Pierre Hadot |
Historia de la “cura”
Entrevista
a Pierre Hadot, filósofo
Desde
Sócrates, que invitaba a los atenienses a cambiar el objeto de sus cuidados y
preocupaciones, a Foucault, que se refirió a la “inquietud
de sí” para proponer un arte de vivir, el
concepto de “cura” (“Sorgen”, en alemán; “souci”, en francés) ha interpretado un importante papel en la historia del
pensamiento. Pierre Hadot repasa, en esta entrevista, los principales puntos
que definen su evolución.
François
Ewald
Hablamos
con Pierre Hadot de las diversas aproximaciones que, desde su aparición en la
filosofía griega hasta sus desarrollos contemporáneos, se han realizado a una
noción tan ambigua como fundamental en la historia del pensamiento: la cura.
- El
tema de la cura parece haber pertenecido en primer lugar a la filosofía griega.
¿En qué circunstancias aparece?
-Hay
que precisar, para empezar, que, en todo el ámbito del concepto, la noción de
cura es ambigua, como observó acertadamente Heidegger en las páginas capitales
de “El ser y el tiempo” que dedica al
tema: la cura [según el término utilizado en la versión castellana de José
Gaos] es tanto el cuidado, la entrega o la solicitud que dedicamos a una
empresa o una persona, como la angustia y la inquietud que nos asaltan o nos
torturan.
En
el pensamiento griego, la cura aparece primero en Hesíodo, los trágicos ó los
sofistas bajo la forma de la ansiedad provocada por la dureza de la vida o, por
ejemplo, el compromiso en el matrimonio y la paternidad o, también, los
procesos o los asuntos de la ciudad. La cura está vinculada a la vida en la
ciudad y, de modo especial, al exceso de actividad, al activismo, como ha
demostrado Paul Demont en su notable libro sobre la ciudad griega y clásica y
el ideal de tranquilidad.
Lo
novedoso en Sócrates o, al menos, en lo que Platón le hace decir es, sobre
todo, que introduce la noción de cura de sí. Los atenienses se ocupan de los
asuntos políticos, las riquezas y la reputación, de sus cuerpos, de toda clase
de cosas que no son “ellos”; sin
embargo, no se ocupan de ellos mismos, es decir, de la calidad de su propio
ser, su modo de ser: sincero o hipócrita, justo o injusto, leal o desleal. Así
que Sócrates los invita a llevar a cabo una conversión hacia ellos mismos, a
cambiar el objeto de sus inquietudes, de su cura.
Pero
si Sócrates llama a la gente para que se vuelva sobre sí misma, se convierta y
cambie la dirección de su atención y de su cura, es porque los demás son para
él objeto de cura. Como le hace decir Platón en la “Apología de Sócrates”, no hay muchas personas que, como él, hayan
abandonado por completo sus intereses personales durante años para ocuparse de
cada uno de sus conciudadanos. Por lo tanto, para Sócrates, la cura de sí no
está nunca separada de la “cura de los
otros”.
- ¿Cómo
se produce esta articulación entre cura de sí y cura de los otros? ¿Aparece la
cura de sí como un gesto egoísta?
- Lo
egoísta es la cura de que son objeto, para la mayoría de las personas, las
cosas “exteriores”; es decir, la
preocupación por someterlas a un interés personal y parcial. Esta cura se sitúa
en el orden del haber, de la posesión. Y, como dice Sócrates en la “Apología”, el objeto de cura no tiene
que ser lo que se tiene, sino lo que se es. Claro que falta por saber en qué
consiste nuestro ser real. Para Sócrates, como ya hemos dicho, consiste en
nuestra calidad de ser, nuestro modo de ser. Aunque no se trata aquí de un yo
que se situaría sólo en el plano de nuestra individualidad particular, sino de
un yo que, de un modo u otro, se ha elevado a lo universal por medio del
diálogo. Sócrates es sin duda un individuo que se ocupa de otros individuos,
pero haciéndoles descubrir otro nivel de ellos mismos (el de la razón) por
medio del discurso racional, que permite el acceso a la universalidad. Ése es
el objetivo del diálogo socrático. A través de él, Sócrates invita a los demás
hombres a ser objeto de una cura de ellos mismos. Interrogándolos, les hace
tomar consciencia de su ignorancia con respecto a los valores que rigen su
vida; pero lo que quiere sobre todo es que, en el curso de la discusión,
aprendan a someterse a ese árbitro común que es la razón, el discurso racional.
