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jueves, 6 de septiembre de 2018

Francisco Umbral entrevista a Julián Marías (Destino, 26 de enero de 1963)


JULIÁN MARÍAS: NUEVO VOLUMEN SOBRE ORTEGA
«ULTIMAMENTE ha dado conferencias en Brasil, Argentina, Puerto Rico...» El filósofo y ensayista Julián Marías, a solas con sus libros en orden. Hay en la gran biblioteca rectangular retratos de todo el 98. J. M es un hombre discreto, suasorio, que intenta o quisiera, a veces, resultar imperceptible. Una rigurosa e invisible cuadrícula ordena y distribuye, sin duda. las ideas, las horas, la vida de esta casa. «Mis temas han sido la sociología y la literatura.»
—¿Interesamos en América?
—Yo creo que mucho. Y no sólo en los países de lengua española. Brasil importa tantos libros nuestros como todo el resto de Sudamérica. En Brasil se nos lee en castellano y en portugués. Pero hay un fenómeno curioso: nuestras obras de pensamiento han calado allí más que las literarias.
—¿Qué es su último libro, «Los españoles»?
—«Los españoles» comprende una serie de ensayos con unidad interior. En este volumen trato de recoger unas cuantas figuras y problemas españoles, desde el siglo XVIII a la actualidad.
—¿Cuál es la médula intelectual de esos ensayos?
—Un temple liberal español matizado por lo que yo llamo «melancolía entusiasta».
Julián Marías se ocupa actualmente en la preparación de un nuevo volumen de su monumental obra sobre Ortega: «Ortega, circunstancia y vocación». Asimismo, dirige un Seminario de Investigación y dicta cursos para estudiantes americanos. Colabora en revistas españolas y en «La Nación», de Buenos Aires.
—¿Qué se estudia en su Seminario de Investigación?
—La estructura social española desde el XVIII para acá. En este Seminario trabajan conmigo Laín, Lapesa. Aranguren, Fernández Almagro. Lafuente Ferrari, etc. También contamos con varios colaboradores jóvenes.
A propósito de su inminente volumen orteguiano, queremos plantear a Marías el tema de Ortega y la última juventud española. «Los jóvenes —nos dice— descubren ahora que a Ortega lo hablan perdido. En un país donde cada autor suele tener detrás un viento favorable que lo empuja. Ortega ha sido un solitario a quien se ha atacado desde todas partes, incluso desde el sector que pudiera considerarse más afín a él. Por eso la juventud lo conocía poco y mal
Francamente optimista sobre la función mayoritaria del pensador, Julián Marías nos asegura que un libro filosófico tiene hoy en España más venta proporcional que en cualquier otro país de Europa. «La filosofía se vende ya tanto o más que la novela. Y por lo que se refiere a América, yo he dado en Argentina un curso de filosofía donde los asistentes pagaban matricula, y, además de las mil cien personas que llenaban las butacas, otras cuatrocientas han permanecido de pie.» Julián Marías es, quizás, el único hombre de pensamiento a quien un empleado de Correos de Burgos, o un juez de Nájera, le han escrito cartas de lector inteligente sobre sus propios libros. Luego está la anécdota entrañable del obrero que le pedía un libro que no podía comprar. O el caso del trabajador español en Estocolmo que se le presentó con trece ejemplares de sus obras para que se los firmase. «Todo esto se debe, quizás, a que el filósofo o ensayista español, por lo general, no emplea en sus escritos un lenguaje técnico, especializado, siempre repelente para el profano, sino que procura escribir de modo sugestivo y ameno. Yo creo mucho en la eficacia del bien escribir. Esta tradición de escribir bien no se ha perdido nunca en España.»
—Pero ahí están los avanzados del «como salga»... Parece que el cuidar el oficio es ya para ellos una lascivia burguesa
—Esos no son verdaderos escritores. Han advenido circunstancialmente a la literatura, y yo diría que escriben sin vocación. Se obra en ellos una pseudomorfósis que les hace rasar por lo que no son.
Julián Marías, el hombre del trabajo solitario y constante echa de menos en la vida y en los libros de hoy el tema del amor. «Se escriben novelas de sexo, que siempre es más fácil que escribir novelas de amor.»
—¿No será esto, por lo que se refiere a España, una reacción contra anteriores limitaciones?
—No lo creo, porque lo cierto es que siempre ha habido bastante libertad al respecto. Lo sexual se maneja hoy como atractivo fácil de un libro. Por otra parte, si, como supongo, la literatura influye sobre la vida, resulta que Petrarca y el petrarquismo han condicionado el estilo amoroso occidental durante siglos. Pero actualmente asistimos a un empobrecimiento reciproco del Lema en los libros y en la vida.
Al final de la entrevista es cuando los retratos noventayochistas descienden a conversar con nosotros. «Ellos están en plena vigencia por su preocupación española, compatible con una ausencia de todo nacionalismo. Su europeísmo lo llamamos hoy accidentalidad. Ellos eran veraces y fieles a su condición de escritores. Son nuestro mejor precedente.»
—¿Le molesta a usted que le llamen ensayista?
—No. Al fin, todo es ensayar.
Francisco Umbral, Destino, Año XXVII, Núm. 1329 (26 enero 1963), p. 34

viernes, 31 de agosto de 2018

Josep Mª Espinás entrevista a Julián Marías (Destino, 4 de diciembre de 1954)


