Carta
de Mallorca
Visita a Camilo José Cela en Mallorca
por
José Pla
EN
un prólogo escrito para una novela de Lorenzo Villalonga, Camilo J. Cela se ha
retratado a sí mismo con estas palabras:
«El
otro novelista... también es alto, aunque ya empezó, quizá prematuramente, a
criar barriga. El otro novelista... gasta barba y es atlántico y turbulento,
desaliñado, galante y corazonal, y vive como un futbolista retirado, en los
afueras de la ciudad, en una calle bullidora y solana poblada de turistas de
licenciosa conciencia y de gatos enteros, maulladores y noctámbulos.
Probablemente es wikingo.»
Sí,
probablemente. Lo que es absolutamente seguro es que Camilo José Cela vive en Palma
de Mallorca. Primero habitó Son Armadans y ahora el Terreno, en un piso
excelente, con una vista muy agradable sobre la bahía de Palma.
La
criada me hizo entrar en el «living» de la casa. Eran las dos de la tarde, y
por las vidrieras de la amplia habitación entraba el sol a raudales. Mallorca
tiene esto de bueno, cuando hace buen sol la vida es muy agradable. En las
paredes hay estanterías con muy buenos libros, admirablemente colocados.
Encima, bastantes cuadros de pintura moderna, negros y feos, sobre los que
destaca un Joan Miró con unos microbios ampliados sobre un fondo de salmón
crudo y rosado. Es lo más escandinavo — wikingo— de la casa. En un rincón hay
una chimenea a punto de encendida. En el rincón opuesto hay una camilla de muy
buenas faldas en la que notoriamente el novelista vive y trabaja.
Cela
se puso una «robe de chambre» de excelente calidad sobre un pijama y aparece en
el «living» con la barba y los cabellos aborrascados.
Cuando
aparece los tres canarios que ocupan las tres jaulitas doradas, finísimas, de
la habitación se ponen a emitir gorjeos arrulladores y delicados.
Cela
llegó hace pocas horas de la Península, y dado que un periódico de Palma, por
exceso de celo informativo, comunicó a sus lectores que venía con gripe,
recibió muchos visitas y tiene un aspecto algo fatigado. Presenta una palidez
marmórea que el pelo acentúa todavía.
—Si le parece encenderemos fuego — me dice.
Se
acerca a la chimenea y trata de meterle mano, pero la leña me parece un poco
verde, humea y no arde. Se lo digo.
—No se preocupe — me ataja —- Yo sé encender fuego. Es cosa de familia.
Mi padre, de joven, fue detenido por incendiario.
Cuando
llega a la camilla, después de estos trabajos, tiene la barba y los largos
cabellos, que empiezan a grisear, todavía más aborrascados. Le miro un roto, a
contraluz. De perfil parece un facineroso peligroso y terrible. De frente, con
el perfil un poco cóncavo, tiene en la cara una impresionante expresión de timidez
y de ternura, y a veces, al chupar el cigarrillo, se asoma a sus facciones una
mueca de asco genérico—de asco de la realidad—. De frente parece un poeta
tierno y suave; de perfil, un hombre rudo y de armas tomar.
—Tiene
usted muy buena barba, señor Cela — le digo—. Presenta usted una excelente barba.
—Sí, señor.
—
Es axiomático.
—
¿Por qué no se deja usted la barba, señor Pla? Yo creo que todo el mundo
debería dejarse la barba.
—Pues
porque si todo el mundo se dejara la barba, usted se la cortaría en el acto.
¿No cree usted que se la cortaría en el acto?
—Pues
también podría ser, realmente, y todo bien considerado.
Hablamos.
Yo no conocía personalmente a Camilo José Cela y he venido a saludarle. En los
inicios de la conversación nos tanteamos mutuamente para tratar de colocarnos.
Pero observo rápidamente una cosa. Cela habla muy bien, de una manera muy
pausada y hasta diría académica, con los giros de la más correcta de las
gramáticas —habla de una manera absolutamente contraria a como escribe.
