miércoles, 29 de noviembre de 2017

"La ideología de William Blake" de Juan Eduardo Cirlot (Los cuadernos de Son Armadans, 1966)


La ideología de William Blake
No se puede otorgar la dicha de ser probado en una «existencia» sino con la solución de los problemas que dicha existencia le planteó, con la entrega de aquello que la existencia nunca le dio, o le arrebató después de concedérselo «por un tiempo». La sorpresa de una dicha infinita es incoherente con el sentido de la vida. No se hable de misterio a su propósito, pues no se creó el cerebro del hombre ni se le arrojó en un mundo dado para que esa mente le engañara y ese mundo le ofreciera sólo fantasmas del ser. La apetencia real de lo vivo, la salvación del hombre total, en alma y cuerpo, esto es lo que William Blake deseó. Y lo milagroso —y aquí tenemos que pasar al otro lado de la barrera levantada por nosotros mismos, tras estudiar su obra— es que ese mismo poeta, cantor de una irredención progresiva, de quien los analistas confirman que avanzó de lo lírico a lo trágico, de lo confiado y angélico a lo espantoso de visiones cosmogónicas ligadas siempre a tormentos inauditos; lo milagroso es que ese hombre, que, además de poeta, fue artista (dibujante, acuarelista, grabador e ilustrador incomparable), y que, como tal, plasmó un mundo de cuerpos humanos titánicos, dotados de una hermosura casi irreal a fuerza de corporeidad, murió improvisando himnos a la gloria de Dios, de un Dios cuyos poemas no nos permiten ver sino a través de una óptica tan pronto subjetiva en la interpretación (el Jesús de «El Evangelio eterno») como a través de un radical pesimismo gnóstico.
William Blake, hombre conflictual, podría definírsele. Ambivalente, hasta cierto punto. Mejor, visionario de la ambivalencia real que subyace en todas las cosas de este mundo (y del otro mundo). Sus poemas contraponen: jardín-cementerio, cordero-tigre, rosa-gusano, tiempo-eternidad, placer-padecimiento. Blake vivió en sí los conflictos cosmogónicos y los supo expresar con un arte que sintetiza tradición y revolución. Pues su idioma se mantiene en parte fiel a esa condición de la poética germánico-anglosajona, aliteración no ya de vocales sino de consonantes, que le permite, como luego a Poe, conseguir esos hallazgos de expresividad profunda en que el sentimiento es dicho, no ya por la secuencia de palabras sino por lo que Herescu, en Style et Hasard (1963) denomina «arquitecturas fónicas», valorando esa correspondencia entre el pensamiento y la expresión que ya los antiguos estudiaron, desde Platón en el Cratilo o Quintiliano. Y podemos leer, en Blake, por ejemplo: Answered the lovely maid, and said «I am a waterv weed» (Respondió a la amable doncella, soy una hierba del agua; El Libro de Thel, 1789). Blake dispuso también de la tradición del kenningar, o metáfora-cifra, que en su arte carece de la reiteración primitiva y de origen a series analógicas que transponen en varios planos de lo real el acontecimiento profundo.
William Blake, además, fue tradicionalista puro en su vida, en su modo humilde pero sacro de existir, y, mejor que tradicionalista, debiéramos decir arcaico, pues reasumió aquella antigua cualidad del poeta-profeta, el scop británico que era considerado por los demás, pero esencialmente por sí mismo, como personaje sagrado, como iniciado, como intermediario entre el mundo de los humanos y un mundo superior en el que las intuiciones flotan en espera de [que] quien puede verlas y traducirlas en un lenguaje de comprensiones siquiera esotéricas. Blake heredó en parte la «geografía visionaria» de los antiguos mitos y por sendas que, desde Jung, podrían considerarse como estrictamente introspectivas o propias del inconsciente colectivo, pero que, sin duda, se deben también a sus lecturas y en especial a la influencia de Emmanuel Swedenborg, que lo afectó justamente desde 1787, año de la muerte de su hermano Robert —que para él fue algo distinto de un hermano meramente terrenal— aunque necesitó luego años de gestación para dar sus obras más representativas, que se inician en 1793, con Las bodas del cielo y del infierno, la Visión de las hijas de Albión y América, profecía. Luego se precipita el torrente, desde 1794, con El primer libro de Urizen hasta las obras de último período, que pueden considerarse iniciadas en el Milton de 1804, en su primera fase, siendo la segunda, y final, la de los poemas de la etapa 1818-1827, año de su muerte, a los setenta de su nacimiento. Pero Blake sintetiza pasado y futuro, y si es un tradicionalista e incluso se sume, con sus mitos, en el humus primigenio, prefigurando ciertas visiones de una M. P. Blavatsky, pasando a través de una peculiar «historia de las religiones» reinventada por él para su uso —deslumbrante uso— particular, también se adelanta hacia el futuro y es justamente considerado como un antecesor directo de Nietzsche en varios puntos ideológicos, cual el titanismo del superhombre soñado por el filósofo de Sils  Maria, ciertos presentimientos de un «eterno retorno» cuya fábula reducida al ciclo biológico sería el Libro de Thel antes mencionado. En Blake hallamos una mezcla (acaso la más extraña de su ideología) de felicidad y desgracia hondísimas. Si responde a la trayectoria que M. M. Dubois, en su libro sobre La Litterature anglaise du Moyen Age (1962) atribuye al fondo germánico, de gusto por la meditación, alindo a un pesimismo, a una desilusión sobre el sentido general de toda forma de existencia, también se percibe en sus obras un gozo intensísimo que se basa acaso en su creencia en que «la obra de la imaginación es obra de la eternidad», aunque la de la fecundación y la fertilidad sean sólo obra del tiempo.
Pero sus comentaristas han hallado una profundizaron progresiva del pesimismo en su arte. En sus primeras obras, señala Caracciolo, en William Blake, Poemas y profecías (1967), cuyas traducciones muy justas utilizamos —en los Songs of Innocence and of experience— el «mal es exterior» (social, natural, humano); pero en los «Prophetic Books» (transición entre 1793 y 1794) el «mal es ya interior» (metafísico, consubstancial, gnóstico). Por ahí preconiza Blake al Nietzsche que cree al hombre una «criatura errónea», dotada de demasiada inteligencia y sensibilidad para el destino que la existencia, en su implacable, vidente o ciego, programa, le ha asignado. Pero Blake se esfuerza constantemente por encontrar un punto de sutura. Dice haberlo hallado, y en esto se adelanta al Bretón del Second manifesté du surréalisme, pues afirma que «hay un punto en que los contrarios son iguales». ¿Qué padeció Blake para encontrar ese punto? ¿Podemos decir que no nos importa? ¿que no nos interesan los dramas de su vida personal, do sus sentimientos, de su equilibrio entre su necesidad de convertirlo todo en religión y en ceder a la violencia de unos instintos que se adivina formidables, tanto por el ideal titánico de los cuerpos que pintó y grabó como por la vehemencia inigualada de sus versos, que recorren todos los registros de los metros, de los ritmos y de las extensiones amétricas? En el hombre superior, y Blake lo fue, cualquier emoción tiene un poder que, a falta de mejor denominación, hemos de calificar de satánico. El «punto de sutura» es el punto de inversión. Y si, en él, el martirio puede ser éxtasis, también el éxtasis pasa a ser tortura. Cuando Blake poseía el cuerpo amado, cantado, pintado, exaltado como centro de un mundo de «incontables edades», no ignoraba que, a pesar suyo, ese cuerpo estaba trabajando misteriosamente ya para arrebatarle su bien, es decir, para envejecer, deformarse y morir. Y si Blake encontró el ser perfecto que algunos bailan en su paso por la tierra no pudo ignorar que era un encuentro fugaz en una selva de llamas y torbellinos, instante destinado a la destrucción, a la pérdida, al interior quebrantamiento, pues el instinto do muerte, presintiendo y sabiendo desde siempre la orientación de esa realidad «exterior», la virtualiza en lo interior y la convierte en actividad tremendamente dolorosa, en hierro al rojo aplicado a la frente, a las manos, a la boca y al corazón del hombre.