Exige el acuerdo de sus interlocutores. Dicho de otro modo, el diálogo es un
progreso común por medio de acuerdos sucesivos entre los dos interlocutores,
quienes se someten así a las exigencias de la coherencia racional y se elevan
en cierto modo hasta un punto de vista que ya no es el de la mera
individualidad, sino un punto de vista común. Es en el propio diálogo, pues,
donde se pone de manifiesto y se realiza la cura de los otros. Se trata de
tomar consciencia de que existe otro punto de vista además del nuestro y que es
necesario que quien interroga y quien responde superen sus respectivos puntos
de vista para someterse a las exigencias objetivas de la razón. Desde esta
perspectiva, la cura de sí significa superar la propia individualidad para
acceder a una visión universal, racional y objetiva.
Por
otra parte, para Sócrates y, sobre todo, para Platón, la cura de sí sólo tiene
sentido en la perspectiva de la “cura de
los otros”: la cura de sí es necesaria para dedicarse a la vida “política”, porque la primera cualidad de
lo político es la capacidad de ver las cosas según esta perspectiva universal y
racional de la que acabamos de hablar.
-¿Cómo
se desarrollan posteriormente las nociones de cura y cura de sí?
-No
desempeñan, me parece, un papel demasiado importante en Aristóteles, pero se
vuelven extremadamente importantes en la filosofía helenística; sobre todo, en
el epicureísmo y el estoicismo
Puede
afirmarse que, en todas las escuelas helenísticas, incluso en los escépticos,
la principal tarea de la filosofía consistirá siempre en librar al hombre de
sus preocupaciones. Y estas preocupaciones, para los hombres, provienen siempre
de esperar o temer cosas cuyo dominio se les escapa. Para librarse de la
preocupación, se hace necesario delimitar una esfera en la que la preocupación
desaparezca o en la que ésta se reduzca al mínimo, porque uno se que ésta se
reduzca al mínimo, porque uno se sitúa entonces en esa parte esencial del ser
que no nos puede ser arrancada por nada.
Para
los epicúreos, la esfera se delimitará distinguiendo entre los deseos que no
son ni naturales ni necesarios, los deseos que son naturales pero no necesarios
y, por último, los deseos que son naturales y necesarios, que son suficientes
para ser felices y que nos permiten, una vez satisfechos, conocer la felicidad.
Para los epicúreos, los deseos fundamentales son los deseos del cuerpo y, desde
este punto de vista, la cura de sí constituye para ellos, muy claramente, una
cura de su individualidad. Sin embargo, no estamos ante un egoísmo en el
sentido vulgar de la palabra; se trata, más bien, de que el yo se resitúe en la
perspectiva general de la naturaleza y el ser universal y acceder así al placer
de la existencia pura.
Para
los estoicos, se tratará, en cambio, de reconocer exactamente lo que depende de
mí y lo que no depende de mí. No depende de mí ser hermoso, rico, fuerte, tener
buena salud, éxitos profesionales o políticos, buena reputación, experimentar
placer o escapar del sufrimiento. Todo eso depende de elementos ajenos a mi
voluntad y, por lo tanto, a mí mismo. No obstante, sí que depende de mí tener o
no la intención de actuar bien. El yo se concentra así en el reducido ámbito de
la intencionalidad moral, que es absolutamente inatacable, inexpugnable. Por
eso he titulado “La ciudadela interior”
mi libro sobre las “Meditaciones” de
Marco Aurelio.
Por
lo tanto, la cura de sí consiste en ellos, como en Platón, en reencontrar el yo
esencial y separar de él cuanto le es ajeno. Aunque estoicos y epicúreos
vinculan este proceder a un cambio radical en nuestra relación con el tiempo.
