EL TERCIO DE MONTSERRAT
Los defensores de Villalba
ANIVERSARIO
DE VILLALBA. — El domingo pasado, en San Feliu de Llobregat, el Tercio de
Requetés de Nuestra Señora de Montserrat, destinado yo a Cataluña, asistía a
una Misa de campaña. Yo, detrás de la formación, recordaba con honda nostalgia
tantas otras Misas de campaña a las que asistí confundido en aquellas mismas
apretadas filas, y hasta dos veces de gastador, "sin mover ni un solo
músculo de la cara", a pesar de las moscas y de los piojillos. Es ya muy
pequeño el Tercio de Montserrat, pequeño por el número de los requetés que hoy
lo integran — unos 500 —, no por lo que ha luchado y vencido. Habíamos llegado
a ser cerca de 900, los días alegres de nuestro descanso en Riaza; después comenzaron
las bajas, primero en el Ebro, últimamente en Extremadura. En total son unos
300 los requetés de Montserrat que han caído; otros muchos nos fuimos a
cursillos — un 75 por 100 de la Unidad tenía condiciones para ser oficial, y de
ella hemos salido unos ciento en diferentes Academias—; luego, últimamente, han
venido los licenciamientos. No obstante el Tercio conserva su carácter
inconfundible: la misma alegría, la misma cordialidad entre oficiales y
requetés, y todavía quedan muchas boinas rojas que ya son casi blancas,
desteñidas por el sol de los parapetos de Aragón, de Guadalajara, de las
marchas de Extremadura, de la batalla del Ebro... A fines de este mes hará un
año de la primera batalla de Villalba. Fuimos de los primeros en llegar para detener
el avance rojo por tierras de Tarragona, y lo detuvimos, y los primeros también
en reflejarnos en las aguas del Ebro. Allí cayeron los mejores; y no digo que
fueron los mejores por el hecho de morir; los que cayeron — os lo confirmará
cualquier requeté de Montserrat — eran ya los mejores en vida, y ni uno sólo de
nosotros las olvidará nunca. La más pura sangre de la flor de Cataluña se
derramó en las viñas de Villalba, entre aquellos racimos de uva que apagaron
tantas veces nuestra terrible sed de la batalla; 300 son los muertos de
Montserrat, los heridos son incontables; sin duda todos los que en este Tercio
hemos formado hemos caído heridos por lo menos una vez.
No
hay duda que el Ebro fue la acción más brillante de Montserrat, y concretamente
las dos batallas de Villalba — 30 de julio y 19 de agosto de 1938 —. La mejor
en eficacia militar y en espíritu. Nunca, como en aquellos días, he oído las
palabras "deber", "honor", "Patria", pronunciados
con mayor seriedad y con el auténtico sentido; y los frases como:
"—¿Tienes miedo? —Yo sólo temo a Dios", o "— ¿Estás preparado?—Si;
no tengo nada que temer". Os aseguro que eran dichas con un convencimiento
firme y decidido. Y, a pesar de todo, el buen humor no se perdió por nada; se
cantaba en las trincheras que casi rozaban al enemigo, respondiendo a sus
morterazos o a sus ráfagas, y se hacía broma. Hubo casos chocantes, como el de
un camillero, que causó justificado asombro en todos nosotros, porque en los
días rudos no dejó de trabajar ni un solo segundo trasladando heridos a los
puestos de socorro del pueblo, desarrollando una actividad equiparable a la de
cuatro hombres que se relevaran y descansaron; este requeté hubo un momento,
cuando regresaba do llevar a un camarada con la pierna partida, que se paró en
el trecho más batido de la carretera de Villalba a Gandesa, donde más habían
muerto, se sentó en el suelo y con uno calma inverosímil se sacó del bolsillo
aguja e hilo, se quitó los pantalones y se zurció un desgarrón, en
calzoncillos, mientras el enemigo, que le veía perfectamente, se dedicaba a
bordar su silueta a bolazos, sin acertarle ni una vez. Pues bien, el tal camillero,
cuando pasaron los días más rudos, se cansó de la batalla y se marchó hacia
retaguardia y se alquiló en una masía para arrancar patatas u otra labor agrícola
por el estilo.