Blake intentó «distraerse» de sus problemas fundamentales implicándose en ideologías revolucionarias de la política y de la sociedad de su tiempo que, en el fondo, le importarían relativamente. Pues el tenia del amor libre, del amor a los niños, de la glorificación de las cosas son lo que verdaderamente le obsesionó hasta convertirlo en un «excéntrico», es decir, en uno de esos hombres que sus «semejantes» (?) ven así, desde fuera, cual explica, justamente a propósito de su relativa abundancia en las Islas Británicas, Arnold Schröer en su Historia de la Literatura inglesa (1935). Pero el «fool» es el hombre de la fachada extraña, no el minero prodigioso cuya locura avanza en espiral terrible hacia el interior de la historia del alma. El propio Blake hablaba de sí, al respecto, cuando en sus famosos proverbios de Las bodas del cielo y del infierno afirma: «Si el loco insistiera en su locura, se convertiría en sabio»; y confirma: «El camino del exceso conduce ni palacio del saber». ¿A qué exceso, a qué insistencia se refiere Blake? No a los meramente mecánicos, que no darían sino un monótono giro en tomo a unos mismos problemas y a unas mismas angustias. El exceso es lo que supera el esfuerzo, es el sobresfuerzo que da, en el movimiento de giro, la transformación necesaria para cambiar la orientaciónla incrementar el conocimiento. En la insistencia se advierte un factor de orden menos lógico, no por ello irracional, sino mágico (y por tanto psicológico). La insistencia se fundamenta en In fe (confesada o no) de que el tiempo es discontinuo y aporta «momentos privilegiados». Sólo por la insistencia se puede encontrar uno de esos momentos, garantizado a su vez por el sobresfuerzo de salvación. Así Blake fue traspasando los círculos de su infierno, ciertamente más vivido que el de Dante, o vivido más en la carne y en la sangre, menos en la inteligencia pura (desencarnada casi) del poeta italiano.
Aunque, con todo, Blake se muestra partidario del irracionalismo, del vitalismo, y ahí es acaso donde se prueba como mayormente afirmativo. Pues ve los seres como expresiones, discierne en ellos cualidades y se atreve a decir: «Los tigres de la cólera son más sabios que los caballos del saber». Dicho de otro modo, en la rebelión interior, contra sí mismo, el hombre puede entrar, en un instante de esa «furia sagrada» —que fue uno de los primeros valores del surrealismo— más que con el trabajo paciente de elaboración. Y dicho de otro modo, aún: la intuición en agresiva; el raciocinio es sólo lentamente trabajador. Y que Blake justificó la muerte, la destrucción como factores necesarios para el equilibrio cósmico, aunque esto le desgarrara a él las entrañas (como se ve en sus grabados), lo atestigua su proverbio: «El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la ira del mar tempestuoso, la espada destructora, son porciones de eternidad demasiado grandes para el ojo humano». Es decir, Blake retorna aquí al sistema trinitario hinduista: creación-conservación-destrucción. Y ve que los hombres «reprimen» el lado destructor, el lado «volátil» de su ser —para usar de un término alquímico— y desearían ser siempre el «fijo» —dentro de la misma disciplina. Pero no es posible: el mundo avanza por unidades discontinuas, mortales, que se renuevan. Y la conciencia es el hilo que cose esa destructividad perfecta inherente a todo. «Pues la metafísica es fácil (el ser es) si se aparta de ella el tiempo. Pero ni se introduce el Tiempo (con su grave mayúscula terrible) en el ser, Heráclito resulta más verídico que Parménides (el ser es y no es) y Heidegger (la nada en un componente del ser) nos aterra con su verdad, que creemos a pesar nuestro.
Pero Blake casi nunca expresó conceptualmente estas intuiciones y prefirió (tuvo que) transfigurarlas en mitos. ¿Nos garantiza algo esta transfiguración? Tal vez sí. No deja de haber quien diga, quien baya dicho que, al final, «el Tiempo será vencido por la Eternidad». Pero hemos hablado demasiado del Blake pensador y poco del Blake poeta. Siendo el mismo no son lo mismo. Blake es el afortunado creador de imágenes en que la consistencia no es reticencia («La Tierra irguió su cabeza, de las tinieblas lóbregas y temibles») y en las que un sentimiento —por ejemplo el de la ambivalencia del amor, antes citado— puede ser escrito con frases lapidarias, cual ya en los Cantos de Inocencia: (El amor) «construye un cielo en la desesperación del infierno». / «Y un infierno construye a despecho del cielo». Aunque le persigan siempre las visiones, en el sentido de la Seraphita de Balzac -de «un joven y una doncella, brillantes / A la luz sagrada / Desnudos se deleitaban bajo los rayos del sol», no puede evitar que «abracen con zarzas» / «sus deseos y alegrías». Llega incluso a mezclar lo opuesto en géneros monstruosos e híbridos (otro lado de su inspiración peculiar, quizá el más extenso, simbólico y profundo), como esos ángeles «erizados de negras escamas» que describe en América, o, más espantoso aún, «esas almas de las muertas, consumiéndose en los lazos de la religión» y aspirando, todavía en las tumbas, a una liberación total de los sentimientos instintos. Gnóstico, Blake declara en el Primer libro de Urizen que «la eternidad permaneció apartada (igual que lo están las estrellas) de la tierra». «Eternidad que se estremeció al ver al hombre procreando su imagen / de su propia imagen dividida».
Hombre conflictual, poeta atormentado y atormentador (como en música ha podido decirse de un Schoenberg), y a la vez místico iluminado o lo largo de toda su vida, desde que en la infancia viera ángeles posados en el árbol de cerca de su casa, hasta que en la agonía hubo de ver algo que nosotros todavía no sabemos ver, aunque busquemos en sus libros —y en todos los libros de la tierra— esa luz que queremos celeste y humana, porque no somos aún capaces de ser solamente ángel ni de olvidar la «residencia en la tierra», morada que Rilke pedía «grabásemos profundamente» en nosotros para luego no olvidarla. Los griegos, tan sabios en la invención de mitos como en la del pensamiento filosófico, desdoblaron a la diosa del amor en una Afrodita-Urania y una Afrodita-de-los-jardines. Blake no intentó, en toda su obra de poeta Y de artista, en todos sus padeceros e inspiraciones sino juntar, en su interior, esas dos imágenes. ¿Podremos hacerlo nosotros?
JUAN-EDUARDO CIRLOT