JULIÁN MARÍAS, MAESTRO DE LA IMAGINACIÓN
por JOSÉ M.ª ESPINÁS
AL entrar Julián Marías en el vestíbulo del Ritz, brilló el flash de los fotógrafos. Por una vez no trataba de un artista de cine, sino de un filósofo.
En «Conferencia Club» Julián Marías ha pronunciado sus primeras palabras para los barceloneses. Y ya no le han dejado callar. Porque el joven filósofo ha ocupado sucesiva y apresuradamente diversas tarimas de la ciudad, y aun entre conferencia y conferencia se ha visto obligado a resistir el acoso privado. Este acoso privado le pedía a veces algo tan desatinado como que resumiera en una frase lo que había escrito en un libro de centenares de páginas. Marías es un hombre de una gran paciencia pero yo me he propuesto pedirle síntesis ni resúmenes. Un atleta puede definirse diciendo que ha corrido los cien metros en once segundos. Pero, ¿cómo medir en una frase, en una entrevista, la dimensión de un filósofo? Podemos aspirar, eso sí, a que el filósofo nos hable y quede algo de él en nosotros.
El profesor de filosofía, ¿cómo influye en sus alumnos?
Ya sabe usted que no se enseña filosofía, sino a filosofar. Pues bien, el profesor debe proporcionar al alumno un punto de vista desde el cual pueda ver perfectamente lo que tiene ante sí. Algo parecido a abrirle una ventana e invitarle a mirar. Podríamos decir que el maestro influye por contagio. Yo tuve la enorme suerte de tener como maestros a los primeros filósofos de España, entre ellos a Ortega y a Zubiri. Esto me ha ahorrado muchos años de esfuerzo.
¿Cuál es su opinión sobre la filosofía en España?
—En España los filósofos son pocos pero buenos, no lo dude usted. Que sean pocos no debe extrañarnos puesto que en todas partes y en todas las épocas los filósofos han sido figuras escasas. Ahora bien, lo cierto es que España produce filósofos de extraordinaria importancia. ¿Acaso hay alguien como Ortega? Quizá lo que falta en nuestro país es espíritu de equipo, tan típico en otros países. Pero los temas que preocupan actualmente a la filosofía son los mismos en todo el mundo, quizá porque se ha penetrado, hasta el fondo de los problemas, y allí nos encontramos todos.
—El filósofo ¿nace o se hace?
Julián Marías no se deja arrastrar por planteamientos equívocos. Busca rápidamente las palabras adecuadas:
—Yo diría que a la filosofía se acude por vocación. Como a todas las actividades humanas. Los animales consumen su vida sometiéndose a sus instintos, es decir se les ha impuesto el argumento de su existencia. Los hombres, antes de vivir, podemos y debemos imaginar nuestra vida. No sólo realizamos nuestro plan, sino que antes lo inventamos Esta invención previa. este impulsa es lo que llamamos vocación. La imaginación, pues, desempeña en cada momento de la vida del hombre un papel fundamental, y de ahí que se haya considerado la vida como una «tarea poética».
—Parece ser que no cree usted demasiado en la tan comentada angustia de nuestra época.
—Yo creo que se ha exagerado mucho en este aspecto. La angustia la exponía Heidegger sólo como un ejemplo, y si ha tenido tanta aceptación será quizá porque todo lo patético gusta.
Marías sonríe y acaricia el estuche de su moderna máquina fotográfica. Me parece un hombre optimista, y le pregunto:
—¿Existe una filosofía pesimista y una filosofía optimista?
—Mire usted: hay hombres pesimistas y hombres optimistas. Al examinar la realidad se advierte que hay en ella aspectos negativos, pero también que en su conjunto posee una gran riqueza. Cada hombre filará su posición según su peculiar modo de ser.
Mira a través del ventanal del café y exclama sin transición: «—¡Oh, un tranvía de dos pisos! Son típicos de Barcelona; en Madrid no ha habido nunca tranvías de esta clase»
Y vuelve sus ojos hacia mí, insinuando amablemente «¿Decía usted?»
—En su primera conferencia hizo notar que había aumentado el repertorio de actividades comunes al hombre y a la mujer
—Si; desde luego.
—¿Cómo valora usted este hecho?
Ah, pues me parece bien. Tenga en cuenta que la gente incurre en cierta confusión al considerar este fenómeno. Se suele decir que el realizar actos que basta hoy correspondían exclusivamente al hombre, la mujer se masculiniza. Yo creo que en realidad la mujer se humaniza, puesto que se enriquece con aquellas actitudes que no son especificas del hombre, sino comunes a los dos sexos, es decir, humanas.
Sobre el problema de la obsesión sexual ha expuesto el doctor Julián Marías unas opiniones interesantísimas en «Conferencia Club». Nunca se ha hablado tanto del sexo como ahora, ha dicho, y sin embargo cree que en nuestra época lo sexual se siente con menor fuerza que en otras. Esta insistencia literaria y morbosa sobre el tema responde, en opinión de Marías, al hecho de que el hombre de hoy siente precisamente difuminarse la clara condición sexual en que ha estado sólidamente instalado durante siglos.
—Profesor: usted que reivindica el papel de la imaginación en la vida del hombre. ¿qué puede decirnos del arte actual?
—Todo lo que está en un cuadro es, naturalmente, imaginario. Ahora bien, admitido esto, me parece que los pintores que huyen de la realidad en sus obras revelan una absoluta falta de imaginación Son incapaces de añadir algo propio a la realidad Tengo, en cambio, a grandes pintores a Picasso, a Matisse, a Renault, poderosos imaginativos que han sabido crear «otra realidad». ¿Qué duda cabe de que la manzana de Cézanne es más manzana que una cualquiera del mercado?
A través del ventanal del café vemos la gente que pasa por la calle. Me doy cuenta de que el filósofo no es hoy un hombre aislado; en los ojos de Marías hay una vigilante y apasionada atención por cuanto sucede a su alrededor. Para saber si el interés es reciproco, pregunto:
—¿Cómo acoge el público los libros de filosofía?
—Se venden extraordinariamente bien. De mi «Historia de la Filosofía» se han hecho ya siete ediciones. De América me anuncian que la primera edición de otra obra constará de siete mil ejemplares. La experiencia me dice que en España hay una afición por la filosofía desconocida en otras naciones. He dado un curso, en Madrid con doscientos oyentes que, fíjese bien pagaban su matrícula. Ortega llegó a tener mil trescientos en 1949.
Recuerdo también el extraordinario éxito del «Diccionario de la Filosofía», de Ferrater Mora para quien Julián Marías tiene palabras de admiración y amistad. «Nos conocimos en París, luego nos encontramos en los Estados Unidos Por fin — sonríe — hemos coincidido en España». Aludo a las generaciones, y Marías expone:
—Cada quince años, aproximadamente aparece lo que llamamos una nueva generación, debido a que con esta periodicidad se producen ciertas modificaciones en la situación del mundo. Me he entretenido mucho en este problema. Después de la llamada generación del 98 viene la de Ortega, Ors, Juan Ramón Jiménez, Marañón, Miró, nacido en 1883. La siguiente está integrada por Zubiri (1898),  Lorca (1899) y otras figuras hasta Laín, que la cierra en 1908. quince años después. Me parece evidente que Guillermo Diaz-Plaja, nacido en 1909 pertenece ya a una generación posterior. Junto a él, Cela, Tovar, Rosales, yo mismo y cuantos nacen hasta 1924. De hecho pues, hay siempre tres generaciones activas. De todos modos, la creciente longevidad de la vida humana acabará modificando esta norma, ya dilatando los periodos en que se fragua una generación ya dando entrada a una generación cuarta en el juego de cada momento histórico
Queda un minuto de charla. Y lo pido para la poesía, que preocupa a Julián Marías y de la que habla con ironía evidente:
—Sí la poesía actual me tiene intranquilo. Sobre todo esta poesía social, en la que el poeta habla del duro trabajo de las minas sin haber visto nunca ninguna A los mineros no les interesa en absoluto. A los mineros se les puede ayudar de cualquier manera mucho más eficaz, y en todo raso yo creo que lo que verdaderamente ayudará a mejorar a los mineros será que algún poeta de verdad les hable del amor y de los temas de siempre, de modo que sepa interesarles y emocionarles, como ocurrió con Rubén Darío, con Bécquer y, aunque no nos guste, con Campoamor. Lo otro me parece que no es poesía, e incluso algo peligroso Y donde digo mineros…
La mañana es radiante. El sol calienta todavía en este noviembre. Julián Marías se va hacia la Universidad. donde le espera el doctor Pericot para acompañarle por el barrio gótico. En la mano lleva la máquina para hacer fotografías en color. «Me aficioné a esto en América», explica.
Marías es sin duda una de las inteligencias más lúcidas y comprensivas del país. Pero, además, produce la impresión de ser, como hombre, curioso, alegre y cordial, el hombre que ha imaginado para sí mismo una vida completísima y la está realizando.
Destino, Año XVIII, Núm. 904 (4 dic. 1954), p. 29

domingo, 26 de marzo de 2017

Gaziel sobre Ortega y Gasset (Meditaciones en el desierto 14/12/1948)


