Los
Ángeles, macrocosmos impresionista
A la una de la tarde de un día de finales de
julio, las colinas de Hollywood están envueltas en una suavísima niebla, como
un delicado paisaje que contemplamos a través de un cristal de fina
transparencia, pero empañado por las imprecisiones propias de una evaporación
fragante y tropical, que baña o abandona una lujuriosa e indiferente
vegetación. Desde la baranda donde escribo es invisible el valle; el smog levanta una cortina de luz lechosa
y delicada.
Otros dias, la película de luminoso ámbar que
mancha el paisaje se pierde en la lejanía. Desde un automóvil, el paisaje de
Los Ángeles es monótono y único, desértico y sofisticado; las autopistas, freeways o highways, señalizan la ciudad con un rigor implacable; palmeras,
eucaliptos, cactus, supermarkets, jacarandás,
Hamburger’s stand, factorías,
anuncios luminosos, se suceden como una interminable cinta seriada. En el freeway, el paisaje desaparece y quedan
las marcas, abreviaturas, anagramas, la carne de signos que irriga los centros
nerviosos de la ciudad.
La ciudad no existe, sólo se contemplan
gigantescas aproximaciones. En el freeway
se busca el hilo de Ariadna que nos conduzca al origen, el centro, la piedra
fundacional. Pero cualquier desviación desemboca en la Jungla; el desierto
urbanizado del downtonm, o la
vegetación tropical de Beverley Hills; en Sunset Boulevard, el smog mata a las palmeras, y en Santa Mónica
las manifestaciones de ancianos toman por asalto las carreteras de la costa; en
los embarcaderos de Pacific Ocean Park se
vende marihuana a los niños, y los sociólogos hablan de una cultura de playa, de
una surfurbia, donde el surf es un deporte que construye
castillos de espuma de una vida vegetal, y los cuerpos son los templos vacíos
de una belleza bronceada, silvestre y perfecta.
En los gigantescos supermercados, las sandías
poseen un rojo vivísimo; el frío industrial abraza al comprador, y montañas de
productos nos seducen con bellísimos anuncios y caligrafías. En la calle, el «Herald Examiner», antiguo periódico de
la cadena Hearts, o «Los Angeles Times»,
el gigante del periodismo californiano, se codean con la más audaz prensa pornográfica.
La compradora de consoladores lleva un gorrito de paja hawaiana; el homosexual
que se cambió de nariz y ha pedido presupuesto para reformarse el culo es
economista; la chica que se infló las tetas con parafina comparte con una
condiscípula una cama de goma y ofrece a sus amantes sandwiches de setas sin cocinar; en las colinas, a las seis de la
tarde, a la salida de la oficina, las viudas y los solteros buscan una aventura
sacando a pasear al gato.
Los transeúntes son escasos, solitarios. Se vive
junto a un teléfono, o en el freeway.
Y se ama o se muere en la carretera con la misma dulzura que en el hogar; el highway patrol asegura una agonía que
los controles policiales conducen al hospital con un rigor implacable; la
limpieza del freeway recuerda el
cuarto de baño de los moteles; el tráfico, en ambos, es indiferente, discreto,
eficaz; ellos nos instalan en una libertad y soledad absolutas; el accidente,
la muerte, en el freeway se
contemplan a través de las señales luminosas que nos advierten de un atasco o
dirección imprevista, dos sombras que se cruzan, el parpadeo de una luz roja en
la noche.
Y la carretera conduce al exilio. La
arquitectura urbana de LA es una maraña sin fin de freeways, edificaciones y baldíos que aseguran una comunicación muy
viva con cualquier parte de la ciudad. El freeway
es la patria de nadie, la frontera, la tierra prometida de la aventura
contemporánea.
Sólo se abandona el freeway para ganar la soledad del domicilio o la oficina pública.
En el downtown, la administración de
la ciudad es un yermo abandonado cada atardecer, y el urbanismo doméstico de la
ciudad es una defensa definitiva de lo privado.