Escribiendo copia literalmente lo que se habla en las calles, casas y cafés de
poco pelo de Madrid, como él ha dicho y aun escrito algunas veces. En cambio,
habla de una manera perfecta y estilizada. Claro está que a veces se cansa de
hablar bien y entonces sale con un exabrupto (sin duda para resguardar su
timidez) delirante.
En
sus obras Cela es un ser absolutamente antiliterario —en el sentido de
separarse por sistema de lo que se llama la estética y las bellezas del
lenguaje en los manuales—. Copia literalmente la realidad del madrileño tal
como se habla. No escoge. Cuando escribe da la impresión de que no vive
literariamente, de que no piensa literariamente, de que no escribe
literariamente. Además, todo parece indicar que la posición estética o
literaria le produce una especie de engorro y de molestia abrumadora. En
cambio, habla muy bien, con todas las más aliñadas reglas del arte.
—Me
han dicho en Palma, señor Cela, que quiere usted ser académico de la lengua
castellana.
—
¿Cómo en Palma? ¿Es que no lee usted los periódicos?
—Muy
poco.
—Sí,
señor. Quiero ser académico. ¿Le extraña?
—Mucho.
Lo encuentro inexplicable.
—
¿Y por qué inexplicable?
—Pues
porque para mí es inexplicable que, después de los esfuerzos que ha hecho usted
para tener un público y de haberlo logrado, se dedique usted a desorientarlo y
a perderlo. No olvide usted que su público, si tiene una característica general
es su falta de academicidad. Si entra usted en la Academia, aunque sea en el
sillón de Baroja, su público quedará sorprendido y, por más genialidades que el
público le suponga, se desinteresará. La Academia no da público, ni hace
aumentar el público más que a los que ya nacieron académicos, a los que mamaron
la docta casa, si me permite la palabra.
—Pues
verá usted. Yo pretendo ser académico para, cuando lo sea, no pensar más en
ello, para dejarlo.
—Es
una posición realmente antiacadémica.
—Sí,
es posible.
—Ya
comprendo. Lo mejor es irse cargando, para luego irse descargando
sucesivamente.
—Lo
importante es ser un ex en todo. Un ex premiado, un ex académico, un ex
diputado provincial. Cuando uno ha logrado ser un ex en todo, entonces se tiene
una sensación de ligereza y empiezo uno a volar.
Después
de una ligera pausa, Celo me invita a almorzar en su casa. Me presenta a su
señora y a su hijo, que me parece muy aventajado.
—Este
niño —me
dice, con la satisfacción marcada en lo cara— es poderoso en las asignaturas y poderoso en la calle. Saca matrículas
de honor y gasta mucha suela de zapato. Es una mezcla poco corriente. Por lo
demás, mi señora es vascongada, y ya sabe usted que las señoras vascongadas
saben improvisar una comida con extremada facilidad.
Aparecen
unas langostas. Luego unos becadas sabrosas. Finalmente un camembert acabado de
llegar de la dulce Francia. Y luego café y por si todo esto fuera poco, aparece
una botella de aguardiente gallego que resulta sensacional.
Cela
me pregunta si me gusta el aguardiente y yo le digo que en el terreno de los
aguardientes bebo el calvados, el eau de
vie de marc, la grappa italiana y
el aguavil escandinavo.
—
Señora —digo luego— me
ha dado usted una comida considerable y de elevada calidad.
—Nada
—dice el escritor—. Es la comida que en
el siglo XIII hacían mis antepasados con el arzobispo Gelmírez, que usted habrá
oído nombrar.
Se
encoge de hombros y enciende un cigarrillo acentuando el desparpajo.
Mientras
tanto, antes del almuerzo. Cela se vistió y apareció con un vestido obscuro
listado de ligeras rayas blancas. Un vestido de contribuyente de la más notoria
ejemplaridad. También se alisó el cabello —apareciendo así en parte, el Cela de
años atrás, y dio un ligero retoque a la impresionante barba. No mucho retoque.
La barba del escritor es notoriamente una barba poco acicalada y maurista.
