«Prólogo» a Atenas y Jerusalén
Lev
Shestov
«El mayor bien para el hombre es conversar todos los días sobre la virtud» Platón,
Apología de Sócrates, 38 a.
«Todo lo que no nace de la fe, es pecado» San Pablo,
«Todo lo que no nace de la fe, es pecado» San Pablo,
Epístola a los Romanos 14, 23.
I
«Atenas
y Jerusalén» «filosofía religiosa»:
estas expresiones son casi idénticas, tienen prácticamente el mismo sentido.
Una es tan misteriosa como la otra, y ambas molestan por igual al pensamiento
moderno, por la contradicción interna que contienen. ¿No sería más adecuado
proponer el dilema diciendo: Atenas o Jerusalén, religión o filosofía? Si
hubiéramos de orientar nuestra respuesta por el juicio de la Historia, sería
inequívoca. La Historia nos diría que los mayores genios del espíritu humano
han rechazado, durante casi dos mil años, todos los intentos dirigidos a
enfrentar Atenas con Jerusalén; que han defendido con pasión la conjunción «y» entre Atenas y Jerusalén, y que
tozudamente han rechazo el «o».
Jerusalén y Atenas, religión y filosofía racional siempre han convivido
pacíficamente una junto a otra. Y esta paz ha sido para los seres humanos la
garantía de sus anhelos más queridos, estuvieran o no satisfechos.
Pero, ¿puede uno descansar en el juicio de
la Historia? ¿Acaso la Historia no es el «juez
perverso» de la leyenda popular rusa, al que los partidos en lucha de los
países paganos se ven obligados a recurrir? ¿Qué guía orienta los juicios de la
Historia? A los historiadores les gustaría creer que ellos en absoluto emiten
juicios, que ellos se satisfacen simplemente contando «lo que ha ocurrido», como si obtuvieran del pasado determinados «hechos» olvidados o perdidos y los
pusieran sin más delante de nosotros. Que no son ellos, los historiadores, los
que emiten «juicios», en definitiva,
sino que éstos surgen por sí mismos o están supuestos en los hechos. A este
respecto, los historiadores no se diferencian, y no quieren ser diferenciados,
de los otros representantes de las ciencias positivas: los hechos son, para
ellos, la corte suprema y última de todo juicio, más allá de la cual no cabe
apelar a nada ni a nadie.
Muchos filósofos, y en particular si son
modernos, han quedado tan fascinados por los «hechos» como los científicos lo están. Al escucharles, uno pensaría
que «los hechos» constituyen por sí mismos
la verdad. Pero ¿qué es un hecho? ¿Cómo podemos distinguir un hecho de una
ficción o de una idea de nuestra fantasía? Los filósofos admiten, ciertamente,
la posibilidad de experimentar alucinaciones, espejismos, sueños, etc., y sin
embargo, apenas reconocen que, si estamos obligados a separar los hechos de esa
plétora de extravíos directos o indirectos de la conciencia, es porque los
hechos no constituyen por sí mismos la instancia última del juicio. Que, por lo
tanto, nos situamos frente a cada uno de los hechos provistos de ciertas normas
preestablecidas, de ciertas «teorías»
que son la condición de posibilidad de la búsqueda y el hallazgo de la verdad.
¿De qué normas se trata? ¿Cuáles son esas teorías? ¿De dónde nos llegan, y por
qué aceptamos tan rápidamente que son dignas de nuestro crédito? O tal vez
tengamos que plantearnos esta otra cuestión: ¿son hechos lo que realmente
buscamos? ¿Son hechos lo que de verdad necesitamos? Los hechos ¿no pueden ser
un pretexto, una pantalla inclusive, detrás de la cual se escondan otras
necesidades del espíritu?
He dicho más arriba que la mayoría de los
filósofos se inclinan ante los hechos, ante «la experiencia». Algunos de ellos, sin embargo, y no de los
últimos, han comprendido con claridad que los hechos son, en el mejor de los
casos, un material en bruto que, en sí mismo considerado, no proporciona ni
conocimiento ni verdad, y al que es necesario dar forma o transformar. Así,
Platón distinguió entre «opinión» (doxa) y conocimiento (episteme). Para Aristóteles, el
conocimiento lo era del universal. Descartes partió de veritatis aeternae, de verdades eternas. Para Spinoza, sólo su tertium genus cognitionis (la tercera
categoría de conocimiento) era valiosa. Leibniz distinguió vérités de fait y vérités de
raison y no dudó en afirmar abiertamente que las verdades eternas se habían
alojado en la mente de Dios sin antes perdirle permiso. De Kant, conocemos la
siguiente confesión, hecha con extraordinaria franqueza: «La experiencia, que gusta de hacernos saber qué es lo que es, pero que
no puede decirnos si lo que es, es necesariamente; esa experiencia no sólo no
satisface a nuestra facultad racional sino que la irrita, porque lo que la
razón demanda con toda avidez son juicios universales y necesarios». Es
difícil que exageremos la importancia de una confesión como ésta, especialmente
si procede del autor de la Crítica de la
razón pura. Tanto los hechos como la experiencia nos sulfuran, porque no
nos proporcionan conocimiento. No es ciencia lo que la experiencia ni los
hechos nos proporcionan. El conocimiento es algo bastante distinto de la
experiencia o de los hechos, y sólo ese conocimiento que nunca podremos
encontrar ni en los hechos ni en la experiencia, es el que nuestra facultad
racional, «la mejor parte de nosotros
mismos», busca con todas sus fuerzas.
