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viernes, 5 de octubre de 2018

Eduardo Haro Ibars reseña "Gárgoris y Habidis" de Fernando Sánchez Dragó (Triunfo, 8 de septiembre de 1979)


Una fábula mágica de España

DESDE que, hace muchos años, leí la “Historia de los heterodoxos españoles”, del inquisidor montañés Menéndez y Pelayo, estaba deseando que alguien escribiese un libro como el que ahora comento; Fernando Sánchez Dragó me ha hecho ese regalo, al redactar los cuatro tomos de que se compone “Gárgoris y Habidis[1], que sigue ocupando los pensares y deciros de muchos, meses después de su publicación. Yo vi en el libro de Menéndez y Pelayo un catálogo de los más interesantes de entre los pensadores españoles, denostados por el autor. Y Sánchez Dragó lo ha entendido también así; donde el polígrafo santanderino encontraba horrores anticristianos y se apresuraba a fulminarlos con el anatema, él ve maravillas, demostraciones del genio múltiple de las Españas. Ahonda en las selvas de la sinrazón, y extrae de ellas monstruos gloriosos. Porque él mismo es un heterodoxo total, disidente de todas las Iglesias: una especie, también, de esteta wildeano que, desdeñando la muy desdeñable diferencia entre la verdad y el error, busca sobre todo la belleza y la consecución de la aventura espiritual.
Por mucho que se pueda criticar “Gárgoris y Habidis” —y es en verdad mucho lo que tiene de criticable—, no se puede negar que es un trabajo riquísimo y complejo: cuatro volúmenes llenos de erudición, de múltiples citas y referencias, que resultan, a pesar de ello, de muy grata y divertida lectura. Obra a la vez enciclopédica y novelesca, donde la información es acompañada por un sentido muy justo de la narración. Aunque nos hable de secretos, y muestra el exterior de algunos misterios —sin desvelarlos nunca; los misterios mágicos nunca pueden ser desvelados—, no se trata de un libro secreto ni misterioso, sino de una obra abierta que invita a profundizar, por nuestro lado, en los múltiples temas que toca, y a seguir a nuestro antojo el camino de las Batuecas por donde el autor se interna alegremente. Es una lástima tan sólo que su erudición sea más periodística que de investigador, y que en la literatura por él consultada, dé Sánchez Dragó el mismo valor a obras de antropólogos de merecido prestigio, como Caro Baroja, y a ocultistas de cuarta o quinta fila. Pero tampoco es algo muy importante: nos hallamos antes frente a un libro de creación que a un ensayo científico.
Esta “Historia mágica de España” no es ni más verdadera ni más falso que cualquiera de las demás posibles. Quizá no sea siquiera una historia, sino una suerte de “intrahistoria”, que nos desvela más el rostro de Sánchez Dragó que el de la cultura española. Su autor no sigue, en su trabajo, metodología científica alguna, sino que se plantea la narración desde el punto de vista gnóstico, o. al menos —pues gnosis es saber, y el autor de cuatro densos volúmenes no olvido citarnos ese viejo proverbio taoísta que reza: “el que no sabe, habla; el que sabe, calla”—, del buscador de la Gnosis, del peregrino en busca del Conocimiento. La España que nos cuenta es punto de confluencia de distintos saberos, cruce de caminos para diversas culturas: lo ha sido, además, desde el principio de los tiempos históricos. Y, como tal como lugar de encuentro, es “centro” iniciático para quien tales cosas busque. Y también espejo para caminantes que, como Sánchez Dragó, buscan el rostro de una verdad que sólo puede ser la suya propia.
Gárgoris y Habidis” puede —yo diría incluso debe— leerse como una novela; como una novela-rio, donde la imaginación juega un papel importantísimo. El país que nos narra podría ser la “Tierra Media”, de “El señor de los anillos”, su España es como los países mágicos donde se desarrollaban las novelas de caballerías. Como buen novelista, sabe Sánchez Dragó mantener el interés por lo que cuenta: y es un buen artificio literario —Borges lo ha usado de una manera soberbia— el intercalar textos eruditos, y el extrapolar tiempos y lugares, uniendo lo verosímil con lo increíble. Su verbo rico tiene, por sí mismo, una capacidad de encantamiento perdida por la mayor parte de nuestros narradores actuales.
