Esta
semana aparece en librerías la última novela de Kundera: “La
insoportable levedad del ser” (Tusquets
Editores). En esta entrevista, el gran escritor checo habla de la paz y de la
guerra, del “kitsch”, de los
sentimientos, de la novela y, largamente, de Europa. Demostraciones de la “insoportable” lucidez de Kundera
Encontrar
a Milan Kundera para una entrevista es como toparse con un personaje de sus
novelas y penetrar, al propio tiempo, en un universo imaginado por él. Poco
importan las complicidades que te habías imaginado, las preguntas que habías
preparado para disipar lejanías. Para relevarse a sí mismo, Milan necesita
colocarle a uno en un mundo hostil (también sus protagonistas existen “por
despecho”) y por consiguiente, no dudará
en ponerle a uno metafóricamente de patitas en la calle. No sin haber hecho
varias reverencias a la japonesa, después de reescribir con su propia pluma la
entrevista -no sólo las respuestas sino incluso las preguntas- y, por fin, se
disculpará por tamaño descaro y se aprestará a volver a empezar (casi) desde el
principio.
Pero
también éste es quizás un cliché de los que Kundera aborrece. Kundera es
inefable. Es clandestino y, a continuación, de improviso, transparente. “Le
aconsejo -ordena- que escriba en la introducción
que no soy un emigrante como todos los demás. Que no soy ni un nostálgico ni un
amargado. Que en Francia me encuentro muy bien.” Y después habla de la Europa que “discretamente sale del
escenario” con inequívoca amargura, así
como de Europa central “secuestrada”
con inequívoca nostalgia. Hace diez años, junto con Vera, se vio obligado a
abandonar Checoslovaquia, pero su malestar no acaba en París. El despecho
continúa. Y continúan sus magníficas novelas, que el escritor ofrece como
regalo a quien demasiado apresuradamente pretende obtener su “identikit”. La última se titula “La insoportable
levedad del ser”. Narra allí unos amores
oblicuos, paradójicos cuando salen bien, comidos por la ironía cuando fracasan.
Trata también de una Europa que ya no sabe hacer historia, sino sólo
espectáculo, “en un escenario que se vuelve cada vez más pequeño hasta el
día en que ya no será más que un puntito sin dimensiones”
En
su opinión, Kundera, la tragedia de Europa central explica la actual crisis
europea. ¿Puede explicamos por qué?
-
Mire, la palabra Europa es un poco ambigua. Por una parte es un bloque único, desde
el Atlántico hasta los Urales. Sin embargo, al mismo tiempo, y desde hace
siglos, existen dos Europas. La del este, enraizada en la civilización de
Bizancio y la Iglesia ortodoxa. Con su alfabeto cirílico y Rusia como fuerza
motriz. Y la occidental, anclada en Roma y en el catolicismo. Unida por la
misma experiencia del Gótico, del Renacimiento, de la Reforma, del Barroco...
Desde 1945, la frontera que separaba estas dos Europas ha sido desplazada hacia
el oeste en unos cuentos centenares de kilómetros.
-Es
lo que usted llama el “secuestro de
Occidente”. De una parte de Occidente. ¿Pero, es posible que ni siquiera
nos hayamos dado cuenta, aquí, en el oeste?
-A
menudo pregunto a mis amigos franceses, con inocencia simulada: “¿Sabéis dónde vivió Emmanuel Kant?”.
Casi ninguno lo sabe. Y entonces contesto: “Jamás
podréis ver su tumba. Könisberg, la ciudad de Kant, se encuentra, desde hace
cuarenta años, en Rusia y se llama Kaliningrado”. ¡La gente ni lo
sospechaba! Así es como Kant ha sido doblemente secuestrado, al igual que
Europa central, por el gran Imperio de Oriente y el gran olvido de Occidente.
-Sin
embargo, es grande el interés por la Europa central. A veces parece casi una
moda...