He aquí toda una serie de cuestiones que
se plantean, a cada cual más inquietante. Y la primera de todas: si esto es
así, ¿en qué puede distinguirse la filosofía crítica de la filosofía dogmática?
Después de la confesión de Kant, ¿no quedan el tertium genus cognitionis de Spinoza, lo mismo que las vérités de raison de Leibniz, que
penetraban en la mente de Dios sin pedirle permiso, confirmadas en sus derechos
sagrados por una vieja tradición de siglos? La filosofía crítica ¿llegó
realmente a superar lo que era la materia, el alma incluso, de la filosofía
precrítica? ¿Acaso no se ha hecho una misma cosa con ella, tratando no obstante
de confundirnos?
Quiero recordar una disputa del todo
significativa a este respecto, que por extrañas razones los historiadores de la
filosofía suelen ignorar, y que tuvo lugar entre Leibniz y el recién fallecido
Descartes. Descartes deja constancia en numerosos lugares de sus cartas, acerca
de su convicción de que las verdades eternas no existen desde toda la eternidad
y por sí mismas, como su eternidad pareciera exigir, sino que han sido creadas
por Dios de la misma manera que Él ha creado todo lo que existe, real o
idealmente. «Si yo afirmo -escribe
Descartes- que no puede existir montaña
sin valle, esto no es así porque sea realmente imposible que ocurra de otro
modo, sino simplemente porque Dios me ha dado una razón que no puede más que
asumir la existencia de un valle allá donde reconoce la existencia de un monte».
Citando estas palabras de Descartes, Bayle añade que la idea que en ellas se
expresa es notable, pero que él, Bayle, no es capaz de asimilarla; aunque no
pierde la esperanza de llegar a conseguirlo algún día. Pero Leibniz, que
siempre era tan manso y equilibrado, y que habitualmente escuchaba con simpatía
e interés las opiniones ajenas, quedaba bastante fuera de sí cada vez que
recordaba esta afirmación de Descartes. Este, que se permitía defender tales
absurdos aunque fuera en su correspondencia privada, despertaba su indignación,
como también Bayle, por haber quedado seducido por semejantes dislates.
De hecho, si Descartes «tuviese razón», si las verdades eternas
no fueran autónomas sino que dependiesen de la voluntad, o más precisamente, de
la complacencia del Creador, ¿cómo sería posible la filosofía, o al menos eso
que llamamos filosofía? ¿Cómo sería posible en general la verdad? Cuando Leibniz
echa a andar en busca de la verdad, lo hace siempre provisto del principio de
no contradicción y el principio de razón suficiente.
[...]
II
La filosofía crítica no consiguió superar
las viejas ideas de Spinoza; al contrario, las aceptó y las asimiló. La Ética y el Tractatus Thelogico-Politicus permanecen vivos, aunque
implícitamente, en el pensamiento del idealismo alemán casi tanto como en el
pensamiento de Leibniz: la «Necesidad»
que determina la estructura y el orden de los seres -el ordo et connexio rerum-, antes que constreñirnos, nos persuade,
nos empuja, nos seduce, nos alegra y nos confiere ese contento último y la paz
del alma que, en todas las épocas, han sido consideradas, en filosofía como el
bien supremo. «La satisfacción con uno
mismo puede tener su origen en la razón, y esa satisfacción que procede de la
razón es la mayor de las posibles». Los hombres han imaginado, y
determinados filósofos les han apoyado en esto, ser verdad que el hombre está
en la naturaleza como una especie de Estado dentro del Estado. «Una vez que los hombres se han persuadido a
sí mismos de que todo lo que ocurre en el mundo, ocurre a causa de ellos, han
de considerar lo más importante de cualquier negocio aquello que resulte de
mayor utilidad para ellos, y deben valorar como lo supremo aquello que les
afecte del mejor modo posible». En consecuencia, flent, ridunt, contemnunt vel quod plerumque fit, detestantur («lloran, reían, desprecian o, lo que ocurre
la mayoría de las veces, maldicen»). Es precisamente aquí, según Spinoza,
donde radica el error principal del hombre -y uno casi podría decir: su pecado
original, si Spinoza mismo no hubiera evitado con tanto cuidado toda expresión
que pudiera recordar a la Biblia, aunque fuera de lejos-.
La primera gran ley del pensamiento que
deroga la prohibición bíblica contra los frutos del árbol del conocimiento es non ridere, non lugere, neque destestari,
sed intelligere («no reírse, no
lamentarse, no maldecir, sino comprender»). De esa manera, toda la realidad
se transforma ante nuestros ojos. Al contemplar la vida «bajo la especie de la eternidad o la necesidad», aceptamos
cualquier cosa que salga a nuestro encuentro en el camino de la vida con la
misma tranquilidad y el mismo sentimiento de buena voluntad. «También en el caso de que esas cosas nos
resulten perjudiciales, son no obstante necesarias y proceden de causas
determinadas, a través de las que tratamos de comprender su naturaleza, y la
mente se alegra tanto con la verdadera contemplación de ellas como con el
conocimiento de las cosas que resultan agradables a nuestros sentidos».