Pero Femando Sánchez Dragó es un hombre “religioso”: como Robert Desnos, “tiene el sentido de lo infinito”. Y, así, nos saca del armario del injusto olvido la figura del gallego Prisciliano, obispo disidente y mártir a quien se supone —y es una poética suposición— enterrado en el mausoleo del Apóstol Santiago, adorado y reverenciado sin saberlo por la misma Iglesia católica, que le mandó cortar la cabeza. Prisciliano —que ha forzado la conversión de Sánchez Dragó a un cristianismo lleno de resonancias orientales— fue más teólogo que obispo, y más gnóstico que teólogo; su filosofía era demasiado sutil para su tiempo y para su Iglesia, para el catolicismo que empezaba la alianza con el Poder Temporal, y que —como cualquier partido político en la actualidad— debía tener mucho cuidado en no permitir ninguna disidencia que la debilitase o comprometiese. Descendiente de esa estirpe alejandrina que puede empezar con Simón Mago, y que nutrió de oculto sabor a parte de la cristiandad primitiva. Prisciliano ha sido relegado al desván de las cosas inútiles. Pero Sánchez Dragó es el único —a mí conocer— miembro de la Iglesia Oculta de la Gnosis, y ha encontrado en ese obispo del siglo IV a su Iniciador. Nos cuenta su conversión tan bien, que dan ganas por un loco momento de abandonar la rígida coraza del ateísmo o gnosticismo que casi todos profesamos en estas abstrusas materias.
Gárgoris y Habidis” es, ante todo, un libro autobiográfico; no, desde luego, en el sentido más grosero de la palabra, que nos hace confundir la autobiografía con las “Memorias”: recuentos de hechos, de lugares conocidos, de personalidades pintorescas; es más bien el relato de una “cacería espiritual”, de una búsqueda de absolutos diversos o, como lo llamaría Antolín Rato, un manual de psicocartografía. En él se nos revelan los caminos por donde se mueve el espíritu del autor; caminos que —como en “La Vía Láctea”, de Buñuel, con la que el libro tiene algún punto en común— pueden coincidir, y coinciden, con lugares físicos y momentos temporales de la España múltiple.
Si entendemos así “Gárgoris y Habidis” —y, repito, no están agotadas aquí sus múltiples lecturas, ni mucho menos—, como una especie de diario de peregrino que sigue su personal camino de Santiago, forzoso nos será penetrar en su nivel simbólico: se convertirá entonces el libro en un trabajo de alquimia, de alquimia del verbo rimbaldiana, en el sentido más literal del término. Trata el autor de encontrar esa Piedra Filosofal que no convierte necesariamente el plomo en oro —ese tipo de operaciones se queda para los vulgares “sopladores”—, sino que transmuta al propio alquimista. No sabemos si Sánchez Dragó lo ha logrado o no; y tampoco nos cuenta el sistema a seguir, porque ningún alquimista lo hace: pudoroso y recatado, nos da atisbos de su camino. En ese sentido, su trabajo no habría sido desdeñado por los surrealistas; no hay más que recordar al Bretón de los últimos años, preocupadísimo por el ocultismo y la simbólica de la magia occidental, como alternativa al trillado pensamiento racionalista.
Al nombrar al Breton de los últimos años, encontramos otro punto de contacto entre “Gárgoris y Habidis” y la aventura surrealista: el libertarismo invocado de continuo por Sánchez Dragó. Resulta penoso y difícil hablar de una determinada ideología —política o antipolítica, que todo puede ser— en un libro que se plantea en el crepúsculo de las ideologías y en el amanecer de los ídolos. De todo se ha dicho acerca de este libro y de su autor, en el plano político. Él se llama libertario, y sostiene que es la suya una lectura libertaria de la historia de España. Desde luego, nada tiene nuestro autor que ver con los anarco-sindicalistas, ni con los defensores de los intereses de los trabajadores; ni tampoco con los ácratas/pasotas, fumadores de porros y colgados de una nube de pureza; ni —mucho menos, aunque tal vez su deseo de aventuras (hasta ahora tan sólo circunscrito a lo espiritual) pueda llegar ahí— con el “anarquista” de novela, con la bomba debajo del brazo y el puñal regicida dispuesto a rebanar tripas soberanas. Él se llama libertario en cuanto al método que sigue, o más bien en cuanto a su negativa a plegarse a cualquier método; no se subyuga a ninguna escuela —es disidente de todas— ni se pliega a ningún interés. Sin embargo, este espíritu independiente puede ser muy fácilmente encasillado, utilizado incluso por sus enemigos más acendrados, por los mantenedores de dogmas eternos. Así ha ocurrido ya con la misma empresa surrealista, utilizada por Louis Pawels y Jacques Barrer en su intento de dar un pensamiento vertebrado a la llamada “nueva derecha” francesa, que es en realidad tan antigua como todas las derechas; o con los “nuevos filósofos”, cuyo rechazo crítico del marxismo —tan saludable y necesario en principio— ha servido como argumento a esa misma derecha, como apoyo al mismo universo concentracionario que rechazan. Sánchez Dragó corre un grave peligro, él y su pensamiento: el de ser utilizados y capitalizados por las fuerzas reactivas. Pueden hacer de un personaje simpático, un profeta a pesar suyo: y de su negativa a aceptar cualquier dogma, por muy “racionalista” que se presente, la base para una nueva dogmática basada precisamente en el irracionalismo. La crítica de la razón puede producir oro alquímico; pero ese oro puede tornarse fácilmente en excremento, utilizado por subpensadores sin escrúpulos o por buscadores de la facilidad intelectual. 