LA
SECCION DE CHOQUE. — Imaginaos una bandera negra, con una calavera y las aspas
de Borgoña en forma de tibias; ésta era la bandera de la sección de choque del
Tercio de Montserrat, que mandó el excelente caballero alférez Miguel Regás,
muerto al frente de sus requetés, que murieron todos o su vez, menos dos que quedaron
heridos. Esta bandera fue confeccionada por las chicas de Muñana, pueblecillo
de Ávila, a las que no hago preceder ningún adjetivo por galantería. Allí se
formó la citada Sección; cualquiera que no nos conociese hubiera dicho que
ingresar en esta Sección era una fuente de prebendas o de enchufes, porque todo
el Tercio lo solicitó. Ellos tenían que romper por los sectores más peligrosos
y acudir a los sitios de más peligro; llevaban una dotación extraordinaria de
bombas de mano y fusiles con escape de gases para balas antitanque, y además un
emblema característico. Se vio que se trataba de una Sección de hidalgos
cuando, después de la primera batalla de Villalba, siguiendo el ejemplo de su
alférez, todos se quitaron el emblema porque — decían ellos — no podían presumir
de ser de choque estando en una Unidad donde todo el mundo lo era y todo el
mundo se batía con la misma valentía. Después de la segunda batalla de Villalba,
en el lugar donde había perecido toda la sección encontré medio enterrada,
deshecha y rota en mil girones aquella famosa bandera que sólo cayó al suelo
cuando ya no hubo brazos vivos para enarbolarla. ¡Y qué orgullo el nuestro!
Mientras la bandera de nuestro Sección de choque apareció, después de la lucha,
convertida en un harapo, todos los banderines republicanos que el Tercio cogió
al enemigo estaban nuevos y coloridos, sin uno mancha ni una gota de sangre: no
habían sido defendidos con hombría, como hacían nuestros soldados.
LOS
DESCANSOS. —En vida de compaña descansos significa lo siguiente: levantarse e
prisa y corriendo a las seis de la moñona, asearse y vestirse bien y limpio
"porque estamos descansando y no en el frente". Un cuarto de hora
después a hacer cola para el chocolate del desayuno y a las ocho a instrucción
práctica, pero como ya no somos quintos nada de marcar el paso y hacer
variaciones, sino arrastrarse por el suelo con las cartucheras llenas, la cuña
directa, la cuña inversa y tomar el cementerio del pueblo como todos los días;
a las once y media. Fagina, a comer y libertad hasta las dos, hora en que
empieza la instrucción teórica, modo de usar la careta anti-gas, piezas que
contiene el fusil ametrallador, cómo se vendo a un herido o se desmonta una
Loffitte, manera de saludar la bandera y obligaciones del imaginaria hasta las
cuatro; a los cinco, instrucción práctica hasta las siete, hora en que se cena;
después rosario, retreta y todo el mundo al cuartel hasta el toque de silencio,
en que hay que dormir. A esto se le llama descansar; en cambio, a pasarse todo
el santo día entre las montas de la chabola, fumando y charlando, con sólo
cuatro horas de guardia, se le llama estar en línea. A pesar de ello, el Tercio
de Montserrat se divertía y organizaba fiestas. Nunca olvidaremos, por años que
vivamos, la estatua de Juan Pablo Bonet, perínclito hijo de Torres de Berrellen,
autor del primer tratado sobra el arte de enseñar a hablar a los sordomudos, a
cuyo pie tenían lugar los formidables manteos de los requetés que cometían
quintadas y el de uno que marchó del Tercio para enchufarse y esperar que
nosotros le ganáramos la guerra. El nombre Juan Pablo Bonet, repetido de uno
manera machacona, se convirtió en una especie de grito de guerra. En Riaza,
cuando "descansábamos" de nuestra estancia en el frente de Guadalajara,
se organizaron festejos magníficos por los días de la toma de Castellón.
Bailes, habilidades, masas corales, una especie de banda que soplaba mucho,
"Xiquets de Valls" y juegos malabares a cargo del requeté Héctor
Feliu, ex artista de circo, que dejaba maravillado a todo el mundo. En San
Esteban de los Patos (Ávila), cuando nos preparábamos paro la ofensiva de
Cataluña, hubo también uno fiesta en la que hasta se recitaron versos, se cantó
mucho y se bailaron sardanas en medio de la meseta castellana, bajo el cielo
purísimo de Santa Teresa.
