos. Pero, aunque sea en pequeñas dosis, ellos comenzaron a aceptar la ideología fascista. «Cierto que a pesar de los hebreos...» empezaban a decir. Mas cuando se acepta, aunque sea una pequeña parte de la ideología, ésta se aferra a nosotros, nos engulle. En aquella soledad no supe cómo defenderme. Me decía: «¿Cómo es posible que yo tenga razón, en contra de todos?» Era la época en que se inventaba toda una nueva sociología, una nueva biología, nuevas teorías sobre las razas. El mundo parecía subyugado por la nueva ideología, totalmente anticristiana. Y era muy difícil resistir las argumentaciones difundidas y compartidas por los profesores, los periodistas, los escritores, los estudiantes. ¿Y cómo responder? No tenía argumentos, sólo una pequeña, frágil y muy débil rebeldía; una especie de resistencia moral. El grupo que se reunía en torno a la revista «Esprit», como Mounier, Berdiaev (a quien, sin embargo, no conocí personalmente), Marcel, fueron quienes me «socorrieron».
Mi último libro, «La búsqueda intermitente» -continúa lonesco-, es el recuento de lo que he buscado en el curso de la vida. He estado dividido entre el deseo de la gloria literaria, esa inmortalidad falsa y provisional, y la búsqueda del absoluto. Y toda mi vida ha transcurrido entre estos dos polos. Porque la estupidez literaria y todas estas historias de política, adulterio y demás asuntos que ocupan tanto tiempo de la vida humana, igualmente ocupan el espíritu de los escritores. Son lo que llamamos preocupaciones, son los «divertissements». Al igual que la guerra es un «divertissement», no obstante la crueldad que muestra. Sirven para olvidar las cuestiones fundamentales.
Yo me he visto en el estupor de la existencia: pascaliano por naturaleza, y por haber leído a Pascal, estaba aterrorizado por la infinitud de los espacios: ¿por qué existe algo, en vez de nada?, me preguntaba con Leibniz. Estoy estupefacto ante la inmensidad infinita del cosmos, que quiero comprender, pero me supera la angustia; quiero penetrar en la creación de Dios con su misma inteligencia, quiero concebir lo inconcebible... Y, tras la pregunta por la existencia, viene otra, fundamental: ¿por qué existe el mal? He escrito para preguntarme a mi vez sobre estas preguntas, sobre estos místenos.
El problema del mal me hizo dudar, hace tiempo, de la existencia de Dios. Estudié libros sobre la gnosis y fui tentado. Sufrí mucho espiritualmente. Los gnósticos sostenían que el mundo no había sido creado por Dios sino por los ángeles rebeldes que le habían robado algún secreto de fabricación. Ésta sería la razón por la que el mundo es imperfecto. El mal fue el tema de mi texto «Asesino sin móvil».
Desde hace tiempo, no mucho, a decir verdad, me resigno a no ponerme en el mismo plano de la existencia divina. Me he dicho que era imposible que pudiera comprender, y que no debía dudar. Sin embargo, dudo igual, a pesar de mis esfuerzos.
El santo Kolbe
-¿En qué punto de su búsqueda se inscribe su obra sobre Maxilimiano Kolbe?
-Un ilustre colega mío de la Académie Française, el padre Carré, me propuso escribir un texto sobre Kolbe, hace ocho o nueve años. De Kolbe me han fascinado el amor, el sacrificio, su inmensa caridad que justamente ha merecido los honores de la Iglesia, que lo ha reconocido como santo. Fue el músico Dominique Probst, aunque él también influido por el padre Carré, quien quiso hacer una ópera. Así que nos pusimos de acuerdo, yo escribí el libreto y él la música. Escribimos un solo acto, porque queríamos hacer una ópera breve, que durase treinta minutos. Terminaba con el ingreso de Kolbe al pabellón de los condenados. Nuestro trabado fue aceptado por el director de la Opera de París, con el que firmamos un contrato. Sin embargo, cuando dejó la dirección, nadie quiso ponerla en escena.
El filósofo Adorno ha dicho que después de Auschwitz el hombre no puede ser el mismo, y la filosofía debe necesariamente cambiar. Kolbe es la respuesta: no hay más que la fe, la caridad y la súplica que pueden sostenernos en nuestra propia existencia.
Para mí es la fe la virtud teologal suprema. Una vez me confesé con un monje del Monte Athos. «¿Has cometido incesto, has matado, has robado?», me preguntó. «Si has hecho algunas de estas cosas, no te preocupes. Todo es perdonable. Sólo un pecado no es perdonable: no creer, no tener fe.» «Padre -le respondí-es ahí donde se necesita sanar.» Las obras que los cristianos edifiquen, incluida la caridad, son vanas sin la fe.
-Usted fue bautizado ortodoxo, pero ha recibido una educación católica. ¿Existe algún peligro de que se confundan las Iglesias en el mundo actual?
-Si. La Iglesia tiene tanto miedo de quedar fuera de la Historia que parece querer disolverse en ella. Ha entrado de tal forma en la Historia que se confunde con ella. De estar inmersa en la Historia, acaba sumergida por la Historia. La Iglesia debe estar por encima de la Historia para poder influir en ella. Y ha sucedido lo contrario, especialmente en los países del Este, donde la Iglesia ortodoxa está completamente al remolque de los poderes del Estado. Rogar por los hombres está bien, rogar por las naciones es excesivo. Aunque también la Iglesia católica de Francia ha hecho cosas difíciles de olvidar.
Pensador solitario
-Una de sus obras más conocidas, «Rinocerontes», es la historia de un contagio ideológico en el que todos los hombres de la ciudad se transforman en rinocerontes, es decir, en hombres que reciben las ideas hechas. Todos, excepto uno que ofrece una valiente resistencia. ¿Hay un lugar, en la inteligencia o en el corazón del hombre, al cual acogerse para oponer resistencia a los rinocerontes que nos circundan?