Eduardo Haro Ibars, Triunfo, 08 de septiembre de1979, pp. 42-43



[1] Ediciones Peralta, Libros Híperión.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Arcadi Espada entrevista a Cristóbal Serra.


Cristobal Serra, escritor.

Al borde de los ochenta años. Cristóbal Serra (Palma de Mallorca. 1922) dice con horror que ha acabado escribiendo mucho. Mucho, dice: alrededor de una decena de libros, cargados de brevedad. Aunque es cierto que en los últimos tiempos las ediciones se han agolpado, para el gusto de un temperamento refractario a la cantidad: Bitzoc publicó en el 2000 su ensayo autobiográfico, titulado con la habitual elegancia, Las líneas de mi vida, y un año más tarde Diario de signos, uno de los libros, con Péndulo y Augurio Hipocampo, donde mejor se concentra la poética dictada por Lao Tsé: ‘'Percibir lo más pequeño, allí tenéis la clarividencia”. Ahora Tusquets edita Efigies, una antología de enormes aforismos que Serra ha escogido con el cuidado, la gracia y la profundidad con que ha escogido siempre sus propios pensamientos.

      ARCADI ESPADA:  He seleccionado unos cuantos aforismos de Efigies y le propongo que hagamos la entrevista con ellos.

      CRISTÓBAL SERRA:  Encantado.

ARCADI ESPADA: Pues comencemos por Chuang Tsé: “Los excesos de la inteligencia y de la acción traen descompuesto al mundo”.