Separamos de lo que nos es ajeno significa también liberarnos del pasado y el
futuro. Si el hombre está torturado por las preocupaciones es porque alberga
pesares con respecto al pasado e inquietudes con respecto al futuro. Ahora
bien, pasado y futuro no dependen de nosotros. La cura de sí supone, pues,
concentrarse en el presente, el único tiempo que vivimos, el único tiempo en el
que podemos ser nosotros mismos porque es en él donde actuamos. En el
estoicismo y el epicureísmo, siempre encontramos este esfuerzo por librarse de
las preocupaciones (las preocupaciones, en plural) y concentrarse en la cura esencial
de sí mismo.
Desde
Platón hasta el fin-de la antigüedad, la cura de sí se practicó en todas las
escuelas filosóficas bajo la forma de ejercicios que podemos llamar “espirituales”: la meditación, el examen
de consciencia o la concentración en el presente, de la que hemos hablado.
- ¿Cuál
es la actitud del cristianismo en relación con la cura y la cura de sí?
- Jesucristo,
en el Sermón de la Montaña, recomienda no preocuparse por los alimentos o el
vestido. De modo análogo y opuesto a la tradición griega, se trata sin duda
aquí de una inversión de los valores que son objeto de nuestros deseos y
atenciones; aunque esta vez, el valor que trasciende el alimento, el vestido o
la riqueza es el reino de Dios y de su Ley en la tierra, un reino que, para
Jesucristo, es inminente, pero que al mismo tiempo ya está presente, puesto que
empieza a realizarse a través del espíritu, por la penitencia, el amor al prójimo,
el cumplimiento de la palabra de Dios. Por lo tanto, la cura de sí y la
atención a sí mismo están ausentes, en el sentido socrático, en el cristianismo
primitivo.
Sin
embargo, no tardamos en volver a encontrarlas. A partir del siglo II; en
Clemente de Alejandría, por ejemplo. Luego, sobre todo, en el movimiento
monástico, vemos reaparecer los ejercicios espirituales de la antigüedad
vinculados con la cura de sí. La vida monástica, es decir, la práctica más
intensa del cristianismo, se definirá incluso mediante la noción griega de “atención a sí mismo”, como ocurre, por
ejemplo, en la “Vida de Antonio” de
Atanasio de Alejandría. Al mismo tiempo, reaparece el ideal griego de la
impasibilidad, la tranquilidad de espíritu. Un monje del siglo VI, Doroteo de
Gaza, no dudará en afirmar que la paz espiritual es tan importante que, en caso
necesario, hay que renunciar a lo que se emprende para no perderla.
- ¿Forma
parte la cura de sí, avanzando un poco más en la historia, de esas reglas de
civilidad que encontramos en el Renacimiento y a lo largo de la época clásica?
- Entramos
aquí en un terreno muy amplio, de límites difíciles de definir. Por ejemplo, en
la medida en que la cura de sí está vinculada al conocimiento de sí, habría que
hablar ya del conocimiento de sí en la edad media, en san Bernardo, por
ejemplo. Y, en la medida en que el platonismo, el estoicismo y el epicureísmo
han permanecido vivos entre el siglo XV y el siglo XIX, podríamos descubrir,
como he hecho para Descartes en un artículo reciente del “Magazine Littéraire”, la permanencia de la práctica de ejercicios
espirituales vinculados a la cura de sí en numerosos autores filosóficos.
Montaigne es, por supuesto, un ejemplo excelente: todo su libro está muy
inspirado por la cura de sí, por más que esa noción sólo aparezca
explícitamente en él de forma esporádica. Por lo que sé, la cura de sí sólo
aparece como objeto de reflexión filosófica en la filosofía moral (y “popular”) del siglo XVIII, por ejemplo,
en G.F. Meier y en J.A. Eberhardt (“Sittenlehre
der Vernunft”, 1781). Y, por fin, de modo especial, en Kant, en el capítulo
dedicado a los deberes para consigo mismo, en la “Metafísica de las costumbres”. El principio de estos deberes para
consigo mismo es precisamente el conocimiento de sí, entendido como un examen
de la pureza de nuestra intención moral. Aunque, para Kant, sólo hay moralidad
a partir del momento en que el yo, elevándose hasta el nivel de la razón
universal, se impone máximas de vida que son ellas mismas una razón universal.