BIBLIOGRAFÍA
BLAKE, Poems. Londres. The W. Scott Publishing, s, f.
WILLIAM BLAKE, Poet, Printer, Prophet. Londres, Methuen & Co. Ltd. 1964 (con texto de Geoffrey Keynes).
WILLIAM BLAKE, Poemas y Profecías. Versión de Enrique Carocciolo Trejo. Ediciones Assandri. Córdoba (Argentina), 1957.
M.-M. DUBOIS, La Litterature anglaise au Moyen âge. Parir, P.U.F. 1962.
I.-N. HERESCU, Style et Hasard. Max Hueber Verlag. Munich, 1962.
ARNOLD SCHRÖER, Historia de la Literatura inglesa. Barcelona, Editorial Labor, S. A. 1955.

 Los cuadernos de Son Armadans, Año XI, Tomo XLIII, Núm. CXXVIII, 
Madrid-Palma de Mallorca, 1966, pp. 166-176

domingo, 26 de noviembre de 2017

"Cristóbal Serra, la significación de un escritor" por Juan Perucho (ABC, 24 de agosto de 1990)


CRISTÓBAL Serra es un escritor mallorquín desconocido por el gran público. Es un autor anticonvencional, críptico, absolutamente independiente, despreocupado por el éxito material que en vano encontraríamos en las pedestres estadísticas de los «libros más vendidos del mes». Eso demuestra, entre otras cosas (la pérdida del gusto, como en el siglo XVIII), que la calidad se opone a la cantidad. Serra trata temas inusuales, turbadores, inesperados, y lo hace de una manera acerada, entre incisiva y aparentemente ingenua. Sorprende. Viaja hacia el país de Cotiledonia y extrae de él consecuencias alarmantes. Estamos en un país extraño. Investiga la significación de los signos y en ellos encuentra declaraciones insospechadas, como por ejemplo que los gatos no consienten la inmovilidad, pues les irrita que alguien se presente, no siendo ellos, como si fueran una esfinge.
Un día lo descubrió Octavio Paz. Sobre él dijo que «lo separan del mundo la melancolía, la timidez y el humor. Habita el secreto con la misma naturalidad con que otros nadan en el ruido. No es ni dragón, ni caballero andante, ni filósofo gimnosofita, ni hechicero. Sabe sonreír, y esa sonrisa lo aparta de los hombres modernos. No escribe para publicar (aunque no rehúye la publicación) ni para explorarse ni para saber quién es o qué cosa es el mundo». ¿Por qué escribirá, pues, Cristóbal Serra? Supongo que para no aburrirse, como un acto que sustituye a la felicidad.
Esto le ha llevado a una cierta marginación, de tal manera que mi amigo, el escritor José Carlos Llop, hace constar que Serra ha sido un escritor olvidado. Es un escritor «ascético, individualista acérrimo y configurador de un misticismo intransferible, con un único lujo de sociedad -aparte de la inteligencia- que es el humor». Llop conoce perfectamente las técnicas detectivescas de la investigación literaria, como lo demostró en el caso de Lorenzo Villalonga en la exploración sinuosa y clarividente del «Pousse-Café».
Gracias a madame Flower (acuarelista literaturizada) avanzó Serra en el conocimiento de la endiablada pronunciación inglesa (recuerdo unos «limericks», cómicos, literalmente sensaciones) y mantuvo una larga relación epistolar con Juan Larrea, de quien admira los escritos más proféticos del exilio y la posguerra. («Muy estimado amigo Cristóbal Serra: Yo también me interesé hace ya muchísimos años por las visiones de la madre Emmerich, como la llamaba la mía. Conmovedor caso parapsicológico».) Aproxima el rostro a los espejos de Henri Michaux y no le suena mal el arpa de Francis Ponge. Es libre y puede «voltlger» rápidamente por encima de las cabezas obtusas de los habitantes de Cotiledonia.
Eduardo Jordá cuenta que en invierno Serra le recibía enfundado en un grueso poncho de lana que le llegaba hasta las rodillas. Cuando venía la hora de sentarse, la escena degeneraba en un acto hilarante de «Las sillas», de Ionescu, pues dudando de la bondad del lugar escogido, titubeaba repetidamente y le hacía cambiar una y otra vez de sitio. Solía hacer preguntas como ésta:
-¿Qué pasa con estos militares? Entonces sonreía como el gato de Cheshire y se embarcaba en una disertación sobre política aplicada.
Este mismo autor, en «El hombre que espera», dice que un vasto repertorio de aspectos de su vida «pueden explicarse como gestos simbólicos que escapan a la simple coincidencia o a las jugarretas del destino. En su juventud, por ejemplo, Cristóbal Serra fue objeto de una pequeña revelación en forma de Arca. Sin que nadie sepa cómo ni por qué, esa Arca fue a encallar a principios de los años cuarenta en el muelle del puerto de Andratx donde vivía». Estas extrañas noticias nos lo presentan todavía más enigmático, envuelto en la bruma de su poesía. Es un tejer y destejer de pistas que acaban por aparecer todas falsas, sin comienzo ni fin.
En una carta fechada en 10 de agosto de 1977, Juan Larrea le dice a Serra que, con el tiempo, la conciencia hispánica no tendrá más remedio que rendirse a la evidencia hasta aceptar que la vida de nuestro mundo se proyecta hacia un estado de humanidad superior en el que los desarrollos materiales estén presididos por un estado de Espíritu inmanente, como se ha profetizado para la especie a través del judeo-cristianismo. Luego le dice que «una pequeña errata se le ha deslizado a la mecanógrafa en la primera línea de la página 8. Es probable que usted la haya advertido, mas se la señalo: “la de la planta” ha de ser "la del planeta". Y ya en el capítulo de las erratas le prevendré que...» Y sigue así de difuso.
Serra es concreto. Cuando escribe aforismos, le salen enunciados exactos.
Por ejemplo:
«Puede que sea una la verdad, pero no es una la mentira.»
«Si llegas a viejo y no estás aleccionado, mereces a todas luces la condenación.»
«El que se aterra a la fama suele morir infame.»
Este escritor sin duplicado ha escrito una biografía de Cristo ayudándose de las revelaciones de la monja vidente alemana Catalina Emmerich. Aún no está publicada esta biografía, pero conozco el original. Descubre cosas extraordinarias. Por ejemplo, de Magdalena dice que «en el repartimiento familiar le había correspondido el castillo de Magdala. Hacia esta mansión demostró siempre una especial predilección. Desde los once años vivió allí, acostumbrándose a tener numerosos criados y pompa señorial. Todos los pretendientes la festejaron en este lugar, pero estos mismos que en el principio la sedujeron y participaron en su vida disipada y voluptuosa, se enojaron con sus infidelidades y caprichos, y pasaron a ser sus enemigos y difamadores».
Son éstas unas visiones de un violento claro-oscuro, altamente fascinadoras. Nos revelan un mundo escondido y misterioso.
Juan PERUCHO