LOS
CORNETAS. —Ningún requeté de Montserrat dejará de acordarse en toda su vida del
Cabo Cornetos, últimamente Sargento, Agustín Suñer. Yo, después que salí del
Tercio, he recorrido muchos batallones y he conocido muchas Unidades, pero
nunca he encontrado ningún corneta, no que superase, sino tan sólo que igualase
a Suñer. Hace cantar a la trompeta con un sonido no igualado por nadie y con
tal fuerza que en Guadalajara, que el frente estaba muy alejado, hasta los
rojos oían sus toques de Diana u oración. Además sabia toques para todo, tanto
para llamar al cabo de la tercera escuadra del segundo pelotón de la primera
sección de la cuarta compañía, como para avisar al Oficial médico que tenía que
ir a comer. Sabía numerosas dianas; las más bellas las empleaba los días en que
el parte oficial de la noche anterior había constatado más victorias que de
costumbre. Por otra parte es un hombre maravilloso; su vida no tiene nada que
envidiar a las de Guzmán de Alfarache o Gil Blas. En invierno, al lado del
hogar de la chabola nos explicaba sus aventuras, con un estilo directo y
colorido, que nunca nos llegaba la hora de dormir. Otro corneta famoso es
Héctor, del que ya he hablado. Realizaba el milagro de llevar los zapatos
lustrosos en pleno lluvioso invierno por las fangosas calles de Torres,
mientras tocaba Silencio envuelto en un capote impecable. La lástima es que muy
a menudo se le perdía la trompeta provocando la ira inenarrable del Cabo Suñer.
El domingo, cuando estaba con los requetés en San Feliu, oí de repente un toque
de trompeta violentamente agudo y destemplado, con altos y bajos raros, en
seguida dije: "Este es el Feto"; y realmente así era. Nunca corneta
alguno se ha cargado con broncas más imponentes y siseos de sus camaradas; él
siempre contestaba con una simpática sonrisa de oreja a oreja hasta que se hartó
y pidió ingresar en la Sección de Choque, sin duda por ver si le mataban de una
vez y se acababan los escándalos; pero evidentemente su destino es ensordecer
con la trompeta, pues ha resultado ser uno de los dos únicos supervivientes de
lo primera plantilla de aquella sección y ahora vuelve o estar en la banda. En
ella, y nada menos que de director, está el Peque, muchacho de Torres de
Berrellén, que cuando abandonamos aquel pueblo, de tan dulces recuerdos, sobre
todo para algún corneta, se vino con nosotros, pasó mucho tiempo de fusilero,
hasta que entró de discípulo de Suñer y llevo camino de ser digno de tan buen
maestro.
MARTÍN DE RIQUER.
Destino. Política de unidad.
Nº 105. 22 de julio de 1939. p 3.
***
"Suspéndanse los brazos, y retira cada cual el furor...
Lope. "Fiestas de Denia".
¡Con
qué ilusión habíamos entrado en aquel Madrid tronchado y lleno de desmontes!
Era el Madrid de los primeros momentos para España; hubo que adelinear nuestra
misión en forma inverosímil. El cansancio, la atrofia resultan a los veces
hábiles y expeditivos como no sería posible imaginar. Una mañana, entre dos
problemas, me tropecé por un pasillo al alférez delgado, moreno, narigudo y
nervioso que desde hacía un mes encontraba en todas las ciudades y en todos los
momentos.
—
¿Qué sabes de Martín de Riquer?
—
Pues sigue en Valencia, en el hospital.
—
¿Cómo en el hospital?
—
Sí. ¿No lo sabías? Le han cortado un brazo.
—
¡Que le han cortado...!
Soy
un poco dramómono y mejor amigo. A los pocos días, estaba hasta la mitra de los
conflictos de Madrid y determiné escaparme por Valencia para darle un abrazo —-
y él a mí medio — a Riquer. Hicimos una ruta de guerra, como se acostumbraba
hasta hace muy poco, completamente imprevista. Llegamos a Valencia de
madrugada. A la mañana, pregunté en la Radio a los de la Compañía de
Propaganda, me dieron varias pistas y cerca del mediodía entraba yo en el
Hospital de la Facultad de Medicina. Mi herido no estaba en fichas, pero le
conocían por todos los pisos como el más charlatán. Se quedó de piedra cuando
me vio aparecer dando voces por la puerta de aquello sola tan grande.
Cuando
Martín entró en Valencia con su camión altavoz, Luys Santa Marina acababa de
apoderarse de la ciudad, las tropas del Generalísimo no habían entrado aún y
estaban las calles llenas de coroneles y carabineros del ejército rojo. Todos
se cuadraban ante aquella sahariana azul arañada de flechas rojas, ante aquel
gesto duro de impulso hecho carne. El camión se dirigió al Gobierno Civil.
