Cristina Campo |
En
algunos viejos libros se le ha dado al justo el celeste nombre de mediador.
Mediador entre el hombre y Dios, entre el hombre y otro hombre, entre el hombre
y las leyes secretas de la naturaleza. Al justo, y al justo solo, se le concede
el oficio de mediador porque ninguna atadura imaginaria, pasional, puede
coartar o deformar en él la facultad de lectura. “Et chaqué être humain (y se podría
añadir: et chaqué chose) crie en silence pour être lu autrement”.
De
aquí la importancia de la libertad del corazón que todas las iglesias
recomiendan como higiene espiritual: vigilia de las turbaciones, mantenerse en
disponibilidad para la revelación divina. Pero ninguna iglesia ha dicho nunca
explícitamente: manteneos puros en las obras y en los pensamientos para
concertar a los hombres y las cosas según esta mirada sin sombras. En este
plano aparecen como equivalentes: justicia, poesía y crítica: son tres formas
de mediación.
Pues,
¿qué puede ser la mediación sino una facultad para atender enteramente limpia?
Contra ella actúa lo que muy impropiamente llamamos la pasión, o sea: la
imaginación febril, la ilusión fantástica. De modo que se podría decir que
justicia e imaginación son términos antitéticos. La imaginación pasional, una
de las formas más incontrolables de la opinión (ese sueño en el que todos nos
movemos) no puede servir sino a una justicia imaginaria. Y ésta parece ser la
diferencia esencial entre la justicia pasional de Electra y la justicia
espiritual de Antígona: que la primera imagina poder restituir culpa por culpa,
transfiriendo el peso de uno a otro eslabón de una cadena inquebrantable,
mientras la segunda se mueve en un plano donde la ley de la necesidad no tiene
ya curso.
Al
justo, contrariamente a cuanto suele pedírsele, no le es necesaria la
imaginación sino la atención. Solicitamos del juez una cosa justa usando un
término equivocado, cuando solicitamos de él que use “de la imaginación”. ¿Qué
sería, en este caso, la imaginación sino arbitrariedad inevitable, violencia a
la realidad de las cosas? Justicia es una atención ferviente, enteramente
no-violenta, igualmente distante de la apariencia y del mito.
“Justicia,
ojo de oro, mira.” Imagen de perfecta inmovilidad, perfectamente atenta.
También
la poesía es atención: lectura en múltiples planos de la realidad circundante,
que es verdad en figuras. Y el poeta, que disuelve y recompone estas figuras,
es así también un mediador: entre el hombre y Dios, entre el hombre y otro
hombre, entre el hombre y las leyes secretas de la naturaleza.
Los
griegos fueron seres desdeñosos de la imaginación: la fantasmagoría no encontró
lugar en su espíritu: su atención heroica, inconmovible (de la que el ejemplo
más cumplido es quizás Sófocles), establecía de continuo relaciones, separaba y
unía de continuo, en un esfuerzo incesante por descifrar la realidad y también
el misterio. Los chinos actuaron de la misma manera en el maravilloso “Libro de
las Mutaciones”. Dante no es, por extraño que pueda sonar, un poeta de la
imaginación sino de la atención: ver almas retorciéndose en el fuego o en el
olivo —para no recordar sino la imagen más inmediata— es una suprema forma de
atención que deja puros e incontaminados los elementos de la idea. El arte de
hoy es en grandísima parte imaginación, o sea: contaminación caótica de
elementos y de planos. Todo ello se opone a la justicia (que por supuesto, no
interesa al arte de hoy).
Pues
si la atención es espera, aceptación ferviente, valerosa de lo real, la
imaginación es impaciencia, fuga en lo arbitrario: eterno laberinto sin hilo de
Ariadna. Por ello el arte antiguo es sintético; el arte moderno, analítico: un
arte que opera por pura descomposición, como conviene a un tiempo nutrido de
terror. Porque la verdadera atención no conduce, como podría parecer, al
análisis, sino a la síntesis que la resuelve, al símbolo y a la figura, en una
palabra: al destino. El análisis se convierte en destino cuando la atención,
cumpliendo una superposición perfecta de tiempos y de espacios, los recompone
paso a paso, en belleza, en figura. Es la atención de la memoria en Marcel
Proust.
La
atención es el único camino de lo inexpresable, la sola vía del misterio, ya
que está inmediatamente vinculada con lo real: y sólo por alusiones emboscadas
en lo real se manifiesta el misterio. Los símbolos contenidos en las historias
sagradas, en los mitos y en las fábulas que durante milenios han alimentado y
consagrado la vida, se revisten de las formas más concretas de esta tierra: de
la Zarza Ardiente hasta el Grillo Parlante (del Fruto del Conocimiento hasta la
calabaza de la Cenicienta).
Ante
la realidad, la imaginación retrocede. La atención la penetra, directamente y
como símbolo. (Pensemos en los cielos de Dante, divina y minuciosa traducción
de una liturgia.) Es ésa, al fin, la forma más legítima, absoluta de la
imaginación: la misma a la que se refiere sin duda el viejo texto de Alquimia
cuando recomienda dedicar a la obra la verdadera imaginación y no la
fantástica: significando así claramente por ella la atención -en la que está
contenida la imaginación, sublimada, como el veneno en la medicina. Por uno de
los tantos equívocos del lenguaje, se la llama comúnmente “fantasía creadora”.