La barbarie del apartamento sólo corrompe a LA
desde, apenas, los años cincuenta. El robinsonismo, el Spanish Colonial Revival, el exilio de varios arquitectos alemanes
en las primeras décadas del siglo, poderosas personalidades aisladas (Frank
Lloyd Whight construye la casa Millard de Pasadena en 1923; y la etapa de Hollywood
es fundamental en su obra), algunos pioneros locales de la arquitectura moderna
(Irving Gill, los hermanos Greene), una marabunta de estilos, se confunden en
la ciudad. Fachadas victorianas, trazados modernistas, el monumentalismo
bárbaro de factorías babilónicas, templos chinos, trazados racionalistas,
experiencias ecológicas o geométricas, funerarias de cristal, gasolineras y car’s wash, hamburger’s stand del más
dudoso buen gusto, están todos inmolados a los individual, lo privado. Las
grandes urbanizaciones de los años veinte, a raíz de las fabulosas riadas de
apátridas, aventureros y exiliados atraídos por el oro del petróleo y el cine
(la segunda y definitiva irrupción del exilio en la vida de la ciudad; la
primera data de 1874, cuando el ferrocarril, atravesando el desierto, trae
desde Kansas, a través de Santa Fe, a millares de granjeros en busca de
libertad; de ahí, asimismo, que LA comparte el amor a los dogmas y al orden del
Medio Oeste, y su sed insaciable de aventuras) las grandes urbanizaciones de
los años veinte, Echo Park o Hollywoodland, decía, ofrecen, como máximo
atractivo, la posibilidad de vivir rodeado de la más bella vegetación, en las
más encrespadas colinas, y en la soledad más absoluta, cercado por
vecinos-robinsones que defienden con sonrisas y sistemas de alarma su derecho
al conquistado paraíso en el desierto.
La
virginidad perdida
Cuando el status económico de los propietarios
se degrada, y los negros y mexicanos se adueñan del lugar, la calle es ganada
por el peatón, las bandas de adolescentes que, para robar un televisor o cinco
dólares pueden rajar las venas de quien se enfrente; a las puertas de
devastadas mansiones victorianas, mugrientos mexicanos sin trabajo beben Coca-Cola;
abundan las mujeres embarazadas, y las viejas residencias saqueadas albergan
huéspedes acogidos a la protección de seguros de desempleo; gasolineras
abandonadas, automóviles sin puertas, muñecas sin ojos, viejas casas de madera
cubiertas por el polvo, restos de caminos asaltados por la hierba, pedregales y
graffittis que, en las colinas de
Echo Parch, poseen la belleza de la decadencia y el olvido.
Los nenúfares del lago de Echo Park son famosos
por su belleza. En sus alrededores, bares mugrientos ofrecen enchiladas y
tacos; las paredes de muchos edificios de planta baja han sido decoradas con
pinturas de supermanes centroamericanos, chillones soldados de la revolución
mexicana que han perdido la vida o el honor manchados por la caligrafía del graffiti o los rayajos obscenos.
Y los especuladores desafortunados, en
Hollywoodland están condenados a pagar, después de veinte años de olvido (la
televisión, en los cincuenta, marca la irrupción de un poder más rapaz y
miserable que el cine), multas por el estado de abandono de colinas que, en
otro tiempo, cobijaban la tierra sagrada de la industria de propagación de
sueños más gigantesca imaginada por el hombre. (Hoy, la esquina de Sunset y
Gower, el lugar donde los argonautas de nuestro siglo vinieron a buscar el oro
de Hollywood, es un lugar de tránsito, en cuyas inmediaciones se venden zapatos
a bajo precio, medias, revistas pornográficas, perritos calientes, libros
rebajados, chucherías, hay bares frecuentados por chulos; no muy lejos, en
Hollywood Boulevard esquina Highland, media docena de prostitutas buscan
clientes a quince o veinte dólares a cualquier hora del día.)
La ruina y la miseria de Hollywood, cantadas
por Billy Wilder y Gloria Swanson, son una ficción, una parábola, si acaso, del
poder y la gloria. Hollywood, en el sur de California, es sólo un tentáculo de
LA, la ciudad oculta, fantasmal, sin cuerpo, inexistente, pero cuyas venas, los
freeways, el delirio económico de los
pioneros enriquecidos, han erigido fabulosas construcciones donde la riqueza y
la más absoluta sed de poder (la de esos tenebrosos y tiernos millonarios de
Raymond Chandler, que lo poseen todo, menos la virginidad de una hija adorada y
perdida en los bajos fondos de la ciudad) no pueden ocultar la inexistencia de
un patrimonio propio, y cuya legendaria pero oculta historia de rapacidad e
imaginación se confunde con la fundación mitológica de la cultura de este país,
y es maquillada con gigantescas villas pompeyanas, palacios imaginados por
Palladio, fundaciones que recuerdan a los Médicis.