Santa Marina acababa de abandonarlo momentáneamente y Riquer recibió orden
telefónica de continuar hacia Alicante. La carretera estaba frisada de
controles rojos; tierras sin liberar adelante, hacia los crispadas palmeras
alicantinas, a través de la carretera de la Marina, tan suave, llena de luz,
amojonada de casitas mordidas de "riu-raus" y "torres de
foc" de legendaria traza. Cada control es una impertinencia más, salvada
con la naturalidad de esos hombres ilusionados -que quieren llegar antes que
nadie a la tumba de José Antonio. El rencor embrutecido y estúpido acechará a la
entrada de un pueblo, maldito cien veces; allí, unos naranjeros llenos de moho
(con el caño helado de arma cobarde que se esconde en graneros y no se
descuelga más que como arrancamos una fruta del árbol, definitivamente, para la
hora cárdena de la venganza) han de lanzar sus inconscientes escupitajos de
plomo contra la carne caliente de los soldados españoles. Los asesinos huyen;
quedan dos muertos y cuatro heridos, entre éstos los dos oficiales. En el
hospital rojo a que los conducen, Martín reclama a gritos su sala de oficiales;
al final, han de inventarla para ellos dos. Durante las días que tardan aún en
presentarse las fuerzas liberadoras, dos convalecientes de nuestro ejército
montan guardia perpetua, bayoneta al brazo, al pie de aquellas camas, y un
sargento, que empieza a poder arrostrar su pierna herida, da cada noche el
parte a esos jefes por la gracia de Dios. Tres días de operaciones dolorosas:
médicos y enfermeras están asustados del valor ancho y caudaloso de aquel
hombre lleno de fiebre. "¿Pero, por qué no gritas?" "Los falangistas no gritamos." Viene
una gangrena. El brazo derecho cae, como desmontado, y en el molde que vació él
sobre la blanda atmósfera, viértase el escultórico invisible brazo del dolor.
Es un dolor que aprieta, que estira escalofriantemente de las puntas
hiperbólicas de las venas, de los nervios, de las articulaciones; los pulsa
como cuerdas de guitarra, atornillando más y más las supuestas llaves. Es la
sensación de que le duele a uno un dedo determinado, uno fracción pequeña de
músculo. Sobrevive la presencia misteriosa de lo que fue nuestro, en su única
manifestación actual del dolor; y podemos, así, experimentar la sensación de
que nuestra otra mano cruce el brazo sufriente sin encontrarle, sin acariciar
ni calmar su desamparo, que no tiene remedio; manoteando vanamente al aire,
para enredarse los dedos en esos hilos a través de los cuales el dolor emite
sus prerrogativas...
■
¡Buen
Martin de Riquer, lleno de ánimo esforzado! ¿Recuerdas nuestros viejos tiempos
de discusión; entonces, que todavía era posible elucubrar sobre tantas cosas?
Nuestros discrepancias revestían un matiz curiosísimo, porque en los momentos
en que los trallazos de la bandera de JONS disipaban en nuestro flojo cielo
levantino los últimos humos de liberalismo que barcos de todos los países
habían echado a volar sobre nuestro puerto común, andabas pensando en tu
Cataluña agreste y foránea, sumergido por los procelosos documentos de Llull y
del "Recognoverunt Proceres".
¡Cuántas veces habías dicho que si tú te sintieses español serías falangista!
Cuando te presentaron o Luys, dijiste: "He aquí a un hombre que tiene toda la razón." Y habías estado
peleándote con él hasta las cinco de la mañana. ¿Recuerdas nuestros crepúsculos
primaverales en el jardín del Ateneo, tan característico de nuestra Barcelona
de litografía, donde, ante tantos amigos divertidos extrañamente con nuestra
ira bipartita hemos defendido siempre las dos puntas más separadas de la misma
cuerda de violín? Y aquellos amigos... ¿Te das cuenta, Martín, de que nos hemos
quedado casi solos? Muchos estuvieron contigo, en el 'Tercio de Nuestra Señora
de Montserrat"; otros fueron fusilados, como Servicio de Información y
Milicias de Franco en zona roja. Repasa mentalmente y verás cuántos nos faltan;
y que, cuando en adelante nos sentemos junto al surtidor del viejo jardín,
vamos a sostener la conversación a solas y por lo bajo; y que, además, Martín,
no vamos a discutir ya, sino a estar muy de acuerdo, irremediablemente de
acuerdo en todo.