-Sí, son las verdades fundamentales y permanentes que existen en el hombre y que no pueden ser extirpadas, sino, en todo caso, encubiertas. En ciertos hombres, estas exigencias originarias aparecen de modo evidente: son aquellos que tienen el valor de pensar por sí mismos.
En «Rinocerontes» evoqué la experiencia de los Guardias de Hierro en Rumania. Escogí esos animales porque tienen la piel tan gruesa que no es posible hendirla y es imposible cualquier diálogo.
Yo daría un consejo a los hombres: el de pensar por sí mismos y. sobre todo, elegir las minorías, no la turba. Yo fui considerado, primero, un intelectual de izquierda y, después, de derecha. Y. en cambio, siempre he sido un pensador solitario. Pensar a solas hace sufrir; aísla, pero vale la pena. Produce hombres.

ABC Literario, 24 de diciembre de 1989, pp. VIII-X

lunes, 18 de diciembre de 2017

Juan Pedro Quiñonero: "De Nueva York a California: viaje a las contraculturas americanas" (Destino, 5 de junio de 1975)


La era del «pop»
De Nueva York a California: viaje a las contraculturas americanas
Varios ensayos recientemente publicados nos proponen una relectura, un balance, diversas aproximaciones críticas, a los movimientos contraculturales de los años sesenta. Revuelta estudiantil, refutación de la cultura occidental, despertar de minorías segregadas, comunas libertarias, emancipación moral de varias generaciones, tales son los primeros temas de aproximación. La cultura underground (Anagrama) de Mario Maffi elabora una síntesis de estos movimientos, Las comunas en la contracultura (Kairós) de Keith Melville sitúa el movimiento comunitarista en el marco de una vasta revuelta espiritual, La estética anarquista (Fondo de Cultura Económica) de André Reszler estudia las corrientes políticas juveniles de los años sesenta en el marco de la tradición libertaria, Conversaciones con los radicales (Kairos), del comité de redacción de la revista «Actual», incluye conversaciones con Foucault, Deleuze y otros, en relación con el neorradicalismo de la pasada década, La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era «pop» (Anagrama) de Tom Wolfe es una crónica de muchas de las grandes obsesiones de los años sesenta, El arte «pop» (Labor) de Simon Wilson es una introducción al más famoso de los movimientos pictóricos fraguados paralelamente a las corrientes contraculturales que agitaron el mundo
Con una virulencia nada común, durante los años sesenta estallaron en diversos enclaves de la civilización occidental erupciones morales cuya violencia atentaba contra todos los órdenes en que reposa nuestra cultura: revolución sexual, droga, economía libertaria, antiautoritarismo, condena de todos los sistemas políticos, refutación absoluta de las religiones del progreso, equiparación de la escuela y la universidad con sistemas policiales de control ideológico. Paradójicamente Estados Unidos, la faz más visible del cesarismo contemporáneo, importaba a los últimos confines del planeta los bulbos de una revuelta absoluta, total. La economía armamentista americana nos inundaba definitivamente con electrodomésticos y cápsulas anarquistas: la ITT y Berkeley, la revolución sexual y Vietnam, el imperio del dólar y el apocalipsis vegetariano o antiautoritario, la matanza de May Lay y las comunas libertarias, la conquista de la Luna y la guerrilla urbana, el genocidio y las bandas de apátridas.
El despertar de la nación americana, el primero de los acontecimientos políticos, que, tras la Revolución Francesa, irrumpe en la vida de la civilización occidental, alcanza su apogeo máximo (y quizá la derrota en Vietnam sea el inicio de la pleamar: los bárbaros aguardan ya a las puertas de Roma: pero ¿dónde está el frenesí moral de un Marco Aurelio...?). Y la misma subversión de valores que se alza contra el inmenso poder de los nuevos cesares nace, precisamente, de las raíces íntimas del cuerpo físico, histórico, espiritual, que hizo posible el nacimiento del imperio. Catulo se llama hoy Silvia Plath. Norman Brown es una suerte de Virgilio que (después de leer la famosa novela de Hermann Broch) ha comprendido la inutilidad absoluta de la Eneida. Esta raíz mítica de la vida americana, esta sumisión del imperio al mito, fue desvelada por vez primera por Thorton Wilder, que ya en 1926, al finalizar su novela «The Cabala», contemplaba Nueva York como síntesis del infierno moderno. Roma y Babel contemporánea que el hombre de nuestro tiempo visitaría, como Dante en su viaje iniciático, guiado por Virgilio.
Y es la estética romántica quien sobrevive y se alimenta tras la insumisión de los hombres jóvenes de América y del mundo. Uno de los grandes sueños de Sheley fue huir a América para fundar allí una comunidad libertaria. Todos los pensadores reformistas y utópicos del XIX sueñan en América como el paraíso del futuro. Aventureros de toda Europa viajan a los Estados Unidos para fundar allí comunidades ácratas. Desde el siglo XVIII se suceden los experimentos de vida comunal: los labadistas en Maryland, la colonia Epharata de Pennsylvania, entre tantos otros. Robert Owen, en el momento fundacional de otra comuna mitológica, «New Harmony», lanza una proclama utópica similar a cualquier manifiesto subversivo de los artos sesenta. Fourier. Saint Simón, los maestros del pensamiento utópico se ciernen sobre la gestación de los sueños que alimentarán la vida americana. Alfonso Reyes comentaba: «América es una utopía, es el nombre de la esperanza humana».
Si bien el pensamiento utópico florece en los verdes prados de la frontera, el peregrinaje de los fundadores de la nación, y es necesario correr hacia el viaje iniciático para ganar la gloria de la unción en los misterios de Eleusis del paisaje mitológico americano, hay otras sendas que conducen asimismo hacia las cavernas donde la modernidad y sus orígenes poseen el rostro único de la palabra fundacional.