Después
de almorzar Cela se anima. Fuma cigarrillos ininterrumpidamente. Se levanta y
se pasea por la soleada estancia. Y sin embargo da una impresión de cansancio,
como si estuviera deprimido. Sus ojos son profundos, aterciopelados, casí
morados. Sus carnes son ligeramente pálidas, un poco macilentas.
—
¿Se le da bien Mallorca para trabajar señor Cela.
—Muy
bien. Aquí se está muy bien. Pero yo trabajo de una manera un poco rara. A veces
paso semanas y semanas sin hacer nada aparte claro está de lo normal que, para
el caso, es la dirección de mi milagrosa revista «Papeles de Son Armadans». ¿Se
ha fijado usted que de mi revista han salido ya ocho números, con una
puntualidad indiscutible? ¿No lo encuentra usted prodigioso, inaudito? Las
revistas literarias suelen tener una fugacidad terrible. La fugacidad es una de
sus características, Y sin embargo, ya ve usted.
—Ya,
ya…
—Luego,
de pronto, me pongo a trabajar en esta mesa, en esta misma mesa. Ahora, me
encuentro en un momento de inacción que dura desde mi viaje al Pirineo de
Lérida. Pero un día me pondré a trabajar y entonces trabajaré sin parar, horas
y horas seguidas, interrumpiendo sólo mi trabajo para tomar un bocado o para
dormir unas horas, las indispensables.
—
¿Le gusta a usted escribir?
—No
tiene usted idea. Me gusta enormemente. En el fondo, es la única cosa que me
divierte. Vivo en realidad para escribir.
—
¿Escribe usted con facilidad?
—Escribo
premiosamente, con gran dificultad. Véalo usted.
Se
acerca a una estantería y saca el manuscrito de «Judíos, moros y cristianos»,
primorosamente encuadernado. El manuscrito es realmente un galimatías y en él
se ve el esfuerzo que ha hecho el escritor para la captación del objetivo.
En
sus paseos por la habitación Cela se para a veces delante de las tres jaulas de
canarios superpuestas, les dice unas cosas a los pájaros, los cuales le
contestan piando agudamente. El canario de arriba, tiene unos pomposos
apellidos castellanos. El de en medio, es de linaje mallorquín y se llama, de
primer apellido Zaforteza. El tercero es un canario callejero, pelado y
errabundo que se llame Juan Expósito y Expósito. Son canarios de muy buen canto,
que alternan el arrumaco tibio y el trino gorjeante y de oreja alta.
—Si
tiene usted varios canarios en una habitación, para que canten, es
indispensable que no se vean. El origen del canto es la ausencia— aunque sea
ficticia. Por esto hay que superponerlos... Le advierto, en todo caso, que
tengo más pájaros en la galería. ¿Quiere usted verlos?
El
escritor, que de perfil parece un facineroso retirado a las dulzuras de
Mallorca (más que un futbolista) y de frente un poeta apocado, tímido y cívico,
contempla sus pajaritos con los ojos cubiertos de ternura y de sentimiento
casero. Se produce en la mente como una música de fondo: la de una máquina de coser
Singer.
—Pues
si yo hubiera sabido que le gustaban los pájaros de jaula y concretamente los
canarios —le digo— le
hubiera traído a usted un canario de Malta, que tienen fama de ser los más
primorosos y cantarines del Mediterráneo.
—Pues
no lo sabía — dice Cela.
El
escritor me habla de su proyecto para la Navidad del año próximo, del almanaque
o calendario de «Papeles de Son Armadans» que será un libro grande, imponente,
en él estará todo o casi todo, incluso el nombre del libro que hay que leer
cada día para ir tirando.
—Tengo
ya mucha documentación. No crea usted que en los calendarios populares gallegos
y hasta en el Zaragozano falte documentación y que no sea buena. Usted debería
mandarme algo para el sus mentado calendario.
—Sí,
señor. Le mandaré el «calendario del Payés», y en él encontrará usted la fecha
exacta de la creación del mundo, la rueda perpetua de los años con la
indicación de lo que han sido y de lo que serán —fértiles, medianos y
estériles— y un sinfín de noticias y pronósticos meteorológicos, agrarios y
ganaderos. Es un calendario de mucha miga
—Pues
en eso estamos. En la miga. ¡Adelante!