¡Qué
cambios! Te presentaste en San Sebastián, a decirles que no querías más que un
fusil para marchar al frente. Había por allí chicas de mucho jeme, pero a ti
todo aquello no te importaba. Te importabas tú, que eras una verdadera
importación en España, y era ésta lo que querías conquistar en ti, a través de
tu nueva persona. Luego vinieron aquellos meses duros, color ceniza, ásperos
como una manta sobre la que el fango seco fuese cuchillas como grandes hojas de
tabaco puestas a secar. Es el paso lento de los botas que duelen, a través de
los campos de posición, a través de la vena que cada trinchera fue para
vosotros, según circulasteis por su cuna como sangre hirviendo; es la suciedad
densa y sin ninguna esperanza; la suciedad que embrutece y borra todos los objetivos
finales y el móvil por el que los que sabíais griego estabais allí. Del lado de
acá, al alcance de vuestras tormentarias, quedábamos otros compañeros de armas,
dando pasos desesperados bajo un cielo plúmbeo de meses y meses, por el mapa
sin mares de cuatro metros cuadrados de celda, esperando un piquete que no
llegó. Tú te peinabas con rápidos peines de balas; adormecías a los acordes de
una "Heroica" orquestada por veinte profesores del 7'5; tu jardín
florecía sólo con brazos de aquellos que convirtieron su anatomía en un simple
sistema de raíces bajo la tierra removida... Y el tuyo, el derecho, Martín; el
que abanderaba aquella mano que escribió las dudas tremendas contra la Patria
por la que ahora te estabas jugando todo el cuerpo, ha sido extinguido al
final. Como si hubieras de purificarte y durante tanto tiempo te hubiese sido
conservado sólo para su servicio. Hoy, que ya España no necesita de él, cábete
la merced de haberlo perdido, perdido como expresión de tantas cosas lejanas
que tu brazo liberoloide representó. Liberal, liberado.
¡Cuántas
veces he pensado el mal negocio de aquel que muriese por el último disparo de
esta guerra — de tan cruel exterminio! Realmente, la suerte de ese rezagado no
parecía haber de ser envidiable. Y el último disparo no ha sido de muerte; ha
sido tan sabio que muere sólo aquello que, para purificación de un hombre
excepcional, había de morir. Tú, Martín de Riquer, gran escritor y gran amigo,
no vas a ofrecer a nuestra cordialidad más que la mano izquierda. Con ella encenderás
de hoy en adelante tus complicadas y eternas pipas; ella empuñará el gran azor
negro de tu paraguas de poeta; ella inscribirá tu espíritu en las cuartillas
desordenadas. Dios, con la pérdida de tu mano, de tu brazo, te ha concedido la
pacificación. Su voluntad te ha desarmado, y es preciso que te sientas
desarmado ante ello. ¡Con qué noble espíritu, con qué adicta serenidad ha
acogido tu madre la pérdida! Pérdida, pero no extravío; porque la Patria sólo
ha necesitado una parte de ti y tu madre había hecho ya la donación total y sin
esperanzas. Martín: tú parecías un chico solo, tan niño y tan improvisado. Tu
espíritu de aventura y tu simpatía generosa y exaltada hacían suponer siempre
que circulabas hecho un robinsón por el mundo. Éramos muy pocos los que
sabíamos que tras de ti quedaba lo vigilancia comprensiva de una madre,
escrutándote perpetuamente por los más lejanos horizontes. Lo que yo no supuse
es que tu madre fuese como es: tan parecida a ti, alta, delgada y dulce; y
dispuesta a emprender el camino doloroso que la lleve hacia ti. Tu madre va en
tu busca, ahora, llevándote tu paraguas irónico, porque él —; disimuladamente,
tras su tela desteñida — prolongará tu único brazo de caballero único. Llegará
sonriendo y tan sencilla como tú. Martín: ella ha pensado muchos días y noches
en cómo ser tu brazo derecho en adelante. Al cabo, ha tropezado con el olor
misterioso de algo irremediable. Ella lo acollaba todo; pero es que de repente
se le ha ocurrido una de esas cosas que sólo piensan las madres. Es
conmovedora: 'Mi hijo no podrá tomar
nunca más un tranvía en marcha.' Martín, amigo, ella ha pensado eso con
gran insistencia.
FELIX
ROS
Destino. Política de unidad.,
nº 101, 24 de junio de 1939, p. 3
"Tercera centuria catalana". Ignacio Agustí, J. M. Fontana, R. Roses, A. Figueras
y Rosendo Riera leyendo uno de los primeros números de "Destino".
Julio de 1937. El Cabezón.
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