- ¿Es
la cura una categoría filosófica en el siglo XIX?
- Creo
que con Goethe asistimos al renacimiento del antiguo motivo de la inquietud que
tortura a los hombres. Esbozado ya en el principio del primer “Fausto”, el tema reaparece al Final del
segundo “Fausto”, poco antes de la
muerte del protagonista, cuando la Inquietud lo vuelve ciego. Y, para Goethe,
como para los Filósofos antiguos, el hombre sólo puede librarse de la inquietud
con la toma de consciencia del valor infinito del momento presente. “El espíritu no mira ni hacia adelante ni
hacia atrás, sólo el presente es nuestra felicidad”, dice Fausto a Helena.
En
Nietzsche volvemos a encontrar la idea de los Filósofos antiguos según la cual
las preocupaciones ahogan la cura de sí. Leemos por ejemplo en la tercera de
las “Consideraciones intempestivas”:
“¿No están todas las instituciones
humanas destinadas a impedir que los hombres sientan sus vidas por culpa de la
dispersión constante de sus pensamientos?” y “La prisa es general, porque todos quieren escapar a sí mismos”. Las
preocupaciones de la vida protegen a los hombres de la cura de ellos mismos, es
decir, en el fondo, para Nietzsche, de la angustia de ser.
En
esta perspectiva se sitúa el célebre análisis que Heidegger hizo de la cura en
“El ser y el tiempo”. Observemos ante
todo que, para él, la noción de cura de sí es una tautología: no hay cura de sí
o, mejor dicho, es la cura la que constituye el yo. En el ser humano es
esencial el estar siempre por delante de sí, abierto al futuro, sin ser nunca
totalmente él mismo. Ése es el modo de ser propio del ser humano. Pero hay
diferentes formas de cura de sí. Para Heidegger, la cura, que debería ponemos
en presencia de nosotros mismos, corre el riesgo de alejamos de nosotros en la
medida en que nos dispersa en dirección a objetos particulares, unos objetos
que forman la trama de la vida cotidiana y cuya posesión o pérdida nos
preocupan. El mundo moderno es víctima de este activismo, que nos arrastra así
hasta la inautenticidad. Como en la filosofía antigua, hay en Heidegger, una
superación de la cura; pero, a diferencia de lo que ocurre en la filosofía
antigua, esta superación no se produce en la serenidad conquistada por medio de
la conversión hacia el yo, sino, al contrario, en la angustia que
experimentamos cuando, al desviamos de los objetos particulares que causan
nuestras preocupaciones, accedemos a la revelación del Ser.
-¿Cómo
explica esta reaparición del motivo de la cura en ese momento determinado en la
literatura filosófica?
-El
propio Heidegger dice, en su análisis de la cura, que ha adoptado esa
perspectiva en el marco de sus intentos de interpretar la antropología agustiniana
(es decir, grecolatina) en relación con los fundamentos establecidos en la
ontología de Aristóteles. No me considero capaz de explicar totalmente lo que
quiere decir ahí Heidegger.
De
todos modos, creo que piensa en la representación agustiniana del hombre como
ser problemático en el seno del universo, como inquietud (“nuestro corazón siempre está inquieto...”), como inacabamiento y
como pecado. Su receptividad a la antropología agustiniana probablemente se
explica por la influencia de una poderosa corriente que atraviesa el siglo XIX
desde Schelling pasando por Kierkegaard hasta desembocar en Nietzsche, una
corriente muy sensible a la angustia fundamental que se halla en el fondo del
ser humano, ya sea provocada por la consciencia del pecado o por el carácter
espantoso de la existencia. La cura es sólo en cierto modo el primer grado de
esa angustia. La anuncia y la oculta. Sin embargo, no hay sólo fuentes
literarias. Y si la atención se concentra en la cura y la angustia es sin duda
como resultado de la cura y la angustia que oprimen al hombre contemporáneo
tanto en el plano espiritual, a causa del acontecimiento mítico de la “muerte de Dios”, como, a la vez, en el
plano social, a causa de las condiciones de vida impuestas por la sociedad industrial.