A
medido que voy hablando con el novelista, voy percibiendo lo extremadamente
sensible que es a los halagos y a las reticencias, a los elogios y a las
críticas. En un momento determinado me habla de un juicio emitido por Hemingway
sobre su obra, de carácter despectivo, aparecido en la prensa de Zaragoza —no
sé en qué periódico, porque yo no tengo idea alguna de la prensa de Zaragoza—
juicio totalmente falso, porque si hay alguna cosa sobre la que se puede tener
confianza es en la amistad de Hemingway y Cela. Pero lo curioso es la reacción
del escritor, que ante estas cosas ridículas se descompone, cambia de color.
Emite una voz que no es la suya. En el estado natural, Cela emite una voz de
bajo abaritonado de matices magníficos.
Cuando
uno contempla a este hombre con frialdad, teniendo un poco de experiencia de la
vida, se perciben sus cambios, sus exaltaciones y sus depresiones, sus alzas y
sus bajas, sus formidables crisis nerviosas. Hay una diferencia del color y de
la calidad de la piel, morbidez y de tensión de la piel, de diferencias de voz
que plantean el problema de saber si realmente tiene alguna ventaja ser lo que
se llama una vedette —y uso la
palabra en el sentido que puede aplicarse a un hombre que ha trabajado como
Cela.
—Aquí
tengo uno botella de jerez dedicada por Hemingway
—me dice—. Léala usted.
Es
una dedicatoria simpática, escrita en un castellano fantástico, como es
natural. Es una dedicatoria auténtica.
—Pues
ahora voy a pedirle o usted que me dedique esta botella de wisky [sic]
que estamos apurando. Y así podrá tener
una idea de lo que se escribe en la prensa.
Esto
de dedicar botellas de espíritu de vino a los amigos es una cosa para mí tan
nueva, que quedo sorprendido. Pero parece que esto se hace en el Madrid más o
menos americano de nuestros días. Digo americano para abreviar. Me parece que
Cela tiene relativas simpatías por lo que pudiéramos llamar, en términos
generales, América.
El
fuego de la chimenea arde con un ardor creciente. El novelista lo ha ido
alimentando con buena leña. Los canarios arrumacan el aire de lo habitación. El
sol de la tarde de Mallorca —de las primeras horas de la tarde— llena la bahía
de una luminosidad radiante. Más allá de la ventana, después de unos tejados
que empiezan a ocultarse, se ve un pequeño petrolero fondeado en rada en
redorso de la nueva escollera de Porto Pi. La bahía de Palma puede contemplarse
en toda su magnificencia.
—Aquí
se vive bien, amigo Cela—-que yo lo digo.
—Pues
no se vive mal, realmente. Sin embargo diré que lo de menos es la vida y que lo
que se va haciendo es también importante. ¿No le parece?
Esta
reiteración del escritor a llevarlo todo a la literatura, su vidriosa, morbosa
sensibilidad por las miserias y pequeñeces de la profesión y de su clima, me
hacen sospechar que lo que decía hace un momento sobre su contextura
antiliteraria es una observación superficial, desprovista de fundamento.
—Lo
que se va haciendo es importante en tanto en cuanto es objetivo —digo
para aclarar las cosas—; lo importante de
Baroja es su afán permanente de objetividad. La realidad es de una riqueza
inagotable. Es superior a toda imaginación posible. La realidad es caudalosa,
la imaginación es estéril. El estilo es poco cosa, es una preocupación de
segundo orden. ¿Usted cree en el estilo como algo primordial?
—Creo
que sí, a condición de saberlo ocultar cuidadosamente.
—Así,
pues, usted copia el lenguaje que se habla en Madrid y lo estiliza.
—Algo
hay de esto.
—Vamos
a un ejemplo: cuando usted escribe las palabras «Canuto, mértola, Rosiono» es
evidente que ha tenido usted una preocupación de estilo.
—No
tiene duda.
—Así,
pues, su fórmula literaria podría ser esto: un barroco astuto pero cierto.