Gaziel
14 de diciembre de 1948

ORTEGA Y GASSET. - Ayer por la tarde fui a escuchar la lección inaugural del curso que Ortega y Gasset dedica a «Una nueva interpretación de la historia universal», en torno a la obra de Toynbee. Era, también, el primer acto público del Instituto de Humanidades, creado ahora por él junto a algunos discípulos y amigos.

El acto se celebró en el salón del Círculo de la Unión Mercantil, un salón dorado y banal, de comerciantes bur­gueses que tienen casino. Pero había en él un detalle de­cisivo, que era imposible dejar de ver. En el plafón presi­dencial, justó detrás de la mesa del conferenciante, y dominándolo de arriba abajo, destacaba una gran oleo­grafía de Franco -de un ex Franco-, todavía joven, delgado y con el pelo negro. Y, sobre el retrato del dictador, una enorme inscripción falangista, en letras doradas.

JOSÉ ANTONIO
¡PRESENTE!

Yo -y quizá alguien más-, al ver aquella escenografía, me pregunté ingenuamente: «Pero ¿es posible que Or­tega y Gasset, el actual príncipe de la intelectualidad española en lengua castellana, acepte semejante sumisión? ¿De verdad creéis que saldrá... ?» Y, sí, sí, salió.

Había allí, esperándole, un público de intelectuales aburguesados y de señoras literatas: los antiguos lectores de El Sol y las antiguas y nuevas admiradoras de Ortega, y destacando, en las primeras filas, hombres del régimen -que lo han sido, que lo son o que esperan serlo-, co­mo aquel Serrano Súñer, ministro de Asuntos Exteriores de inefable recuerdo, la joven Primo de Rivera o el poeta Pemán.

Al ver sobre todo la extraordinaria concurrencia fe­menina, con marquesas, condesas, burguesas y actrices, recordé la época en que, hace treinta y cinco años, en Pa­rís, yo seguía los cursos que Bergson impartía en el Cole­gio de Francia. Pero ahora la cosa es radicalmente distin­ta: sólo se parece -y gracias- en que se trata de dos filósofos extrañamente queridos por un público mondain.

Era infinitamente más serio -pese a parecer tan frí­volo- el curso de Bergson. Las damas, más distinguidas; los hombres, más preparados para aprender algo, y el maes­tro para ensenarlo.

Ortega, gran escritor, más que filósofo es un magnífi­co orador. Es una especie de Séneca menor, de unos tiem­pos muy inferiores. Ortega no piensa, no puede pensar de forma desnuda, seca. Apenas encenderse en su cabeza la luz de la ideología, u n enjambre de mariposas verbales, surgidas de lo más profundo de sí mismo, empieza a revo­lotear alrededor de la llama. Y ya no hay forma de mante­nerla sola y pura: las mariposas la perturban constante­mente, y a menudo la asfixian. Dotado de una gran imaginación verbal, Ortega logra de lleno –tanto si habla como si escribe- el perfecto fluir de la propia palabra.

Yo creía que la primera lección del curso inaugurado a ver iba a ser -recordando las de Bergson- una medi­tación en voz alta, pero seria, ceñida. Recuerdo que el fi­lósofo francés no dirigía nunca una sola mirada a su público ni hacía la más leve concesión. Las damas se abu­rrían estrepitosamente; pero, por esnobismo, aguanta­ban. El maestro hablaba en exclusiva para nosotros, sus estudiantes, sus discípulos. El aula era un pozo de fervor y silencio.

La primera lección de Ortega fue, por el contrario, un asqueroso castillo de fuegos verbales, una divagación larguísima -aunque no pasara de los cinco cuartos­ que iba de una cosa a otra, como si quisiera concentrar­se en un tema pero dejándolo enseguida, de modo que apuntaba cien cosas muy diversas sin llegar a concretar una sola. Bref: fue una caza de mariposas retóricas, a ve­ces muy finas, a menudo con vistosos colores, pero que siempre dejaba a un lado la llama del pensamiento aus­tero. Yo aún no he podido adivinar qué se propone con este curso ni adónde nos quiere llevar, a quienes vamos a escucharlo.

Ortega -como casi todos los retóricos- me parece un interesantísimo monstruo de soberbia, un vanidoso fenomenal. Cuando piensa, parece mirarse al espejo, y cuando escribe o habla se contempla en el espejo de su público. Y también como todos los retóricos, más que por su obra, está preocupado por el efecto que causa. Yo creo que desde siempre, y muy especialmente desde que la mo­narquía española está francamente en crisis -de 1920 a 1930-, Ortega llegó a sugestionarse de buena fe, a to­marse a sí mismo no como lo que es, un talento de primer orden y un talento de gran clase, sino ciertamente como un hombre excepcional, genial, hecho tanto para la ac­ción como para la especulación ideológica –de los que de vez en cuando, además de firmar algún libro inmortal, se encargan de levantar a los pueblos caídos y de infundir en ellos nueva vida. Ortega creyó que era un salvador de España, o al menos tuvo el más absoluto convencimiento de que, aplicando a la realidad española sus ideas, el país se recuperaría prodigiosamente. Pero su tentativa de actuación como hombre público, como orientador en política fue un fracaso impresionante, que ya no tiene remedio ni salida...

Yo le miraba ayer, mientras estaba escuchándole. ¡Qué hombre civilmente tan pequeño, si lo compararnos con el gigante que cree ser! Unamuno, con el enfrentamiento que mantuvo contra la afable dictadura de Primo de Rive­ra, fue, como patriota, todo un titán al lado de este Orte­ga postrado ante la oleografía cursi de Franco y el santo y seña de Falange Española. Unamuno, de hecho, era un hombre. Ortega queda reducido al papel de un histrión. Es ahora, alzándose contra la envilecedora tiranía clerical y reaccionaria que asfixia cada vez más a la conciencia española, cuando Ortega podría erigirse en figura histórica. Ahora es el momento en que podría ser un Fichte. Pero prefiere no comprometerse ni arriesgarse, ir vegetando, y hacer como si hiciera algo, como por ejemplo este «Insti­tuto» y estas lecciones; que no son nada ni de nada servi­rán -porque el único dueño de España es Franco, el de la oleografía; porque sobre Franco, en materia de cultura y enseñanza, mandan los jesuitas y Roma; porque los je­suitas y Roma se la tienen jurada a Ortega y a todo pensa­miento libre. That is the question, el problema actual, de vi­da o muerte para España, y toda contemporización con ese estado de cosas es puro teatro.