Tal es el caso de Thoureau, que sobrevive y es alimentado por las proclamas comunitarias, vegetarianas y antiautoritarias de la década pasada: él es el dios padre del canto lírico a la naturaleza, el pionero del movimiento ecológico, el inspirador de tantos poemas, cuadros y baladas que cantan el paraíso perdido de los valles inmaculados que el progreso, como en un famoso pasaje de Scott Fitzgerald, inunda con las cenizas de la muerte. Whitman, evidentemente, es la otra divinidad original: su ambición fue conducir su palabra con la vastedad de las praderas americanas. El último libro de Allen Ginsberg (que, con la lógica de lo sagrado que siempre nos ilumina, fue galardonado con el más grande de los premios literarios americanos), «The Fall of America», igualmente, hereda y hace suyo el panteísmo iluminado, si bien no posee su aliento verbal, posee el mesianismo del cantor de los espacios sin fin, los grandes ríos, las vías de comunicación que se pierden en el horizonte.
Y ¿cómo no reconocer en la divina locura de Poe el infierno urbano que renace, inmaculado en su satanismo, en la música de Lou Reed? El Este, para los americanos, será el presagio de la caída, el cordón umbilical que nos une a la muerte de Europa, a la ruina de sus valores. Ser americano, en el Este, parecen decirnos tantos cuentos de Poe, tantos relatos de Lovecraft, es estar con un pie en el infierno. Los grandes héroes de la literatura americana huyen hacia el Oeste como caballeros cruzados en busca del Grial de la redención, en busca de la pradera que nos redima del pecado de existir (y la literatura de los años sesenta multiplica ese héroe que glorifica la ética de la huida... recuerdo páginas de Updike, Sallinger, Kerouac, Burrougs, por no citar los textos casi canónicos de Henry Miller).
Quizás Henry James sea el arquetipo máximo de ese drama americano: él es el padre del viaje iniciático a la inversa, el que nos conduce hacia el fracaso con todo el esplendor de una derrota sin fronteras: es el caso de Daisy Miller. Y cuando los europeos viajan hasta Boston con ellos traen la huella del pecado, el rastro de una herencia nefanda. James nos enseña, igualmente, que la condición americana (otro de los mitos reinstaurados por la revuelta de los años sesenta) se confunde con la condición del exilio: ser americano es ser sin otras raíces que el viaje, sin otra conciencia que la busca de una patria que no existe sí no es a través de ese desencuentro. La ética de la huida es un decálogo de los países americanos: cuando el genocidio mancha con sangre el rostro de la nación, huir con honor es el sueño de los césares, huir es la ética del desertor, huir es la ley del apátrida que funda comunidades libres en el paraíso americano.
Huida y expiación se confunden en «Moby Dick». El capitán Ahab es el arquetipo universal de la «desesperación activa». Quizás en ningún otro héroe la huida conduzca de tal modo a la improbable extirpación del mal: como en la novela de Melville, el héroe americano de los años sesenta denunciando el terror que lo cerca habla de su propia historia; la revuelta moral de una década recurre a los catecismos que forjaron sus orígenes para atentar contra la vida de un gigantesco cuerpo sin vida que nos arrastra hacia las profundidades del mar, en cuyo seno espera calmar la sed ciega de su poder; así, pues, Ahab y Moby Dick son indiscernibles en el fondo del océano donde la muerte gobierna los destinos del cadáver y la carne desierta poblada por idos deseos
Una geografía de lo sagrado
Con el paso de los años, la revuelta única de una década se nos manifiesta con dos rostros paralelos: Nueva York y California. Roma tiene hoy dos caras: la apolínea de Manhattan y la dionisiaca de Los Ángeles y San Francisco. Pero Dionisos y Apolo han muerto, y su carne ha sido troceada, multicopiada, enlatada y vendida en supermercados, difundida (como el napalm incendia los cuerpos) a través del bombardeo de los televisores y emisoras de radio
Nueva York, pues, encarnaría la revuelta urbana; y California la insumisión rural. Ya Walter Pater observó que la tragedia griega nace cuando Dionisos entra en la ciudad. La revolución moral americana oscila entre esa dualidad: Nueva York encarna el espíritu del progreso, y California el país por excelencia de la aventura. Y el dualismo se generaliza: cultura urbana contra cultura rural; el rock negro de Lou Red contra las baladas de Dylan; las drogas fuertes del «yunkie» neoyorquino contra el iluminismo de la marihuana californiana (Ginsberg, en pleno delirio, declaró que sólo entendió a Paul Klee tomando hierba): semanarios como «The New Yorker» o «The Village Voice» contra «Los Angeles Free Press» y la llamada «prensa de alternativa»: la «factoría» de Andy Warhol, en la calle cuarenta y seis, contra «City Lighs», la famosa librería «beat» de San Francisco: los narradores de la escuela del «New Yorker» (locura urbana, soledad, neurosis, sofisticación) frente a los «beat» (cantos a los espacios libres, elegías sentimentales, poemas libertarios, literatura ecológica): el satanismo sexual (películas de Paul Morissey, recítales de Lou Reed) frente al culto, el renacimiento del cuerpo (glorificación mística de fervorosos lectores del Reich); Dada y Surrealismo (que la presencia física de Marcel Duchamp en Nueva York y Philadelphia hizo más presente en el Este) frente al ruralismo, orientalismo: y las tradiciones místicas y ocultistas (que inundan toda la costa de California, y pertenecen a la tradición del puerto de San Francisco —con su secuela de inmigración— y que Hollywood polariza definitivamente en los años cuarenta, incluso con la presencie física de figuras como Huxley).
Esa dualidad Este-Oeste, tan ligada sin duda a la mitología fundacional de Norteamérica, tan presente asimismo, incluso en la vida de figuras arquetípicas (el caso de Mark Twain me parece ejemplar: todo su legado libertario procede de su diálogo con el Mississippi y sus viajes al Oeste: su boda con una señorita del Este —¡que hace de censora de las aventuras de Huck Finn!— inicia su caída en el infierno urbano, que lo conduciría a los abismos de soledad y amargura de su última época); esa dualidad, repito, que durante los años sesenta se multiplicó a través de nuevos rostros, está ligada a una sociología de lo sagrado, a una arqueología del saber que debería mostrarnos las huellas, los vestigios de la razón anterior a la razón que nos gobierna, una lógica de lo simbólico que precede a la lógica económica que vampiriza nuestros cuerpos.