Al contemplar la necesidad de todo lo que
ocurre en el universo, nuestra mente experimenta el mayor de los gozos. ¿En qué
difiere esto de la afirmación de Kant, para quien nuestra razón aspira con
avidez a los juicios universales y necesarios? ¿O de la de Leibniz, de acuerdo
con la cual la razón no sólo constriñe, sino que persuade? ¿Y de la famosa
fórmula de Hegel: «Todo lo real es
racional»? ¿Y acaso no es evidente que para Leibniz, Kant y Hegel, no menos
que para Spinoza, la pretensión de que el hombre ocupe un puesto especial,
privilegiado en la naturaleza, en modo alguno está justificada, siempre y
cuando no se recurra a un «ser supremo»,
que no existe y que nunca ha existido? Es sólo cuando nos olvidamos de todo
tipo de «seres supremos» y
reprimimos, o mejor, arrancamos de nuestra alma todo ridere, lugere, et detestari, lo mismo que ese absurdo flere que procede de ellos y que no es
escuchado por nadie: es sólo al reconocer que nuestro destino y el verdadero
sentido de nuestra existencia radica en un puro intelligere, cuando la auténtica filosofía es dada a luz.
Ni en Leibniz ni en Kant encontramos, a
buen seguro, el equivalente del Tractatus Theologico-Politicus que sienta
las bases de eso que ahora ha sido llamado «crítica
bíblica», pero esto no significa que estos filósofos hayan tomado menos
precauciones que Spinoza para protegerse de toda posible contaminación bíblica.
Si todo lo que Kant dijo acerca del Schwärmerei
y el Aberglauben (el «fanatismo» y la «superstición»), o aquello que Leibniz escribió sobre la misma
cuestión fueran compendiados, uno obtendría completo el Tractatus Theologico-Politicus. Y al revés, todo el esfuerzo del Tractatus está orientado a desembarazar
nuestro bagaje espiritual de las ideas que la Escritura ha puesto en él y que
no tienen justificación.
El non
ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere de Spinoza, que abroga
el interdicto bíblico sobre los frutos del árbol del conocimiento, constituye
al mismo tiempo una razonable réplica al De
profunis ad te, Domine, clamavi («Desde
lo hondo clamo a ti, oh Dios»), del salmista. Este puede clamar a Dios,
pero el hombre qui sola ratione ducitur («que se conduce sólo por la razón») sabe
que es perfectamente inútil clamar a Dios desde lo hondo. Si te has precipitado
en un abismo, trata de salir de él como mejor puedas, pero olvídate de lo que
la Biblia ha venido diciendo a los hombres a lo largo de los siglos: que en
alguna parte, «en los cielos», hay un
ser omnipotente y supremo interesado en tu destino, que te puede ayudar y que
está dispuesto a hacerlo. Tu destino depende completamente de las condiciones
en las que el azar te ha colocado. Es posible, hasta cierto punto, adaptarse a
esas condiciones. Puedes, por ejemplo, prolongar tu existencia terrena
trabajando para ganar el pan, o bien quitándoselo a otros. Pero esto es sólo
una cuestión de prórroga, pues a nadie le está permitido escapar de la muerte.
Una ineluctable verdad eterna dice que «Todo
lo que ha tenido comienzo, tiene también final». El hombre de la Biblia no
estaba dispuesto a aceptar esta verdad; ésta no acababa de «convencerle». Pero lo único que esto
demuestra es que él no se ha dejado conducir «solamente por la razón», que estaba profundamente podrido de Schwärmerei y Aberglauben.
El hombre que ha sido ilustrado -un
Spinoza, un Leibniz; un Kant- piensa de una manera bastante diferente. Las
verdades eternas no sólo le constriñen, sino que le convencen, le inspiran, le
dan alas. Sub specie aeternitatis vel
necessitatis -¡cuán solemnemente suenan esas palabras en labios de
Spinoza!-. Y su amor erga rem aeternam
(«amor por las cosas eternas»)... por
él ¿no se siente uno dispuesto a sacrificar todo el universo, creado por Dios
(si uno fuera a creer las dudosas, o mejor dicho, hablando con toda franqueza,
las falsas enseñanzas de esa misma Biblia) para el hombre? Y entonces aquel «Sentimos y experimentamos que somos eternos»
de Spinoza, y la máxima que corona su Ética: «La felicidad no es el premio a la virtud, sino la virtud misma».
¿No se hacen esas palabras acreedoras de nuestro abandonar todos los cambiantes
y efímeros bienes que la vida nos promete?