ABC, 24 de agosto de 1990, p.3

sábado, 25 de noviembre de 2017

"Al verdadero Juan Jacobo Rousseau" por Carl Schmitt (ABC, 28/6/1962)


AL VERDADERO JUAN JACOBO ROUSSEAU
ALGUNOS lo convierten en santo de una religión humanitaria, van en peregrinación a su sepulcro, lo conducen a hombros al panteón y lo elevan a los altares como imagen de culto. Otros lo maldicen como psicópata maligno, responsable del terror jacobino. Hace unos años, se le creyó desenmascarar incluso como padre del totalitarismo.
Las contradicciones son fantásticas. Lo mejor será compararlo con una figura que nos sea familiar en nuestra propia época. Si descubrimos que algunos rasgos destacados de esta figura actual aparecen también en él, tendremos un camino que conduce a su verdadera imagen.
LA FIGURA DEL PARTISANO
Hace unos treinta años, al evocar el término “figura" se hubiera pensado inmediatamente en la figura del obrero. Comparado con este obrero, Rousseau quedaría muy mal parado. Era muy distinto de un obrero en el sentido de un mundo técnico-industrial y de su evolución futura. Hoy día toda la filosofía del trabajo está bastante pasada de moda. En el Estado beneficencia, en la sociedad de consumo con automación y abundancia es más adecuada una filosofía del Juego o, mejor, del tiempo libre. Pero el jugador no es una figura histórico-universal. Rousseau mismo tampoco era jugador. Su ideal era una democracia que se confirma en una austeridad rígida. Semejantes ideales, que en último término conducen a frugalidad de consumo, están hoy día igualmente pasados de moda. Hoy, ni siquiera los albaneses tolerarían este trato a la larga.
La figura de más actualidad desde la segunda guerra mundial es el partisano. En todas partes está en medio: en Polonia, en Rusia, en los Balcanes y en Francia, en China, en Argelia, en Vietnam y en Laos, en Chipre y en Cuba. Desde un recuerdo desvanecido de la guerrilla española contra Napoleón (1808-1814), el partisano emergió otra vez para convertirse en una figura clave de la moderna guerra caliente o fría.
En Alemania se percibe últimamente un destacado interés hacia este tema. Casi simultáneamente se han publicado dos libros importantes con el título “Partisan”; una novela. “Partisan”, de Hans Joachim Sell (editorial Eugen Diederichs, Dusseldorf) y un tratado teorético. “Der Partisan” de Rolf Schroers (Kiepenlieuer & Witsch, Colonia). Los dos libros no tienen en común más que el título clave de partisano. La novela describe personajes aristocráticos y burgueses de la República Federal alemana en la situación del año 1950; su contenido es más sociológico y psicológico que político. El tratado de Schroers, por el contrario, es sumamente político, se refiere a resistencia y bajos fondos, y se califica a sí mismo de “contribución a una antropología política”. Ambos libros ven en el partisano el símbolo del individualismo que no se deja captar. Pero Schroers, con la ayuda de un material enorme, deduce dos formulaciones importantes y precisas que vamos a aprovechar para conseguir esbozar los rasgos fundamentales de una visión auténtica de Rousseau. Y dejamos abierta la cuestión de si quizás, a la inversa, esta visión de Rousseau que consignamos, puede aclarar, por su parte, la nueva doctrina alemana del partisano.
EL ÚLTIMO HOMBRE
Según Schroers, el partisano se mueve en el último reducto de una existencia humanamente digna, en su último enclave. Con la reserva de su persona, se sustrae a la coacción y al terror de un mundo superorganizado. Así, se convierte en explosivo, en vez de ruedecita, y su persona es la mecha. En un mundo que captura al hombre totalmente, el partisano es el último hombre.
Cito estas fórmulas simplificadas para explicar antes de nada el núcleo del problema. Al decir “el último hombre” pienso inmediatamente en Jean Jacques Rousseau, el solitario desesperado en un mundo supercivilizado, el individuo perseguido que acaba cayendo en la manía persecutoria, el hombre aislado que se atrevió a desafiar a una civilización brillante y poderosa, enemigo del progreso en medio de la iluminación y de su fe arrogante e inquebrantable en el progreso. Schiller, el gran poeta alemán, lo describió así: entre larvas, el único pecho sensible.
EL TERCERO INTERESADO
Schroers no habla de Rousseau, sino de nuestra situación actual. No se hace ilusiones sobre las posibilidades de su partisano. El partisano es un factor determinado de la situación, pero su heroísmo no puede tener un éxito decisivo a no ser que un gran poder extraño lo sostenga. Detrás de los partisanos españoles de la guerrilla contra Napoleón —tan maravillosamente pintados por Goya— había ya la potencia marítima de Inglaterra. El poderoso aliado extraño juega, naturalmente, su propio juego. Aprovecha fríamente a los partisanos que mueren por su patria para sus fines de política mundial, de carácter muy distinto. Se producen sacrificios horrorosos. Ejemplos terribles son las luchas partisanas internas en Yugoslavia durante los últimos años de la segunda guerra mundial o el destino de la resistencia nacional en Polonia.
Este fenómeno, desgraciadamente un factor integrante del partisanismo, encuentra una denominación acertada en el libro de Schroers. Habla del “tercero interesado". Junto con la expresión “último hombre", esta fórmula nos puede abrir un camino hacia el verdadero Rousseau. Con su resistencia desesperada contra la civilización artificial de su época, Rousseau llega a desempeñar el papel de último hombre. Pero al mismo tiempo se enzarza, como cualquier partisano, en los distintos sistemas ideológicos de terceros interesados, que lo captan para sus propósitos y que lo aprovechan bien táctica o bien estratégicamente. De esta manera surge el laberinto de contradicciones fantásticas en el cual desaparece la imagen auténtica de Rousseau.
EL VERDADERO ROUSSEAU
La Biblia nos asegura que Dios sabe despertar hijos de Abraham en piedras muertas. Lo creemos. Pero por experiencia sabemos también que el espíritu universal produce continuamente fuerzas nuevas y monstruosas, que son capaces de dirigir partisanos patriotas desde una central política, y de incorporar a sus programas de medios de masa a los auténticos pensadores solitarios. No faltarán los realistas que opinen que el tercero interesado tiene mucho más interés que el pobre partisano o el pensador sincero.
Para salir del laberinto que tantos terceros interesados han constituido alrededor de Rousseau, no hay más que una solución: volver a su texto, volver a leer sus palabras tal como las escribió y tal como las entendió. No es muy fácil por la infiltración de mitos sobre Rousseau. Sin embargo, dos investigadores jóvenes lo han conseguido en el último año; un francés, Julien Freund, en Estrasburgo, y un alemán, Iring Fetscher, en Tubinga. Completamente independientes el uno del otro, ambos llegaron al mismo resultado: no sólo que Rousseau no era un revolucionario, sino que más bien consideró que la revolución no tenía sentido y que era una desgracia. Libertad e igualdad existen solamente en unidades pequeñas, modestas, homogéneas; todo lo demás es ilusión y engaño.
OTROS TERCEROS INTERESADOS
Este es el verdadero Rousseau. Según las experiencias de las últimas décadas, semejante verdad producirá nuevas difamaciones y nuevas glorificaciones, siendo indiferente si la reacción obra en favor o a costa de Rousseau, en favor o en contra de sus fieles intermediarios. El poder de los terceros interesados es grande, y hay muchos.
Incluso hay cada día más. Algunos de los múltiples Estados nuevos surgidos en los últimos años en suelo africano descubrieron mientras tanto su Rousseau. Esto ocurre dentro del curso inevitable hacia el desarrollo industrial que Rousseau había considerado como una desgracia. Nuevos mitos anticolonialistas surgirán y proliferarán, y un pobre partisano del espíritu europeo se eleva como imagen de culto a nuevos altares antieuropeos. En este aspecto, los europeos aún podemos esperar algo. ¡Enhorabuena, Juan Jacobo, en tu CCLC aniversario y por tantos nuevos terceros interesados!
Carl SCHMITT