Así, San Francisco, a través de sus terremotos, a través de las cíclicas invasiones a que se ha visto sometida la ciudad (fiebre de la pradera, fiebre del oro y del petróleo, fiebre de Hollywood; cuyos intervalos son tachados por otras tantas catástrofes que arrasan la ciudad bien a través de terremotos volcánicos, bien a través de terremotos económicos, no menos desastrosos) en el marco de la historia americana posee la fisonomía de la ruta iniciática en la aventura: patria para desesperados (el Marlowe de Chandler vive en Sausalito, en la bahía de San Francisco) y aventureros (las colinas de Hollywood son el país por excelencia del hombre que se lo ha jugado todo al cara o cruz de la Babilonia contemporánea); la misma relación de universidades y «colleges» de la costa oeste, y un examen de las enseñanzas que allí se imparten (de la cinematografía de la UCLA al liberalismo de Berkeley) pone de manifiesto la savia que ha recorrido el cuerpo vegetal de la costa californiana como marco donde la gran tradición americana cumple su vida más propicia a los negocios del mito original, en oposición a la geografía de los centro de poder de! Este. Me parece, por ejemplo, significativo que Thorton Wilder sitúe entre Nueva York y Boston, en Newport, en su última novela. «Theophilus North», el punto de partida del viaje del Ulises moderno, el centro del laberinto donde se pierde el hombre en busca de una dudosa Ítaca.
Por el contrario, y recurramos ahora a la mitología cinematográfica de Raul Walsh o John Ford, el Oeste será siempre el país de la libertad, la ruta del exilio que debemos emprender cuando todo ha sido perdido. Y no es un azar que los movimientos políticos de las minorías oprimidas, tras estallidos sangrientos en Harlem o Chicago, encuentren sus detonadores más alarmantes, sus catapultas y multiplicadores más llamativos, en las praderas de California se ahí que, así mismo, cuando, durante la década de los sesenta, los movimientos subversivos se entronizan en la vida pública americana. San Francisco se convierte en rival de Nueva York; de ahí, igualmente, que Los Ángeles sea la capital del sueño americano, la fabulosa urbe que elabora, maniata, construye, censura, malversa, dilapida las montañas de sueño confeccionado con que el cine o la tele visión alimenta nuestra sed de imágenes, nuestra voracidad de un gasto improductivo e inútil con el que alimentamos lo único que hay vivo en nosotros: Hollywood ¿no es la capital del sueño industrializado, el fabuloso hospital de sangre que irriga con sueño o imágenes las venas vacías del planeta?
Las bandas de anarquistas residentes en California que durante los años sesenta pusieron a punto tácticas de guerrilla urbana utilizando cámaras portátiles de televisión conocían bien la herencia de Hollywood; es más: muchos estudiaron tales técnicas en los platos de la UCLA. De igual modo, otra de las técnicas por excelencia de Hollywood, el «comic». fue utilizada eficazmente por los movimientos subversivos como arma de combate: el «comic» «underground» ha pasado ya a la historia como un síntoma que, catapultado durante los años sesenta, se transforma en mecanismo de agitación; no podía ser de otro modo en un espacio geográfico donde «Dysneylandia» es uno de los grandes monumentos de la cultura local.
Esta geografía de lo sagrado, que tan rudimentariamente expongo, adquiere, por supuesto, sus facetas históricas y mitológicas sólo iluminando aspectos concretos que deseemos examinar. San Francisco, así, es la piedra sacrificial donde debe inmolarse la vida y la muerte: los terremotos de la ciudad, las bandas de anarquistas que protegían a Patricia Hearst. El cementerio de Hollywood es el altar por excelencia donde los héroes de la mitología contemporánea reposan en el sagrado limbo de la muerte compartida (como los antiguos dioses, las divinidades contemporáneas necesitan vivir en la soledad del rebaño para adquirir la fuerza de la maldición frente al atemorizado -voyeur» que contempla su existir) Una lógica oculta rige estos destinos: cuando Hitchcock desea rodar una obra que nos hable del terror de la bomba atómica, y hacernos patente la más horrible de las maldiciones de nuestro tiempo, la más siniestra debido a su poder gigantesco, sitúa su obra, precisamente, en las inmediaciones de San Francisco, en Bodega Bay; el resultado de ese trabajo. «Los pájaros», es una de las grandes parábolas del terror, filosófico, moral, físico, de la cinematografía contemporánea Paralelamente, uno de los actos más sangrientos que haya podido filmar una cámara fueron retransmitidos, en directo, por una cadena privada de televisión, con motivo del exterminio de la banda de terroristas que protegía a Patricia Hearst, en un suburbio de Los Ángeles.
Soledad y desesperación maquilladas con anuncios publicitarios
Durante toda una década. América exportó al mundo sus teorías de la subversión. «Times» narraba a todo color las aventuras del primitivismo libertario de las comunas del Oeste. Los sucesivos movimientos estudiantiles fueron presentados al mundo con profusión de datos e iconografía. Norteamérica es la más potente constructora de mitologías de los tiempos modernos (quizá sólo el genio de los pintores renacentistas impuso al mundo, con tal violencia, sus construcciones mitológicas: y el contemplar a Durero disfrazándose de príncipe renacentista, para sus contemporáneos, debió ser algo tan bárbaro como mezclar vino de Rioja con Coca-Cola); era, pues, lógico, que exportase, cumplidamente, las manifestaciones más vivas de sus tradiciones originales.