Con esto, hemos venido a tocar
precisamente aquello que distingue radicalmente la filosofía o pensamiento
bíblicos -mejor sería decir: la manera bíblica de pensar- y el pensamiento
especulativo, que la gran mayoría de los grandes filósofos de la humanidad
histórica han representado y cultivado. El ridere,
el lugere y el detestan, junto con el consiguiente flere que son rechazados por el más audaz y sincero de esos
filósofos -Spinoza-, constituyen esa dimensión del pensamiento que ya no existe,
o más exactamente, que ha quedado atrofiada en ese hombre que se conduce «solamente por la razón». Cabe expresar
esto de una manera aún más fuerte: la condición de posibilidad del pensamiento
racional estriba en nuestra determinación a rechazar todas las posibilidades
inseparablemente conexas al ridere,
lugere, et detestan, y especialmente con el flere. Las palabras de la Biblia: «Y vio Dios que era muy bueno», nos parecen el resultado de una
imaginación fantasiosa, como nos lo parece también el Dios que se revela al
profeta en el monte Sinaí. Nosotros, hombres ilustrados, ponemos toda nuestra
confianza en una ética autónoma; sus alabanzas son nuestra salvación, sus
reproches nuestra condenación eterna. «Más
allá» de las verdades que nos constriñen, «más allá» del bien y del mal, todos los intereses de la razón
tocan, en nuestra opinión, a su fin. En un mundo gobernado por «la Necesidad», el destino del hombre y
el único objetivo de todo ser razonable consiste en la realización del deber:
la ética autónoma corona, de esa manera, las leyes autónomas del ser.
La oposición fundamental entre la
filosofía bíblica y la filosofía especulativa se muestra de una manera
particularmente llamativa cuando colocamos las palabras de Sócrates: «El bien supremo del hombre es dialogar todos
los días acerca de la virtud» (o las de Spinoza: Gaudere vera contemplatione -«alegrarse
en la verdadera contemplación»-), frente a las de San Pablo: «Lo que no nace de la fe, es pecado». La
condición de posibilidad del «bien
supremo» de Sócrates, o la de la «auténtica
contemplación» de Spinoza, es la determinación del «hombre que conoce» para
rechazar toda «bendición» de Dios,
por medio de la cual el mundo y todo lo que está en él quedó ordenado a la
acción humana. Ya los antiguos habían percibido la «verdad eterna» de que el hombre es el único eslabón de la cadena de
los fenómenos, que no tiene ni principio ni fin; y esta verdad eterna
-constrictiva, por supuesto, y procedente del exterior- tenía a su disposición
en la Antigüedad el poder de constreñir la inteligencia filosófica y también la
capacidad de seducirla o, como señala Leibniz, de convencerla.
Y es aquí donde surge la cuestión
filosófica fundamental, que por desgracia no llamó la atención de los filósofos
(ni a Leibniz ni a ninguno de aquellos que, antes o después que él,
consideraron que las verdades eternas no sólo constriñen sino que convencen).
Es la cuestión de saber qué es lo esencial en nuestra relación con las
verdades: ¿es el hecho de que constriñen o el hecho de que convencen? O por
expresarlo de otro modo: si la verdad necesaria no logra persuadirnos, ¿pierde
por ello su condición de verdad? ¿Acaso no es suficiente que la verdad tenga el
poder de constreñirnos? Como Aristóteles dice de Parménides y de otros grandes
filósofos de la Antigüedad, quedaron «constreñidos
por la verdad misma» (hyp´ autés
alétheias anankazomenoi). Es verdad que añade, con un suspiro, tén anankén ametapeiston ti einai, «La necesidad no se deja persuadir», como
si estuviera respondiendo por anticipado a Leibniz, para quien la verdad hace
algo más que constreñir-a saber, convencer-. Pero Aristóteles concluye
reprimiendo su involuntario suspiro y empieza a glorificar la verdad necesaria,
como si no se contentara sólo con constreñir sino que también convenciera.
En la filosofía moderna, expresiones como la Leibniziana «persuasión» o la spinoziana vera contemplatione gaudere constituyen, a su manera, un sustituto del flere y del «Dios bendito» bíblicos, un sustituto llevado de contrabando al dominio de ese pensamiento objetivo, que parece así haber quedado cuidadosa y definitivamente limpio de toda Schwärmerei y Aberglauben, que cabe hallar en los barrios periféricos de la Escritura y sus revelaciones.
En la filosofía moderna, expresiones como la Leibniziana «persuasión» o la spinoziana vera contemplatione gaudere constituyen, a su manera, un sustituto del flere y del «Dios bendito» bíblicos, un sustituto llevado de contrabando al dominio de ese pensamiento objetivo, que parece así haber quedado cuidadosa y definitivamente limpio de toda Schwärmerei y Aberglauben, que cabe hallar en los barrios periféricos de la Escritura y sus revelaciones.
Pero esto no era suficiente para la
filosofía o, más precisamente, para los filósofos; ellos deseaban, y todavía
desean, pensar, y hacérselo pensar a otros, sugiriéndolo de todas las maneras
posibles, que sus verdades poseen el don de convencer a todos los hombres sin
excepción, y no sólo a ellos mismos, que las han expresado. La razón reconoce
verdaderas solamente a estas razones. Son las verdades que la razón busca. Son
éstas y no otras a las que llama «conocimiento».
Si alguien le hubiera propuesto a Spinoza, a Leibniz o a Kant que limitara sus
pretensiones, reconociendo que las verdades son verdaderas sólo para aquellos a
los que convencen, pero que dejan de ser verdades para aquellos a los que no
logran convencer, ¿habrían conservado las verdades de Leibniz, de Spinoza, de
Kant su primitivo encanto ante sus propios ojos? ¿Habrían seguido estos
filósofos llamándolas verdades?