-Tal
vez. Pero es una moda que concierne, casi exclusivamente, a Viena y al inicio
del siglo. Se olvida que Viena, sin su historia de territorio multinacional, es
inimaginable. El psicoanálisis de Freud pronto fue ampliado en Budapest. El
mayor nostálgico del imperio de los Habsburgo, Joseph Roth, tiene sus raíces en
Polonia, por haber pasado allí su infancia y su juventud. El más importante
innovador de la novela moderna, Franz Kafka, era de Praga. El estructuralismo,
que en los años sesenta invadió las universidades europeas, nació hacia finales
de los años veinte en Praga. ¿Y qué decir de la música europea? Su historia, de
Haydn a Schönberg, está toda concentrada en esta pequeña franja de tierra, y
entre cada uno de los músicos hay más de una complicidad. Mozart está enamorado
de Praga. El checo Smetana se inspira en el húngaro Liszt, Dvorak en Brahms,
Bartok, el húngaro, y Janacek, el checo, no se conocen, pero tanto más
sorprendente es su parentesco estético. Esta Europa central no puede reducirse
a una nostalgia retro. Aunque está secuestrada, existe todavía...
-No sólo existe, sino que, como usted sostiene, prefigura, “con sus pequeñas naciones vulnerables” el destino de toda Europa.
-En
un mundo, cada vez más dominado por las máximas potencias, está claro que la
importancia de Europa disminuye. Y que las naciones europeas que fueron grandes
se convierten, poco a poco, en naciones pequeñas. Una nación pequeña sabe
aquello que las grandes olvidan fácilmente: que su tiempo en esta tierra está
contado, desde siempre y para siempre. Que es vulnerable. Mortal. Siempre cuestionada.
Siempre constreñida a justificar la propia existencia. El himno nacional polaco
empieza con las palabras: “Polonia aún no
ha perecido”. ¿Puede imaginar a un ruso o a un chino cantando: “Aún no estamos muertos?” Los polacos,
sí. Witold Gombrowicz, en una carta escrita en el 1953 a Czeslaw Milosz,
escribe: “Dentro de cien años, si
sobrevivimos como nación...”. Como posibilidad permanente, la muerte
impregna la conciencia de una nación pequeña. Y esta conciencia de la muerte,
de la finitud, pronto será propia de toda Europa. Este es el momo por el cual
los grandes escritores de la Europa central -de Kafka a Broch, de Musil a
Gombrowicz- son hoy tan universales. Ellos han visto de cerca el hundimiento
del Imperio y las cosas terribles que ocurrieron después... Fueron los primeros
en situar los acontecimientos de sus propias novelas en un mundo que se sabe
mortal. Entre horizontes que están cerrándose. Con ellos comienza, en mi
opinión, un nuevo período de la historia de la novela. Un período
postproustiano. En el siglo dieciocho, con Richardson, el universo interior del
hombre se revela de improviso como un infinito sorprendente. Con Proust, la
búsqueda de este infinito se agota. Pero Kafka y Broch han demostrado que, el
final de la novela psicológica, no significa automáticamente el final de la
novela. Bajo los cielos postproustianos, la novela se pregunta cuáles son
todavía las posibilidades del hombre dentro de unos horizontes que se cierran
en tomo a él.
Sin futuro
-Se
ha dicho que es imposible escribir novelas en un “mundo sin futuro”. ¿Qué piensa de esto Kundera?
-Las
reflexiones sobre la muerte de la novela son comprensibles. Cualquier
civilización, cuando es joven, vive en la ilusión de un infinito. La idea de que
la pintura, la música o esta misma civilización puedan desaparecer, le parece
inimaginable, absurda. Y, a continuación, he aquí que, de golpe, la conciencia
de la finitud está en nosotros. Como en la poesía. El arte de Petrarca, Hugo,
Mickiewicz y Pushkin, el arte que encarnaba el espíritu de las naciones
europeas y estaba ligado a sus revoluciones y a su destino, ya no existe.
¿Quién lee todavía poesía, quién la recita, quién la publica? La poesía,
discretamente, se ha extinguido y éste es uno de los grandes acontecimientos de
la historia contemporánea.
-Sin
embargo, queda Borges, ¿no le parece?
-Borges
tiene ochenta y cinco años. ¿Dónde está hoy un Borges de cincuenta o treinta
años? Y si de verdad lo hubiese, un Borges de treinta años, ¿quién se interesaría
por él? La poesía sale del escenario y yo me pregunto: ¿qué significa esta
desaparición? Ciertamente nada bueno. Pero la gente ni siquiera advierte esta
desaparición. Y, en cambio, habla de la muerte de la novela. ¡Es extraño!