- La
última gran reaparición de la noción de cura se encuentra en el último
Foucault.
-Quiero
precisar ante todo que se trata aquí, por supuesto, de la noción de inquietud
de sí, que se inscribe dentro de su investigación relacionada con el modo
mediante el cual puede constituirse un sujeto. A la luz de los temas antiguos
que se refieren a la cura de sí, al trabajo de uno mismo sobre sí mismo,
Foucault propone un arte de vivir, una estética de la existencia, un estilo de
vida, que no reproducirían, claro está, los ejercicios espirituales de la
antigüedad, sino que abrirían al sujeto la posibilidad de constituirse en
libertad, en oposición a los poderes exteriores. Además, Foucault observa que
ya en Kant “el sujeto no está simplemente
dado, sino que se constituye en relación consigo mismo”. Lo que caracteriza
de modo más específico la noción que Foucault tiene de la inquietud de sí quizá
sea la introducción de la perspectiva estética, la de una existencia que es
creada como un objeto de arte.
Esa
nueva orientación del pensamiento de Foucault sorprendió a todos sus discípulos
y lectores. Creo no haber sido ajeno a ella. Sé que Foucault leyó mi artículo “Exercices spirituels” poco después de su
publicación en el “Annuaire de la Section
des Sciences Religieuses” de la Escuela Práctica de Estudios Superiores
(1977). Su prematura muerte me impidió dialogar fructíferamente con él sobre
estos temas. Un día me anunció que tenía intención de consagrar a la Filosofía
antigua toda su docencia futura, lo que demuestra hasta qué punto estaba
entusiasmado por su redescubrimiento de esta filosofía. En cualquier caso,
resulta evidente que si Foucault eligió esa nueva orientación es porque había
algo en él, no sólo intelectualmente, sino también espiritualmente, que lo
incitaba a dirigirse en esa dirección. Como he dicho, esta noción de in-quietud
de sí pudo parecerle una solución válida al problema de la constitución del
sujeto. Quizá también le pareció que podía abrirle al hombre contemporáneo, y a
él mismo, un acceso al sentido de la vida.
-¿Qué
puede representar hoy la noción de cura?
- Quiero
decir ante todo que me seduce mucho una tesis que sé que usted comparte: la
perspectiva de la cura, de la inquietud, puede sustituir ventajosamente la de
la responsabilidad, tan desvalorizada hoy en día. Es cierto que es posible
sustituir una palabra por otra: inquiétese, siéntase responsable de sí mismo,
por ejemplo. Esta idea enlaza con lo que decían los estoicos: de las cosas que
no dependen de mí no debo inquietarme, porque no soy responsable de ellas; pero
de las cosas que dependen de mí, debo inquietarme, deben constituir objeto de
cura, porque de ellas sí que soy responsable.
Por
lo demás, le diré que personalmente no estoy demasiado convencido de que la
existencia pueda otorgar verdaderamente un sentido a la vida: me temo que corre
el riesgo de no ir más allá de las morales de la “autorrealización” desarrolladas en el ámbito anglosajón a principio
del siglo XX. Lo cierto es que, quizá un tanto ingenuamente, tengo demasiado
apego al esfuerzo antiguo (y kantiano, como hemos visto) de intentar abrir el
yo a una universalidad “ética”,
puesto que cura de sí y cura de los otros están indisolublemente ligadas en la
voluntad de la razón de alcanzar la universalidad en la comunión y el diálogo.
Magazine
littéraire
Traducción:
Juan Gabriel López Guix
La Vanguardia 10/08/1996,
pp. 41-43
Conferencia: "El cuidado de sí en la poética del Grial"
con Victoria Cirlot. Museo de artes visuales, Santiago de Chile, 2014
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