CRISTÓBAL SERRA: Yo creo que éste es el más actual de todos los aforismos del libro. El taoísmo tenía el sentido de la armonía y consideraba que el exceso de inteligencia es inarmónico. La verdad es que yo no tengo muy buen concepto del dogma del progreso indefinido. La inteligencia moderna es luciferina. Como dice el propio autor “desmorona las montañas, seca los ríos y perturba la sucesión de las cuatro estaciones”. En cuanto a la inacción no se ha de tomar en sentido absoluto, claro. La acción debe tener su medida. Creo que los mediterráneos tenemos el sentido de esa medida y que los nórdicos no lo tienen. Ahora el mundo mercantil ha convertido la literatura en una acción. Hay que tener una gran capacidad para oponerse a esa afrenta


ARCADI ESPADA: William Blake: “El gusano perdona al arado que lo ha partido”.

CRISTÓBAL SERRA: Hace muchos años que leí a Blake. Es el más grande de los poetas ingleses. Mayor que Shakespeare. Shakespeare era un genio torrencial, quien lo duda, que a veces se deja llevar por el verbalismo. El espíritu de Blake me parece superior. Este aforismo suyo resume el género, tal como yo lo entiendo. El aforismo, a diferencia de la máxima, se desentiende lo humano. Ese gusano responde a un anticipo de la moral nietzscheana, de ese estar por encima del Bien y del Mal. A la prosa de Blake no se le ha dado la importancia que merece. Y es magnífica.

ARCADI ESPADA: Pascal: “La imaginación no hace sabios a los locos, pero los hace felices, todo lo contrario de la razón que no arranca a nadie de su condición miserable”.

CRISTÓBAL SERRA: Pascal tenía un concepto pesimista del hombre. Es natural. Es difícil llamarse hombre cristiano y no tenerlo. Nunca creyó que la razón fuera suficiente. Él sabe que la razón no puede liberamos. No sirve para esclarecer el misterio. La imaginación acepta el misterio y del misterio se nutre. Es más salutífera. Pero el mensaje de Pascal aún es más problemático. Es cierto que la imaginación no nos encadena, pero también tiene límites. Cuando se pierde la noción del límite se pierde todo.

ARCADI ESPADA: “Donde está la infancia está la edad de oro”, escribe Novalis.

    CRISTÓBAL SERRA: No fue el primero que hablo de la infancia en esos términos. El primero fue Jesucristo. La esencia del cristianismo es lo infantil, lo espontáneo. En un libro de Clemente de Alejandría, titulado El pedagogo, tengo anotado algo sobre el logos infantil. Y una frase concluyente: “Los niños somos nosotros”. Se trata de un sueño muy cristiano. La infancia es el amuleto con el que debemos preservamos.

ARCADI ESPADA: Lichtenberg: “En nuestros días, tres ocurrencias y una mentira hacen a un escritor”.

CRISTÓBAL SERRA: Habría que saber si el aforismo tiene carácter contingente o permanente, ja, ja. Pero vaya no dudo de que los días de Lichtenberg son los nuestros. Ahora he acabado de leer este libro de Sánchez Dragó, la Carta al Papa. Bueno, es un hombre que ha viajado mucho. Pero me da la impresión de que se atribuye una experiencia interior, un espíritu que no tiene. Habla de la Biblia de una forma espiritualmente muy plebeya y desde luego en su libro hay muchas ocurrencias y más de una mentira. ¡No hay duda de que Satán, antes que cualquier otra cosa, es un mentiroso! Otro ocurrente era Cela. Siento decirlo, porque me apreciaba mucho, pero su literatura sólo son ocurrencias. A la genialidad por la ocurrencia.


       ARCADI ESPADA: Joubert, el ligero: “Los escritores excelentes escriben poco.

CRISTÓBAL SERRA: Sin ninguna duda. Y bien me duele el aforismo porque últimamente he escrito mucho. Por escribir hasta he escrito sobre asnos, ja, ja. El asno inverosímil,que es lo último que he hecho y que saldrá publicado dentro de poco. Me parece que ya he perdido el sentido del límite, al que aludía Joubert, que es, quizá, el aforista que prefiero. Hay dos tipos de escritores, bueno, hay muchos tipos, pero ahora quiero hablar de los escritores poderosos, musculados, que son capaces de echarse sobre la espalda una gran prosa y una obra monumental, tipo Balzac, y luego los escritores alambique. Los escritores alambiques someten a la prosa a una gran depuración, haciéndola circular mil veces por la retorta. Paradójicamente, el resultado es todo lo contrario de una prosa alambicada: es un destilado transparente. Eso es Joubert y eso me habría gustado ser a mí, pero está claro que he fracasado.