Pongamos un ejemplo concreto (la radical
oposición entre el pensamiento bíblico y el helenístico queda puesta de
manifiesto sólo a través de ejemplos concretos): el salmista clama al Señor
desde lo hondo de su humana nihilidad, y todo su pensamiento está orientado
-tanto como las verdades que obtiene quedan determinadas- no por lo que es «dado», por lo que «es» o por lo que puede «ser
observado», incluso si lo es por medio de los ojos de la mente (oculi mentis), sino por algo
completamente diferente -algo a lo que lo dado, y lo que es, queda subordinado,
no obstante toda su evidencia-. Por lo tanto, las evidencias inmediatas de la
conciencia no circunscriben la meta de las búsquedas del salmista; los hechos,
lo dado, la experiencia: todo eso no constituye para él el criterio final que
sirve para distinguir la verdad de la falsedad. Un hecho es para él algo que un
día amanece, que ha tenido un comienzo y que en consecuencia podrá, o más bien,
tendrá que tener un final. Sabemos por la historia que hace casi veinticinco
siglos Sócrates fue envenenado en Atenas. «El
hombre que es conducido sólo por la razón» debe inclinarse ante este «hecho», que no sólo le constriñe sino
que le convence; y se sentirá tranquilo sólo cuando la razón le haya
proporcionado garantías de que no hay fuerza en el mundo que pueda destruir
este hecho, es decir, cuando haya percibido en ese hecho un elemento de
eternidad o necesidad. Le parecerá que, teniendo éxito a la hora de transformar
incluso aquello que ha sucedido solamente una vez en una verdad eterna, está
adquiriendo conocimiento, el auténtico conocimiento que tiene que ver no con lo
que empieza y termina, con lo que cambia y se transforma, sino con lo que es
inmutable para siempre.
De este modo se ha elevado a sí mismo a la
comprensión del universo sub specie
aeternitatis vel necesitatis. Alcanza, con un solo movimiento de sus alas,
las regiones donde vive la verdad. Y lo que esta verdad trae consigo le es por
completo indiferente -si se trata del envenenamiento del más sabio de los
hombres o la desaparición de un perro lunático-. Lo que importa es que ha
obtenido la posibilidad de contemplar una verdad eterna, inmutable, inconmovible.
La mente se alegra con la eternidad de la verdad; en lo tocante a su contenido,
esto le resulta bastante indiferente. Amor
erga rem aetemam llena el alma humana de felicidad, y la contemplación de
la eternidad y la necesidad de todo lo que ocurre es el máximo bien al que el
hombre puede aspirar.
Si a alguien se le hubiera pasado por la
cabeza decirle a Spinoza, a Leibniz o a Kant que la verdad «Sócrates fue envenenado» existe sólo por
un plazo definido de tiempo, y que más pronto o más tarde habremos adquirido el
derecho a decir que nadie envenenó jamás a Sócrates; que esta verdad, como toda
verdad, está sometida al poder de un ser supremo que, en respuesta a nuestros
lamentos, puede anularlo: Spinoza, Leibniz y Kant habrían considerado esas
palabras como un ataque sacrílego contra los derechos sagrados de la razón, y
se habrían irritado tanto como Leibniz se enfadaba al recordar el monte sin
valle de Descartes. El hecho de que en la tierra hombres rectos sean
envenenados como si de perros rabiosos se tratase, no concierne en absoluto a
los filósofos, pues no creen que eso amenace de ningún modo a la filosofía.
Pero pensar que un «ser supremo»
pueda sacudirnos de encima la pesadilla que envuelve la eterna verdad de que «Sócrates fue envenenado», esto les
parecerá no sólo absurdo sino indignante. Esto no les bastará ni les convencerá
sino al contrario, les irritará en máximo grado. Desde luego que hubiesen
preferido que Sócrates no hubiese sido envenenado pero, una vez que lo ha sido,
es necesario someterse y darse por satisfecho con elaborar intelectualmente una
teodicea; incluso en el caso de que ella no nos haga olvidar completamente los
horrores que llenan la vida humana, logrará quizá ablandar de algún modo la
impresión que éstas nos causan. Sin duda, una teodicea -la de Leibniz o la de
cualquier otro- tiene que descansar en alguna verdad eterna que, en último
extremo, se reduce a la sub specie aeternitatis
vel necesssitatis de Spinoza. Dirán que todo aquello que ha sido creado no
puede ser perfecto por la simple razón de que ha sido creado y que, por tanto,
el mundo que ha sido creado sólo puede ser «el
mejor de los mundos posibles»; y que por tanto tenemos que saber que
encontraremos en él muchas cosas malas, incluso cosas muy malas.
¿Por qué no iba a ser perfecta la
creación? ¿Quién le sugirió esa idea a Leibniz, quién se la metió en la cabeza?
La respuesta a esta pregunta no la encontraremos en Leibniz, como tampoco
encontraremos en ningún filósofo respuesta alguna a la cuestión de cómo una
verdad o un hecho se transforman en una verdad eterna. A este respecto, la
filosofía ilustrada contemporánea apenas pueda distinguirse de la filosofía de
la «tenebrosa» Edad Media. Las
verdades eternas constriñen y persuaden por igual a todos los seres pensantes.
Cuando en la Edad Media la voz de Pedro Damián se hizo oír, proclamando que
Dios podía hacer que lo que había sido no hubiese sido, se asemejó a la voz de
alguien que clama en el desierto. Nadie, ni en nuestros días ni incluso en la
Edad Media, se atreve a admitir que la sentencia bíblica «muy bueno» se corresponde con la realidad, que el mundo creado por
Dios no tenía defecto. Más incluso: cabe decir que la filosofía medieval, e
incluso la filosofía de los padres de la Iglesia, fue la filosofía de quienes,
habiendo asimilado la cultura griega, pensaban y deseaban pensar sub specie aeternitatis vel necessitatis.