—
¿Utiliza usted la palabra astuto en sentido despectivo?
—No
señor, al contrario. Ser astuto es muy difícil.
—De
acuerdo.
Todo
queda ahora un poco más aclarado. Camilo J. Cela, es mucho más literario de lo
que parece a primera vista. Así la elaboración de su obra le ha costado,
fatalmente, muchos sinsabores. Por esto le duelen tanto las miserias de la
profesión.
—Para
terminar este asunto permítame que le digo ¡cuidado con el barroco, señor Cela!
Es un callejón sin salida.
—Sin
embargo es el único estilo que gusta a la gente.
—Cada
día menos.
—
Estamos de acuerdo. Todo es cuestión de dosis.
—
Estamos hasta cierto punto de acuerdo. Usted, literariamente está en la línea
de don Ramón del Valle-Inclán. Yo me quedo con Baroja.
Luego
hablemos de diversas cosas y observo que está un poco disgustado con esto que
le cuelgan del tremendismo. Y tiene razón.
A
un escritor que tiene tanta preocupación por el estilo, por un estilo viril y
siempre gracioso, por el estilo que siempre es el mejor (el del pueblo) le ha
de molestar fatalmente que le cuelguen esta cosa bárbara y destartalada del
tremendismo.
—Esto
del tremendismo aplicado a usted, sin embargo, es natural
—me atrevo o decirle—, tiene usted que
pagar su horror por la cursilería.
—Es
usted muy amable.
Estoy
viendo que lo cosa empieza o ser larga y que se va haciendo tarde. Pero Cela es
muy generoso y amable y me propone ir a dar una vuelta por el barrio. Se retira
un momento y aparece con una boina y un abrigo grueso, amplio y confortable,
con unos piques claros. Con la boina, la barba, el abrigo y la palidez de la cara,
parece un mago dispuesto a dar un paseo por callejas solitarias.
Pero
dejamos las callejas solitarias y entramos en un bar de buen aspecto, con un
fuego de chimenea muy agradable. Hablamos durante largo rato. Luego me invita a
acompañarle a la sede de la Cruz Roja, donde un amigo suyo, uno de los médicos
de Palma más distinguidos producirá una comunicación sobre un caso muy notable
de oclusión intestinal. Vamos a la Cruz Roja donde en un ambiente de elevado
espíritu científico escuchamos la comunicación sobre el referido caso, que fue
muy interesante.
Me
parece comprender que Cela tiene muchos amigos en Mallorca —y algunos (como es
natural) que no lo son tanto—. Ha sido un éxito de curiosidad. Es el hombre del
cual se habla. Mallorca es un país muy receptivo y siempre dispuesto al
homenaje. Si no hubiera sido por el tremendismo, la curiosidad hubiera sido
general. Pero todo esto es compatible con el guardar las distancias.
Destino
nº 1012, 29 de diciembre de 1956, pp-11-13
LOS NOMBRES DE TRES CANARIOS Y OTROS
DATOS PARA LA HISTORIA
Carta
abierta a José Pla
por
CAMILO JOSÉ CELA
MI
querido señor Pla:
Ustedes,
los mediterráneos, suelen ser excesivos. Eso quizá sea una virtud en lugar de
un defecto. Ya es sabido que más vale tener que desear. Su artículo de DESTINO,
sobreemocionadamente agradecido por mí, también es excesivo. A mí me parece que
no doy para tanto, y que tampoco es tan importante esto de escribir libros o
andar de barba. Lo verdaderamente importante en nuestro país, señor Pla, es ser
futbolista, notario o torero, por este orden. Pero, en fin, allá usted. En su
escrito — que, no hay más que leerlo, es un escrito «a favor» — usted me dice
cosas muy agradables: que tengo perfil de facineroso; que voy vestido como un
contribuyente de la más alta notoriedad, que hablo bien; que escribo bien; que
en mi casa se come bien; que tengo una vidriosa y morbosa sensibilidad; que
trabajo mucho, etc. Excesivo, todo excesivo.
