Christopher Lasch |
La
rebelión de las élites
Hubo una época en que se
sostuvo que la «rebelión de las masas»
amenazaba el orden social y las tradiciones civilizadoras de la cultura
occidental. Pero en nuestra época la principal amenaza no parece proceder de las
masas sino de los que se encuentran en la cúspide de la jerarquía social. Este
notable cambio de rumbo confunde nuestras expectativas sobre el curso de la
historia y pone en cuestión suposiciones aceptadas desde hace mucho tiempo.
Cuando José Ortega y
Gasset publicó La rebelión de las masas, traducido al
inglés por primera vez en 1932, no pudo prever una en la que sería más
adecuado hablar de una rebelión de las élites. Escribiendo en la era de la
Revolución bolchevique y el ascenso del fascismo y bajo los efectos una guerra
cataclísmica que había desgarrado Europa, Ortega atribuyó la crisis de la
cultura occidental al «dominio político
de las masas». Hoy, sin embargo, son las élites -las que controlan el flujo
internacional de dinero e información, presiden fundaciones filantrópicas e
instituciones de enseñanza superior, manejan los instrumentos de la producción
cultural y establecen de ese modo los términos del debate público- las que han
perdido la fe en los valores, o lo que queda de ellos, de Occidente. Actualmente,
para muchas personas el término «civilización
occidental» evoca un sistema organizado de dominio diseñado para imponer
la conformidad con los valores burgueses y mantener a las víctimas de la
opresión patriarcal -las mujeres, los niños, los homosexuales, las personas de
color- en un estado permanente de sometimiento.
Desde el punto de vista de Ortega,
que muchos compartían en su época, el valor de las élites culturales estribaba
en su voluntad de responsabilizarse de las estrictas normas sin las que la
civilización es imposible. Vivían al servicio de exigentes ideales. «La nobleza se define por las exigencias que
plantea; por obligaciones, no por derechos.» El hombre de la masa, por el
contrario, no necesitaba obligaciones, no entendía lo que éstas suponían ni tenía
«sensibilidad para los grandes deberes
históricos». Lo que hacía era defender los «derechos del vulgo». Resentido y satisfecho de sí mismo a la vez,
rechazaba «todo lo excelente, individual,
competente y selecto». Era «incapaz
de someterse a dirección alguna». Careciendo de toda comprensión de la
fragilidad de la civilización o del carácter trágico de la historia, vivía
irreflexivamente con la «seguridad de que
mañana [el mundo] será aún más rico,
más amplio, más perfecto, como si disfruta de un poder espontáneo e inagotable
de crecimiento». Sólo le preocupaba su propio bienestar y se prometía un
futuro de «posibilidades ilimitadas»
y «completa libertad». Entre sus
múltiples defectos se encontraba una «carencia
de romanticismo en sus relaciones con las mujeres». El amor erótico, un
ideal exigente por sí mismo, no le resultaba atractivo. Su actitud respecto al
cuerpo era estrictamente práctica: hacía de la forma física una religión, y se
sometía a regímenes higiénicos que prometían mantenerle en un buen estado y
aumentar su longevidad. Sin embargo, lo que caracterizaba ante todo a la mente
de la masa tal como Ortega la describía, era un «odio mortal contra todo lo que no es ella misma». El hombre de la
masa, incapaz de asombro y de respeto, era el «niño mal criado de la historia de la humanidad».
Me permito señalar que
todos estos hábitos mentales son ahora más característicos de los niveles
superiores de 1a sociedad que de los niveles inferiores o intermedios.
Actualmente apenas puede decirse que la gente corriente se prometa un mundo de
«posibilidades ilimitadas». Hace
tiempo que se ha esfumado la sensación de que las masas son las que dirigen la
marcha de la historia. Los movimientos radicales que perturbaron la paz del siglo
XX han fracasado uno tras otro, y en el horizonte no han aparecido sucesores.