Ortega piensa, habla y actúa: ¡pura retórica! Leyendo sus mejores libros -en los que hay tan gran cantidad de cosas agudas, incluso de cosas profundas, y tan densa pro­fusión de frases hermosas, de sonoras metáforas: en una palabra, de literatura-, uno (yo, por lo menos) acaba siempre por sentirse hastiado, como después de un gran banquete compuesto sólo de repostería.

De tanto hacérsele la boca agua, con su extraordinaria fluidez verbal, Ortega ya lleva puesta una especie de más­cara de hablar bien, la máscara del orador. Sus labios, sus mejillas endebles, han adquirido los pliegues de un fuelle de órgano, y sus movimientos son pastosos, como impul­sados interiormente por una abundante salivación azucarada. Habla, habla, habla, ¡y con qué fruición! De paso, se escucha. Y cuando se dispone a decir algo bien pensado, que ha de causar efecto, veréis que previamente sus labios se enviscan con una untuosidad casi viscosa, como si pre­sintieran el caramelo verbal, y su voz engolada emite una especie de cuac-cuac sonoro, como si fuera una gallina que expulsa con inefable fruición un huevo mirífico, un hue­vo de oro.

Ortega es el más ilustre exponente de la vieja y triste generación de intelectuales españoles -Marañón, Pérez de Ayala, «Azorín», Benavente, Baroja, etc.- que asiste a la muerte de toda libertad en las tierras de España. Y nuestra gran tragedia es que la mayoría de ellos lo hace no sólo sometida, sino además envilecida. Son los últimos ecos de aquel gran movimiento liberal que durante todo el siglo XIX pretendió renovar el país incorporándolo a las corrientes europeas. Aquel noble ideal fracasó del todo en 1936 -quizá porque la libertad y el liberalismo han si­do siempre lo más opuesto a la esencia profunda de Espa­ña, y la Europa a la que los liberales españoles querían in­corporar España tampoco existe ya: es la sombra de una sombra, vergonzante y vergonzosa…

Ayer la figura de Ortega, ya viejo, conformista, aco­modaticio, tratando aún de construir con fuegos de arti­ficio verbales un «Instituto de Humanidades», ante un público de burgueses desorientados, pudientes y cobar­des, en el fondo nada más que unos bons vivants, y bajo una oleografía barata de Franco coronada por el lema de la Falange, francamente, era un espectáculo para echarse a llorar.

Gaziel. Meditaciones en el desierto, pp. 109-113.

lunes, 20 de marzo de 2017

"En España y en Rumania" de Mircea Eliade (Cuvântul, 21/08/1933)


Mircea Eliade en 1937
EL libro recientemente aparecido Ensayos españoles, del profesor José Ortega y Gasset, deberían leerlo rodos los que se han planteado el problema de la originalidad y viabilidad de la cultura de un país pequeño. Allí se encuentran bastantes observaciones sobre el ruralismo y el urbanismo, sobre la falta de una elite en la vida espiritual y política de España, cuestiones todas que nos podrían interesar a nosotros también. Habría que leer y meditar con mucha atención su ensayo tan sugestivamente titulado España invertebrada, pues puede servil-para hacer interesantes análisis sobre la estructura de nuestro Estado.
Pero no tenía pensado escribir ahora sobro esto libro de ensayos españoles, sino sobre la extraña semejanza de método, inquietudes e inspiración de los mayores ensayistas españoles contemporáneos: Unamuno. Eugenio d'Ors y Ortega y Gasset. Semejanza que no me parece desprovista de sentido. Al contrario, demuestra una vez más la eficiencia del pensamiento de estos tres grandes españoles y justifica el lugar que ocupan en la cultura europea.
Distintos materiales
Verdaderamente es extraño que estos tres ensayistas se valgan de unos materiales distintos de los que utilizan los otros ensayistas contemporáneos. Unamuno recoge un sinfín de citas de los místicos, del Quijote y de los nórdicos. Eugenio d’Ors y Ortega hacen continuas referencias al arte español (sobre todo a Goya) o citan trabajos de biología organicista (jamás, por lo que yo he podido constatar, de biología mecanicista), libros de filosofía de la cultura (de una especie poco conocida entre los ensayistas continentales, por ejemplo, del nuevo concepto de la geografía, de la experiencia visual. del barroco, etcétera), en fin, fuentes que apenas se encuentran en la obra del resto de los ensayistas contemporáneos, los cuales siguen acudiendo a las autoridades de siempre (Montaigne y Pascal en Francia. Goethe y Nietzsche en Alemania) que mantienen intactas.
Los ensayistas españoles dominan una cultura mucho mayor y más nueva, y desarrollan un pensamiento más audaz y más plástico. El paisaje natural y el paisaje plástico son una constante en las páginas de Eugenio d’Ors y de Ortega. Podría suponerse que estos pensadores no pueden materializar su visión ni pueden explicar la comprensión de un fenómeno, o incluso la comprensión total de la vida, si no es pensando en formas, colores u objetos plásticos. De ahí, esos admirables análisis de D’Ors y de Ortega, análisis de pintores, de museos y de «elementos» (fondos, colores, expresión de los ojos, etcétera): de ahí, esa continúa referencia a la geografía, al «medio». En la Weltanschaung de estos dos pensadores se intuye la colaboración de todas las fuerzas del entendimiento, desde la intuición telúrica de la configuración geográfica a la intuición refinada de las últimas expresiones del arte. Su pensamiento y su intuición están en permanente contacto con todas las realidades. Se siente que estos hombres gozan del paisaje y aman las flores de forma distinta al resto de los intelectuales europeos. La palabra «orgánico» para ellos es algo más que un simple vocablo. Realmente, su pensamiento bebe en todas las fuentes, es un pensamiento vivo y flexible y, por ende, sorprendentemente sugestivo y audaz.
Pero la semejanza entre los ensayistas españoles no acaba aquí. Cada uno de ellos ha elegido un mito central a cuyo través juzga el mundo y la vida y hace interpretaciones y vaticinios. Unamuno, creo que es ocioso decirlo, jamás abandona a Don Quijote, leyenda que para él es tan viva como la Pasión del Gólgota. Ortega y Gasset ha encontrado a Don Juan que, al igual que la Gioconda encarna la esencia de la feminidad, es la imagen más completa y viva de la virilidad. Y en torno a esa leyenda apócrifa, el profesor Ortega y Gasset no se recata de escribir páginas de sesuda reflexión e impetuosa fantasía. Eugenio d’Ors no ha escogido una leyenda, un personaje de la geografía espiritual de España en torno al cual comentar la actualidad y comprender el mundo. Pero sí conserva los tipos: Goya, Colón o Isabel y Fernando; contando su vida y analizando su obra, el núcleo de su pensamiento discurre por las mismas vías que sus otros dos compatriotas. (¿Qué son las reflexiones sobre Goya, Isabel o el barroco sino un pendant a los comentarios de Unamuno sobre Don Quijote, la agonía o la paradoja, y a los de Ortega sobre Don Juan, el feudalismo o el ruralismo?)
Diferencias evidentes
...Sin querer, al concluir estas sumarias líneas sobre el ensayo español, pienso en la cultura rumana y en nuestros ensayistas. La diferencia salta a la vista. Todos los ensayistas rumanos acuden a las mismas fuentes que utilizan en París. Roma o Berlín. No hay el menor intento de autonomía ni de originalidad en la búsqueda de materiales ni de audacia a la hora de interpretarlos. Hace siete u ocho años estaban de moda la mística y la escolástica. Los ensayistas rumanos leían y comentaban la bibliografía alemana reciente. En sus trabajos se encuentran las mismas autoridades que en los de un aficionado en cualquier capital del mundo. No han aportado nada propio, no han impuesto ninguna autoridad.
Tenemos la leyenda de Miorita o la de Mester Manole que, si bien no son únicamente rumanas, son tan nuestras y su mito central es tan rico en significados, que sería preciso, y podría resultar revelador, estudiarlas. Sin embargo, ninguno de nuestros pensadores y ensayistas de altura les ha prestado atención. ¡Qué hermoso «Comentario a la leyenda de Mester Manole» podría escribirse! ¡Qué hermosa historia de la filosofía de la cultura rumana podría escribirse desde Miorita a Vasile Párvan! Sin embargo, las revistas están llenas ahora, en pleno verano, de debates en torno a la nada. El único problema filosófico que no ha sido intuido por los rumanos, el más extraño a nuestro pueblo.