Pesca
con dinamita
Al final de Sunset Boulevard, hacia Malibú,
incrustado en una montaña del jurásico, el J. Paul Getty Museum es una réplica
exacta de la Villa Papyri, residencia de un patricio de Herculanum, destruida
por la erupción del Vesubio en el 79 antes de Cristo. Millones de dólares se
amontonan en paseos decorados con esculturas griegas del siglo V, retretes y
templos de mármol de Carrara. La estatuaria de la Roma del Imperio ilumina
interiores y frescos cuya fidelidad a los originales pompeyanos es un delirio
de exactitud. En la segunda planta, tapices y consolas Luis XV y XVI sirven de
marco a una colección de pinturas guiada, a mi modo de ver, por un gusto dudoso
por lo altisonante, pero donde Holbein, Leonardo, Rafael, Monet, Corot,
Gainsborough, Turner, retablos románicos y porcelanas chinas, se amontona en
salas sometidas a estricta vigilancia policial.
La inutilidad absoluta del arte se cuelga en
paredes de terciopelos y rasos bellísimos. Los interiores y terrazas de esta
casa de recreo desembocan en nuevos corredores, estancias vacías, jardines de
blancos guijarros, avenidas cuya coquetería recuerda la decadencia romana y el
buen gusto de los arquitectos griegos vencidos por la indiferencia, la
desesperanza y las terminantes legiones imperiales.
En San Marino, la Fundación Huntington alimenta
un bellísimo jardín donde sólo se riegan flores citadas por Shakespeare. Henry
Edmunds Huntington, hijo de Collis P. Huntington, de la Southern Pacific, crea
en LA, en la primera década del siglo, la Pacific Electric Railway, uno de los
emporios que confieren a la ciudad su actual fisonomía. En su biblioteca se
guarda uno de los nueve ejemplares de la Biblia de Gutenberg, códices persas,
tratados de medicina china medieval, primeras ediciones de cuentos de Chaucer,
poemas de John Donne y William Blake, manuscritos de Poe y San Agustín.
El jardín japonés de su villa posee un sistema
de riegos y fuentes naturales para lavar el rostro de turbadores y tiernos
budas, dioses tibetanos y piedras votivas, perdidos en una civilizada selva de
rosas, manzanos, camelias, bonsáis, azaleas, que conducen a un jardín Zen;
allí, la vegetación desaparece, y la arena, blanquísima, es roturada por
líneas, rayas, trazados geométricos, símbolos y anagramas; filosofía de jardín,
arquitectura espiritual imaginada como sofisticado pasatiempo por un magnate
del ferrocarril americano de la vieja tradición jeffersoniana y sus ricas
mansiones (olvidada, sí, la pequeñez física del interiorismo del XVIII
americano, que sorprende al visitante a Monticello, la casa construida en un
bellísimo paraje de Virginia por el propio Jefferson, el redactor de ese texto
canónico de la tradición literaria anglosajona, la Constitución Americana) con
suntuosas vajillas y bibliotecas, coquetos salones donde los ilustrados del
Este discutían el Leviatán de Hobbes o la trata de esclavos.
Beverly Hills, en LA,
es la prolongación de la riqueza de los pioneros originales. La construcción de
grandes rutas, el cultivo de los vergeles de Pasadena, a partir de 1910, ven
interrumpida en su vida provinciana por el nacimiento de la industria del cine.
Y Hollywood funda otro de los rostros de la ciudad; neurosis, locura, genio,
talento, vicio, desesperación, miseria, libertad, sueño, dinero, flotan en los
lagos artificiales que los impuestos (a partir de 1942), la televisión (1950),
la caza de brujas, la elefantiasis, han corrompido minuciosamente; y los restos
de esa pesca con dinamita han caído sobre la geografía de la ciudad.
En el teatro Chino de
Hollywood Boulevard, cumplidas cartografías de movie stars se compran al mismo precio que bolígrafos de chillones
colores que al moverse una palanquita enseñan diminutas fotografías de
señoritas con peinados de peluquería que, en la mano o en la boca, sostienen
higiénicos falos de anónimos y sindicatos modelos. «Los Angeles Free Press», decano de la prensa de alternativa, vive
de anuncios de burdeles (fuente primordial de ingresos de toda la prensa underground, que, en San Francisco, ya
goza de la aquiescencia y beneplácito más absolutos: el «Berkeley Bard» se vende en las máquinas automáticas de toda la
ciudad, junto al «Examiner»; y un
joven communard de Sausalito me decía
que la comuna que visité hace un año agoniza desde que protagonizó un programa
de televisión para un poderoso canal de Los Ángeles; comentando sus orígenes,
me agregaba que prefería la lucha de la droga y la policía en California al metro
de Nueva York; luego tuvo que enseñar su documentación acreditando que era
mayor de edad para poder tomar una cerveza, antes de despedimos, le pregunté
qué haría cuando la comuna muriese, y dijo que no sabía nada, perdiéndose en un
dédalo de navíos escorados, botes hundidos, como indicios de un naufragio que
albergase los restos de la comuna en el primitivo puerto de Sausalito, caído en
la ruina con la aparición de los ferrys
entre San Francisco y la ciudad).