Cuando Spinoza dice, extasiado: «El amor
por lo eterno e infinito llena la mente de una alegría pura, libre en sí misma
de toda pena y que es, con mucho, la que debe ser deseada y perseguida con
todas nuestras fuerzas», sólo está resumiendo la enseñanza de los filósofos
medievales que habían pasado por la exigente escuela de los grandes pensadores
griegos. La única diferencia es que Spinoza, al objeto de señalar el camino que
habría de conducirle a res aeterna et
infinita, creyó que su deber como pensador era separarse tajantemente de la
Escritura, mientras que la escolástica hizo esfuerzos sobrehumanos para
preservar en favor de la Biblia la autoridad que le correspondía en tanto que
libro divinamente inspirado.
Pero cuantos más hombres se ocupan de la
autoridad de la Biblia, tanto menos tienen en cuenta los contenidos del libro
sagrado, pues, desde luego, lo que la autoridad no exige no es sino respeto y
veneración. La filosofía medieval nunca dejó de repetir que la filosofía es
sólo la sierva de la teología y, a la hora de razonar, siempre se refería a los
textos bíblicos. Y sin embargo, un historiador tan competente como Gilson se ha
visto obligado a reconocer que el filósofo medieval, cuando lee la Escritura,
no puede dejar de recordar el comentario que Aristóteles hizo de Homero: « El poeta miente en sumo grado». Gilson
cita incluso las palabras de Duns Scotus: «Creo,
Señor, lo que tu gran profeta ha dicho, pero si es posible, haz que llegue a
entenderlo». Así habla el doctor
subtilis, uno de los más grandes pensadores de la Edad Media. Y cuando oye
las palabras: «Levántate, toma tu estera
y vete», contesta: «Permíteme las
muletas, para tener algo en que apoyarme». Y sin embargo Duns Scotus conocía
con seguridad las palabras del apóstol: «Todo
lo que no nace de la fe, es pecado», lo mismo que el relato bíblico de la
caída del primer hombre, que renunció a la fe para obtener conocimiento. Pero,
lo mismo que luego en el caso de Kant, nunca se le ocurrió buscar en la leyenda
bíblica la «crítica de la razón», la
crítica del conocimiento que la razón pura proporciona al hombre. ¿Es posible
que el conocimiento conduzca al «morirás»
bíblico, mientras que la fe conduzca al árbol de la vida? ¿Quién se atrevería a
admitir una tal «crítica»? Dostoyevski desde luego se atrevió a hacerla. He
hecho ya muchas veces la observación de que la crítica de la razón nos fue dada
por primera vez por Dostoyevski en Los
apuntes del subsuelo y en El sueño de
un hombre ridículo, mientras que todo el mundo cree que ha de ser buscada
en Kant.
La verdad de que el conocimiento está por
encima de la fe, o que la fe es sólo una especie imperfecta del conocimiento:
¿no es ella misma una «verdad eterna»,
una verdad a la que las palabras de Leibniz: «no sólo nos constriñe sino que nos convence», son aplicables par excellence? Esta verdad ya había
seducido al primer hombre y desde entonces, como Hegel dice con toda razón, los
frutos del árbol de la ciencia se han transformado en la fuente de la filosofía
de todos los tiempos. Las constrictivas verdades del conocimiento someten y
convencen a los hombres, mientras que la libre verdad de la revelación, que ni
tiene ni busca ninguna «razón suficiente»,
irrita a los hombres, justo como también la experiencia les irrita. La fe que,
de acuerdo con la Escritura, nos conduce a la salvación y nos libera del pecado
nos introduce, a nuestro parecer, en el ámbito de lo puramente arbitrario,
donde el pensamiento humano no tiene ya ninguna posibilidad de orientarse y
donde no puede descansar en nada.
E incluso en el caso de que la «crítica» bíblica de la razón estuviese
en lo cierto; y que el conocimiento, al introducirse él mismo en el ser,
condujera inevitablemente a todos los horrores de la existencia y a la muerte;
incluso entonces, el hombre que hubiese probado una sola vez de la fruta
prohibida nunca consentiría en olvidarse de ella, y ni siquiera tendría poder
para hacerlo. Tal es el origen de la regla de Spinoza: non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere. Para
llegar a «comprender» tenemos que
despojarnos de todo lo que se asocia a nuestras alegrías, a nuestras tristezas,
a nuestras esperanzas y a nuestras angustias. Tenemos que renunciar al mundo y
a todo lo que hay en el mundo. «Constreñido
por la misma verdad», Spinoza, siguiendo el ejemplo de la Antigüedad y de
la Edad Media, se aparta del mundo creado por Dios; todo lo que existe en el
mundo se reduce para él a «riquezas,
honores y sensualidad». Todo lo que existe en el mundo se extingue, está
condenado a desaparecer. ¿Merece la pena apoyarse en un mundo como ese? ¿No
estaban en lo cierto los filósofos antiguos y medievales, que prefirieron el
mundo ideal creado por la razón humana al mundo creado por Dios, y que vieron
en el primero el «bien supremo» del
hombre? Amor erga rem aetemam es lo
único que cabe calificar de «muy bueno», es decir, capaz de justificar la
existencia, a los ojos de los hombres.