Publicado en Cuvántul (Bucarest) el 21 de agosto de 1933.
ABC Cultural. 1 de diciembre de 2001, p. 8.
Traducción: Joaquín Garrigós

domingo, 12 de marzo de 2017

Ortega y Gasset. Conversación con Miguel Pérez Ferrero para Radio San Sebastián en 1949 (publicado en ABC el 5 de mayo de 1973).


Ortega como Miguél Perez Ferrero antes de dar una conferencia
en Radio San Sebastián, en 1949.
UNA ENTREVISTA INÉDITA CON ORTEGA Y GASSET
Publicamos a continuación una entrevista inédita con don José Ortega y Gasset, realizada por el escritor Miguel Pérez Ferrero. Después de celebrado el primer curso del Instituto de Humanidades, el filósofo dio varias conferencias en Estados Unidos y Alemania. Poco antes del comienzo del segundo curso, hallándose Ortega en San Sebastián, fue realizada la entrevista para la radio local, filial entonces de la cadena S.E.R. La entrevista fue grabada en cinta magnetofónica para ser transmitida desde Madrid, pero el Ministerio de Información, regido en aquella época por el señor Arias Salgado, no autorizó su difusión. En las imágenes, Ortega y Gasset y Pérez Ferrero ante los micrófonos de Radio San Sebastián, y un fragmento del texto de la entrevista que Ortega y Gasset escribió de su puño y letra para leerlo a continuación.