ABC, 28 de junio de 1962, p. 17

viernes, 24 de noviembre de 2017

"Un análisis" de Josep Pla (Los papeles de Son Armadans, 1956) [Traducción de Camilo José Cela]



Un análisis
Hará unos quince años que perdí de vista a mi amigo Romaní, quiero decir al escritor Romaní, que tuvo en Barcelona, en un momento determinado, un cierto renombre, renombre que hoy se ha desvanecido completamente. Pero he aquí que me enteré no hace mucho de que era cónsul y residía, retirado del mundo, en una población de las repúblicas americanas. Le escribí recordando nuestra antigua amistad y las horas que pasamos en París, soñando, charlando, corresponsaleando y haciendo otras tareas abstractas. Le pedí también que me hablase de su señora, la divina Olga Johansen de mi juventud, cuyo amor por Romaní tuve el gusto de presenciar en aquella época ya lejana. La respuesta de Romaní fue larga y sobrecogedora. Hela aquí:
He recibido, caro y olvidado amigo, su carta amable. Le agradezco su buen recuerdo y la invitación que me hace de hablarle de las cosas de mi vida. He sentido diversas veces la tentación de poner en un papel, para tener de ello una idea clara, los elementos de mi terrible drama. Lo he probado, sin conseguirlo nunca, una y cien veces. No se si esta última intentona ha sido más afortunada. No es probable. Sepa por anticipado que mi relación matrimonial con Olga Johansen duró tres meses escasos, que hace catorce años que no nos hemos visto y que no sé por dónde anda.
En el momento de conocer a Olga, yo tenía treinta años. Todo aquel montón de sentimientos y de prevenciones, de vanidades y de miedos, de mentiras y de verdades que constituyen lo que se llama el carácter, había cristalizado en mí de una manera completa. Era un hombre formado, inconfundible, dibujado. En el proceso de esta formación, habían influido mis años anteriores y se puede decir que todo había conspirado, durante este tiempo, para llegar a hacer de mí un hombre sin receptividad para lo vida en común, sin sentidos cordiales.
Hasta los dieciséis o diecisiete años, primero de una manera constante, después de una manera esporádica, viví en casa la ruidosa, aunque debilísima, vida familiar de nuestro país.
Mi padre era comerciante. Era un hombre totalmente obsesionado por el juego del dinero. La única cosa que le distraía de una manera absoluta —¡la única!— era el comprar y el vender, el especular. El mismo afirmaba que no había en el mundo ninguna otra cosa capaz de hacerle perder un instante. Actuando en un momento —los años de la primera guerra mundial— de mucha inseguridad y agitación, se encontró afectado por altibajos considerables. Cuando las cosas le iban viento en popa, se volvía elocuente, dicharachero, fachendoso como gallo en tresnal, intolerablemente simpático. Entonces, en casa, el dinero corría como el agua y se gastaba sin ton ni son, de una manera indignante.
Cuando, por razones que no comprendí nunca con claridad, se producían las dificultades, se volvía sarcástico, violento, inseguro y complicado hasta un grado indescriptible. Nuestra vida, entonces, cambiaba.
No vi en ningún momento que mi padre hablase seriamente de nada con mi madre. Eran complicados diálogos alusivos y llenos de una fría reticencia, inacabables aplazamientos, equívocos constantes, manifestaciones de una situación rota e irreparable, pero estabilizada.
No le sorprenderá, creo, si le digo que llegué a tener un respeto muy relativo a mi padre. En realidad, llegué a sospechar si sería uno de los hombres más tontos, ligeros y absurdos de este mundo. El drama de la adolescencia es aquel punto de gravedad en que se muestra insobornable, aquel punto de gravedad que parece la consciencia de la virilidad plena. La pasividad de mi madre llegó a exacerbarme. La encontraba incomprensible. ¡La hice llorar tantas veces! La hice llorar por puro goce, por el gusto, casi diría dialéctico, de hacerla llorar, por pura ignorancia de una situación que yo no podía comprender y que de hecho era infinitamente complicada. Creía tener razón. Era un puro animal. Cuando he pensado, más tarde, en estas crueldades inútiles, he encontrado en ellas la raíz de mi escepticismo. Con mis indignantes simplezas, hice, padecer demasiado a mi madre para que después me haya podido considerar obligado a prescindir del punto de vista de los demás.
Nuestra vida familiar fue, pues, completamente insolidaria y, como eso es muy frecuente en nuestro país, a veces he pensado si nuestro pueblo, que es, en la calle, un pueblo como otro, no será, de puertas adentro, una tribu primaria.
A los diez años salí de caso para estudiar el bachillerato. Si me hiciese usted decir por qué me puse a estudiar el bachillerato, me vería muy embarazado. No hay más remedio que admitir que yo era uno de los señalados por la Divina Providencia para seguir estos estudios singulares. Conocí la vida de internado en un colegio religioso. Formábamos parte, como casi todo el país, de la religión oficial, y esto implica unos ciertos compromisos sociales que se han de cumplir indefectiblemente. Sobre los otros, hay más tolerancia. Pero eso es lo de menos. Los chiquillos son pesados y no hay más remedio, llegado un cierto momento, que alejarlos un poco para vivir con tranquilidad. Cuando estuvimos todos en el colegio, mi padre pudo dedicarse, sin perder un instante, a su pasión fascinadora de hombre elemental. Entró en una actividad frenética y parece que tuvo entonces una excelente, una positiva temporada. Ganó mucho dinero y ello le permitió hacernos viajar, con nuestra madre y una sirvienta, durante las vacaciones. Debió ser entonces la época de su vida más agradable.
Entré entonces en la pura soledad. En el internado aprendí, a la sazón, las cosas que luego dieron a mi carácter el toque definitivo. Aprendí a ir solo, a hacerme la cama y a no fiarme de los demás. Cada vez que intervine en las cosas ajenas o me ofrecí a los extraños, salí perjudicado. Todos iban a lo suyo y tomaban el atajo con una claridad y una frialdad imponentes.
Las veces que estuve enfermo, hice todos los esfuerzos posibles para que no avisasen a nadie. Temía que vinieran a hacerme un cumplimiento y que una sonrisita de encargo habría disimulado apenas la incomodidad del desplazamiento y de la visita. Si hubiese venido mi madre —que ciertamente hubiese venido— le habría dado el deplorable disgusto de ponerme a discutir tan pronto como la fiebre hubiera cedido. Mi pretenciosa animalidad no es para ser descrita. Pero la soledad me hizo, a los dieciséis años, creer con una extrema lucidez qué estar enfermo es una equivocación y que el dolor físico es una infamia.
Entretanto, las cosas me llevaron, naturalmente, a encontrar gusto en la vida contemplativa y flotante y a mirar el paisaje. Se produjo en esto la crisis de la adolescencia, que fue fuerte, pero corta y rápida. Recuerdo que estando en el internado, en el curso de una excursión a la montaña, nos escapamos tres amigos e hicimos, corriendo, tres horas de camino al objeto de llegar antes que los otros y poder pasar nuestra vista maravillada por las paredes sudadas de una casa de prostitución inconfesable. Las consecuencias no se hicieron esperar y, a los quince años, me expulsaron del colegio por diversas razones, por razones de impiedad y. otras más complicadas. En todo caso, he de decir que aquellas tres horas de camino han sido el esfuerzo deportivo más fuerte que he hecho en mi vida.
Empecé la carrera en Barcelona, entre un desorden y un barullo infernales. Elegí una determinada, en lugar de otra, porque me pareció que me dejaría más tiempo para hacer lo que me diese la gana. Como para llegar a tener un poco de sensibilidad, hay que haber ganduleado mucho, puedo decir que acerté. Llegué a ser una especie de Nelson de la pereza. La amplísima libertad de mi vida de entonces, se me subió tanto a la cabeza que me impidió aprovecharla. No encontré ningún obstáculo y ni por azar pasó ante mí, aquellos días, un hombre dispuesto a interesarme en una cosa concreta, dándome una explicación clara de ella. Me deshice y me dispersé —sin zarandearme ninguna crisis dramática—, como si hubiese pasado por un naufragio. Me salieron las durezas del no saber qué hacer. Me convertí en una especie de inútil normalizado.
Leí no recuerdo dónde —en Stendhal quizá— que la vanidad era un poderoso reconstituyente, una especie de corsé de valor universal para las personas medio encorvadas. Lo probé, pero el ridículo me comió de pies a cabeza y tal vez nadie podrá nunca reírse tanto de mí como yo lo hice aquella temporada. Entretanto, vi tantas mujeres, oí tanto rumor de dinero, pasó ante mí tanta mediocridad espesa, que llegué a sospechar que el mundo no tenía ni la más leve importancia. A veces oía a alguien que hablaba, con los bolsillos llenos de libros y de papeles, de la posesión del mundo. Me echaba a reír en su cara. Otros me contaban —riendo o llorando— sus maravillosas entradas de caballo siciliano o sus fugas vergonzantes. Todos me parecían iguales, todos ponían la misma cara. Pasaba de largo, con la americana abrochada. Ni el vicio me hacía dar un paso, ni tampoco la virtud, tan alabada. Este estado de espíritu me hubiese podido llevar a un franciscanismo de primera mano y, para concretar, a un seminario. Me faltaron diversas cosas: imaginación, fe en la cultura y en los sistemas, y quizá tampoco hubiese tenido suficiente salud para llevar una vida ordenada. Vivía como un santo y si, a veces, alargaba más el pie que la manta, era porque portarme demasiado bien me asustaba, ya que me gustaba demasiado. Llegar a casa anonadado, indignado, avergonzado, después de una noche de juerga, era para mi espíritu un ejercicio absolutamente necesario. Sin esto me hubiese parecido que vivía fuera del mundo y que las cosas de los hombres no me interesaban.
