Hildegard de Bingen Protestificatio de Scivias, Fol. 1, Facsímil de Eibingen del códice de Ruperstberg.
(W:
Wiesbaden, Hess. Landesbibliothek, Hs. i), segunda mitad del siglo XII.
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Es
un error pensar que las mujeres no han contribuido a la construcción de la
cultura europea antes del feminismo, que no suele situarse antes del siglo XV,
antes de Christine de Pizan y su Ciudad
de las damas (1405). Sin conciencia
de marginación social, sin oposición al pensamiento masculino, ya en el siglo XII
y, en especial, en el siglo XIII, algunas mujeres ofrecieron un
testimonio que constituye toda una postura ante la vida, un modo de sentimiento y
pensamiento, que alcanza aún nuestro mundo de principios del siglo XXI, y que
es, sin embargo, una tradición olvidada. Pienso en las mujeres místicas que, en
contra de los prejuicios que prevalecen aún hoy sobre la
idea de la mística como una evasión de la realidad, fueron
ejemplo vivo de una radical penetración en lo real. Hace
pocos días pude oír al profesor Shizuteru Ueda, filósofo
japonés de la llamada Escuela
de Kioto, practicante y estudioso del zen, hablar
de la
mística europea como un pensamiento contracultural, tremendamente
devastador de los sistemas impuestos. Pensaba el profesor Ueda en el maestro
Eckhart, a quien ha dedicado numerosos trabajos y comparado
con el zen. La potencia del pensamiento del maestro Eckhart
ha resultado indeleble con el paso de los siglos y sólo
encuentra ecos anticipados justamente en las voces de las mujeres que lo
precedieron: Margarita Porete, Angela de Foligno, Matilde de Magdeburgo,
las místicas de la nada y del descenso. No es posible, creo,
hablar de la construcción de la cultura europea y olvidar a las místicas. Su
importancia radica tanto en la forma que emplearon para decir lo que
quisieron decir, como en lo que dijeron. Tanto en la forma
como en el contenido se observa un vuelco en el posicionamiento ante la escritura
que la convirtió en escritura de la vida, abriendo una
brecha que es una vía de la realización espiritual. Me referiré
a tres elementos que argumentan el papel de la mística femenina en la fundación
de la cultura europea injustamente silenciada: en primer lugar, al valor de la
experiencia; en segundo lugar, al empleo de la lengua
materna; en tercer lugar, a la nada y al descenso como la
nueva orientación en el camino de unión.
1
Y he aquí que, a los cuarenta y
tres años de mi vida en esta tierra,
mientras contemplaba, el alma trémula y de temor embargada, una visión
celestial, vi un gran esplendor del que surgió
una voz venida del cielo diciéndome:...
(Scivias,
Protestifcatio)
Comencemos
por la primera persona. Ciertamente Hildegard von Bingen no es la única en el siglo
XII en utilizarla. Si desde san
Agustín hasta la época feudal es profundamente rara, en cambio, a principios
del nuevo siglo se detecta una
oleada en la que se manifiesta un cierto modo de subjetividad: aparecen las
autobiografías como la de Guibert de Nogent o Pedro Abelardo, aparecen
las canciones de amor de los trovadores del sur de Francia.
El roman
courtois se
interesa más por el individuo que
por la colectividad. ¿Cuál es
la realidad de esas primeras personas? Se ha insistido en su carácter retórico y hueco. Pero
es innegable que manifiesta algo y que su uso hay que contextualizarlo en el
género en el que aparece. Cuando Hildegard von Bingen afirma en primera persona haber visto y
oído no podemos confundirla con los juegos formales de los trovadores, porque
si en ellos se
valora su capacidad lingüística, en ella sólo se valora la verdad del testimonio de su
experiencia. ¿Y cómo es eso? La
valoración de la experiencia, la experiencia que exige a un sujeto que experimente, es algo
nuevo en la cultura europea. El principio de la valoración de la experiencia se
puede situar en los sermones que
comentaron el Cantar de los Cantares (1135-1151) de Bernardo de
Clairvaux:
Se
trata de un cantar que sólo puede enseñarlo la unción y sólo puede aprenderlo la experiencia
(experientia). El que goce de esta experiencia, lo
identificará en seguida. El que no la tenga,
que arda en deseos de poseerla, y no tanto para conocerla como para
experimentarla (experiendi) (Sermones
sobre el
Cantar de los Cantares,
1, vi, 11).
Como
se ha dicho, los comentarios de Bernardo implican una nueva recepción del
Cantar, muy comentado desde Orígenes
pero sin impacto justamente por haber sido tratados sólo textualmente y no como
una vivencia a experimentar. Bernardo invita a su auditorio a entrar en la
alcoba. Él mismo
afirma conocerla a través de su experiencia:
Entremos ya en la alcoba. ¿Cuál
es?... (Sermones, 23, iv, 9). Desde mi experiencia —porque desconozco la
de otros—, es la alcoba en
la que alguna vez me han introducido. Pero, ¡ay dolor!
Raras veces y por poco tiempo
(Sermones,
23, vi, 15).
