Leszek Kołakowski |
—Danny
Postel: Usted ha vivido fuera de Polonia desde 1968. Hace dos décadas escribió
un ensayo titulado Elogio del exilio, aunque en él no habla de su propio
exilio. ¿Siente que su exilio ha determinado el modo en que piensa y se
relaciona con el mundo?
—Leszek
Kołakowski: Sí. Creo que sí. Quiero mucho a los británicos, desde luego, pero no me
siento británico. No soy un oxoniense. Gran Bretaña es una isla. Oxford es una
isla en Gran Bretaña. All Souls es
una isla en Oxford. Y yo soy una isla en All
Souls. Soy por cuatro veces una isla. Pero no me quejo. Sólo que siento que no pertenezco a este país. De hecho, cuando voy a París me siento más en casa que en Londres, aun
cuando sólo haya vivido allí, en un cierto momento, durante no más de seis meses.
—D.P.:
¿Por qué cree que ocurre eso?
—L.K.:
Bien, probablemente porque conozco mejor la literatura francesa y su poesía.
Aprendí temprano el francés. Yo diría que el francés es mi segunda lengua. Y creo que se siente de verdad a otra cultura cuando se lee su poesía
en su idioma original. Cuando yo era joven podía leer poesía en francés, en
alemán y en ruso —por no hablar del polaco—. Pero no en inglés. Lo
ignoraba.
—D.P.:
Hablando de poesía, ¿tiene algún pensamiento sobre la muerte de su compatriota Czesław Miłosz?
—L.K.:
Lo conocí en mi primer viaje a París, a finales de 1956. Más tarde, lo vi en
varias ocasiones en otros lugares. Opino que su poesía era excelente. Él era un
gran escritor. Estaba abrumado por la tristeza, tristeza por el mundo que lo
rodeaba. Pero no en cuanto a la política, sino en cuanto a la cultura. Él no tenía ningún sentimiento de
arraigo. Aunque era polaco, no tenía ninguna madre patria. Puede decirse
que no tenía un hogar. Quizás era por el recuerdo de sus días de juventud en Vilna,
donde se crió, que había sido polaca durante el periodo de entreguerras, pero luego se convirtió en
lituana. Su libro La Mente Cautiva me
gustó muchísimo. Habla sobre la gente que yo conocía, pero sin mencionar sus
nombres.
Fue,
durante su vida, fuertemente atacado desde varias direcciones. Había
trabajado durante algunos años para la diplomacia polaca, en París y en
Washington. Sabía lo que era el comunismo. Y en cierto momento decidió huir.
Se quedó en París. Entonces fue tremendamente atacado por los periodistas polacos y
por el gobierno polaco —por los escritores y los burócratas—. Y nunca fue aceptado por
los polacos en el exilio —sobre todo porque había pertenecido a la diplomacia
polaca, y por ello lo consideraban como un agente comunista. Pero
también porque era muy crítico con la Polonia de entreguerras.
—D.P.:
¿Se usted refiere a la cultura de derechas de la Polonia anterior a la guerra?
—L.K.:
Sí, la cultura de derecha del catolicismo polaco —un tipo especial de
catolicismo, lleno de fanatismo, antisemitismo, nacionalismo—. Desde luego, no
todo el catolicismo polaco sufrió esto. Pero, por su causa, la atmósfera general en la
Iglesia fue muy desagradable, como lo fue, en general, la política cultural
polaca durante aquellos años.
—D.P.:
Es una perspectiva que usted compartió con Miłosz.
—L.K.:
Sí. Pero nosotros no éramos de la misma generación. Él era un joven escritor
antes de la guerra, mientras que yo era un adolescente que no llegaba a los doce
años. Pero es verdad, yo tenía ese mismo sentimiento. Tuve una fuerte aversión por cierta
corriente en la cultura polaca —el nacionalismo, el fanatismo, el
antisemitismo—. Y aún así, siempre me sentí polaco.
—D.P.:
Su sentimiento bastante conforme con la izquierda occidental cambió después de
su año en Berkeley entre 1969 y 1970. Tzvetan Todorov describe una experiencia
similar, la de escapar de un país comunista —en su caso, Bulgaria— sólo para
encontrarse en un entorno intelectual aplastantemente comunista en París. ¿Qué
significó Berkeley para usted?