Me lo hubiese parecido —hay que decirlo— y no me lo hubiese parecido. Digo esto porque había en mí una fuerza, que era mi egoísmo, que me tenía atado a la realidad con una cadena invisible y clandestina. Si le pudiese hablar de ello, de mi egoísmo, con un poco de claridad, vería que soy un hombre perfectamente desagradable. La impresión demasiado justa que tenía del mundo exterior me inclinaba constantemente hacia el pesimismo, esto es, hacia una positiva incapacidad para la cooperación y el trato social. Encontraba, si quiere, que todo era muy agradable, pero lo que me divertía, de hecho, era no mezclarme en ello. Mi excepcional capacidad para no hacer nada, para pasar horas y horas fumando cigarros y sentado como un desesperado —esta frase tuvo en su tiempo un cierto éxito y aun hoy es justa—, servía mis instintos. Los hombres trabajan porque encuentran en ello un placer que no les da la inacción y la pereza. Este placer yo no lo he sentido nunca y esto me ha hecho ser un desgraciado. Bien; no me mezclaba en nada, pero tampoco toleraba que los demás interviniesen en mi vida. La sola posibilidad de pensar que alguien se acercaba con estas intenciones, me daba fiebre. Las ventajas innumerables que proporciona el trato con los hombres, quedaban ahogadas, en mi imaginación, por las incomodidades y los contratiempos que en la vida social se presentan a cada paso. Probablemente, mi rudimentaria instrucción y mi cultura superficialísima permitieron la concentración de todas mis posibilidades mentales en una sola dirección. El médico que tuviese un oído diez veces más fino que el de los otros, tendría la tendencia a reducir los dolores de los hombres a una enfermedad del corazón. He tenido una verdadera capacidad para ver los detalles ridículos —hasta los más microscópicos—, para darme cuenta de los tics extraños, de las situaciones absurdas, de los contrastes naturales y de los papeles desairados, hasta el extremo de poder decir que todas las situaciones desagradables y grotescas en que me he encontrado, me las ha creado esta mi arrolladora y casi inconsciente receptividad.
Todo eso sin hablar, naturalmente, de las sensaciones de incomodidad que me producía la vida social.
Yo, que tengo la piel tan dura para ciertas cosas, no puedo tolerar el más pequeño roce con la gente. He vivido casi siempre en medio de un espantoso desorden moral e intelectual pero, a veces, el retraso de un tren me ha indignado. ¡Ingenuidad! Soportaba las incomodidades que me creaba yo mismo. Las que no toleraba eran las que me causaban los otros, sobre todo las que yo veía que me habían creado sin pensarlo. Después de todo esto, considero inútil recalcarle que no he sentido nunca en la vida lo que se llama la ambición, el orgullo, el placer de mandar, ni lo que los poetas pobres, gordos y sucios, llaman las ganas de volar. Si le dijese que, en un momento determinado, he deseado una cosa hasta el punto de quererla poseer y dominar, le diría una mentira. Nada me ha hecho suficiente ilusión para deslumbrarme y hacerme olvidar sus esquinas inconfortables.
Me ha de perdonar el aire extremadamente confidencial que va tomando esta carta. Pero, ya que nos hemos metido en ello, conviene que sepa que, allí donde he llevado estas ideas mías hasta un extremo más agudo, ha sido en los asuntos de amor. Puede decirse que he estado casi siempre a disposición de las damas, pero no les he pedido nunca nada que no me pudiesen dar. Dirá tal vez que he sido generoso. No lo sé. Lo que es cierto es que la cosa que he pagado más cara es el derecho a no sufrir incomodidades. He sido generoso con el único intento de que me dejasen tranquilo. Puedo decir, pues, que si mi individualismo ofensivo ha sido, de hecho, una cosa inexistente, mi instinto de conservación ha sido un sentimiento selvático, tosco y primario. No he pedido nada ni he dominado a nadie, pero me he defendido con todas las armas nobles e innobles cuando han tratado de dominarme y de hacerme ir un poco hacia adelante. Ciertamente, he deseado bien poca cosa: sólo ir tirando. Las leyes de los Estados cada vez nos rodean más de cerca, y quizá un día tengamos que instruir un expediente si queremos dejarnos el bigote. Dentro de las argollas de la ley, me ha gustado tener la máxima libertad y, si con trampa o sin ello, he podido ensancharlas, no me he detenido a reflexionar. Las leyes no escritas me han parecido siempre muy vagas y, si no he trabajado para desacreditarlas, tampoco me han emocionado nunca. Para comprender la ferocidad de mis instintos de conservación, no tiene que hacer más que recordar la cara que ponen nuestros millonarios cuando les piden cinco pesetas. Se vuelven verdes como lagartos y sudan el color de salamandra mejor que hay. Traslade este color a un campo más filosófico y general —a una posición ante la vida— y tendrá una idea de mi caso. Sería probablemente curioso averiguar de dónde procede esta mi ferocidad aplicada a la pasividad. Lo he probado y he descubierto tantas taras individuales y nacionales, que la abundancia misma de fuentes me ha impedido llegar a un resultado.
Al día siguiente de terminar la carrera, entré en el periodismo activo, y esta profesión infame es lo que me acabó de hundir. He descuidado decirle, en efecto, que he tenido siempre una cierta intuición natural y una relativa facilidad para comprender lo que quiere la gente, antes, como quien dice, que les salgan las palabras de la boca. Las disposiciones de la intuición no son más que aparentes; la facilidad es lo que pierde a los hombres y es el origen de todas sus inmoralidades. La intuición no respeta nada, ni los intereses, ni las posibilidades de quien dispone de ella, pero es una cosa que embriaga y que hace rodar la cabeza. No hay nada mejor para ir tirando y espigando. El periodismo, con su vacua y necesaria palabrería, llega a industrializar la intuición, cataloga el mundo de una manera esquemática y proporciona en todo momento la palabra justa para dar la impresión de que se está en el punto de arriba. A la larga, la facilidad ablanda tanto, que cuesta andar con las propias piernas y no negar que todo es una locura. Este oficio, tan necesario para dar a todo el mundo una sensación de libertad, es una máquina brutal para aplastar hombres, un ejemplo clarísimo de la crueldad de las leyes naturales. Caí allí como el pez en el agua y me zambullí. Mi temperamento retraído me hizo apreciar, sobre todo, aquel aire que tiene el periodista de lavarse las manos: su naturalidad. Las redacciones son, además, una concentración de vida y de realidad, y sobre la mesa pasa cada noche la deyección general. Esto me repugnaba al principio. Después me encallecí. Al cabo de un año vi que todo lo que pasaba en el mundo tenía la importancia que pueda darle una columna de estilo claro, sencillo y ameno. El ciclo se bahía cerrado; la realidad dejó de ser para mí un motivo de atracción y de cordialidad. Todo era igual y el oficio no había hecho más que afinarme mi instintiva socarronería antisocial.
Positivamente había ganado. Habían pasado unos cuantos años. Había aprendido a disimular, a nadar bajo el agua, a no comprometerme, a jugar de cualquier manera, limpio y sucio, con un aire elegante. Sin necesidad de hacer ninguna concesión desagradable, mi temperamento perdió su monotonía solitaria, porque la habilidad me permitió distraerme con mis relaciones, sin padecer tiranía ni incomodidad. Vi que no se puede ser un perfecto egoísta sin ser infinitamente discreto y bien educado. Me da vergüenza confesarlo: llegué, en el terreno de la farsa, a hacer filigranas de matización imperceptible y suave. Me sumergí tanto en el juego, que me llegó a parecer un estado más natural y profundo que la misma realidad. En parte tenía razón. Es innumerable la cantidad de elementos extravagantes e indecentes que hay en las cosas más serias. Sin embargo, el error consiste en creer que todo es indecente. Lo que puedo decir, en todo caso, es que aquella frase del primer capítulo del Tristan Shandy: «Ruega a Dios, hijo mío... ¿te has acordado de dar cuerda al reloj? », me ha sugerido con frecuencia muchas más cosas que un canto sublime de la Divina Comedia. En literatura sólo me ha gustado el trabajo de clasificación de los contrastes y me han parecido siempre absurdos los personajes con menos de dos caras. He considerado que la literatura idealista podría a duras penas tener un interés para los capitanes de caballería, para los artistas y para los directores de bancos. Es absurdo. Ya lo sé. Absurdo y repugnante. Pero he tenido una tan desgraciada opinión de mí mismo, que me he resistido a creer que la angelicalidad de los hombres no es una cosa simultánea con su incomparable bestialidad. ¿Me he engañado? Quién sabe. En todo caso no hallo ninguna razón para poder afirmar que soy diferente de los demás.
Asistí al agrio proceso de ver cómo el mundo se me deformaba y cómo se me derretían, ante los ojos, las cosas más grandes. Considero que una sucesión de sensaciones y de ideas semejante se produce en todas las personas que han tenido de sí mismas, un momento u otro, una idea clara. Lo que pasa es que este proceso sólo en poquísimas personas es constante. Puestos ante sí mismos, los hombres se espantan; se tapan, primero, la cara con las manos, y después, vueltos de espalda, procuran olvidar. No hay nada más pueril y destructor que la verdad. Ciertas personas desgraciadas parecen, en cambio, haber nacido para la ingenuidad. Cuando se está harto de lugares comunes, se encuentra un gusto ácido, y un temblor caliente se remueve bajo las manos ante la deformación vital. Queda uno embriagado por las postulaciones simultáneas y contradictorias de la vida. Se siente la emoción indescriptible de la insatisfacción continuada. Embalándose por este camino, al principio, todo son flores y violetas, se hace a cada momento un descubrimiento interesante y sugestiona sentir que se marcha sobre seguro. Pero el camino no lleva n ningún sitio más que a la indiferencia, diríamos mineral, que produce la inmensidad. Y al fin, si no se descubre un alma de redentor, se encoge uno bajo la cáscara y siente el asco de la misma bestia y el de todo lo que se mueve alrededor. Y es entonces cuando, si se tiene uso de razón, su formula el programa mínimo de la vida, que tiene la ventaja de poder servir para llenar la piedra de la tumba: «No deseó, para no padecer; no amó, para morir».
Cuando marche a París, estas cosas me preocupaban indeciblemente. Tenía entonces ideas más claras que ahora, porque eran más incompletas. ¿Por qué me fui? Revolviendo un periódico que hacía entonces, encuentro una nota llena de puerilidad, escrita unos meses después de haber llegado a Francia, que demuestra bien pocas cosas, ciertamente, pero que tiene la ventaja de dar una explicación vagamente filosófica de mi funesta manera de ser. ¿Qué es —me preguntaba entonces—, qué es lo que permite a un hombre decir que está contento en una época determinado? Todas las épocas deben ser iguales, y el hombre de hoy, a pesar de los automóviles, los motores, la electricidad y la telegrafía sin hilos y otros inventos aplastantes es, poco más o menos, el mismo hombre de hace mil años. Hay siempre, en el mundo, lo misma cantidad de placer y de dolor, de estupidez y de inteligencia, de crueldad y de dulzura. Si uno tiene la suerte de caer en la tierra, en su lugar justo, pasa una vida regalada, aunque a dos pasos la gente se coma entre sí. Otras personas, en cambio, están destinados fatalmente a vivir de cualquier manera —aunque vayan tirando entre plumas, murmullos delicados y volanderas melodías—, debido al hecho de que no encuentran su sitio. Mi caso entra, quizá, en este segundo cajón.