ESTE año ha sido de gran actividad para usted: cursos en Madrid, viajes a Norteamérica y Alemania ¿Qué puede usted decirme sobre esa labor ya hecha y sobre la que proyecta usted para este año?
—En efecto, amigo Pérez Ferrero, desde el 1 de octubre pasado hasta esta hora en que le hablo yo le aseguro a usted que no he tenido un día de reposo. En aquella fecha comencé a escribir mi prospecto del Instituto de Humanidades, siguieron mi curso en el Círculo de la Unión Mercantil, mi participación intensa en los demás trabajos de aquél. Apenas concluyó su labor inicial el Instituto tuve que irme al fondo de América. Recorrí dos tercios de los Estados Unidos. De Nueva York volví a Lisboa, donde soy residente. Porque el hecho incontrovertible es que mi situación jurídico-administrativa se determina con rigurosa terminología oficial «residente en Lisboa» y por eso mi documento civil es una «célula de nacionalidad» expedida en el Consulado General de España en Lisboa, donde se me califica como vecino de aquella ciudad, en la que vegeto desde hace la broma de siete años. En otoño del pasado volví a reanudar por vía y en tono de ensayo mi actuación en España, a la que se oponen algunos grupos de compatriotas, muy interesados en conseguir mi definitiva extinción, porque saben que si yo logro, en efecto, y con carácter normal, volver a actuar en España, no podrán ellos seguir exudando impunemente sus congénitas estolideces. En este intento —conste que digo intento— de nueva actuación yo he puesto mi mejor voluntad como la puse en guardar silencio durante trece años, suspendiendo radicalmente no sólo mi vida pública, sino hasta el límite posible mi existencia privada, con todas las consecuencias, incluso materiales, que esto implica y que me abstengo de describir. En esta altura de la vida trece años de vida suspensa son un fuerte y grave bocado dado al tiempo, a mí tiempo que, como el de todos, tiene sus horas contadas. Pero sabía que empezaba —y no sólo para España— una época en que el más auténtico deber del hombre cuyo oficio y misión es decir, consiste precisamente en callar. Y por eso hoy, en todo el mundo, sólo se han salvado, sólo conservan intacta y saludable la raíz de su ser, aquellos intelectuales que han sabido exasperadamente cumplir con este deber de transitoria taciturnidad, que han acertado a silenciar y han demostrado que saben no existir. Y esto no sólo dentro de su patria, sino también —y muy especialmente— en los países, cuando centrifugados del propio, han tenido que vivir peregrinos y errabundos años y años. Pero ahora vuelve a ser debido hablar, decir, mover y conmover. Por tanto, si los grupos de compatriotas tan interesados en que no se oiga mi voz en España son lo bastante fuertes para conseguirlo, anuncio desde ahora que haré lo que he sabido —y bien duramente— no hacer en tan largo espacio de mi vida, a saber, irme fuera de España para, continuar mi labor. Porque hoy tengo obligaciones no sólo con nuestro pueblo particular, sino también con e1 gran pueblo a que todos últimamente pertenecemos, que nos lleva en sus brazos antes de que existiesen nuestras naciones singulares y al que damos el claro nombre de Europa —vocablo que acaso significa en su más vieja etimología— paisaje ancho y claro a la vista. Por cierto —y para decir algo que casi nadie conoce— haré notar cómo el primer hombre que ha empleado el término «los europeos» en el sentido que hoy sigue teniendo, por tanto, con conciencia de la amplia unidad y afinidad de pueblos que representa, es un cronista español del siglo VIII, como puede verse en la Monumenta Germaniae histórica, E. XI, p. 362, en la sección Auctores Antiguisimi.
— ¿Y cómo le ha ido a usted en esos dos viajes, tan recientes y anudado el uno en el otro? Porque ha debido ser para usted de gran emoción recibir sin intervalo el choque con el pueblo más pletórico y eufórico y demás esdrújulos que hoy existe —Estados Unidos— y luego el enfronte con el pueblo a estas horas más triturado y deprimido.
—Exactísimo lo que acaba usted de decir. La conmoción ha sido en mí enorme. Sólo dos cosas añado a sus palabras. Una, que esos dos pueblos colocados hoy en las dos situaciones humanas más opuestas —la máxima dicha y la máxima desdicha— tienen, sin embargo, una dimensión común, tan importante, tan decisiva que anula aquella diferencia de ventura al parecer tan ilimitada. Esa común dimensión es que ambos son los dos pueblos jóvenes entre los grandes pueblos actuales. Su juventud es distinta y con diversa cronología, porque Norteamérica es maravillosamente adolescente, mientras que los alemanes se hallan en los confines entre la juventud y la madurez. Tal vez la gran insensatez que han hecho estos años acelere su maduración. Su pasado error garantiza su acierto futuro. El caso es que ambos, de muy diverso modo, son dos pueblos magníficos cuya existencia nos asegura de que el inmediato porvenir histórico no va a ser estúpido, sino que va a merecer la pena vivirlo. Por cierto que cuando yo dije al tropel de periodistas americanos que fueron a verme a Aspen, en el Colorado, en un valle a 2.400 metros sobre el nivel del mar —exactamente la altitud de Peñalara en nuestra áspera sierra madrileña—, cuando les dije que me tranquilizaba ver cómo los norteamericanos no necesitan razones para vivir, sino que viven ex abundantia de vitalidad, porque poseen el divino tesoro de la adolescencia, no hubo modo de que aceptasen la palabra «adolescencia», que, por lo visto, tiene un sentido un poco despectivo en su lengua. Los periodistas americanos, como los españoles, le obligan a uno a decir lo que ellos quieren y no lo que uno piensa. Por fin, uno de ellos, que era alemán, propuso un armisticio y acordamos que, en vez de adolescencia, se diría early youth, primera juventud.
La otra cosa que, con respecto a mis dos viajes necesito decir, es que los periódicos españoles, por las razones que sean y acaso contra su voluntad, no han informado a sus lectores sobre lo que en uno y otro país me ha pasado y como eso que me ha pasado puede tener consecuencias de grandes dimensiones, necesito hoy hacerlo constar a aquellos compatriotas que siguen con algún interés mis andanzas, a fin de que se procuren información fuera de los periódicos.
— ¿Y para este año cuáles son sus proyectos? Esperamos el segundo curso del Instituto de Humanidades. ¿Cuál será el tema de las lecciones que piensa usted dar?
—El año pasado inicié, en efecto, el Instituto de Humanidades con gran ilusión. Debo decir que esta ilusión se refería exclusivamente a sus efectos en España. Por ello ha sido para mí la más pura sorpresa ver la repercusión que ha tenido este intento en todas partes, sobre todo en Norteamérica y en Alemania. Nuestro Instituto de Humanidades ha caído en gracia a los extranjeros. El hecho tiene sus causas, que no voy a enumerar ahora, pero que manifiestan, como pocos síntomas, cuál es el verdadero estado de espíritu que comienza a reinar en el mundo. Como se trataba de un nuevo ensayo y era de cariz muy diferente a lo que en los últimos años se ha hecho en la vida intelectual de nuestro país, quise hacer el ensayo a fondo, es decir, poniéndome libremente, por propio albedrío, todas las dificultades, desde exigir una matrícula de precio elevado y no contar con el apoyo de la Prensa, hasta elegir deliberadamente para mi curso personal el día más incómodo de toda la semana, porque sólo circulaban —no sé cuál es hoy el reglamento— más que los coches pequeños, los coches parvulares. Pero, sobre todo, quise eludir ocuparme en mi curso de todo tema que fuese verdaderamente atractivo y con sex-apeal. Por eso decidí hablar sobre el libro de Mr. Toynbee. Quería ver, con rigor de laboratorio, cuál era la espontanea, auténtica reacción de mis compatriotas a empresa y llamada semejantes. Quiero expresar aquí mi gratitud a éstos por la manera entusiasta y el ímpetu como torrencial con que respondieron. Me encontraba ante lo que yo llamo un «gesto saturado», y sólo creo en «gestos saturados» tanto en el trato con los varones como, y aún más, en el trato con la mujer. A los amigos de la mujer tal vez les exponga un día esta «teoría de los gestos saturados» que es, a mi juicio, el secreto de la acertada relación entro varón y hembra.
Pero este año, hecho ya el ensayo, no tengo por qué elegir sólo temas que yo llamaba en el prospecto «muestras sin valor», calificación que motivó aviesos comentarios —antes aún de empezar mi curso— y algunas majaderías por parte de una revista que escriben ciertos coleópteros uteranos de torsaurada inspiración, revista que se llama «Criterio», pero como se llama pelón al que no tiene pelo.
El 15 de octubre espero comenzar mi nuevo curso. El asunto es esta vez el más sugestivo que cabe porque me propongo levantar las faldas a todos los grandes problemas planteados hoy en el mundo, no hablando de ellos directamente y, por lo tanto, ingenuamente, sino hablando de sus genuinas raíces; por tanto, tomándolos por debajo de ellos y a esto llamo «levantarles las faldas». Se trata de un trabajo que me ocupa hace veinte años en que intento lo que nunca se ha intentado, a saber: atacar perentoriamente y sin escape, los fenómenos más elementales de la vida social humana, que siempre han llevado más o menos a su espalda los sociólogos y que mientras no se los vea con plena diafanidad y se los defina con rigor, no habrá modo de que la existencia colectiva entre en caminos claros y seguros. ¿Cómo puede marchar con claridad y seguridad ninguno de nuestros países cuando en ellos todo el mundo emplea a toda hora, sin tener la menor idea responsable de lo que significan los vocablos fundamentales que se refieren a la vida colectiva? Merced al análisis previo de aquellos fenómenos primarios que constituyen lo social, vamos, pues, a ver, en mi curso, paso a paso, con holgada evidencia, qué significan y son de modo preciso cosas como colectividad o individuo, sociedad, usos, desusos y abusos, horda, tribu, ciudad, pueblo, alma colectiva o lenguaje, opinión pública, poder público, Estado, derecho, ley, nación, ultranación, internación, etcétera. En fin, política, pues se da el escandaloso hecho de que mientras se ha estudiado —vanamente, claro está— cuál es la buena política frente a la mala, nadie se ha resuelto a preguntarse ¿qué es la política?, sea buena o sea mala, es decir, porque en el Universo existe esa realidad tan extraña, tan insatisfactoria más a lo que parece, tan inevitable que llamamos política.
Miguel PEREZ FERRERO, ABC, 5/5/1973, pp 144-145.