Porque, parafraseando el himno polaco, “la
novela aún no ha perecido”. Todavía hay cosas que solamente la novela puede
decir. Aún hay gente capaz de escucharlas. Aún.
-¿Por
ejemplo?
-¿Qué
sabríamos del amor sin la novela? ¿Y de los celos? ¿Y del tiempo o del
envejecimiento? ¿Cómo conocer el encanto de la aventura o de la vida cotidiana?
La mayor sabiduría de Europa ya no está en la filosofía -que ha perdido de
vista la vida concreta-, sino en su novela. Si un día Europa olvidara esta
sabiduría, ya no sería Europa.
-Todas
sus novelas, de hecho, son novelas de amor. Pero el amor de Teresa y Tomás es
enemigo del “kitsch”, de los
sentimientos, que, en la última novela, es sometido a una crítica feroz.
-Es
la crítica de las ilusiones líricas lo que he querido hacer. Y, en particular, de
algunas ilusiones fundamentales que están en la base del amor europeo. Tomemos
una, como ejemplo: en el amor verdadero -se acostumbra a decir-, el cuerpo y el
alma, la sensualidad y la ternura, se funden y forman una unidad. Pero Teresa
sabe perfectamente que se trata de una hermosa ilusión. Y también Tomas, cuando
descubre que “enlazar amor con sexualidad
es una de las ideas más curiosas del Creador”. Otra ilusión lírica: la idea
de que el amor es algo grave, algo que se acepta como una necesidad inevitable,
un imperativo del destino. Es el bellísimo mito de Platón: los seres humanos en
su tiempo eran hermafroditas, luego Zeus los dividió en dos mitades y, ahora,
las dos mitades se buscan. El amor es esto. Tomás sabe empero que, aun cuando
existiera su mitad -en alguna parte- él nunca la encontraría. En lugar de la
propia mitad ha encontrado, y por pura coincidencia, a Teresa. Su amor está más
allá de toda solemne necesidad.
Felicidad paradójica
-Sin
embargo, al final de la novela, Tomás admite ser feliz...
-Pero
la suya es una felicidad paradójica. Obtenida no “a pesar de” su escepticismo, sino “gracias a” él. Tomás se siente feliz en el momento en que pierde su
trabajo y todo lo que ha considerado como la propia “misión”. Hay que dejar de pensar que el optimismo vaya unido a la
felicidad, y el escepticismo a la amargura. Casi diría que la verdad es lo
contrario.
-Es
lo que la mentira “kitsch” no puede
admitir. El “kitsch” se escribe en la
novela, tiene como ideal estético “un
mundo en el cual se niega la mierda” y “excluye
del propio campo visual todo lo que la existencia humana tiene de inaceptable”.
-La
ambición del “kitsch” es agradar.
Agradar a cualquier precio. Conmover para agradar. El “kitsch” debe, pues,
halagar las actitudes más convencionales y llanas de las masas.
-¿Y
el “kitsch” político? ¿Es cierto que,
con su arte de pervertir las palabras, sumerge toda la política
moderna, no sólo el socialismo real?
-Los
hombres políticos, cuando quieren ganar las elecciones, no pueden sino
practicar el “kitsch”. ¡Pruebe a
escucharlos! Hay uno, por ejemplo, en Francia, a quien le gasta repetir lema de
este tipo: “Hay que actuar por la vida”,
o bien: “Quiero que la vida venza”.
La palabra vida es pronunciada por este hombre con un “pathos” extraordinario.
Pero, en este contexto, no significa absolutamente nada. Es una palabra vacía.
Destinada a conmover. Una palabra “kitsch”.
Como cuando se habla de los “jóvenes”“.
El otro día oí en la televisión a uno que decía: “La situación del mundo es grave, pero cuando veo a los jóvenes no
pierdo la esperanza”. Desde hace siglos, la juventud, convertida en adulta,
pronuncia esta frase infinitamente imbécil sobre los adolescentes inexpertos
que todavía no saben que, veinte años después, pronunciarán la misma frase.