Hay una parte de mis amigos que me supone una psicología complicada y desagradable. Es cierto, y esto es porque soy un hombre desplazado. Hubiese podido tener una salud sólida; hubiese podido ser un campesino, en toda lo extensión de la palabra. El nombre que llevo, hace siglos que está arraigado sobre un trozo de tierra soleada y roja del Valles. El ascendiente rural de mis antepasados informa todos mis actos, mi vida, mis pensamientos. Me parece tener del campesino el gusto por las cosas directas y por las cosas un poco vagas, la reserva, la socarronería, el sentido común y la necesidad de echar, a veces, una cana al aire. Veo el turbio agitarse de los hombres y de las mujeres, desde un punto de vista grotesco, y recalco su pequeñez enfebrecida porque llevo en la sangre la admiración ancestral de los fenómenos naturales, del sol y de las lunas, de las cosechas y de las estrellas, del beber y del comer. No puedo sufrir los seres primarios, los chiquillos, las mujeres, los artistas ni los personajes mágicos: los sacerdotes, los príncipes, los grandes hombres. Me repugnan los declamadores, sobre todo aquellos que exaltan hasta una aparente adoración la plataforma de material humano, suave y conformado, sobre la cual ejercen el parasitismo más ávido.
Las circunstancias de la vida han hecho que me tenga que desplazar y mezclar con el remolino de la existencia solidaria. Lo he hecho de mala gana, me he adaptado poco y nadie me ha ensenado nada —a pesar de la espesa vanidad humana— que no hubiesen hecho infinitamente mejor los muertos. De aquí proviene el aire que tengo de hombre que se ha vuelto agrio y se encuentra desenfocado y perdido en todo lugar. Trato, en el mundo en que vivo, de hacer lo que hace todo el mundo, pero debo hacerlo muy mal, porque la gente me encuentra los pelos y señales y dice que hago trampa.
Una vez que me hube dado cuenta de este desplazamiento, me organicé la vida de manera que me resultase relativamente pasable. Me cree una serie de defensas para evitar que me tiranizase el idola tribus de que hablaba Lord Bacon. Vi que la sociedad de mi país era terriblemente áspera y que los hombres se pasaban la vida atormentando a los demás. Decidí marchar por una temporada y hace muchos años que vivo entre gente incierta y fría. Dentro de esta gran soledad, he llegado a pasar ratos tolerables, hasta el extremo de que puedo decir que si la época me gusta poco, a veces me encanta.
Aquí termina la nota, y cuanto más pienso en ello más veo que estas últimas palabras conservan la sonoridad exacta de mi estado de espíritu de entonces. No hay duda: era feliz. La ciudad —París— me encantaba porque era bastante grande para darme una inefable sensación de soledad. La monotonía de aquella vida me adormecía. Veía pasar ante mí la mascarada del mundo y nada añoraba: estaba demasiado cerca de las cosas para desear algo. No esperaba nunca a nadie, ni nadie me esperaba. Ningún hombre me conocía, ni ninguna mujer, y nadie consideraba con suficiente caridad —diga, diga, ¿quiere usted callarse...?— mis encantos. Sentía la libertad con una fuerza y una felinidad animal. La primavera acababa de empezar, había una luz tierna y llovía dulcemente, interminablemente. El tiempo me gustaba tanto, que a veces no me levantaba. La monotonía de la lluvia me amortecía lentamente, mi cuerpo perdía su pueril relieve de ofensividad, la imaginación no me convidaba ni me exigía nada. El equinoccio de primavera, aún frío pero va tocado por la tibieza de la savia, parecía acercarme o la esencia de la vida, y el tiempo pasaba, en mi habitación de hotel de la calle solitaria —los tilos a punto de florecer, la luz mortecina y líquida en los cristales de las ventanas—, con una suavidad tibia y desdibujada.
Fue en estas circunstancias cuando conocí a Olga Johansen. Yo tenía treinta años y me hallaba en el momento más formado de mi carácter. Mi egoísmo era una fuerza completamente cristalizada. Olga era una mujer espléndida y más joven que yo: tenía veinticinco años y era alta, rubia, llena y de una dureza sedosa y matizada. Más que su carne dorada, lo que convertía a aquella mujer en una pura delicia era la sensación de limpieza moral y material que daba. Era tan hermosa, que vivía rodeada de una colección de personas desgraciadas que la adoraban. No hay nada mejor que poder ejercer la vanidad delante de las personas que nos gustan. Olga tenía a su alrededor una banda de ángeles mal encarados que la miraban con ojos de ternera degollada.
Una vez que nos hubieron presentado, me sorprendió extrañamente el aire de lujo suave y de placer ordenado que aquella mujer irradiaba. Así y todo, en nuestras primeras conversaciones jugué, charlando, con las cosas más santas y sagradas. Al principio me pareció, viéndola constantemente entre gente distinta, que era una mujer de sentimientos ligeros, incapacitada para detenerse un momento sobre un placer o un dolor real y verdadero. Más adelante me di cuenta de que, si bien le gustaba evidentemente hacer colección de desgracias ajenas y catalogar sensaciones, podía concentrarse dulcemente sobre una cosa, aparte de que el hecho de escuchar desgracias es ya un síntoma de temperamento balsámico. Era quizás la mujer exacta del epigrama de Marcial: «No la quiero demasiado fácil ni tampoco demasiado difícil. Me place la que equidista de ambos extremos». Era esto, exactamente, Olga: un bálsamo.
No quiero entretenerle recreando con dificultad mis estados de espíritu de entonces, pues ha sido usted un testigo benévolo de ellos. Pensaba en aquella época que lo que se llama el amor, no es más que una idealización poco lograda de una de las obligaciones más implacables y oscuras de la especie humana. Creía que sólo una cosa puede justificar y explicar el matrimonio: el confort y el bienestar puramente físico que el estado matrimonial da a veces. Desde el punto de vista espiritual —esto es: por lo que hace referencia a la posibilidad de huir de uno mismo—, no creía que pudiese resolver absolutamente nada. Como máximo, la yacija matrimonial, llevando consigo una continuada confesión liberadora, puede atontar y cloroformizar el dolor del pensamiento y cicatrizar, en ciertas personas, el fracaso de la vida. Veía a Olga como el summum del confort en este mundo. Por esto, su suavidad inefable me penetró fácilmente, insensiblemente, y me pareció que acaso no haría ningún mal negocio tratando de casarme con ella. Comenzamos una correspondencia copiosa, llena de puerilidades. Olga colocó, por su parte, todas aquellas cosas que puede decirse que forman el romanticismo decoroso. Yo coloqué todos los lugares comunes del cinismo brillante. Sus cartas eran de una sensiblería que hacía sonrojar. Las mías eran de una pedantería insoportable. Generalmente, los billetes de Olga eran aburridos. Los míos eran, generalmente, confusionarios y si, por azar, una rendija permitía aclarar la confusión, dentro se veía indefectiblemente una patochada.
Ella decía:
— Usted es mucho mejor persona de lo que se piensa.
Yo respondía:
—Usted es mucho peor de lo que dice.
Discutimos estas cosas con entusiasmo quizá durante medio año. Por fin, insinuamos casi simultáneamente que lo más probable era que estuviésemos perdiendo el tiempo. Entretanto, las posibilidades matrimoniales habían madurado. Olga no pedía nunca nada, y esto me daba una sensación clara de mi pequeñez. No crea usted que es la sensación me desagradase. Sería arriesgado decir, por otra parte, que había cambiado de carácter. Al contrario. Entre la libertad y el estar dominado por algo que nos parece necesario, no hay diferencia. A su lado me sentía un ser débil, anárquico e insignificante, y caminaba como si me llevasen del brazo. Olga, por su parte, lo daba todo sin regatear. Protestaba cuando le decía que hacía las cosas por caridad y mando le echaba en cara su aire balsámico. Me contestaba que era una mujer como otra y que lo hacía por amor... Yo reía y a veces me espantaba. No podría decir si he sido nunca absolutamente sincero. Pero si alguna vez me he aproximado o ello, fue ciertamente cuando traté de demostrarle las enojosas consecuencias que para ella podría representar que el matrimonio la desilusionase por un lado o por otro. Recuerdo que se echó a llorar, hablando de estas cosas, enervada. Insistí. Para acabar de una vez me dijo que si lo que yo preveía llegaba, nos separaríamos sin armar ruido y sin escándalo. A veces, el destino de los hombres es tan naturalmente absurdo que se llega al dolor sin dejar de ser mal educado. Lo cierto es que decidimos casarnos y nos casamos, probablemente entusiasmados.
Diversos extremos se aclararon en seguida. Bajo la sensiblería palpitante y con frecuencia ridícula de Olga, había diversas cosas respetables. Detrás de mí cinismo retorcido, había una vaciedad que espantaba. Olga conocía profundamente mi carácter, pero suponía que a fuerza de cordialidad me podría convertir en una persona cabal. Yo había ido al matrimonio sin perder el entendimiento y no soñaba que fuese nada del otro mundo: esperaba hallar en él, sobre todo, el lujo suave, el placer ordenado que Olga creaba. Y fue así: Olga demostró, en las más pequeñas cosas, una capacidad de abnegación extraordinaria. Yo viví dos meses de una manera deliciosa, inolvidable.
Pero, entonces, Olga se puso enferma y los médicos diagnosticaron un tifus de mucha gravedad. Bien; ahora es el momento de hablar claro y de decir toda la verdad. Ante el miserable estado de Olga Johansen, mi carácter reaccionó de una manera fatal. La vi tal como era, como un monstruo. La enfermedad me sublevó. No pude perder la lucidez. El corazón, enjuto, estéril, muerto, no produjo ni el menor latido cordial, todo junto —la enfermedad y mi horrible reacción— me dio un asco indescriptible y, agitado por la repugnancia de mi dolor, la abandone. Me espanta decirle que lo decidí con una relativa naturalidad. Es verdad y lo escribo con todas las letras, para que tenga de mí una idea aproximada.
Después..., sí, claro, me disgustó enormemente, pero volver atrás era imposible. Demasiado tarde. Hace catorce años que no nos hemos visto y no sé por dónde anda. Y yo soy una persona vaga, aplastada de horror y de perversidad, que daría la vida por una brizna de ternura, de cordialidad y de calma.
JOSÉ PLA
Mas Pla. Llofriu (Gerona).
(Traducción de C. J. C., autorizado por el autor).
Los papeles de Son Armadans, Madrid-Palma de Mallorca, Noviembre 1956, Año I, Tomo III. Nº. VIII, pp.193-213.