Ortega con Pérez Ferrero, Julio Caro Baroja, el doctor Bergareche y varios miembros de la
Sociedad Vascongada de Amigos del País después de la conferencia en Radio San Sebastián, en 1949

sábado, 4 de marzo de 2017

"La rebelión de las élites" de Christopher Lasch


Christopher Lasch
La rebelión de las élites
Hubo una época en que se sostuvo que la «rebelión de las ma­sas» amenazaba el orden social y las tradiciones civilizadoras de la cultura occidental. Pero en nuestra época la principal amena­za no parece proceder de las masas sino de los que se encuentran en la cúspide de la jerarquía social. Este notable cambio de rum­bo confunde nuestras expectativas sobre el curso de la historia y pone en cuestión suposiciones aceptadas desde hace mucho tiempo.
Cuando José Ortega y Gasset publicó La rebelión de las ma­sas, traducido al inglés por primera vez en 1932, no pudo prever una en la que sería más adecuado hablar de una rebelión de las élites. Escribiendo en la era de la Revolución bolchevi­que y el ascenso del fascismo y bajo los efectos una guerra cataclísmica que había desgarrado Europa, Ortega atribuyó la crisis de la cultura occidental al «dominio político de las ma­sas». Hoy, sin embargo, son las élites -las que controlan el flu­jo internacional de dinero e información, presiden fundaciones filantrópicas e instituciones de enseñanza superior, manejan los instrumentos de la producción cultural y establecen de ese modo los términos del debate público- las que han perdido la fe en los valores, o lo que queda de ellos, de Occidente. Actual­mente, para muchas personas el término «civilización occiden­tal» evoca un sistema organizado de dominio diseñado para im­poner la conformidad con los valores burgueses y mantener a las víctimas de la opresión patriarcal -las mujeres, los niños, los ho­mosexuales, las personas de color- en un estado permanente de sometimiento.
Desde el punto de vista de Ortega, que muchos compartían en su época, el valor de las élites culturales estribaba en su voluntad de responsabilizarse de las estrictas normas sin las que la civili­zación es imposible. Vivían al servicio de exigentes ideales. «La nobleza se define por las exigencias que plantea; por obligacio­nes, no por derechos.» El hombre de la masa, por el contrario, no necesitaba obligaciones, no entendía lo que éstas suponían ni tenía «sensibilidad para los grandes deberes históricos». Lo que hacía era defender los «derechos del vulgo». Resentido y satisfe­cho de sí mismo a la vez, rechazaba «todo lo excelente, indivi­dual, competente y selecto». Era «incapaz de someterse a direc­ción alguna». Careciendo de toda comprensión de la fragilidad de la civilización o del carácter trágico de la historia, vivía irreflexivamente con la «seguridad de que mañana [el mundo] será aún más rico, más amplio, más perfecto, como si disfruta de un po­der espontáneo e inagotable de crecimiento». Sólo le preocupaba su propio bienestar y se prometía un futuro de «posibilidades ili­mitadas» y «completa libertad». Entre sus múltiples defectos se encontraba una «carencia de romanticismo en sus relaciones con las mujeres». El amor erótico, un ideal exigente por sí mismo, no le resultaba atractivo. Su actitud respecto al cuerpo era estrictamente práctica: hacía de la forma física una religión, y se sometía a regímenes higiénicos que prometían mantenerle en un buen estado y aumentar su longevidad. Sin embargo, lo que caracterizaba ante todo a la mente de la masa tal como Ortega la describía, era un «odio mortal contra todo lo que no es ella misma». El hombre de la masa, incapaz de asombro y de respeto, era el «niño mal­ criado de la historia de la humanidad».
Me permito señalar que todos estos hábitos mentales son ahora más característicos de los niveles superiores de 1a sociedad que de los niveles inferiores o intermedios. Actualmente apenas puede decirse que la gente corriente se prometa un mundo de «posibilidades ilimitadas». Hace tiempo que se ha esfumado la sensación de que las masas son las que dirigen la marcha de la historia. Los movimientos radicales que perturbaron la paz del siglo XX han fracasado uno tras otro, y en el horizonte no han aparecido sucesores. La clase obrera industrial, en otro tiempo sostén principal del movimiento socialista, se ha convertido en un lastimoso vestigio de sí misma. La esperanza de que los «nuevos movimientos sociales» ocuparan su puesto en la lucha contra el capitalismo, que sostuvo brevemente a la izquierda a finales de los años setenta y principios de los ochenta, se ha quedado en nada. No sólo es que los nuevos movimientos sociales -feminismo, derechos de los homosexuales, derechos de bienestar, agitación contra la discriminación racial- no tengan nada en común entre sí; además, su única exigencia coherente aspira a la inclu­sión en las estructuras dominantes más que a una transforma­ción revolucionaria de las relaciones sociales.
Las masas no sólo han perdido todo interés en la revolución; se puede demostrar que sus instintos políticos son más conserva­dores que los de sus autonombrados portavoces y supuestos libe­radores. Después de todo, son las clases obrera y media-baja las que favorecen la limitación del aborto, se aferran a la familia con dos padres como fuente de estabilidad en un mundo turbulento, se resisten a experimentar con «estilos de vida alternativos» y tie­nen reservas sobre la acción afirmativa y otras empresas de inge­niería social a gran escala. Ciñéndonos más al planteamiento de Ortega, estas clases tienen más desarrollado que sus superiores el sentido de los límites. Al contrario que sus superiores, entienden que el control humano del curso del desarrollo social tiene lími­tes intrínsecos, igual que sucede con el control de la naturaleza y el cuerpo, de los elementos trágicos de la vida humana y de su his­toria. Mientras los jóvenes profesionales se someten a un arduo programa de ejercicio físico y control dietético destinado a man­tener a raya la muerte -a mantenerse en un estado de juventud permanente, eternamente atractiva y casadera-, la gente corriente, por el contrario, acepta la decadencia del cuerpo como algo contra lo cual es más o menos inútil luchar.
Los liberales de clase media-alta, incapaces de comprender la importancia de las diferencias de clase en la configuración de las actitudes ante la vida, no se percatan de la dimensión de cla­se de su obsesión por la salud y la edificación moral. Les cuesta entender por qué su concepción higiénica de la vida no suscita un entusiasmo universal. Han puesto en marcha una cruzada para volver más sana la sociedad americana: para crear un «am­biente sin humo», para censurar todo, desde la pornografía hasta el «lenguaje del odio», y, simultánea e incoherentemente, ampliar el campo de elección personal en asuntos en que la ma­yoría de la gente siente la necesidad de sólidas pautas morales. Cuando encuentran resistencia frente a estas iniciativas, mues­tran el odio venenoso que se esconde tras la cara sonriente de la benevolencia de la clase media-alta. La oposición hace que los humanitarios olviden las virtudes liberales que dicen defen­der. Se vuelven petulantes, pagados de sí, intolerantes. En el ca­lor de la discusión, les es imposible ocultar su desprecio por los que se niegan testarudamente a ver la luz; por los que «sencilla­mente no se enteran», según la jerga autosatisfecha de la recti­tud política.