—L.K.:
Encontré al llamado movimiento estudiantil simplemente bárbaro. Y desde luego
que hay jóvenes ignorantes en todo momento y lugar, pero en
Berkeley su ignorancia alcanzaba cotas altísimas. Quisieron
“revolucionar” la universidad de tal
modo que no tuvieran que aprender nada. Tenían toda suerte de propuestas
estúpidas. Por ejemplo, quisieron que los profesores fueran designados por los
estudiantes, y que los estudiantes fueran examinados por otros estudiantes.
Recuerdo un panfleto publicado por el movimiento de los estudiantes negros
afirmando que las bibliotecas no contenían más que “el irrelevante conocimiento de los blancos”.
—D.P.:
¿En cuanto a la oposición del movimiento estudiantil a la guerra de Vietnam?
—L.K.:
Creí que había varias buenas razones para que los Estados Unidos se retirara de Vietnam.
Pero una idea absurda, en muchos contrarios a la guerra, era que una vez que Estados Unidos se retirara, Vietnam del Sur sería libre.
Cualquiera con un mínimo grado de información sobre la política comunista sabía
que cuando el Viet Cong asumiera el control de Vietnam del Sur ocurriría el
desastre —la opresión, el despotismo, matanzas— y, naturalmente, eso fue lo que
pasó. Tenía que ocurrir. Todos debería haberlo esperado.
—D.P.:
Como usted sabe, el encuentro de Theodor Adorno con la Nueva Izquierda fue
similar al suyo. Él quedó horrorizado por el comportamiento de los estudiantes
radicales en Fráncfort. ¿Se encontró alguna vez él?
—L.K.:
Una vez. Fue en 1958. Me permitieron ir durante un año a Holanda y a Francia, y
estuve también en Alemania por un corta tiempo. Entonces me encontré con Adorno.
En aquella época no conocía su trabajo. Lo recuerdo tomando un manuscrito de su
escritorio y agitándolo furiosamente; el manuscrito era de Lukács. Así fue.
Leszek Kołakowski en Oxford |
—D.P.:
¿Por qué fue expulsado del partido comunista polaco en 1966?
—L.K.:
Durante muchos años mi pertenencia al Partido había sido, en realidad, una broma. Pero
creía, y también muchos amigos míos —probablemente por error—, que había buenas razones para
mantenerse en el Partido, ya que eso nos daba más oportunidades de expresar
opiniones poco ortodoxas. Un número de mis amigos, la mayor parte de ellos
escritores, abandonaron el Partido en protesta por mi expulsión. Pero aún entonces
yo podía enseñar lo que quisiera en la universidad. Nadie se entrometió en mis clases. Pero en 1968 fui expulsado de la universidad, como lo fueron algunos
de mis amigos. Había una campaña de difamación contra nosotros por la prensa -y
por otros medios. Algo muy desagradable. Sin embargo, siempre debo recordar que podría haber
sido mucho peor.
—D.P.:
¿Qué sintió al ver caer, uno tras otro, a los regímenes comunistas en 1989 y en
los años siguientes?
—L.K.:
Mucha satisfacción, desde luego. Yo estaba en Polonia a finales de 1988, con
pasaporte británico. Era mi primera visita después de veinte años. Pero sabía
que continuaba dentro del país, ya que era un miembro del comité que fue
formado después de los disturbios de los años 70 —el Comité en Defensa de
los Trabajadores—. Di muchas entrevistas en apoyo a ese movimiento.
—D.P.:
¿Fueron publicadas en Polonia?
—L.K.:
No, no. Prohibieron que se mencionara mi nombre en la prensa polaca, a no ser
para que se me atacara. Yo no podía publicar. Era una “no-persona”.
—D.P.:
Cuando se fue a Polonia en 1988, ¿por qué le dejaron entrar las autoridades
polacas?
—L.K.:
Porque el régimen se derrumbaba. Era muy débil. Pero todavía fui interrogado
por la policía secreta.
—D.P.:
¿Por qué razón?