Otra palabra convertida en “kitsch”:
la “lucha”. Lucha de clases. Lucha de
ideas. “En la lucha”, se acostumbra a
decir, “he encontrado el sentido de mi
vida”. ¿Pero qué significa exactamente luchar? Significa derrotar al otro,
agredirlo, por tanto, estar preparado para humillarlo o aniquilarlo. ¿Luchar es
hermoso? La gente no sabe lo que dice. Pero, aunque no lo sepa, lo que dice la
influencia de manera anormal. La lirización de la palabra “lucha” refleja la creciente agresividad de nuestro mundo.
Gran Marcha
-En
su novela, hasta la Gran Marcha de los intelectuales en la Camboya ocupada es “kitsch”. ¿No es una iniciativa noble, a
pesar de que Franz descubre que marchar es inútil?
-Cierto
que es noble. Pero lo malo es que, en nuestra época, casi todo corre el riesgo
de degenerar en “kitsch”. Franz
marcha hasta los confines de Camboya y lo que ve en tomo a sí son los cámaras
de TV, los fotógrafos, los periodistas. Es en este punto cuando comprende que
todo se convierte en espectáculo, y todos se convierten en actores. El gran
ejército de los “mass media”
transforma cualquier acontecimiento en publicidad Y los “mass media” son una
gigantesca fábrica de “kitsch”.
-Me
pregunto si el camino para salir del “kitsch”
no será el de Sabina: su vocación para traicionar siempre.
-Los
cuatro personajes de la novela conocen la soledad de quien no puede aceptar el “kitsch” del mundo moderno. Pero, cada
uno de ellos, tiene una relación personal con respecto al “kitsch”. Si, la clave para comprender a Sabina es la palabra “traición”. Traición entendida
paradójicamente como virtud. Por el contrario, la palabra fundamental de Tomás
es “levedad”. Tomás lo sabe: que nada
de lo que hacemos se repetirá y que, lo que sucede una sola vez será olvidado
la próxima y para siempre. Todo lo que hacemos pasa a ser, por consiguiente,
infinitamente leve. Es ésta la “insoportable
levedad del ser”. Y luego está Teresa. Sus palabras clave son: el alma y el
cuerpo, su desacuerdo no armónico. Cuando encuentra a Tomás, en Praga, su
vientre empieza a borbollar. ¿Cómo es posible que las vísceras borbollen cuando
el alma está en éxtasis de amor?
-Sólo
Franz permanece adicto a las ilusiones líricas de la izquierda. Al mito, como
usted dice, de la Gran Marcha.
Dictadura del corazón
-Franz
ya no cree en la Gran Marcha del progreso. Siente sólo una nostalgia de esta
ilusión. Es soñador. Incluso va a Camboya tan sólo para rastrear el propio
pasado, y porque piensa que su participación gustará a la mujer a quien ama. Su
relación con el “kitsch” -con el “kitsch” de la Gran Marcha- se parece
sobre todo a una compasión melancólica.
-Quizá
porque, también del “kitsch” queda
una nostalgia. “Ninguno de nosotros es un
superhombre”, escribe usted, “y puede
escapar enteramente al hecho “kitsch””.
Tampoco Sabina. ¿Y usted Kundera? ¿No es “sentimental”
en el pasaje donde se narra la muerte del perro Karenin?-
-No
hay que pensar que cualquier emoción es “kitsch”.
El reino del “kitsch” nos vuelve
estúpidamente sentimentales, pero, al mismo tiempo, nos condena a sospechar de
nuestros sentimientos más sencillos y verdaderos. La muerte de un perro puede
ser fuente de una emoción auténtica, pero, la dictadura del corazón ñas impide
admitirlo porque entre sus productos está también la insensibilidad. En una
obra de arte, además, siempre es equivocado juzgar una sola parte aisladamente,
fuera de su contexto. El suave acorde de Karenin está rodeado de muchas disonancias,
y le aseguro que, sin la “sonrisa” de
Karenin la novela sería insoportable. Hay, además, una suerte de provocación en
esta historia: en el mundo de los grandes conflictos planetarios, ¿qué
representa un perro? Algo mucho más importante que los propios conflictos, en
realidad. Escribí esta novela mientras tenía lugar la guerra de las Malvinas.