A
mí me gustaría, al objeto de facilitar su difícil labor a los historiadores del
futuro, puntualizarle — desde mi punto de visto — algunos de sus puntos de
vista, bien entendido, claro es, que inducido por el resorte de seguir hablando
con usted, cosa que reputo muy saludable para mí y que en Mallorca, con esto del
aguardiente del Ribera, casi no pudimos hacer.
Voy
a tratar los temas uno tras otro para que la conversación resulte más ordenada.
Cuando
usted llegó a mi casa —cuyo ofrecimiento le reitero—yo me pegué un susto de
pronóstico y me eché de la cama con lo que más a mano tenía, que era un viejo
capote militar que me regaló el poeta inglés Roy Campbell, una noche que,
caminando los dos la tierra segoviana, me entró una tiritona de mono. Es
excesivo llamarle «robe de chambre de excelente calidad». La gente pudiera creerse
que gasto botines de boxeador, lujo para el que no alcanzan mis posibles.
Mis
canarios, que, como usted dice, son tres, no ocupan tres «jaulitas doradas,
finísimas», sino tres jaulas de alambre de seis duros cada una. El canario
madrileño, que es el más viejo de todos y que en la Sierra de Guadarrama libré
por tablas de una tormenta que lo dejó moribundo, es, en efecto, de buena
familia y se llama Isidro Gato y de Vargas. El mallorquín, de ilustre prosapia,
lleva también muy sonoros e ilustres nombres, y el tercero en discordia, que
vino por la puerta o, mejor, por la ventana y sin avisar, se llama Jacinto — no
Juan — Expósito. Expósito, apellido que, como usted bien conoce, se suele
emplear por la caridad española para distinguir a quienes, como mi canario,
ignoran su origen
Mis
pretensiones a la Academia —que usted no comparte— le llevan a no citar una
respuesta mía con la puntualidad que, dado lo vidrioso del tema, hubiera
ambicionado Lo que creo que quise decirle es que, si deseo la Academia, es para
no pensar más en «ello», no en «ella»: en el deseo—que, uno vez cumplido, ya
dejará de serlo—, no en la Academia.
También
quisiera que quedase claro que en mi casa, desgraciadamente, no se comen
langostas y becadas a diario. Usted tuvo suerte, cosa de la que me alegro; eso
es todo. En mi familia y en la de mi mujer hace yo tiempo que no muere alguna
tía con últimas voluntades obsequiosas, y el horno, a pesar de lo que puedan
decirle los mal intencionados, no está para bollos.
De
mis antepasados del siglo XIII no creo haberle hablado. Mi familia, aunque
antigua, no lo es tanto y, más allá del siglo XV, nosotros no teníamos ni
antepasados De otra porte, Gelmírez, que era del mismo pueblo que yo, no es del
siglo XIII, sino del XII. Esto tiene poca importancia.
Mi
ropero, al que usted tan gentilmente alude, aunque cuidadito, es modesto. Trajes
nuevos, lo que se dice nuevos, no tengo ninguno, y los viejos o semiviejos
pueden contarse con los dedos de la mano. También tengo una chaqueta de pana,
que es la que uso para los vagabundajes; una cazadora de ante, que es lo que
empleo para tomar copitas a eso de la caída de la tarde, y una americana de
sport que me está estrecha y que no suelo ponerme.
Sobre
mi perfil de facineroso no opino, porque, ¡qué le vamos a hacer!, no tengo
otro.
Ignoraba
la moda, que usted apunta, de dedicar botellas, que «se hace en el Madrid más o
menos americano de nuestros días». Yo, la verdad sea dicha, no colecciono ni
botellas dedicadas ni ninguna otra cosa. Con Hemingway me bebí una botella de
jerez, y con usted una de «wisky», y, porque los quiero y los admiro a ustedes dos,
preferí guardarlas —aunque vacías— como recuerdo. Uno es, a veces, algo
sentimental.
Y,
por último, en cuanto o mi fórmula o estética literaria, ¿usted cree,
realmente, que, aunque astuto, soy barroco? No sé, no sé... Si me pone en lo
disyuntiva de Valle Inclán-Baroja, yo también me quedo, sin reservas, con
«nuestro viejo oso vascongado»;
Y
esto es todo, señor Pla. Su artículo es, probablemente, el artículo más
importante que sobre mí se haya escrito jamás. Comprenda —aunque no fuera más
que por eso— mi interés en aclararle estas pequeñas cositas.