—L.K.:
Debido a la solicitud de visado de mi esposa y yo. Escribí que iba por
motivos personales. Y luego participé en una reunión en la cual se formó el Comité Ciudadano, con Lech Wałęsa. Y también di una conferencia en una
sociedad filosófica de la universidad. Había muchas personas en la reunión.
Entonces fui acusado de mentir por un oficial que me interrogó. Yo había
dicho que estaba en el país por motivos personales, pero entonces mi
interrogador dijo, refiriéndose a la reunión del Comité de Ciudadanos, “Usted participó en una reunión secreta.”
Dije: “¿Qué reunión secreta? Todo el
mundo estaba enterado de ella. No era ningún secreto.” Mi encuentro con Wałęsa
fue comentado en la prensa. En Polonia, durante aquel período, la distinción
entre lo legal e lo ilegal era confusa. Pregunté: “¿Por qué tiene usted gente que me sigue todo el rato? A cualquier
parte donde vaya me siguen en un coche. Por ejemplo, fui al cementerio a
las tumbas de mis familiares. Y luego fui a visitar a una tía muy mayor, y por
todas partes ellos me siguieron. ¿Pero por qué?" Él dijo: “Ellos le protegen.” ¿Protegerme de quién? Era ridículo.
—D.P.:
Usted ha manifestado que la liberalización y la apertura no son necesariamente
un modo eficaz de conservar un régimen totalitario; al contrario, a
menudo conducen a la agitación revolucionaria y a la desintegración completa de
estos regímenes.
—L.K.:
Piense en la glasnost de Gorbachov.
Se suponía que mejoraría el comunismo, pero en cambio lo destruyó.
—D.P.:
¿Cree que la necesidad de recurrir a una cierta clase de lenguaje oracular o de escritura esotérica, con respecto a las reglas
estalinistas, añadió una dimensión nueva al estilo de escritores como usted que nunca
podría haberse desarrollado en una sociedad libre?
—L.K.:
Cuando yo estaba en Polonia a todos los que éramos intelectuales se nos obligó
a usar un cierto lenguaje codificado, un lenguaje que sólo era aceptable en un determinado marco. Entonces teníamos un sentido agudo de los límites de lo que
podía ser dicho, de la censura. Era normal. De vez en cuando nuestros trabajos
eran confiscados. Pero tratamos de ser inteligibles sin ser transparentes. Durante esa época sólo había unos cuantos que publicaran en los diarios de la emigración. Había un diario en París, Kultura, muy bueno y muy
importante -y obviamente prohibido en Polonia. Sin embargo, unas copias siempre
circulaban. Todavía los miembros de la Asociación de Escritores podían
leerlo en la biblioteca, legalmente. Y de vez en cuando, la gente lo traía del
extranjero. Pero la gente tenía miedo de publicar ahí. Había gente detenida por
publicar en tales diarios. Pero más tarde, a finales de los años 1960, algunas
personas publicaron libros en París bajo sus propios nombres.
—D.P.:
En la primera línea de Horror
Metafísico se lee: “Un filósofo
moderno que jamás haya sospechado que es un charlatán, debe tener una mente tan
superficial que su obra probablemente no merezca la pena ser leída.” ¿Alguna vez ha
sospechado que era un charlatán?
—L.K.:
Desde luego. Muchas veces.
—D.P.:
¿Vio la película de Roman Polanski El
Pianista?
—L.K.:
Sí. Y está muy bien hecha. Yo estaba en Polonia [en la época en que transcurre la
película, durante la Segunda Guerra Mundial], aunque no, desde luego, en el gueto. Pero viví entre la gente que ayudó a los judíos y que vivió con los
judíos que huían. Recuerdo Varsovia durante el levantamiento del gueto. Viví
por algún tiempo en un apartamento que fue un escondrijo para los judíos
huidos del gueto. Hace poco supe que una vez la Gestapo vino para registrar
todos los pisos, uno tras otro. Había dos grupos de búsqueda. Y no visitaron a ese buen piso donde yo vivía porque un grupo creyó que
ya había sido revisado por el otro grupo, y viceversa. Así mi apartamento
se salvó. [Si no es por este error] yo no existiría, hoy no estaríamos hablando, y yo sería un esqueleto
en fase de putrefacción. Un amigo mío, Marek Edelman, es uno de los pocos supervivientes
del levantamiento del gueto y, en realidad, uno de los líderes del
levantamiento -todavía vive en Polonia- vio la película y dijo que era
verosímil.