Con
el comentario de san Bernardo, el lenguaje del Cantar
pasó a ser el modelo para expresar la aventura del alma. El efecto fue inmediato y, en
especial, en los ambientes femeninos, en los monasterios de mujeres, según
muestran obras
como el Sankt
Trudpertslied de
mediados del siglo XII en
que ya se ha aplicado el lenguaje del Cantar para hablar de la relación con Dios. La
consideración de la experiencia como
forma de conocimiento constituye algo realmente moderno en la cultura medieval
habituada a conceder mayor autoridad al libro que al sujeto. Y antes que el mundo,
su geografía o
naturaleza, fue Dios el objeto de la experiencia y fueron sobre todo las mujeres los
sujetos de dicha experiencia.
El
interés que suscita una figura como Hildegard von Bingen no se debe sólo a su
impresionante facultad visionaria o capacidad creadora, sino a la
fundamentación de su existencia
en su propio sujeto y a la búsqueda de la verdad en su experiencia. En la biografía
que escribió Teoderich von
Echternach poco después de su muerte se recogieron fragmentos autobiográficos en los
que ella expone «lo que le sucedió». La Vida de Hildegard sirvió de ejemplo para
los relatos
hagiográficos posteriores en los que los confesores se alejaron de los moldes establecidos
y de los tópicos literarios para
obtener justamente un relato vivo y veraz. Como apuntó agudamente Giovanni
Pozzi si tuvieron lugar los testimonios femeninos fue porque la cultura
masculina se interesó por ellos en medio de una grave crisis de creencias.
Pero aunque fueran los hombres
quienes preguntaron, lo cierto
es que fueron las mujeres quienes respondieron. Y en sus respuestas se perfiló un nuevo
diseño en el que predominaba el color del sentimiento.
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3
Ay, mi buen Señor, no me eleves
tanto. Prefiero descender a la
parte más baja y allí quiero quedarme gozosa para honrarte
(La luz fluyente de la divinidad,
IV, XII, 35-37).
Oh, Señor, en la
profundidad de la pura humildad
No puedo escaparme de ti
No puedo escaparme de ti
Pero en el orgullo podría olvidarme de ti.
Cuanto más profundo me hundo (mere
ie ichtieffer sinke),
Más dulcemente bebo.
(La
luz fluyente de la divinidad, IV, XII,
105-107)
Por
mucho que el cristianismo justifique el camino de descenso, como ahora veremos, su
expresión —hablar de la dulzura
infinita y del placer obtenido por ese descenso, como hizo Matilde de Magdeburgo— no
deja de ser una tremenda
provocación que no pretende serlo, sino sólo una comprobación que no puede
entenderse más que dentro de un
inmenso espacio de libertad. El lenguaje paradójico de la mística atraviesa deshaciéndolos
todos los velos de las ilusiones para llegar hasta un núcleo, un corazón de
verdad. La vía
descendente, con su negación del ascenso, se sitúa en la paradoja y en ésta se reafirma para
rechazar el terreno de lo conocido.
Con todo, distintas realidades se suman para dotar de una fuerza inusitada al
camino de descenso. En efecto, como ha reiterado el profesor Alois Maria Haas,
característica del cristianismo es esta vía de descenso que encontramos en la
mística femenina, pues en ella se da la exigencia
de imitar el mismo camino de descenso de Dios en su encarnación. Si Dios
descendió al hacerse hombre, y con
ello se humilló, el alma humana debe realizar esa misma trayectoria, pues en la
humillación puede semejarse a Dios.
Cuanto más se humilla, más nada se hace, y cuanto más nada, cuanto más despojada esté
de lo que ella es, mayor cabida puede dar a la alteridad que es Dios. Se dibuja
así el paisaje del
desierto como el paisaje del alma:
Debes amar la nada
(niht),
Debes huir al yo
(iht),
Debes estar solo
Y no acudir junto a nadie.
No debes ocuparte de mucho
Sino que debes liberarte de todas las cosas.
Debes soltar a los presos
Y vencer a los libres.
Debes deleitar a los enfermos
Y tú mismo no tener nada.
Debes beber el agua del dolor
Y encender las brasas del amor con la madera de las virtudes:
De este modo vivirás en el verdadero desierto.