Desde entonces han pasado sólo tres años, la gente ya ni siquiera sabe que hubo
una guerra. Pero el perro será siempre un problema nuestro, porque el hombre
nunca dejará de definirse a sí mismo en relación a una doble cercanía: por una
parte, Dios; por la otra, el animal. Dime cómo te portas con ellos, y te diré
quién eres. Nadie escapa al dilema: o crees en Dios, o lo cuestionas, o lo
detestas. O respeta al animal, lo proteges, o bien lo explotas, lo exterminas.
Fotograma de "La insoportable levedad del ser" (1987) |
-Es
un tema que ya apareció una vez, en “El
vals de despedida”. En una pequeña estación termal, se organiza una feroz
cacería al perro. Así es, por otra parte, cómo hace irrupción la Historia en la
novela.
-El
terror a los animales y. especialmente, a los perros, precedió en
Checoslovaquia al terror a los hombres. ¡Es un episodio excluido por los
historiadores, pero extremadamente importante desde el punto de vista
antropológico! En su más profunda esencia, repito, el hombre queda definido por
la doble relación que mantiene con Dios y con el animal. Y el perro es el
embajador de los animales... Pero volvamos a la concepción de la última parte
de la novela. La razón por la que la concebí así, es, en el fondo, puramente
artística. Desde el comienzo sabía que la penúltima parte, la sexta, debía ser
brutal, cínica, maligna. Escrita “prestissimo”,
como se diría en lenguaje musical. Y que la parte final, la séptima, debía ser
melancólica, nostálgica, serena. Un “lento”.
Era un imperativo inconsciente, irracional, ¡pero tanto más fuerte!
-¿De
verdad era inconsciente? El imperativo musical, con sus leyes de precisión,
vuelve bastante a menudo en sus novelas...
-
Es cierto, para mí la música es la mejor escuela de forma que pueda imaginarse.
Por de pronto me ha enseñado qué es la economía de medios en el arte. La mayor
ambición formal de un compositor es la de construir una sonata o una sinfonía
con el mínimo de motivos o de temas. Esta economía de medios es la que confiere
coherencia y unidad a una composición musical. Mis novelas las he construido,
pues, en dos planos: el plano épico, el de la trama de los hechos; y el plano “musical” el de la elaboración y
variación de los motivos. En mis novelas vuelven las mismas situaciones, las
mismas frases, las mismas metáforas. Cada vez bajo una nueva luz, cada vez con
un significado distinto. Las repeticiones me permiten penetrar hasta el fondo
en cada uno de los temas. Y, además, dan a la novela -al menos eso espero- un
encanto melódico.
-Vayamos
a su relación con el arte contemporáneo, Kundera. No es fácil definirla. Por
una parte, usted es ferozmente hostil a la novela convencional, se remite a
Kafka y Gombrowicz, habla de la época del arte moderno como del “apogeo de la cultura europea”. Por la
otra, sus novelas están llenas de ironía hacia la ideología de la vanguardia.
¿Cómo se definiría entonces: “moderno”
o “conservador”?
-La
gente supone automáticamente que el arte moderno es sinónimo de adhesión
apasionada a la modernidad. Y, en efecto, la imagen que tenemos del arte
moderno va asociada a Apollinaire, a los surrealistas, a Picasso: deslumbrados
todos por el porvenir, por la revolución, por la técnica, y por esa amalgama
lírica que llamamos modernidad. Pero olvida que, en el arte moderno, existe
otra corriente: antilírica, antiromántica, que desmitifica y desenmascara la
modernidad. Es Kafka, para quien el mundo moderno es el laberinto burocrático
infinito en el cual la libertad humana no es más que ilusión. Y junto a Kafka
se encuentran otros centroeuropeos: Broch, Musil. Y Gombrowicz. ¡Trate de
comparar a este último con Sartre! Por una parte, Gombrowicz: el
existencialista irónico y bufón, crítico de la modernidad. Por la otra, Sartre:
el existencialista ideológico y moralizador, siempre en armonía con el espíritu
del tiempo. Pero pienso también en Chaplin. Y en el teatro de Ionesco. Y en
Fellini. En el gran Fellini de “Casanova”,
de “Ensayo de orquesta”, de “La ciudad de las mujeres” y de “E la nave va”. ¿Ha observado cómo