—D.P.:
¿Piensa que la experiencia que describe —vivir como un joven entre judíos que tratan de escapar, entre gente que teme por sus vidas— influyó en usted y en su visión del mundo?
—L.K.:
Probablemente, pero no puedo decir exactamente de qué modo. Fue, como usted
se puede imaginar, una experiencia muy mala. Yo era ese muchacho joven. Conocía
a muchas personas, como es natural, de varias creencias. Mi sentimiento más
fuerte era que los más aplicados y los más valientes estaban en la izquierda.
—D.P.:
¿Fue eso lo que le atrajo a la izquierda cuando era joven?
—L.K.:
Entre otras cosas, sí. Y, como le dije, mis fuertes sentimientos negativos hacia
una cierta corriente de la cultura polaca —el chovinismo, el nacionalismo, el
antisemitismo, el clericalismo—. Le tuve [a esta corriente] una aversión muy fuerte.
Leszek Kołakowski en su casa en Oxford |
—D.P.:
En el ensayo que da título a su colección La
modernidad siempre a prueba, usted describe la ortodoxia de nuestra edad
como una especie de intento de "poner parches" en todas las cosas.
“Tratamos de afirmar nuestra modernidad,”
escribe usted, “pero a la vez tratamos de escapar
de sus efectos mediante varios ardides intelectuales, para convencernos de que el
significado puede ser restaurado o recuperado al margen de la herencia
tradicional de la humanidad y a pesar de la destrucción causada por la
modernidad.” ¿Ve en el renacimiento del humanismo que todavía se da hoy —pienso,
por ejemplo, en el reciente trabajo de Todorov— como una tentativa de esta
manera de "poner parches"?
—L.K.:
Yo creo que sí. Hay tentativas de restaurar el humanismo simplemente mediante esfuerzos
intelectuales. Usted siempre puede repetir algunos de los viejos slogans, pero no creo
que tengan un gran impacto. Al mismo tiempo, hay un renacimiento de los
sentimientos religiosos y de las ideas que también se mantienen. Se da el sentimiento de
que carecemos de algo importante. Tuve muchas discusiones con estudiantes
americanos que tenían este sentimiento, incluso los que no fueron criados en
una tradición religiosa. Fueron atraídos a esa tradición independientemente de
su educación. Sintieron que carecían de algo en la vida. No necesariamente de
la Iglesia, pero sí de la necesidad de algo espiritual que vaya más allá de nuestra
sociedad consumista. Pienso que es algo muy extendido en todo el mundo. Por esta razón no
creo -como tantas personas durante el siglo XVIII, y siguientes- que la religión desaparezca. No creo que vaya a desaparecer.
Y tengo la esperanza de que esto no suceda.
—D.P.:
Usted también escribió, en aquel mismo ensayo, esto: “hay algo alarmantemente decepcionante en los intelectuales que no
tienen ningún vínculo religioso, fe o lealtad apropiada y que insisten en el
irreemplazable del papel educativo y moral de la religión en nuestro mundo y
deploran su fragilidad, de la cual ellos mismos dan un claro testimonio (...)
No los acuso (...) de ser irreligiosos o de afirmar el valor crucial de la
experiencia religiosa; simplemente no puedo convencerme de que su trabajo
pudiera llevar a los cambios que ellos creen deseables para extender la fe,
porque la fe es una necesidad y no una aserción intelectual de utilidad
social.” Supongo que podemos derivar de aquí que usted es un hombre de fe.
—L.K.:
De eso no quiero hablar.
—D.P.:
¿Puedo preguntar por qué?
—L.K.:
Podríamos decir porque no quiero contestar a esta pregunta sólo para únicamente contestarla.