(La
luz fluyente de la divinidad, I, XXXV, 1-15)
El
alma no puede ascender, sino sólo esperar en su templo vacío a que Dios
descienda hasta ella. «A la espera de Dios»,
en expresión de Simone Weil, que negó la búsqueda como posibilidad de encuentro con
Dios. En esta mística del
descenso, el ser mujer también tiene su fundamento, pues la mujer, en su fragilidad, se
asemeja a la humanidad de
Cristo. A la arrogancia del discurso teológico impartido en las Universidades se opuso en el
siglo XIII el testimonio femenino
de amor y conocimiento de Dios. Por ello, entre otros
muchos motivos, los místicos como Eckhart y Heinrich Seuse quisieron «hacerse
mujeres», cada
uno a su manera, lo que no significaba más que seguir un camino inverso,
negativo, cuyo fin último es la nada. Jeffrey Hamburger ha mostrado las miniaturas en que
Heinrich Seuse aparece ataviado
de un modo claramente femenino. En su sermón sobre La
virginidad del alma,
el maestro Eckhart consideró la
feminidad del alma como la posibilidad de ser fecunda y según su costumbre de un
pensamiento «a la inversa», determinó la superioridad de ser mujer a la de ser virgen:
Si el hombre fuera siempre virgen,
no daría ningún fruto. Para
hacerse fecundo, es necesario que sea mujer. «Mujer» es la
palabra más noble que puede atribuirse al alma y es mucho más noble
que «virgen». Es bueno que el hombre conciba a Dios en
sí mismo, y en esa concepción él es puro y sin mancha. Es mejor, sin embargo,
que Dios fructifique en él, pues la fecundidad del
don no es más que la gratitud del don, y así el espíritu
se hace mujer en la gratitud que renace y en el cual el hombre
engendra, de nuevo, a Jesús en el corazón paterno de Dios
(36-45).
Si
Matilde de Magdeburgo escribió en un alemán maravilloso y extraño a juicio de
Heinrich von Nordlingen (1345),
Angela de Foligno (c. 1248-1309) era analfabeta y su
testimonio fue vertido al latín por
su confesor. Sin embargo, a
pesar de la traducción y de la sencillez de su lenguaje, su testimonio aún hoy resulta
estremecedor por la autenticidad que de él emana. Su peregrinación por los
diversos estados del alma realizó la fábula mística en la que el héroe, en
lugar de salir vencedor, es
vencido. Todo su ser se involucra en
la experiencia de Dios: desde su cuerpo desnudo ante la cruz y su grito en la iglesia de
Asís, hasta un estado de insipidez e indiferencia como resultado de la
experimentación progresiva
de los contrarios:
Y aunque tristeza y alegría
provenientes de fuera puedan penetrarme
un poco, hay en mi alma una cámara donde no entra ni
alegría, ni tristeza, ni deleite, ni virtud, ni satisfacción por nada que tenga
un nombre. Ahí está todo bien, de tal modo que
no es otro bien, pues es de tal modo todo bien que no hay
otro bien. Y en ese manifestarse de Dios (aunque diga blasfemia
porque no lo puedo decir de otro modo), en ese manifestarse
de Dios está toda la verdad, en ese manifestarse de Dios
poseo toda la verdad: la que está en el cielo y en el inferno...
(Memorial,
IX, 398-406).
La
experiencia de Dios como nada emerge de un modo fulgurante para situarla como
directa antecedente del nihilismo eckhartiano:
[...]
cuando se ve a
Dios, no trae eso risa en la boca, ni devoción ni fervor ni amor ferviente,
pues ni el cuerpo ni el alma se
mueven tal como acostumbran moverse, pero no ve nada y lo
ve todo, y el cuerpo duerme y la lengua está cortada (Memorial, IX, 51-54).
Insospechadamente
estas mujeres de los siglos XII y XIII pudieron hablar y escribir más allá
de la literatura. Su conocimiento, más que en un pensar, se fundó en un sentimiento
en el que se asentó la certeza del yo. Sus propias vidas fueron el objeto de su escritura.
La riqueza de su legado, en muchos
aspectos presente en la cultura europea, todavía está por descubrir.
Textos
citados
Angela de Foligno, Libro
de la vida, edición de Teodoro H. Martín, Sígueme,
Salamanca 1991.
Bernardo, san, Obras
completas de, V. Sermones sobre
el Cantar de
los Cantares, edición de los
monjes cistercienses, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1987.
Hildegarda de Bingen, Scivias:
Conoce los caminos, traducción de Antonio Castro Zafra y Mónica
Castro, Trotta, Madrid 1999.
Maestro Eckhart, El
fruto de la nada, edición y traducción de Amador Vega Esquerra, Siruela,
Madrid 1998.
Mechthild von Magdeburg, Das
fliessende Licht der Gottheit, vols. I y II, edición de Hans
Neumann, Artemis, Munich-Zurich 1990.
Weil, Simone, A
la espera de Dios, Trotta, Madrid 1993.
Estudios
Cirlot, Victoria, y Garí, Blanca, La
mirada interior. Escritoras místicas y visionarias en la Edad
Media, Martínez Roca, Barcelona 1999.
Haas, Alois Maria, Visión
en azul. Estudios de mística europea, Siruela, Madrid 1999.
Hamburger, Jeffrey K., Te
Visual and the Visionary. Art and Female Spirituality in Late
Medieval Germany, Zone Books, Nueva York 1998.
Pozzi, Giovanni (ed.), Angela da
Foligno. El libro dell’esperienza, Adelphi, Milán 1992.
Scholem, Gershom, Grandes
tendencias de la mística judía, Siruela, Madrid
1996. Ueda, Shizuteru,
Zen
y filosofía, Herder,
Barcelona 2004.
Residencia de Investigadores CSIC-Generalitat
de Catalunya, Barcelona, 2006, pp. 85-96.
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