incluso el Fellini de este periodo ha sido casi unánimemente rechazado en
Francia? En el fondo, es juzgado doblemente inaceptable. Primero, en cuanto “artista moderno”, cada vez más
desaforada y refractaria a cualquier mensaje simplista, su fantasía pasa a ser
algo incomprensible para un público siempre más moldeado por lo “kitsch”. Segundo, en cuando “Desmitificador de la Modernidad”: su
mirada cruel sobre el mundo contemporáneo es insoportable para quien acepta
este mundo y está cada vez más hipnotizado por sus ilusiones. De Fellini no se
puede decir, como en su tiempo de Picasso, que todavía no es comprendido. No,
Fellini “ya” no es comprendido. Pero,
¿cómo extrañarse? En el universo bombardeado por el “kitsch” y por el no-pensamiento de los “mass media”, la voz de la cultura se hace cada vez menos audible, y
poco a poco el hombre pierde la facultad de pensar, dudar, interrogar, examinar
lentamente el sentido de las cosas, ser sorprendido, ser original. Heidegger
tuvo, a propósito de esto, una idea transtomadora: la guerra atómica -dijo- no
es lo peor que pueda ocurrir. La evolución pacífica de la técnica puede conducir
a resultados todavía más catastróficos, y el hombre en cuanto ser pensante
corre el riesgo de dejar en ello el pellejo. En otras palabras, de desaprender
a pensar. ¿Es una hipótesis exagerada? ¿Absurda? Sea como sea, es una idea
inmensa, que merece una reflexión profunda. Pero la gente ha olvidado ya a Heidegger,
como ha olvidado la tumba de Kant.
-Entre
las muchas aventuras de la modernidad se ha dado también la liberación sexual.
En la novela “El libro de la risa y el
olvido”, un personaje dice: “Vivimos
una gran época histórica en la cual el acto sexual se transforma
definitivamente en movimientos ridículos”. ¿Quiere decir que el verdadero
erotismo es antimodermo?
-
La gente imagina que destruyendo los tabúes infringe los prejuicios morales.
Pero no: el erotismo europeo está fundado sobre estos tabúes, y destruyéndolos
es el erotismo mismo lo que se destruye. Pongamos que un día todos los
habitantes de Roma decidieran caminar desnudos por la calle. No por ello
habrían destruido la moral cristiana. Sólo habrían puesto en ridículo la
desnudez. Eso es lodo. La palabra clave de la liberación sexual, pues, es la
palabra “goce”. Pero la base del
erotismo no es el goce, sino la “excitación”.
Aquí está el milagro, el misterio, la poesía del erotismo. Y la excitación es
impensable sin los tabúes. Las épocas de erotismo más fuerte son aquellas en
las que el tabú es tan fuerte como el deseo de transgredirlo.
-¿Por
esto habla de Praga bajo el régimen comunista como de un “paraíso erótico perdido para siempre”?
Puritanismo
-Sí.
Al puritanismo oficial le correspondía un inmenso deseo de libertad que sólo
podía desfogarse en el campo erótico. El libertinaje de mis novelas está
inscrito en esta situación. Pero pongamos un ejemplo más clásico: el de la
Viena de finales de siglo. Todo el siglo diecinueve austríaco estaba impregnado
de puritanismo. Y la rebelión erótica que marcó el final del siglo fue vivida
como una especie de vértigo. ¿Conoce la novela corta de Arthur Schnitzler, “Señorita Elsa”? En un momento
determinado, para salvar al padre, Elsa se ve obligada a mostrarse desnuda
delante de un hombre. Nada más. Sin embargo, la situación para ella es
infinitamente excitante. E infinitamente insoportable. Tanto que, al final,
morirá por ello. Semejante erotismo es hoy inconcebible. Y si cito a
Schnitzler, no es por añorar los tiempos en que las mujeres morían de pudor,
sino para decir que cierta fuente de excitación erótica se ha agotado ya
irremediablemente. La señorita Elsa es un personaje de museo erótico. Y quizá,
también cierta forma de erotismo europeo sea ya de museo.
-
A veces se diría que, según usted, toda Europa ha acabado por ser de museo.
-¿Recuerda
el himno polaco? “Polonia aún no ha
perecido”, dice el verso, Europa, tampoco. Todavía no.
BARBARA
SPINELLI
La Vanguardia.
10 de diciembre de 1985.pp 44-45.
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