Ahí está, pues, Sócrates por una parte,
con su «conocimiento», que ha
recluido en su mundo ideal; y por otra, la leyenda bíblica de la caída del
primer hombre y el apóstol que interpreta esta leyenda declarando que «Todo lo que no nace de la fe, es pecado».
El objetivo que me he propuesto en este libro, Atenas y Jerusalén, consiste en poner a prueba las pretensiones de
estar en posesión de la verdad, que se abrogan la razón humana o la filosofía
especulativa. El conocimiento no va a ser aceptado aquí como el bien supremo
del hombre. El conocimiento no justifica la existencia; al revés, es de la
existencia de donde el conocimiento tiene que lograr su justificación. El
hombre desea pensar de acuerdo con las categorías con las que vive, y no vivir
conforme a las categorías de acuerdo con las cuales se ha acostumbrado a
pensar: el árbol del conocimiento no ahogará ya más al árbol de la vida.
[...] Un propósito similar subyace en las
cuatro partes de este libro: el poder vernos libres de la sujeción a esas
verdades sin alma y absolutamente indiferentes en que los frutos del árbol del
conocimiento se han transformado. La «universalidad
y la necesidad» a la que los filósofos han aspirado siempre con tanto
empeño y con las cuales han estado siempre tan contentos, despiertan en
nosotros la mayor de las sospechas; en ellas, el amenazante «Moriréis» de la crítica bíblica a la
razón, resulta transparente. El miedo a lo fantástico no es capaz ya de
sujetarnos. Y el «ser supremo»,
transformado por la especulación en un deus
ex machina, no significa ya el final de la filosofía sino más bien sólo
aquello que puede proporcionar significado y contenido a la existencia humana y
que, por tanto, conduce a la filosofía
auténtica. Para expresarnos aquí como lo hizo Pascal: el Dios de Abraham,
el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, y no el Dios de los filósofos. El Dios de
los filósofos, lo mismo si es un principio material o un principio ideal, lleva
consigo el triunfo del constreñimiento, de la fuerza bruta. Por esta razón la
especulación filosófica ha defendido siempre con tanta obstinación la
universalidad y la necesidad de sus verdades. La verdad no perdona a nadie,
nadie puede evitarla; ha sido esto, esto solo, lo que ha tentado a los
filósofos. La «persuasión» de Leibniz
fue sólo una máscara hipócrita, debajo de la cual el deseado «constreñimiento» se encubría. Está dicho
en la Escritura: «Cada uno recibirá de
acuerdo con su fe». ¿Habría tenido nunca Leibniz, o cualquier otro
filósofo, la audacia de decir: «Cada uno
recibirá de acuerdo con su verdad»? Atenas no puede soportar una verdad
como ésta. No constriñe, en absoluto constriñe; nunca recibiría aprobación
ética. ¿Cómo podría la razón humana verse seducida por ella?
Pero Jerusalén se sostiene sólo sobre esa
verdad. Las verdades constrictivas, e incluso las verdades que buscan la
aprobación y temen la reprobación de una ética autónoma -esas verdades que,
según Leibniz, se introdujeron en la mente de Dios sin pedirle permiso- no sólo
no convencen a Jerusalén sino que son, por el contrario, para ella la
abominación de la desolación. Dentro de «los
límites de la razón» uno puede crear una ciencia, una ética sublime, e
incluso una religión; pero para buscar a Dios uno tiene que apartarse de las
seducciones de la razón con todos sus frenos físicos y morales, y dirigirse a
otra fuente de verdad. En la Escritura esta fuente lleva el enigmático nombre
de «fe», que es aquella dimensión del
pensamiento en el que la verdad se pone a sí misma sin miedo y gozosamente a la
entera disposición del Creador: « ¡Que se
haga tu voluntad!». La voluntad de Aquel que, por su parte, sin miedo y con
poder soberano devuelve al creyente sus capacidades perdidas: «Todo lo que pidieres... lo alcanzarás»
(Mc 11, 24).
Es aquí donde empieza para el hombre caído
el territorio, siempre maldito por la razón, de lo milagroso y de lo
fantástico. Y, desde luego, ¿no es fantástica la profecía del capítulo 53 de
Isaías: «El Señor ha cargado sobre él
todas nuestras iniquidades», y lo que el Nuevo Testamento nos cuenta sobre
el cumplimiento de esta profecía? Con una audacia sublime y un poder nunca
visto, Lutero dice al respecto en sus Comentarios a la Epístola a los Gálatas:
«Todos los profetas vieron esto en su
espíritu: que Cristo había de ser el mayor de los bandidos, de los ladrones, de
los ensuciadores del Templo, el más asesino, el más adúltero..., tal, que nunca
habría uno mayor en el mundo». La misma idea quedó expresada por Lutero de
una manera aún más clara, más desnuda y verdaderamente bíblica, en otro lugar
del citado comentario: «Dios envió al
mundo a su hijo unigénito y puso sobre él todos los pecados de los hombres,
diciendo: Sé Pedro, el negador; sé Pablo, el perseguidor, blasfemo inductor de
violencia; sé David, el adúltero; y ese pecador que comió la manzana en el
paraíso; y ése ladrón sobre la cruz; en una palabra, sé tú la persona que ha cometido
los pecados de todos los hombres».