En última instancia, la imposición (incluso involuntaria: el irracionalismo también vertebra el hipotálamo de los cuerpos sociales) de normas de conducta, la ambigua pero férrea transmisión de modos de pensar, o la producción de imágenes con que interpretar el mundo, en última instancia, repito, forman parte de la colonización mitológica del planeta Roma sobrevivió mientras tuvo fe en las creencias que alimentaron el Imperio; cuando nuevos dioses suplantaron a los consagrados por la tradición, la ruina asoló el Imperio.
En este sentido, el Imperio americano goza de una férrea salud en el hemisferio occidental. La equiparación, en todo Occidente, de normas de conducta y moral, de la juventud más viva e inquieta (repitamos el lugar común de la divinización de un tiempo en la vida del hombre donde la estupidez no deja de ser igualmente voraz), supone, al paso que el triunfo déspota del gregarismo idiota que nos gobierna, el éxito absoluto y sin antecedentes de la creación (voluntaria o involuntaria, tanto da) de nuevos misterios e incertidumbres que, respondiendo a las necesidades más inmediatas (físicas, espirituales, psicológicas. sexuales, sociales) de sus consumidores, crean nuevos estímulos, nuevas razones por las que vivir y morir impunemente (no en vano, un teólogo de talento de la contracultura, Norman O. Brown, explicaba así las razones del gigantesco recrudecimiento de la revuelta universitaria durante los años sesenta: «Hay momentos, y creo que atravesamos uno de ellos, en que la civilización debe renovarse mediante el descubrimiento de nuevos misterios»).
Así, el recrudecimiento en las creencias que fundaron la nación americana, durante los años sesenta, en América, quizás en todo Occidente (ya que tales mandamientos morales fueron bastante comunes, y están ligados al neoclasicismo de la Revolución francesa y el romanticismo literario), tuvieron como correlato inmediato un renacer del politeísmo, semejante al atravesado por la civilización helenística, pero a la inversa. Luciano descreyó de todos los dioses del pasado, pero desdeñó el mofarse de las divinidades que usurparían sus sitiales mitológicos. Los nuevos apóstoles, por el contrario, descreen de todas las divinidades del futuro (progreso. bienestar, y sus nubes de diosecillos: de la divinidad del futuro al dios televisor, a quien cada noche ofrendamos nuestra cena de sopas de sobre), para afianzarse en las fisonomías sagradas del pasado (en este caso, las religiosas invocaciones con que nuestro tiempo desea ejercer cualquier exorcismo contra la historia: «revolución», «comunidad», «colectivo», «fraternidad», etc.). En una palabra: los movimientos subversivos de la pasada década se escudaron en las dos nociones clave que, datando apenas de dos siglos atrás, se han convertido en figuras centrales del fresco donde se dibuja el tejido de relaciones que nosotros habitamos. Me refiero, claro está, a las nociones de «hombre» y «naturaleza» («vivir» «en la naturaleza» es el gran sueño romántico, ¡como si pudiera «vivirse» en un ataúd!).
Y sin embargo nada menos «natural» que abandonar el confort civilizado para marcharse a cultivar cardos a un desierto de Nevada. Y nada menos «humano» que vivir en una comunidad pobre de la bahía de San Francisco (donde el mero sobrevivir es ya una «lucha» contra una «naturaleza» hostil).
A partir del siglo XVIII, la Naturaleza adquirió los atributos de un dios todopoderoso, sabio y definitivo. Sin embargo, de Lucrecio a Shakespeare, de Montaigne a Borges, de Pla a los sofistas, el pensamiento de nuestras culturas nos recuerda a cada instante lo escasamente «natural» de ese artilugio fraguado por nuestra imaginación, en sus delirios, embelleciendo; sin gracia, el desierto botánico y mineral. El Hombre, igualmente, es otra invención filosófica que ni ha dado grandes frutos ni parece tener un futuro muy cierto. («No obstante —dice Foucault en su célebre ensayo «Les Mots et les choses»— es un consuelo pensar que el hombre no es más que una invención reciente, una figura que aún no tiene dos siglos, un simple pliegue de nuestro saber, que desaparecerá cuando éste encuentre una forma nueva».)
Máquinas deseantes programadas por el pasado, los movimientos contraculturales de la pasada década, al menos, pusieron de manifiesto que no somos del todo culpables de los desarreglos que nos aquejan: vivimos vampirizados por el tiempo, caídos en la historia, como figuras a quienes la lluvia no lava el barro que las mancha.
Tal es, también, el drama de todo el arte «pop» que floreció durante los años sesenta (para transformarse en una nueva escuela, el «hiperrealismo»), Warhol, Roy Lichtenstein, Claes Oldenburg, elevan el «cómic», el póster, el «affiche» publicitario hasta el santuario del arte: muere lo sublime, pero sobrevive el artificio. No asistimos a la defunción del arte (la suprema ambición de Dada), por el contrario: descubrimos el «misterio» que cerca al rostro de Marilyn, o la marca de unas latas de sopa, un paquete de cigarrillos, unas manchas en una sucia pared, en un urinario público. Tal ha sido la miseria y la gloria del «pop» pictórico.
Duchamp nos enseñó que el Museo no existe: es nuestra mirada quien confiere su existencia a los pigmentos de las Estancias de Rafael. De ahí que lo sublime no esté en la materia, sino en nuestra contemplación: cuando Turner y Corot inventan el paisaje moderno aprendemos que la naturaleza también es un estado de ánimo, un desarreglo de nuestro cuerpo, un ataque de hipocondría, una filosofía de la existencia. Serán nuestros ojos quienes confieran al paisaje la neurastenia de nuestros sentidos. El «comic» «underground», los pintores «pop», las grafías que iluminan la década de los sesenta, instalan lo sublime en la vía pública. Duchamp ya lo había hundido todo. Ellos llevan el acto de mirar hasta los rincones de la cloaca universal: el confort, la miseria urbana, la soledad y la desesperación que tapamos con anuncios publicitarios que rigen nuestro aparato nervioso salvándonos así de la desesperanza, ellos son los callados testigos de esta fiesta de la contemplación, el erotismo solitario, la voluptuosidad en el desierto que descubrimos en la belleza de esa mujer desnuda evocada con la pobre caligrafía del grafismo publicitario.
