Juan Ramón Masoliver |
DE UN OLVIDADO LENGUAJE
Los
poetas, desde siempre; el surrealismo, de siete lustros acá; y la última
consecuencia de este movimiento; el arte abstracto y su directa sucursal el informalista
a la moda, coinciden todos en el culto a la metáfora, al puente entre lo
inmediato y coherente y lo intuido y arbitrario. Y esos parentescos sugeridos
por el dato sensorial, por el ritmo o la mera adivinación, tanto valor de
costumbre tienen adquirido en Occidente, que los preceptistas creen haberlos
reducido a sistema cerrado, y aún el lenguaje común adopta los que suscitaron
grandes poetas y pintores. Al punto, que materias hay —díganlo los lugares
comunes y las frases hechas— en que trabajo costaría volver las cosas a su
natural y ordinario cauce. Pero ese mismo imperio de la metáfora, de la imagen
que se explaya en todos los campos del humano acontecer, desde la religión a la
publicidad, trae un cómo rebajarla a condición servil y de mala retórica:
reduciéndola, esto es, a una mera substitución ornamental y didáctica de la
realidad.
Bien
se comprende que por este camino toda la aventura del arte de hoy quedaría en
puro juego, encaje de bolillos o concurso de habilidad, donde en cambio ésta se
nos antoja la expresión más fiel de nuestro mundo contemporáneo, angustiado,
inseguro y a vueltas siempre con el misterio, con ese arcano que —como en la
noche medieval— parece el sólo metro de nuestras horas. Arcano y misterio,
incógnita si se prefiere, que no van explicados como concesión al
obscurantismo, a lo mágico y sanalotodo al abandonarse cómodamente, en fin, a
unas fuerzas ciegas; sino que en muchos casos otra cosa no es más que
conciencia vaga de unos bienes perdidos, de unas facultades borradas en la
memoria de los siglos. No de otro modo, los cuentos infantiles inconscientemente
conservan factores que fueron operantes en el paleolítico, y los claustros
románicos, además de su específica función, se distribuyen por modo coincidente
con la imagen budista del alma y el cuerpo y en sus capiteles repiten —según el
musicólogo Marius Schneider comprueba en el de San Cugat— una melodía que
persiste en el animismo de los negros primitivos de nuestro tiempo.
Con
ello hemos ido a parar al simbolismo, ese arte de pensar en imágenes que la
gente occidental perdió con el abandono de las humanidades. Ese lenguaje
cifrado en el parentesco de todo lo creado, lo espiritual como lo físico, el
significado y la forma, lo material y lo sobrenatural, a fuer de reflejos de
una misma perfección divina. Ese sustentáculo del pensar oriental, en la amplia
gama que va de la astrología y el ocultismo a la mitología, a la escritura
ideográfica, y a los emblemas y la heráldica adoptados por Occidente. Esa
trabazón, en suma, que al romano Salustio movió a afirmar que el mundo es un
objeto simbólico.
Esoteria,
astrología y cábala en un tiempo, los excesos de la escuela de Frazer más
tarde; más recientemente los progresos en el conocimiento del pensar y del arte
primitivos, en la historia comparada de las religiones y, por modo especial, el
avance de las ciencias psicológicas, desde Freud y Adler a la escuela de Carl
Jung, han conseguido clarear el valor del símbolo como lenguaje universal, válido
en los más distantes tiempos y las más insospechadas latitudes. Que, desde
siempre, el símbolo haya sido usado en la enseñanza no es más que un
reconocimiento implícito —involuntario, si se quiere— de la persistencia, la
invariabilidad, el valor paradigmático de unos signos que, de una civilización
en otra, vienen sirviendo como insustituibles puntos de referencia, como
pastores en torno a los cuales se agrupan y cobijan, así un rebaño, los
conocimientos. Hasta mediado el siglo XIX, hasta la secularización de la cultura,
no otra significación tenía el saberse al dedillo la mitología, un dominio que
nuestro siglo ha rebajado a meras substituciones, a un como invariable
calificativo (por ejemplo, en las marcas comerciales), con olvido de que se
trata de un verdadero lenguaje, con su sintaxis propia y sus mil posibilidades.
Un lenguaje real, operante en todos nosotros allá mismo donde sus signos nos
limitamos a tomarlos de la cultura circunstante, de la tolerada superstición,
del mero hábito, sin entender que son las voces más antiguas que vengan del
hombre. La serpiente, fuerza telúrica, símbolo de fertilidad y destrucción, y
el árbol, eje de los tres mundos, símbolo de la inmortalidad, la sigma,
movimiento, furia, y el anillo, el tiempo en eterno retorno; el humo, alma
sublimada, y e1 barro, lo biológico y naciente con otros cien que cabría
aducir, combinados en formas distintas por la naturaleza, el ocultismo o el
arte han suscitado ese complicado lenguaje, ese apasionante saber de los siglos
y de los mundos que, unos con su ciencia, otros con la intuición, interpretan
para nuestro provecho.
Buena
tarea ha emprendido, por tanto, tratadista tan embebido en el estudio y
calificación de las formas y los ritmos, poeta tan dado a las exploraciones
oníricas como Juan-Eduardo Cirlot, cuando se propone adentrarse en la
significación de los símbolos y consigue obra tan amplia, sugerente y atractiva
como el recio «Diccionario de símbolos
tradicionales» que nos llega a la enseña del editor Miracle. Un diccionario
por la alfabetización de voces, pero obra de instructiva y variadísima lectura,
rica en sugerencias, repleta de clarificaciones, más que una mera obra de
consulta. Bastante más, en suma, que un calepino para poetas y pintores y
decoradores con ganas de rizar el rizo de las significaciones. Partiendo del
método comparativo de Jung, y con el ambicioso empeño de corroborar la
profundidad y verdad de las identificaciones entre símbolo y significado, luego
de una paciente labor que colaciona las significaciones propuestas por psicoanálisis,
antropología y folklore, alquimia y ocultismo, heráldica, emblemática y plástica,
epigrafía, mitología y simbolismo tradicional, Cirlot formula con extensión
variable los centenares de voces de su diccionario: de este grueso libro, muy
dieciochesco, y apegado más al criterio de autoridades que al suyo propio, que
es a la vez bestiario y examen de ingenios, «emblemata» y silva de varia lección, historia del arte y de las
religiones, crítica y ensayo e interpretación. Un poderoso diccionario
socorrido con profusión de láminas de certera elección y de grabados
clarificadores. Y precedido por una extensa parte teórica —no menos de sesenta
páginas en cuarto— que explica por menudo la presencia, el origen y la
continuidad del símbolo, su esencia, su comprensión e interpretación; mientras
cierran volumen una agotadora bibliografía y un índice de las voces explanadas.
Aunque la impresión primera de quien se adentra por semejante selva raye en el
desconcierto, justo es aseverar que Cirlot apunta aquí, como nadie, a deshacer
los muchos nudos del arcano lenguaje de los símbolos. Y consigue devolvernos algo
muy apegado e íntimo, que por próximo y sabido olvidamos con las centurias.
Juan Ramón Masoliver
La Vanguardia Española,
17 de diciembre de 1958, p. 13.
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