Confío
en coincidir con usted en alguna ocasión; esta temporada —una temporada ya larga
de tres o cuatro años— voy bastante por Barcelona, ciudad donde tan buenos
amigos comunes tenemos usted y yo.
Y
le anuncio mi visita a su casa de Llofriu, en correspondencia a la que usted tan
amablemente me hizo. No puedo, todavía, decirle para cuando, pero créame que no
será muy tarde.
Soy
suyo affmo. lector y amigo.
Destino, nº 1014, 12 de enero de
1957, p. 13.
El encuentro con Josep Pla
El
24 de septiembre de 1956 ve la luz en Palma “Bearn o la sala de muñecas",
de Lorenzo Villalonga. Iba precedida de un “Prólogo parabólico" firmado
por Cela, en que el novelista gallego se retrata: “El otro novelista, el menos
viejo [pasean Villalonga y Cela a la sombra del pinar de Bellver] también es
alto aunque ya empezó prematuramente a criar barriga. El otro novelista, no el
menos joven, gasta barba y es atlántico y turbulento, desaliñado, galante y
corazonal, y vive como un futbolista retirado en las afueras de la ciudad, en
una calle bullidora y solana poblada de turistas de licenciosa conciencia y de
gatos enteros, maulladores y noctámbulos. Posiblemente es vikingo".
Semanas después, Josep Pla aprovecha este autorretrato para abrir una larga
entrevista con Cela en la casa del Terreno, donde en abril había nacido
“Papeles de Son Armadans”. La entrevista se publicó el 29 de diciembre en
“Destino”: faltaban escasamente dos meses para que Cela fuese elegido académico
de la RAE: dos meses antes, el 30 de octubre, había fallecido Baroja. Néstor
Luján le había escrito a Cela (31/X/1956): “Siguiendo la costumbre de los
viejos reyes normandos, creo que podemos decir: Le roi Pío Baroja est mort!
Vive le roi Cela!"
Pla
se había ocupado de “Camilo José Cela, escritor” en su sección “Calendario sin
fechas” el 6 de agosto del 55. El artículo parte de la excusa de la publicación
en la colección “Áncora y Delfín” de varios libros de Cela: “Pascual Duarte”,
“Viaje a la Alcarria”, “Pabellón de reposo” y “Mrs. Caldwell habla con su
hijo”. Acababa de aparecer en la misma colección “El gallego y su cuadrilla” y
en la editorial Noguer vio la luz en 1952 “Del Miño al Bidasoa”. Pía parece
haber leído estos libros más “La colmena”, de la que dice que “no se adapta a
los modelos clásicos del género”, al igual que indica: “No conozco su libro
sobre Venezuela", refiriéndose a “La catira" (Barcelona, Noguer,
1955).
Cela
era sobradamente conocido por el público barcelonés, ya que desde el otoño de
1949 al del 52 había colaborado en “La Vanguardia”. Una carta del verano del 49
dirigida a Luis Galinsoga es muy gráfica: “Puede usted creerme, amigo
Galinsoga, que esta colaboración que hoy inicio en el periódico de su exacta y
certera dirección, la considero como mi mayor y más preciado triunfo
profesional". También durante el 52 había ofrecido en sucesivas entregas
desde “Destino" los primeros compases de su libro de memorias “La rosa”.
De otro lado, con anterioridad al artículo de Pla, Antonio Vilanova en su
deslumbrante sección de “Destino”, “La letra y el espíritu”, había reseñado con
insólita penetración estas obras entre el 51 y el 55, reseñas que son la base
de la franca amistad del profesor y crítico barcelonés con el novelista
gallego. Igualmente es anterior al artículo de “Calendario sin fechas”, que se
puede leer traducido y desprovisto del primer párrafo en “El passat
imperfecte”, la magnífica entrevista que Néstor Luján le hizo en “El Noticiero
Universal” del 1 de junio del 54, en la que Cela afirmaba la importancia
capital de las novelas de Baroja, pero sostenía que el escritor del 98 que más
le había influido era Valle-Inclán.