De ahí la amargura de Marcel Duchamp cuando los artistas «pop» lo reclamaron como padre de la nueva pintura. En efecto, con toda justicia podía reclamarse tal paternidad, pero ¡qué degradación para nuestra cultura!... Ya que, como buenos demiurgos, los «pop» no hicieron suyo el cinismo, la ironía de Duchamp: su burla, el látigo de su sarcasmo fue sustituido por el adocenamiento más trivial. Donde Duchamp había instalado la ruina de todas las escuelas, ellos aprendieron copiosamente, y de la ruina del arte descubrieron el más impúdico cinismo (el caso Warhol me parece bien elocuente).
En definitiva, tras el discurso moral, de sus ruinas nace una nueva espiral: el espíritu, la conciencia, esas sagradas y usadas pasamanerías, quedaron ya caídos para siempre en la vía pública, en el supermercado, y lo sublime se vende cada día envuelto en bolsas de plástico, iluminado con anilinas; lo bello es un recurso para vender bragas o medias de seda; y lo único es algo que ya vendimos al precio de nuestra alma, también subastada cada día al precio barato de letras mensuales en cualquier anuncio por palabras; así, también, industrializando la soledad, es posible tapar con pañuelos de fibras artificiales los regueros de sangre por donde se nos vacían las venas, y los artistas creen que tomando el autobús bajan a los infiernos.
Juan Pedro Quiñonero

Destino, 5 de junio de 1975, pp. 30-33

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Theodore Roszak en 1987. Artículo de Juan C. Insua (La Vanguardia, 1 de septiembre de 1987) y entrevista con Juan Lagardera (La Vanguardia, 27 de agosto de 1987).


Theodore Roszak: La tercera tradición
Theodore Roszak (1933) fue uno de los responsables de abrir, la pasada semana, la IV edición de la Universitat d'Estiu de Gandia que se desarrolló bajo el título genérico de “E1 futur a debat”. Considerado como uno de los principales teóricos del movimiento contracultural norteamericano, la obra de Roszak es, sin embargo, sólo parcialmente conocida en nuestro medio. En el siguiente artículo se intenta una aproximación a algunas constantes de su pensamiento.
No puedo decir quién eres: puede que jamás te conozca del todo. / Pero confío en que eres una persona por derecho propio, en posesión / de una belleza y un valor que son los más preciados tesoros de la Tierra.”
Walt Whitman
ENTRE el eco liberal que se expande para diferenciarse y el eco marxista que se colectiviza para anular al individuo existe, desde hace dos siglos, una tensa disputa Ya no resulta simple ignorar esa batalla de “poder” sobre la cual vienen erigiéndose la mayoría de las concepciones, a las que se adhiere o se rechaza como visión del mundo. Lo individual y lo colectivo (en sus dogmas y derrumbes) son un par privilegiado de ejes en que giran las ideologías como de derecha como de izquierdas. Y sin embargo, ninguna de las dos posturas —con sus agobiantes matices— parece haber resuelto el tercer enigma, aquello que no es ni individual, ni colectivo, aunque participe de ambas tendencias: la persona. Sobre esta tercera vía —que, como veremos, cuenta con una tradición dispersa y ejemplar— el teórico norteamericano Theodore Roszak profundiza la temática global ya iniciada en los años 60 con “El nacimiento de una contracultura”. En su libro “Persona Planeta” (editorial Kairós), Roszak establece una diferencia esencial entre individuo y persona. La exaltación del primero —una de las piedras básales de la sociedad capitalista— no resulta menos desalentadora que el fracaso de las sociedades colectivistas para redimir esta confusión trágica entre lo individual y lo personal, como parte de su misión revolucionaria. “Las contradicciones que han actuado en la historia de las tradiciones individualista y colectivista —dice Roszak—, acaban por convertirse en ironías que derrotan sus más elevadas intenciones.”
Parad intelectual californiano, las dos tradiciones revolucionarias del mundo moderno, el liberalismo burgués y la democracia social —los dos vehículos esenciales de la política individualista y colectivista— han establecido una guerra no sólo contra todas las formas de elitismo, sino contra todas las formas de misterio, incluido el misterio de la persona. La ciencia, con su lenguaje de objetos, no de sujetos, surge en su discurso con el instrumento predilecto de tal reduccionismo.
En sus opuestos políticos, económicos o ideológicos, ambas tendencias dejan intacto el “statu quo” científico; avalando una ciencia, algunos de cuyos mejores exponentes trabajan desde hace décadas en el perfeccionamiento de una tecnología genocida. Según Roszak, es precisamente la ciencia (a menudo en su forma más rígida) la que proporciona el estilo intelectual y la visión del mundo de liberales y marxistas, convirtiéndose en su talismán y su arma: “La dirección que sigue la principal corriente cultural moderna es bastante evidente. Se dirige a una irónica convergencia de individualismo burgués y colectivismo socialista. A un lado los perros de Pavlov; al otro, las palomas de Skinner y, entre ellos, un mundo en que el misterio humano ha sido abolido...”.
La hipótesis Gea
Pero ¿cómo admitir tal situación cuando el “Voyager” se aleja del sistema solar y los frutos de la manipulación del código genético brillan en cunas de vidrio? ¿Cómo exponer los sutiles meandros del monopolio de la verdad por parte del discurso científico en un mundo controlado por expertos?
Una de las teorías que Roszak expone para abordar la megacrisis planetaria —y que obviamente forma parte de foros ambientalistas y ecologistas— es el milenario concepto de la Tierra como “madre universal”. Lejanos los tiempos de la invocación homérica, con el rescate del término por William Golding. “Gea” deja de ser la más antigua de las divinidades para convertirse en una encantadora metáfora que designa el campo de estudio ecológico. “Resulta paradójico —señala Roszak— que cuando la ecología moderna busca una forma dinámica y global de pensaren el planeta retroceda a ese acto clásico de personificación: la madre tierra, reina de los rebaños y las cosechas, tan vieja como la cultura humana.”