¿Podemos nosotros «comprender », podemos alcanzar lo que los profetas y los apóstoles
anuncian en la Escritura? ¿Consentirá nunca Atenas que tales «verdades» se introduzcan en el mundo? La
historia de la humanidad, o más precisamente, todos los horrores de la historia
de la humanidad quedan, con una sola palabra del Todopoderoso, «anuladas»; dejan de existir y devienen
transformadas en espejismos y fantasmas: Pedro no negó; David cortó la cabeza
de Goliat pero no fue adúltero; el salteador de caminos no asesinó; Adán no
probó del fruto prohibido; nadie envenenó nunca a Sócrates. Los «hechos», «lo dado», lo «real», no
nos determina; nada de eso determina nuestro destino, ni en el presente ni en
el futuro ni tampoco en el pasado. Lo que ha sido se convierte en lo que no ha
sido; el hombre recupera el estado de inocencia y alcanza esa divina libertad
que es la libertad para el bien, en comparación con la cual la libertad que
tenemos de elegir entre el bien y el mal se esfuma hasta desaparecer o, más
exactamente, en contraste con la cual nuestra libertad se descubre como una
miserable y vergonzosa esclavitud. El pecado original -es decir, el
conocimiento de que lo que es, es necesariamente- queda arrancado de raíz y arrojado
fuera de la existencia. La fe, sólo la fe que mira al Creador y que Él inspira
en el hombre, radia desde sí misma las supremas y decisivas verdades relativas
a lo que es y a lo que no es. La realidad se transfigura gracias a ella. Los
cielos glorifican al Señor. Los profetas y los apóstoles claman extasiados: «Oh muerte, ¿dónde está tu aguijón? ¿Dónde,
infierno, tu victoria?». Y al unísono anuncian: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni ha pasado por el corazón del hombre, lo que
Dios ha preparado para los que le aman» (I Cor. 2, 9).
El poder de la revelación bíblica -lo que
hay en ella de todo punto milagroso y, al mismo tiempo, absurdamente paradójico
o, por expresarlo mejor: su monstruosa absurdidad- nos transporta más allá de
los límites de toda comprensión y de las posibilidades que la comprensión
admite. Pero para Dios, nada hay imposible. Dios -por emplear el lenguaje de
Kierkegaard, que es el lenguaje de la Biblia-; Dios: esto significa que nada
hay imposible. Y a pesar de los interdictos de Spinoza, el hombre caído sólo
aspira, en último término, al prometido «Nada
te será imposible»; sólo por esto, implora él al Creador.
Es aquí donde la filosofía religiosa tiene
su origen. La filosofía religiosa no es una búsqueda de la estructura y del
orden eternos de un ser inmutable; no es reflexión (Besinnung); no es la comprensión de la diferencia entre el bien y
el mal, una comprensión que promete en vano la paz a una humanidad exhausta. La
filosofía religiosa es un rechazo del conocimiento y una victoria de la fe, en
la tensión irrestricta de todas sus energías, sobre el falso temor a la
voluntad ilimitada del Creador -ese miedo que el tentador inculcó en Adán y que
nosotros hemos heredado de él-. Por decirlo de otro modo, la filosofía
religiosa es la lucha final y decisiva por recuperar la libertad original y el
divino «ver que era muy bueno» que se
esconde en esa libertad y que, después de la caída, quedó dividido en nosotros
entre un impotente bien y un mal destructivo. La razón, lo repito, ha arruinado
la fe ante nuestros ojos; ha «revelado»
en ella la ilegítima pretensión del hombre de subordinar la verdad a sus
deseos, y ha ocultado a nuestra vista el más precioso de los dones del cielo:
el derecho soberano a participar en el divino «Que sea», tras aplanar nuestro pensamiento, dejándolo recudido al
plano del petrificado «Esto existe».
Esta es la razón por la que el «bien supremo» de Sócrates -originado en
la idea de que lo que es, es necesariamente- no nos tienta ni nos seduce ya
más. Se descubre a sí mismo como el fruto del árbol del conocimiento o, por
emplear el lenguaje de Lutero, bellua que
non occisa homo non potest vivere («el
monstruo sin cuya desaparición el hombre no puede vivir»). La vieja crítica
«óntica» de la razón queda
restablecida: homo non potest vivere,
que no es sino el «Moriréis» de la
Biblia, desenmascara a las verdades eternas que habían entrado en la conciencia
del Creador, o más bien de la creación, sin pedirle autorización. La sabiduría
humana es necedad a los ojos de Dios, y el más sabio entre los hombres -como
Kierkegaard y Nietzsche, por diferentes que fueran entre sí, percibieron ambos-
es el mayor de los pecadores. Todo lo que nace de la fe, es pecado. Y en cuanto
a la filosofía que no se atreve a elevarse por encima del conocimiento autónomo
y de la ética autónoma; a la filosofía que se arrodilla sin voluntad y sin
recursos ante el material y los «datos»
ideales descubiertos por la razón, y que le permite violar y saquear «lo único necesario»; esa filosofía no
conduce al hombre a la verdad, sino que le aleja de ella para siempre.
En Boulogne s. Seine; abril de 1937.
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