La
tradición del 98
El
artículo de Pla precisamente remite el arte de Cela a la tradición del 98, la
de Baroja y Valle, añadiendo con clarividencia el magisterio orteguiano. Señala
la calidad de su prosa y deja en el aire unas frases que tendrán respuesta más
de un año después: “No conozco personalmente a Cela. Ignoro cómo es, lo que
hace, lo que dice, cómo se mueve y lo que piensa”. En el intervalo entre el
verano del 55 y diciembre del 56, las relaciones de Cela con Barcelona
continuaron muy vivas: “Judíos, moros y cristianos" ve la luz en Destino,
“El molino de viento y otras historias cortas" en Noguer. Invita, desde el
comienzo, a participar en la empresa de “Papeles de Son Armadans” a Riba,
Es-priu, Vilanova y Luján. Y por si fuera poco, junto con Josep María Espinás y
Felipe Luján -padre de Néstor y suegro de Espinás- viaja a pie por el Pirineo
leridano en el verano del 56.
La
entrevista de Pla a Cela debió ir rodeada de otros encuentros, pues en una
carta a Luján del 4 de diciembre Cela escribe: “Estuve con Pla en Inca y en
Palma, comiendo y bebiendo. Después le perdí la pista. Es un sujeto
sensacional". Durante sus encuentros Cela le regaló una pluma de oro al
ampurdanés, pluma que al llegar a Barcelona depositó en manos de Luján,
generando un curioso intercambio epistolar (Luján-CJC) que se entremezcla con
la grave crisis en la dirección de “Destino”. Cuando la entrevista acababa de
aparecer, Cela le escribe a Luján: “Leí el artículo de Pía al que contesto -muy
amablemente como comprenderás- en una ‘Carta abierta' que hice llegar a Vergés.
El artículo en el fondo no me gustó, cosa que te digo a ti y a nadie más.
Honradamente creo que, poco o mucho, soy algo diferente de una vedette barroca.
La pluma, naturalmente, házsela llegar a Pla, con mi ruego de que sirva
aceptarla” (31/XII/56). Tampoco le había gustado por entero el reportaje-entrevista
a otro gran amigo barcelonés de Cela, Antonio Vilanova, quien le había escrito
el 30 de diciembre: “En el último número de 'Destino' he leído la extensa
entrevista contigo de José Pla. Ya quisiéramos todos que en cada número del
semanario apareciese una interviú tan bien hecha y de una calidad semejante.
Ahora bien, esto aparte tengo la sensación de que Pla no ha captado hasta el
fondo tu carácter, tu manera de ser, tus ideas y casi me atrevería a decir que
no se ha fijado en tu letra. Pla se ha inventado un posible Cela, que no está
en absoluto desacuerdo con el verdadero, pero que sólo refleja una faceta del
mismo, una faceta aparente y externa de lo que tú eres. No me extraña porque Pla
es hombre a quien a veces puede la inteligencia y el exceso de sagacidad al
juzgar a las personas, sobre todo a las que son muy diferentes de lo que él
quisiera o imaginaba. De todos modos, celebro infinito que hayas tenido ocasión
de conocerle y que hayas podido hablar extensamente con él. El tipo merece la
pena, y es, como tú, fuera de serie”.
La
entrevista mereció la réplica de Cela, publicada en “Destino” (12/1/57). Cela
aclara aspectos sobre su nivel de vida, antepasados, pretensiones de ingreso en
la RAE y gustos literarios, reconociendo que “su artículo es, probablemente, el
más importante que sobre mí se haya escrito jamás”. Y le anuncia su visita a
Llofriu, que no fue sin polémica, porque como escribe a Luján (9/II/57): “No
conviene echarnos a pelear, siquiera como es lógico, con armas permitidas y
versallesco ademán.”
Adolfo
Sotelo Vázquez
La Vanguardia,
16 de agosto de 2003, p. 30
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