 Una de las teorías que Roszak expone para abordar la megacrisis planetaria —y que obviamente forma parte de foros ambientalistas y ecologistas— es el milenario concepto de la Tierra como “madre universal”. Lejanos los tiempos de la invocación homérica, con el rescate del término por William Golding. “Gea” deja de ser la más antigua de las divinidades para convertirse en una encantadora metáfora que designa la más antigua de las divinidades para convertirse en una encantadora metáfora que designa el campo de estudio ecológico. “Resulta paradójico —señala Roszak— que cuando la ecología moderna busca una forma dinámica y global de pensar en el planeta retroceda a ese acto clásico de personificación: la madre tierra, reina de los rebaños y las cosechas, tan vieja como la cultura humana.” Sin embargo, el retomo de la diosa no sólo estaría justificada por las hipótesis de trabajo de la inteligencia verde sino que sobre todo se manifiesta en una serie de reivindicaciones que las propias mujeres se han encargado de promover. Un matiz de este radicalismo feminista es expresado por Barbara Starret cuando sentencia: “Víctima: ese es el sustantivo más descriptivo de que disponemos para designar el papel que las mujeres (junto con los homosexuales, el medio ambiente, la naturaleza, la gente del Tercer Mundo, etc.) deben representaren el drama generalizado de pautas mortíferas”. Este síntoma elocuente de los nuevos tiempos y que Roszak define como un “neopaganismo de corte femenino” genera —en algunos casos— un collage antropológico de mitos y rituales que sugiere más una “investigación” que una experiencia religiosa y que no obstante contiene la importante intuición de que los males que asolan a nuestro medio ambiente no pueden curarlos la reforma económica y la sensibilidad estética por sí solas.
Si bien las referencias a la contracultura norteamericana son una constante de “Persona/Planeta", al fundamentar la línea central de su pensamiento. Roszak recurre a una peculiar genealogía. Su crítica radical en las áreas del hogar, la escuela, el trabajo y la ciudad se inspira en figuras tan disímiles como Nietzsche y Tolstoi, William Blake y Gandhi o Walt Whitman y Sócrates. Todos exponentes de esa tradición dispersa preocupada por la inocencia de la persona. Desde este enfoque la legitimidad de la responsabilidad intelectual no se basa en el rol imprescindible adjudicado a las élites pensantes a lo largo de la historia sino en la formulación y el compromiso con un “ethos” crítico que pueda asumir la experiencia de su radicalidad.
Límites
En este sentido, el discurso de Roszak plantea permanentemente sus propios límites. La paradoja en la cual se ejecuta la tarea intelectual. Por un lado, estimula cambios, modas y tendencias y por otro “traficar con ideas en el imperio de las ciudades”. Allí es precisamente donde Roszak sitúa el dominio intelectual por excelencia: “La ciudad es, de un modo intrínseco, una central de energías depredadoras. Si quienes pertenecemos a su cultura y economía pudiéramos vemos en la plena perspectiva de la historia urbana, reconoceríamos que constituimos el más antiguo interés imperial del mundo, el imperio de las ciudades, imponiéndose sin cesar a lo tradicional, lo rural, la naturaleza en general”.
El mundo absorbido por el orden urbano de las cosas, “el colosalismo” desmesurado planteado reiteradamente por economistas como Leopold Kohr y F. Schumacher, es para Roszak la marca de Caín que sigue en nuestra frente, pero que llevamos como una corona llamada civilización.
Civilización: he allí un debate sustancial que Roszak delinea y sugiere como la identidad corporativa básica a la cual todo occidental pertenece. Vivimos en una sociedad civilizada, pero lo sucedido en Bruselas, el número creciente de tragedias aéreas, el terrorismo o el sida, son apenas nuevos detalles de una patología, largamente expuesta. La crisis —que es una megacrisis— ya no admite nihilismos y otras extravagancias. Estas actitudes sólo pueden resultar, para Roszak, el “affaire” de inteligencias descomprometidas o la errática postura de aquellos intelectuales que, desde posiciones privilegiadas, no aceptan ser incluidos en la paradoja, la arbitrariedad (la doble mirada) en que se desgrana su discurso.
Todo esto es expuesto por el pensador norteamericano junto a elementos evolutivos de su propia experiencia. Su encrucijada es, sobre todo, la de un intelectual de clase media, un testigo radical en el seno de un imperio, que cada mañana debe contemplar el paisaje en que ese imperio se desmorona, intuyendo sin embargo que, en medio de tan fastuosos desperdicios, algo se puede realizar por la preservación del misterio que nos vincula a este planeta.
Persona/Planeta” es, después de todo, una postura del límite: el discurso intelectual escudriñándose en su función genuina y su supervivencia. Pero no hay duda de que no sólo se trata de una racionalidad ecológica u holística enfrentada a una razón cartesiana y a un empirismo objetivista. No son solamente las fisuras detectadas en los propios paradigmas científicos, sino también la comprobación continua de una crisis a escala global que afecta los cimientos mismos de la vida biológica en la Tierra. Para Roszak, los intelectuales sólo tienen una posibilidad: aliarse a los intereses del planeta, admitiendo el carácter inédito de tal aventura y sin embargo, por una vez más, confiando en el “promocionado” amanecer interior —“la Thule ignota”— oculta en el misterio de la persona.
Juan C. Insua, La Vanguardia, 1 de septiembre de 1987, p. 35

El autor de “El nacimiento de una contracultura” participa en la Universitat d’Estiu de Gandía
Theodore Roszak: “La herencia de los 60 vive
Su libro “El nacimiento de una contracultura” recogió las agitaciones intelectuales y estudiantiles de los años 60 e influyó en muchas de las que vinieron después. Ahora, en una América conservadora, Theodore Roszak cultiva el ecologismo y teme por un hipotético colapso natural del mundo. El escritor ha hablado en Gandía sobre la proyección de la tecnología.