jueves, 23 de noviembre de 2017

Polonia. De Gombrowicz a Kantor (ABC Literario, 18 de agosto de 1990) de José Grau



Panorama de la literatura contemporánea
Polonia. De Gombrowicz a Kantor
La literatura polaca de este siglo ha contado con figuras de primer orden: así, Witold Gombrowicz. Bruno Schulz y Stanisław Witkiewicz, a los que ha de agregarse el poeta Czesław Miłosz, premio Nobel en 1980. No es casual que la tragedia de Polonia, víctima de los totalitarismos, nutriera de forma sustancial la obra de Gombrowicz; además de marcar el doloroso final de Schulz, fusilado durante la ocupación alemana, y de Witkiewicz, que se suicidó cuando el Ejército soviético cruzó la frontera de su patria. Todavía hoy es el manadero en el que bebe la inspiración de Tadeusz Kantor, el hombre de teatro más notable de Polonia de posguerra. La literatura polaca logró sobrevivir al furor totalitario y a la ocupación rusa, y ha producido obras de notoria significación. Sólo algunos de estos nuevos nombres son conocidos en España, como es el caso de Kantor y del gran novelista Andrzej Kúsniewicz, autor de «El rey de las Dos Sicilias». Sobre la situación de las letras en Polonia José Grau ha elaborado este informe, con el que continuamos la serie dedicada al estado de la literatura en el mundo.
BAJANDO por la calle Nowy Świat, en el centro de Varsovia es fácil encontrar puestos de libros al aire libre. Desde hace unos meses, hay un tomo que destaca en todos esos tenderetes. Se trata de las memorias del legendario Jacek Kuron: «Wina i Wiara» («Culpa y confianza»), editado en 1990, en las que describe su evolución política. Kuron es un personaje muy destacado de la vida polaca: primero comunista, a partir de 1968 se fue distanciando y ligándose a la oposición; ahora es ministro del Trabajo.
Otro libro también muy popular son las memorias de Edward Gierek, secretario general del Partido Comunista durante los años setenta, década en la que Polonia se endeudó hasta dimensiones insospechadas, aunque de puertas adentro pareciera haber un relativo bienestar. A excepción de estas dos «Memorias», apenas se ven novedades en los escaparates de las librerías polacas. El sector del libro sufre especialmente la crisis, de tal manera que las obras a la venta lo están casi más por casualidad que por necesidades de mercado. Es imposible obtener un determinado libro extranjero. En Polonia hay que dejarse llevar por la improvisación, con la esperanza de que quizá se encuentre lo que se busca.
Las memorias y las narraciones de carácter histórico son las creaciones que actualmente más se leen. Hay tres temas dominantes, en torno a los cuales giran la literatura y la historia. Se trata del tema de la matanza de Katyn, donde en 1943 la policía secreta de Stalin asesinó a miles de oficiales polacos; el tema de la ocupación nazi de Polonia durante la segunda guerra mundial, y, finalmente, la epopeya que motivó la declaración del estado de guerra en 1981. Sobre estas tres materias se ven ahora en Varsovia muchas obras que, sin embargo, no son nuevas, puesto que ya habían sido publicadas en el exilio, pero que ahora son accesibles a los polacos.
En Polonia se comenta que la perspectiva del mercado libre asusta a los creadores. Andrzej Braun, presidente de la Asociación de los Escritores Polacos (Stowarzyszenie Pisarzy Polskich, SPP), ha señalado recientemente en este sentido que en el mundo la mayoría de los escritores no se gana la vida con la literatura; en Polonia todos lo desearían. Hasta ahora, un poeta podía vivir de sus poesías, porque el Estado las editaba, independientemente de que las quisiera leer o no. Ahora parece que no será así.
La literatura polaca, y el mundo de sus organizaciones, estaba casi exclusivamente representada por escritores muy implicados políticamente y que apoyaban -lógico- al régimen comunista. En el Congreso de la Cultura Polaca, interrumpido el 13 de diciembre de 1981 por la ley marcial, el escritor Andrzej Kijowski afirmó: «Todo lo que hemos escrito está destinado a la autoridad y no a los lectores.» El destinatario, añadía Braun, había sido la autoridad en forma de censura. Ahora hay que preguntarse si gustará a la sociedad, y no a la censura. En julio de 1983, la Unión fue administrativamente disuelta por «infringir las leyes». Su último presidente fue Jan Józef Szczepański.
La literatura ambiciosa, de calidad, es acogida en Polonia casi sólo por las elites. La literatura documental -a veces de gran calidad- es la que llega más al público, tanto a lectores con interés puramente literario como a los no tan interesados por las letras en sí. Es la literatura que desvela el hecho histórico o que ilumina la vida: no se persigue, pues, el arte por el arte.
Novela
En opinión del destacado crítico y profesor Janusz Sławiński, Józef Mackiewicz sigue siendo el novelista polaco contemporáneo más influyente, a pesar de haber fallecido hace cinco años.
¿Cuál es la razón? Mackiewicz, como otros grandes autores polacos, es un escritor de la emigración; por ello, sus obras se leen ahora con más devoción. Y más aún por la gente joven. A veces, según Sławiński, en la emigración estaba «lo realmente contemporáneo polaco», motivo por el cual algunos escritores mayores, o incluso ya desaparecidos, empiezan a influir en la nación en estos momentos, y también en los círculos literarios.
Józef Mackiewicz fue uno de los primeros polacos que tuvo ocasión de ver la exhumación de las tumbas de Katyn en 1943. Esta experiencia se reflejó en un libro, ya traducido a varios idiomas, y que en polaco se titula « Zbrodnia katyńska w świetle faktów i dokumentów » («Crimen de Katyn a la luz de los hechos y de los documentos»).
Mackiewicz domina excepcionalmente bien la prosa y es autor de otras muchas novelas que ahora están causando un gran impacto. Es el gran representante de la literatura documental. Lo suyo es el relato que nace en la frontera de la ficción y la documentación. Es una mezcla literaria de reportaje y crónica.
Entre los escritores en prosa vivos y que no han emigrado, Tadeusz Konwicki es el número uno. Konwicki ha publicado obras como «Mała Apokalipsa» («Pequeña Apocalipsis») o «Kompleks Polski» («Complejo de Polonia»), críticas al comunismo. Konwicki es un escritor muy arraigado en la tradición polaca, sobre todo romántica. Los elementos realistas de su obra están imbuidos en una fantasmagoría somnolienta. Konwicki, redactor del semanario «Odrodzenie» («Renacimiento») tras la Segunda Guerra Mundial, escribe también guiones de cine.
Un autor más joven que Konwicki, y también gran maestro de la prosa, es Marek Nowakowski (nacido en 1935). Se trata de un escritor que refleja minuciosamente en sus novelas la realidad polaca: es decir, sus complicaciones y el carácter vil del viejo sistema, de cuyas cenizas hay que crear algo nuevo. Marek Nowakowski es un realista tradicional y, sobre todo, un autor de género, interesado por las costumbres, el ambiente y sus curiosidades lingüísticas.
Por lo que respecta a la prosa de vanguardia, hay toda una escuela conocida como «Twórczość» («Creación»), con su correspondiente revista mensual literaria. Al margen de este grupo se encuentra un buen autor de novelas llamado Janusz Anderman.
Un caso singular es Andrzej Szczypiorski, un escritor probablemente más conocido en el extranjero que en Polonia, donde parece ser que no se le estima demasiado. Algunos críticos literarios polacos han llegado a asegurar que su prosa no es demasiado brillante. Szczypiorski, de talante conciliador pero, con todo, típicamente polaco, ha escrito novelas con la ocupación nazi de Varsovia como tema de fondo. Además de escritor es senador de Solidaridad.
De alguna manera, Stefan Kisielewski es también una excepción. Es un hombre de la derecha, que, por sólo citar un ejemplo, en la Polonia comunista se permitía alabar al general Franco porque había posibilitado el paso de un sistema autoritario a un sistema democrático y, en cierto sentido, pensaba que era un modelo para Polonia. Kisielewski no es un escritor «sensu stricto» -aunque haya escrito muchas y buenas novelas-; es, sobre todo, un publicista político y un autor decididamente antitotalitario, pero de un antitotalitarismo que proviene de la derecha, no de la izquierda. Entre sus últimas novelas se encuentran «Przygoda w Warszawie» («Aventura en Varsovia»), de 1976: « Podróż w czasie » («Viaje en el tiempo»), escrito en 1982, y «Wszystko inaczej» («Todo de otro modo»), de 1986.
Poesía
El poeta polaco contemporáneo más importante es Zbigniew Herbert (nacido en 1924), y no el premio Nobel de 1980, Czesław Miłosz. En Polonia influye mucho más Herbert por su moralismo consecuente, que constituye un punto fijo de referencia. La tradición a la que alude Herbert es la de la lírica moralista, prerromántica, o sea, clasicista.
Miłosz es un escritor simbólico, y es un premio Nobel, es decir, más universal: pero también es un prominente emigrante. Poeta sincretista, aprovecha tanto los logros de vanguardia como las tradiciones de la poesía barroca, clásica y mística. Sería difícil encontrar una dominante clara en sus versos. Miłosz, aunque muy arraigado a la tradición local polaco-lituana, supo elevar lo nacional al plano mundial. Esto fue, sin duda, lo que contribuyó a que le concedieran el premio Nobel.
Czesław Miłosz (1911) emigró en 1951 y es, desde 1960, profesor de literatura polaca y rusa en la Universidad de Berkeley (EE.UU.). Su poesía evolucionó desde el «catastrofismo» hasta la problemática histórico-filosófica y cultural, en la cual el tema predominante es la confrontación de los valores universales morales y estéticos, con las experiencias históricas del hombre de la segunda mitad del XX
Para algunos críticos, sin embargo, la gran poeta de nuestro siglo es Wisława Szymborska. Entre los jóvenes (en tomo a los cuarenta años) estarían autores tales como Stanisław Barańczak y Adam Zagajewski. Stanisław Barańczak era miembro del KOR (Comité de defensa de los obreros), un grupo de intelectuales que luego, en su mayoría, se unió al sindicato Solidaridad. Ahora Barańczak es profesor de literatura polaca en la Universidad de Harvard.
Teatro
Hay que destacar entre los autores teatrales polacos consagrados la figura del dramaturgo y director Tadeusz Kantor (1915), autor de una obra considerable que es una interrogación turbadora sobre la trágica historia de Polonia, escrita y realizada con una gran pluralidad de medios. Kantor es, sin duda, uno de los grandes nombres del teatro europeo actual. El dramaturgo ha actuado en España, y hace unos años los «Cuadernos de El Público» publicaron su excelente obra «¡Qué revienten los artistas!»
Probablemente, sólo hay otros dos buenos dramaturgos entre los escritores polacos contemporáneos: Sławomir Mrożek, que a pesar de vivir en México escribe siempre en polaco, y Tadeusz Różewicz.
Mrożek utiliza el absurdo y la fantasía para eliminar la solemnidad de la política. Sus piezas teatrales se asemejan a la de Ionesco, y son un ejemplo de la imaginación y el talento del humorista de mayor sutileza de cuantos han aparecido en Polonia desde el año 1956.
Filosofía
Dos figuras son singularmente atrayentes: Leszek Kołakowski y Roman Ingarden. Kołakowski es el más destacado filósofo polaco y uno de los punteros en el panorama mundial. Su prosa ensayístico-filosófica es de una gran calidad, y ha conseguido crear un modelo a seguir entre los autores de su país.
La teoría fenomenológica de la literatura de Roman Ingarden es una de las más destacadas del siglo XX, junto a la teoría estructuralista y la psicoanalítica. Ha creado todo un mundo de nociones en el marco de las ciencias literarias. Discípulo de Husserl, fue profesor de la Universidad de Lwów, y a partir de 1945, de la Universidad Jaguelónica de Cracovia. Ingarden realizó una investigación antológica, sobre todo de las obras de arte, además de sus logros en el campo de teoría de la literatura y de la estética descriptiva.
Ensayo
Aleksander Gieysztor, el actual director del Castillo Real, es el más destacado medievalista; junto a él destaca Aleksander Labuda. Zbigniew Wójcik es un especialista en los siglos XVII y XVIII. Emanuel Rostworowski, fallecido en 1989, estudió en profundidad el XVIII. Stefan Kieniewicz es el investigador más relevante del XIX: se ocupa sobre todo de la insurrección polaca del año 1863. Antes, al igual que la mayoría de los historiadores polacos, era marxista. Tadeusz Lepkowski -recientemente desaparecido- se ocupaba de la historia contemporánea.
En Occidente, en especial en Alemania, goza de gran prestigio Władysław Bartoszewski, que ha escrito varias obras sobre la ocupación nazi y la insurrección de Varsovia en 1944. Amigo del primer ministro Tadeusz Mazowiecki, en la actualidad es embajador de Polonia en Austria. Otros destacados historiadores son Jerzy Kłoczowski (medievalista), Piotr Wandycz (historia moderna), Marek Drozdowski (se ocupa de la historia económica de Polonia de entreguerras) y Wojciech Roszkowski (historia moderna).
José GRAU

ABC Literario, 18 de agosto de 1990, pp. VI-VII.