La clase obrera industrial, en otro tiempo sostén principal del movimiento
socialista, se ha convertido en un lastimoso vestigio de sí misma. La esperanza
de que los «nuevos movimientos sociales»
ocuparan su puesto en la lucha contra el capitalismo, que sostuvo brevemente a
la izquierda a finales de los años setenta y principios de los ochenta, se ha
quedado en nada. No sólo es que los nuevos movimientos sociales -feminismo,
derechos de los homosexuales, derechos de bienestar, agitación contra la
discriminación racial- no tengan nada en común entre sí; además, su única
exigencia coherente aspira a la inclusión en las estructuras dominantes más
que a una transformación revolucionaria de las relaciones sociales.
Las masas no sólo han
perdido todo interés en la revolución; se puede demostrar que sus instintos
políticos son más conservadores que los de sus autonombrados portavoces y
supuestos liberadores. Después de todo, son las clases obrera y media-baja las
que favorecen la limitación del aborto, se aferran a la familia con dos padres
como fuente de estabilidad en un mundo turbulento, se resisten a experimentar
con «estilos de vida alternativos» y
tienen reservas sobre la acción afirmativa y otras empresas de ingeniería
social a gran escala. Ciñéndonos más al planteamiento de Ortega, estas clases
tienen más desarrollado que sus superiores el sentido de los límites. Al
contrario que sus superiores, entienden que el control humano del curso del
desarrollo social tiene límites intrínsecos, igual que sucede con el control
de la naturaleza y el cuerpo, de los elementos trágicos de la vida humana y de
su historia. Mientras los jóvenes profesionales se someten a un arduo programa
de ejercicio físico y control dietético destinado a mantener a raya la muerte
-a mantenerse en un estado de juventud permanente, eternamente atractiva y
casadera-, la gente corriente, por el contrario, acepta la decadencia del
cuerpo como algo contra lo cual es más o menos inútil luchar.
Los liberales de clase media-alta, incapaces de comprender la
importancia de las diferencias de clase en la configuración de las actitudes
ante la vida, no se percatan de la dimensión de clase de su obsesión por la
salud y la edificación moral. Les cuesta entender por qué su concepción
higiénica de la vida no suscita un entusiasmo universal. Han puesto en marcha
una cruzada para volver más sana la sociedad americana: para crear un «ambiente sin humo», para censurar todo,
desde la pornografía hasta el «lenguaje
del odio», y, simultánea e incoherentemente, ampliar el campo de elección
personal en asuntos en que la mayoría de la gente siente la necesidad de
sólidas pautas morales. Cuando encuentran resistencia frente a estas
iniciativas, muestran el odio venenoso que se esconde tras la cara sonriente
de la benevolencia de la clase media-alta. La oposición hace que los
humanitarios olviden las virtudes liberales que dicen defender. Se vuelven
petulantes, pagados de sí, intolerantes. En el calor de la discusión, les es
imposible ocultar su desprecio por los que se niegan testarudamente a ver la
luz; por los que «sencillamente no se
enteran», según la jerga autosatisfecha de la rectitud política.
A la vez arrogantes e
inseguras, las nuevas clases, especialmente las clases profesionales,
consideran a las masas con una mezcla de desdén y aprensión. En los Estados
Unidos, la «América media» -término
con implicaciones tanto geográficas como sociales- ha llegado a simbolizar todo
lo que obstaculiza el camino del progreso: los «valores familiares», el patriotismo irreflexivo, el fundamentalismo
religioso, el racismo, la homofobia, la concepción retrógrada de la mujer...
Para los creadores de opinión ilustrada, los americanos medios son irremediablemente
desharrapados, anticuados y provincianos, están mal informados sobre los
cambios de los gustos y
las tendencias intelectuales, son adictos a pésimas novelas de
amor y aventuras y están atontados por una prolongada exposición a la
televisión. Son a la vez absurdos y vagamente amenazadores, no porque
quieran derrumbar al antiguo orden sino precisamente porque lo defienden de un
modo aparentemente tan irracional que, cuando la intensidad de su defensa se
acentúa, desembocan en el fanatismo religioso, en una sexualidad represiva que
ocasionalmente explota como violencia contra las mujeres y los homosexuales y
como un patriotismo que sostiene las guerras imperialistas y una ética nacional
de masculinidad agresiva.
…
Christopher
Lasch. La rebelión de las élites y la traición a la democracia. Barcelona,
1996. pp. 31-34.
Christopher Lasch The Pursuit of Progress (1/2)
Christopher Lasch The Pursuit of Progress (2/2)
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