Gandía. (De nuestro corresponsal). Estamos ante un mito, un profesor, de historia, de la legendaria universidad norteamericana de Berkeley, en el estado de California. Estamos en pleno mes de agosto junto a la costa valenciana con Theodore Roszak, uno de los teóricos más influyentes del movimiento contracultural de los 60, cuyos libros aparecen en las notas bibliográficas junto a Kerouac, Allan Watts o Timothy Leary. Roszak, ahora ecologista, guarda buen recuerdo de “la década prodigiosa”.
Roszak parece ya sexagenario. Es alto, enjuto y locuaz. Se encuentra en Gandía, invitado por el Ayuntamiento para participar en los cursos de la Universitat d'Estiu. Cuando habla ante los cursillistas se produce un silencio sepulcral. Acaba de lanzar tres preguntas a su auditorio sobre el porvenir de las nuevas tecnologías, un lema que le preocupa sobremanera: “¿Puede la tecnología garantizar en un futuro la privacidad de las personas, una mayor participación política o la creatividad del hombre?
Bancos de datos
Según el viejo profesor californiano de momento las cosas no van bien. “Quienes poseen y controlan la tecnología no están permitiendo que se desarrollen estos tres puntos”, dice. En los Estados Unidos, según confiesa, “ya no existe la privacidad, nadie tiene secretos de ningún tipo, hay bancos de datos para lodo a los que acceden sólo unos pocos y que de paso sirven para centralizar las decisiones del poder”.
Señor Roszak, ¿qué queda hoy en día de la vieja contracultura, qué ha sido de sus protagonistas?
—Aquellos que fueron jóvenes han envejecido, la gente se ha hecho mayor, ha ocurrido obviamente lo que yo ya me pregunté entonces: ¿qué pasará cuando estos jóvenes abandonen la universidad? Hicieron lo que todos, buscar un empleo, crear una familia, se unieron a la corriente principal de la sociedad americana. Pero lo importante es saber qué ideales quedaron atrás, porque en definitiva lo importante de la contracultura no eran sus aspectos biográficos si no la renovación del pensamiento que supuso. Y a ese respecto, la herencia de los 60 todavía se puede encontrar, sigue viva, por ejemplo, en las opciones de la mujer o de los grupos marginales, que tienen más oportunidades ahora. El contraste entre la América de los 50 y la de los 70 es enorme.
¿Y la América actual?
—Bien, los 60 provocaron a su vez una reacción muy fuerte por parte de los elementos conservadores, y Reagan es una expresión de esta reacción. Es una gran ironía que el éxito de Reagan y los conservadores haya sido posible gracias a la década de los 60, como reacción al radicalismo pero también como aprendizaje de la principal lección de la contracultura, que enseñó a los norteamericanos a no fiarse del Gobierno.
¿Qué piensa de los actuales campus universitarios?
—Los jóvenes universitarios principalmente están preocupados con ganar dinero, pocos se acuerdan en Berkeley de lo que allí sucedió. La contracultura ya no existe, no quedan estudiantes en la calle, manifestándose. Todo eso ha desaparecido, pero ha habido profundos cambios de mentalidad porque hoy en día el medio ambiente, el feminismo, la lucha de los homosexuales, son facetas permanentes de la política norteamericana.
—Aquí en Europa se habla incluso del paso de muchos radicales a las filas del conservadurismo, de jóvenes contraculturales que han terminado siendo ideólogos del movimiento de los “new conservatives".
—No soy sociólogo, no puedo decir cuántos eligieron una u otra línea. No obstante hay que pensar que muchos de aquellos estudiantes radicales se convirtieron en abogados, en médicos, en políticos... y lo hicieron cargados de ideales a pesar de lodo.
—Lo conservador, sin embargo, parece haberse hecho dominante en su país.
—Hay un movimiento conservador más abierto y vociferante. Hay elementos de la vida norteamericana que nunca se habían politizado y ahora lo han hecho. Los evangelistas, por ejemplo, que han reaccionado contra los radicales, y han terminado apoyando muy fuertemente a Reagan.
—Tras la contracultura, usted ha tomado la vía del ecologismo y ha escrito un libro, “Persona, planeta", al respecto.
— “Persona, planeta” toma la crisis del planeta muy en serio. Se ha sobrecargado el orbe, y esto puede ser letal para las distintas formas de vida, para preservar la biosfera. La cuestión es que se puede hacer, si tenemos que esperar a que todo el mundo se haga ecologista profesional. Ese tiempo nunca llegaría, sería tarde, pero puede producirse otra cosa, una nueva psicología.
¿Qué tipo de “nueva psicología”?
—Hay mucha gente en busca de lo que yo llamo “el reconocimiento personal”, y que no lo encuentra porque estamos ante una sociedad de sistemas industriales gigantescos. No habrá más remedio que descentralizar, hacer más pequeños los sistemas, y entonces podrán servir para las personas. Mi tesis es que esta transformación psicológica tendrá su efecto sobre la ecología: la vida interior de las personas transformará la ecología.
—Y, en su opinión, esta transformación ocurrirá sin que medie ninguna instancia política.
—No tengo una idea muy clara de cómo esos intereses personales se traslucirán en una política, pero si tengo claro que la futura política sólo podrá ser personalizada, a escala humana, y que resolverá la crisis ecológica. Si nos fuéramos al siglo XVIII y le preguntáramos a Voltaire cómo sería una política democrática no nos lo podría haber dicho; él sabía lo que se necesitaba, pero la labor la tuvieron que hacer los políticos y los revolucionarios. Yo ni tan siquiera ofrezco una solución, simplemente veo lo que demanda la gente, y aunque creo que tendemos poco a poco hacia ello, igual las cosas no salen así porque las fuerzas que están en contra son muy fuertes. Y quizá no se cambie lo bastante rápido como para evitar el colapso ecológico.

Juan Lagardera, La Vanguardia, 27 de agosto de 1987, p. 26