ARCADI ESPADA: Chamfort, el terrible: “Existen siglos en los que la opinión pública es la peor de las opiniones”.

CRISTÓBAL SERRA: Estoy seguro de que el aforismo cuadra perfectamente con nuestro tiempo. Para Chamfort, la opinión pública era la peor opinión posible. También Heráclito tenía una opinión muy negativa de la opinión, una palabra que usaba siempre en un sentido muy peyorativo. Hoy todo el mundo puede opinar, y además está contento y orgulloso de hacerlo. Naturalmente, la primera obligación del escritor es arremeter contra la opinión pública, ser intempestivo y estar fuera de lugar. Ése es el programa.

ARCADI ESPADA: Nietzsche, ese nombre que al decir de Renard llevaba tantas letras inútiles: “San Pablo. Sin las agitaciones y las tormentas de aquel espíritu, no habría habido mundo cristiano: apenas hubiéramos oído hablar de una secta judía, cuyo jefe murió en la cruz”.

CRISTÓBAL SERRA: Leyendo El Anticristo uno se da cuenta de que el destino de ese libro no es Cristo sino San Pablo. El apóstol era un prodigioso dialéctico y uno sólo tiene que leer las cartas de los Gálatas y la de los Corintios, que son un prodigio de sutileza, y que revelan al hombre y al escritor. Ya debe saber usted que yo creo que todo arranca del Cristianismo. Y quien le ha dado fundamento y sentido al Cristianismo ha sido San Pablo. Así, no es de extrañar que Nietzsche topara con él.

Traduccion y selección de los Diarios de León Bloy realizada por Cristóbal Serra.
ARCADI ESPADA: Léon Bloy: “Los imbéciles son escurridizos e impermeables como una clara de huevo.

CRISTÓBAL SERRA: Era un hombre terrible. La escritura de su diario, del que yo hice años atrás una antología, y de donde están extraídos estos fragmentos, está llena de injusticias tremendas. Pero también de honradez y de verdad. Bloy era un hombre que creía preciso tener enemigos. Pero, a veces, y analizando las cosas desde otro punto de vista, te preguntas si su violencia no es un recurso estilístico antes que otra cosa.

ARCADI ESPADA: Claudel: “El lenguado, antes de morir, deja a sus hijos esta herencia inestimable: ‘¡Sed lisos!”.

CRISTÓBAL SERRA: Ah, este aforismo. Es extraordinario. Forma parte de los que llamo aforismos físicos. Es casi impenetrable. En una primera instancia remite a un consejo evangélico: “Sed humildes”. Allí donde todo es llaneza. Pero la elección del lenguado, brillante y misteriosa, le da una rareza muy seductora. De la confrontación entre el consejo paterno y la inexorabilidad orgánica de la bestia nace, además, una ironía muy delicada.

ARCADI ESPADA: “El poeta no tiene que soñar más: debe observar. Tengo la convicción de que es por ese lado por donde la poesía debe renovarse”: de Renard.

CRISTÓBAL SERRA: Esto es aplicable a poetas que admiro mucho, como Francois Ponge. El poeta sueña porque observa. O como Fray Luis de Granada, que me parece un poeta mucho más interesante que su casi homónimo Fray Luis de León. Fray Luis de Granada era un poeta de las cosas, y podía serlo porque las cosas están muy animadas. La poesía debe ser una extracción. Siempre una extracción.


ARCADI ESPADA: “Presumir de ‘realista’, de ‘fuerte’, cosa tan comente en España, es el despecho y el consuelo de no ser espiritual y delicado”: Juan Ramón.