Poco
importa si a ese momento, en que se cumple la alquimia de la perfecta atención,
conducen largas y dolorosas peregrinaciones o si aparece como una fulguración.
Tales relámpagos no son sino aquella chispa, de origen y naturaleza cada vez
más misteriosa, en la medida en que se le ofrece la clave de todo, que la
atención solicita y prepara -como el pararrayos al rayo, como la plegaria al
milagro, como la búsqueda de la rima a la inspiración que puede brotar de esa
rima. A veces, se trata de la atención de toda una estirpe, de toda una
genealogía, que se enciende de improviso en la centella de un dios: “Io posi li
piedi in quella parte della vita di là dalla quale non si puote iré più per
desiderio di ritornare”.
Y
a ese individuo dotado de una atención que así concluye y rapta, el mundo lo
define -con una bella síntesis- como un genio, para señalar al que está
habitado por un “daimon”; que encarna la manifestación de un espíritu ignoto.
Como
el genio de la botella, la atención de la imagen libera la idea y de la idea
recoge la imagen, también a semejanza de los alquimistas que trataban la sal
disolviéndola en un líquido y estudiando luego cómo se adensaban y rehacían las
figuras así formadas. Opera una descomposición y recomposición del mundo en dos
planos diversos, igualmente reales. Cumple así la justicia, el destino: esa
dramática disolución y recomposición de una forma.
La
expresión, la poesía así nacida no puede ser, evidentemente, sino jeroglífica,
como una nueva naturaleza; y sólo una nueva atención, un nuevo destino la puede
descifrar. Pero la palabra revela al instante de qué potencia de atención ha
nacido. Lo revela con la integridad de su peso, terrestre y ultraterrestre,
tanto más respetado, tanto más circundado de silencio y de espacio, cuanto más
intenso haya sido el tiempo de la atención.
Toda
palabra se da según la multiplicidad de sus secretos significados, semejantes a
los estratos de una columna geológica, cada uno coloreado y poblado
diversamente; multiplicidad que está en relación directa con la del espíritu
—el destino— que la acoge y descifra. Mas, para todos, cuando es pura, es
portadora de un don colmado, parcial y total a la vez: belleza y significación,
independientes y al mismo tiempo inseparables, como en una comunión. Como en
aquella primera que fue la multiplicación de los panes y de los peces.
La
palabra del maestro, dice un cuento hebraico, se le aparecía a cada uno como un
secreto destinado a su oído y a ningún otro, y así cada cual oía como suya y
completa la historia que él narraba en las plazas y de la que el recién llegado
no escuchaba más que un fragmento.
Todo
ello, de una parte y de otra, significa sufrimiento y amor. “Souffrir pour
quelque chose c’est lui avoir accordé una attention extréme”. (Homero sufre por
los troyanos, contempla la muerte de Héctor. El maestro de espada japonés no
distingue entre su propia muerte y la de su adversario.) Y haber acordado a una
cosa una atención extrema es haber aceptado sufrirla hasta el fin. Y no sólo
sufrirla a ella, sino sufrir por ella, colocándose como una pantalla entre ella
y todo lo que pueda amenazar su significado, en nosotros y fuera de nosotros:
haber asumido valerosamente el peso de estas oscuras e incesantes amenazas.
En
este punto la atención alcanza quizás la forma más pura, su nombre más exacto:
la responsabilidad, la capacidad de responder
por algo o alguien que nutre en igual medida el entendimiento entre los seres,
el nacimiento de la poesía y la oposición al mal. Pues, en verdad, todo error
humano, poético y espiritual, no es, en esencia, sino desatención.
Pedirle
a un ser humano que no se distraiga en ningún momento, que se sustraiga sin
descanso al equívoco de la imaginación, a la inercia de la costumbre, al
hipnotismo del hábito su facultad de atender, es pedirle que actualice al
máximo su forma
Es
pedirle algo que se acerca a la santitud [sic], en una época que parece
perseguir solamente —con furia ciega y con escalofriante éxito— el divorcio
total de la mente humana de su propia facultad de atender.
Tarjeta
postal de Cristina Campo (Vittoria Guerrini) a María Zambrano, 7 de agosto de
1963 (Fundación María Zambrano).
Publicado
en Sur, 271. Buenos Aires,
julio-agosto de 1961, pp. 38-41. Reproducida por María Pertile en el trabajo
‘Nadar sabe mi llama el agua fría'. Por la historia de dos amigas: María
Zambrano y Cristina Campo", en el volumen colectivo, María Zambrano 1904-1991. De la razón poética a la razón cívica,
ed. Moreno Sanz, J. con la colaboración de Muñoz. E. Madrid. Publicaciones de
la Residencia de Estudiantes / Fundación María Zambrano. 2004, pp. 169-172. El
texto se ha tomado de Papeles del
“Seminario María Zambrano”. nº 11. Facultad de Filosofía. Universitat de Barcelona. 2010, pp. 117-119.
Sobre
la relación entre Cristina Campo y María Zambrano ver, además del artículo
citado de María Pertile, “Una mirada recíproca entre María Zambrano y Cristina
Campo” de Anna Formentí Sabater (Papeles
del “Seminario María Zambrano”. nº 11. Facultad de Filosofía. Universitat
de Barcelona. 2010, pp. 120-133) y “El oído interior. Acerca del encuentro de
Cristina Campo, María Zambrano y Marius Schneider” de Victoria Cirlot (Acta
Poetica 35. 2, Méjico, julio-diciembre 2014, pp. 169-186.)
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