—D.P.:
Usted durante mucho tiempo ha defendido a la civilización europea y al “proyecto” europeo frente a los
antiimperialistas y los tercermundistas. Pero hoy Europa está siendo atacada por la derecha nacionalista
americana. El ataque de los conservadores americanos contra las sensibilidades europeas desde su poder global; los conservadores religiosos americanos atacan
el laicismo de Europa occidental; etcétera. Siendo un europeísta, ¿cómo le
hacen sentir esos ataques hacia Europa que provienen de Estados Unidos?
—L.K.:
Me siento incómodo con esta pregunta. Pero debo decirlo: creo que la tendencia europea
hacia la unificación es algo, hasta cierto punto, bueno. No creo que se
forje un super-Estado, especialmente a causa de Francia, que sólo lo apoyaría a condición
de que ella fuera el poder dominante. Además no encuentro eso
tan deseable. Los sentimientos nacionales están allí. Usted no puede
destruirlos. Estoy en contra de la nueva Constitución Europea, pero no contra de la
Unión Europea. Uno de los motivos —aunque no sea el único— es Rusia. El Imperio
Romano, el Imperio Bizantino, el Imperio Otomano, el Imperio Británico: todos
ellos sucumbieron. Así también ocurrió lo mismo con el imperio soviético. Y sin embargo, hoy
Rusia está imbuida de una fuerte nostalgia imperial. Es una gran potencia.
Puede usar sus recursos para chantajear a sus vecinos. Y por esa razón pienso
que es importante para Polonia, y para los otros países del antiguo bloque soviético,
pertenecer a la Unión Europea. Pero éste no es el único motivo; es uno de
varios. Por lo tanto sí: apoyo a la Unión Europea. Pero no apoyo la tendencia a
considerarla como un Estado, un Estado europeo. Usted puede ver, por ejemplo,
lo furioso que se puso Chirac porque Polonia apoyó la guerra de Irak. Al margen
de la cuestión de si la guerra fue una buena idea o no, él estaba furioso de
que Polonia osara hacerla. Prefirió hacer objeto de su furia a un país débil
como Polonia, y no a los Estados Unidos.
—D.P.:
¿Creyó entonces que fue un error que el gobierno polaco siguiera la línea
trazada por los Estados Unidos?
—L.K.:
No, no lo creo del todo. Justo días antes de que la guerra comenzara un
periodista me preguntó lo que pensaba de la guerra. Dije que estaba muy feliz
de no ser un presidente americano y de no tener que decidir sobre eso. Pues
tengo sentimientos ambivalentes sobre ese tema.
—D.P.:
¿Compartiría sus pensamientos sobre el estado de filosofía actual?
—L.K.:
No sigo el desarrollo de la filosofía actual. Estoy leyendo muy poco.
Lamentablemente mis ojos están mal. Si algo realmente importante apareciera,
quizá yo lo conocería, pero no creo que exista ningún gran filósofo vivo.
—D.P.:
¿Ninguno?
—L.K.:
Bueno, hay gente inteligente, desde luego. Muy inteligente. Llena de vigor
intelectual. Pero no un gran filósofo.
—D.P.:
¿Hay algún filósofo que escriba en la actualidad a quien usted lee con interés?
—L.K.:
Leí a Rorty con interés, aunque no comparto sus opiniones.
—D.P.:
En Horror Metafísico usted evocó
una imagen que encontré impresionante: “Es
quizás mejor para nosotros tambalear inseguramente al borde de un abismo
desconocido que tan sólo cerrar nuestros ojos y negar su existencia.” No
es simplemente tambalear inseguramente al borde de un abismo, sino sobre un
abismo desconocido.
—L.K.:
Horror Metafísico era una
tentativa de mostrar qué las ambiciones metafísicas, los anhelos metafísicos, las necesidades
metafísicas están todavía en nosotros, y que siempre que intentemos
formularlas, cualquiera de ellas caerá a pedazos o entraremos rápidamente en
contradicciones. No hay soluciones buenas. Ése es mi predicamento.
—D.P.:
¿Ve usted alguna salida de aquel apuro?
—L.K.:
No. Nosotros vivimos en un mundo que, al fin y al cabo, está gobernado por
dioses maniqueos y hostiles.
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