CRISTÓBAL SERRA: Un aforismo trazado con escalpelo, que anatomiza una gran parte del homo hispanicus. Hay que reconocer que mucho del gran arte español sabe a ajo. El pintor Solana, y con él un gran número de pintores y de escritores, es grande para todo aquél al que no repugne el olor a ajo. No hay vuelta de hoja: la veta artística española lleva este olor. Nuestra literatura tiende a lo plebeyo y eso es lo que más me retrae de ella. Es el lastre de Quevedo, que es un escritor importantísimo, pero con demasiado regusto. Cervantes, no. A pesar del sanchopanzismo. Cervantes no. Cervantes tiene ángel. Y su humor es completamente distinto del humor genérico de los españoles.

ARCADI ESPADA: El sorprendente Jerzy Lec: “A muchos poetas les perturba que las palabras tengan además un significado”.

CRISTÓBAL SERRA: Es verdad que ya por el sonido las palabras existen, pero no basta. La falta de rigor, en poesía, un error de bulto. Y muchos poetas parecen desconocerlo. El significado de las palabras se convierte para los poetas poco profundos en un escollo. Para los buenos poetas, claro, es el mejor aliado.

ARCADI ESPADA: Acabo con su Chesterton querido: “Nunca he tomado en serio mis libros, pero tomo muy en serio mis opiniones”.

CRISTÓBAL SERRA: Acertó muchísimo. Quizá sea por eso. Fue un vanguardista. Sus ensayos me lo parecen especialmente. Los escritores ingleses van solos. Excéntricos. Suelen decir la verdad.

      ARCADI ESPADA: Un aforismo de Vauvenargues, que usted incluye en la selección tal vez explique el porqué de una ausencia: La Rochefoucauld no era pintor, talento sin el cual es difícil ser elocuente. Tenía la libertad y la osadía que caracterizan al genio, pero su estilo no era gracioso, ni conmovedor, ni vehemente, ni sublime”.

CRISTÓBAL SERRA: Así es. La Rochefoucauld no era un aforista. Era un epigramático. Un labrador de máximas. Las labraba como medallones.

ARCADI ESPADA: Leopardi.

CRISTÓBAL SERRA: Algo de lo que me ha pasado con Machado y su Juan de Mairena. Sentencioso. Enfadoso. Algo romo.

ARCADI ESPADA: Kafka.

CRISTÓBAL SERRA: ¿Sabe...? Yo pienso de Kafka lo que opinaba Papini. No me interesa. Kafka ha acabado decepcionándome y en especial sus aforismos. A veces me parece un puro teólogo casuístico.

ARCADI ESPADA: Borges.

CRISTÓBAL SERRA: No lo encuentro dotado para el aforismo. Es un hombre muy inteligente, de una cultura extraordinaria. A veces se engaña a sí mismo, porque es mucho más racional de lo que aparenta o le gustaría ser. Es un tipo muy mitificado en España. Y en muy pocos años. No hace tanto que aquí nadie leía a Borges. De él sólo llegaban rumores vagos: que escribía en inglés, por ejemplo.

ARCADI ESPADA: Joan Fuster. Era un volteriano, lo comprendo, pero...

CRISTÓBAL SERRA: No...

ARCADI ESPADA: Aunque sólo fuera por su epitafio, que es un modelo de desasimiento.

CRISTÓBAL SERRA: ¿Qué dice?

ARCADI ESPADA: “Murió como vivió: sin ganas".

CRISTÓBAL SERRA: Es muy bueno. No he leído a Fuster. Lo siento, apenas conozco la literatura catalana.

ARCADI ESPADA: ¡Ferlosio!

CRISTÓBAL SERRA: Tampoco. Un buen amigo vino a verme con el libro leído, y me dijo lo mismo: “Pero, hombre, ¡Sánchez Ferlosio!” Lo siento. No lo he leído. Lo siento en el alma.

(El País. 2-3-2002)

Arcadi Espada en Jot Down.
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