A la vez arrogantes e inseguras, las nuevas clases, especialmente las clases profesionales, consideran a las masas con una mezcla de desdén y aprensión. En los Estados Unidos, la «América media» -término con implicaciones tanto geográficas como sociales- ha llegado a simbolizar todo lo que obstaculiza el camino del progreso: los «valores familiares», el patriotismo irreflexivo, el fundamentalismo religioso, el racismo, la homofobia, la concepción retrógrada de la mujer... Para los creadores de opinión ilustrada, los americanos medios son irremediablemente desharrapados, anticuados y provincianos, están mal informados sobre los cambios de los gustos y las tendencias intelectuales, son adictos a pésimas novelas de amor y aventuras y están atontados por una prolongada exposición a la televisión. Son a la vez absurdos y vagamente amenazadores, no porque quieran derrumbar al antiguo orden sino precisamente porque lo defienden de un modo aparentemente tan irracional que, cuando la intensidad de su defensa se acentúa, desembocan en el fanatismo religioso, en una sexualidad represiva que ocasionalmente explota como violencia contra las mujeres y los homosexuales y como un patriotismo que sostiene las guerras imperialistas y una ética nacional de masculinidad agresiva.
Christopher Lasch.  La rebelión de las élites y la traición a la democracia. Barcelona, 1996. pp. 31-34.

Christopher Lasch The Pursuit of Progress (1/2)
Christopher Lasch The Pursuit of Progress (2/2)

jueves, 2 de marzo de 2017

Homenaje de Xavier Zubiri a José Ortega y Gasset, a la hora de su muerte


ORTEGA
Tan sólo una vez en mi vida he tomado la pluma para escribir en periódicos; y fue precisamente para hablar de Ortega. Ahora, con el ánimo afligido y consternado, no acierto a hacerlo como fuera debido. Cuando, hace dos días, estreché por última vez su mano, un extraño sentimiento me invadió. Era difícil puntualizar lo que en él correspondía al cariño acendrado del amigo, a la gratitud hacia el maestro y a la admiración ante su imponente figura intelectual. Para mí se cifraba todo ello en una sola palabra: era don José. Por eso hoy, que se me pide un artículo, no tengo serenidad para escribirlo; lo único que me es dado hacer, es reproducir algo de lo que públicamente dije hace dos años, al cumplirse los setenta de esta vida tan ejemplarmente fecunda.
Conocí a Ortega en 1919, pocos años después de su regreso de Alemania, donde, apenas incipiente la fenomenología de Husserl, la filosofía se hallaba escindida entre un positivismo como el de Wundt, y el neokantismo, representado especialmente por Cohen, Natorp y Windelband.
Ortega vino de Alemania no con lo que muchos trajeron de allá —modas filosóficas—, sino, por lo pronto, con un gran acopio de ideas y libros filosóficos que generosa y pulcramente puso al alcance del público español, unas veces en traducciones, otras en comentarios personales. Esto sólo bastaría para hacerle acreedor a nuestra más profunda gratitud. Sin esta actuación de Ortega, no sabemos lo que hubiera sido de tantos españoles.
Pero no es esto ni lo único ni lo principal. Lo que Ortega trajo de Alemania fue su mente atenazada por problemas.
Estos problemas se centraban en aquel momento para Ortega en dos puntos que siempre le han producido estricto mal humor. Aristóteles nos dice, a veces, que la filosofía nace del asombro, y otras que brota de 1a melancolía. Para Ortega diríase que sus reflexiones nacieron del mal humor que le producían, por un lado, el yo absoluto del idealismo, y por otro, el imperio tiránico de la razón científica, sobre todo en su forma físico-matemática. Todavía hace pocos años le oí decir: “Me encanta molestar a la geometría”. Esta nota del mal humor no fue un mero azar sentimental para un hombre como Ortega, que precisamente iba a encontrarse con el fenómeno de la vida. Aquel mal humor era indicio de la grave inquietud intelectual que le producían las dos tesis citadas, precipitado último de toda la aventura filosófica de la mente humana a partir de Descartes. Ortega se vio así retrotraído al punto último y problemático en que Descartes apoya toda la filosofía: el yo que duda.
La actitud de Ortega ante este punto crucial de la filosofía viene determinada por el hecho de que para él la propia duda cartesiana no es sino un diálogo interno entre el yo que duda y el mundo de cosas en que aquel yo vive. Recordando la frase de Descartes, según la cual alguna vez en la vida hay que ponerlo todo en duda, podría decirse que Ortega la continuó diciendo: “Menos la vida misma.’ En la época en que Ortega comenzó a filosofar, la vida no era ciertamente un tema nuevo. Pero para esta filosofía de la vida (“Lebensphilosophie”) la vida era lo irracional al margen de la razón. La actitud filosófica de Ortega fue diametralmente opuesta. La vida, consiste, precisamente, en un drama, en una acción o diálogo del hombre con las cosas de su entorno. No existe, pues, el yo en y por sí mismo, sino un yo viviendo con las cosas. Yo soy—decía—yo y mi circunstancia. La vida es por esto la realidad radical para Ortega. Y esta acción dramática en que la vida consiste no es irracional: todo lo contrario, es la razón misma, la razón vital. La razón vital no es vida más razón, ni razón más vida, sino la vida misma como forma radical de la razón. Por esto, la filosofía de Ortega no es ni racionalismo sin vida ni vitalismo irracionalista.
En este bracear denodado con la verdad de la vida y de las cosas, Ortega nos enseñó, “in vivo”, la radicalidad con que han de librarse cara a la verdad, las grandes batallas de la filosofía. Es lo que perennemente nos une a su espíritu con plena admiración, profundo respeto o íntimo cariño. Otros salieron ciertamente de la inestable situación de la filosofía postcartesiana por otras rutas diferentes. Pero no es menos cierto que el vigor mental para recorrerlas se templó y puso en forma al calor de su ejemplar vida intelectual. Él mismo me lo decía, pasando un día ante una casa en construcción en la plaza de la Independencia: “Si usted y yo trabajáramos en esa casa, nos verían desde la calle en el alto de un andamio peleándonos por el Uno de Parménides.” Y así fue.
La figura, ya fijada, de este espíritu egregio y excepcional se agiganta hoy ante los ojos de quienes, con todo nuestro cariño entusiasta, le hemos visto desde su juventud, y queda asentada y firme por su propio peso, como un monumento de granito, para recuerdo y modelo imperecedero de lo que es una vida de meditador.
Para don José la hora de la meditación ha terminado. Se halla ya ante la nuda realidad. Que Dios le haya acogido en su seno mediante el amoroso abrazo de Su Verdad personal subsistente en Cristo.
X. ZUBIRI
ABC. 19 de octubre de 1955, pp 33-34.