Vagabundeando por las playas de LA, el culto al
cuerpo y la belleza (unos cuerpos de alarmante perfección, cuyo germinar y
desarrollo en un clima benigno es paralelo a una botánica de fragancia
noctámbula y soleados aromas, que la luminosidad de la costa del Pacífico
mancha con matices muy acusados, como las quemaduras del sol en los cuerpos
produce vivísimos es tímidos físicos), el culto al cuerpo y la belleza es
constante y mineral; la indiferencia es apasionada y la cordialidad espontánea
y floral. Los atardeceres, en julio, son delicados y suaves; pero la noche cae
de modo rotundo; y el retomo, en el freeway,
es casi espectral; el domicilio y ataúd ambulante del automóvil cobra el precio
que pagamos a la divinidad; los espacios, con el negro de la noche, ganan la
presencia muda de lo lejano e inolvidable que el espejismo del smog nos impedía advertir en la mañana;
y las luces de las colinas semejan a locas y añoradas fiestas que la lejanía y
el ruido sordo del freeway nos hacen
más presente en su ausencia, en lo inmediato de la velocidad y el sabor de la
huida y los lujuriosos y tenues aromas de la noche de verano.
En Newport, a finales de julio, el sol se pone
a las seis de la tarde. Pero el atardecer se inicia, prácticamente, poco
después del mediodía. La puesta del sol interminable, dilatada. Mucho antes de
desaparecer, la luminosidad del sol es difusa, radiante, pero gastada por una
delicada atmósfera que hace más vivos e irisados los colores, acentúa los
matices de las colinas y confiere a la espuma de la playa una mansedumbre amable.
Las islas y pequeñas penínsulas de Newport,
sembradas de interminables puertos de recreo, han sido erosionadas y
colonizadas de modo implacable. La vegetación silvestre fue devastada, suplantada
por frondosos jardines ingleses; y la geología ha desaparecido en los lugares
más bellos, tras una suntuosa arquitectura de madera y cristal. En las
inmediaciones del freeway de Santa Ana y el puerto, factorías y servicios son
una prolongación de la estética del mal gusto de las ilimitadas calles de LA;
plástico, publicidad, caligrafía fluorescente, cursilería y vulgaridad, restos
de casas blancas de madera de estilo victoriano, agresiones físicas contra el
radiante azul de la atmósfera a través de manicomiales llamadas a la atención
del conductor, que, indiferente, encuentra en esa pesadilla de planta baja y
aire acondicionado, los restos y vestigios, las cañerías que irrigan sangre
humana a las venas de la ciudad, contemplándose, desde el automóvil, el cuerpo
cuarteado, los tejidos, las vísceras de plástico y neón, el hipotálamo y los
intestinos de gasolina, a través de los cuales al escuchar, en el freeway, en la memoria transistorizada
de un aparato de radio, la voz enloquecida de Labelle, la respiración se altera
y hace presente el ritmo de la sangre navegando sin rumbo
En Harbor Island, en Newport, una diminuta
carretera es vigilada por un policía negro que controla un tráfico muy
reducido. (Una villa barata, en Harbor Island, no cuesta menos de millón y
medio de dólares.) Y la señora J., nuestra anfitriona, a las cuatro de la
tarde, nos recibe enjoyada con dos sortijas de diamantes y un collar de
esmeraldas, que hacen juego con una camisa de seda. Su hija se casa en septiembre,
y los preparativos de la ceremonia se han iniciado con cinco meses de
antelación. (Dos de cada tres americanos adultos están viudos o divorciados; la
vida sexual del país se inicia en la escuela primaria; las grandes revistas
americanas, «Esquire», estudian la
beneficiosa influencia, en numerosos casos, de la experiencia homosexual en el
futuro venturoso del matrimonio; la criminalidad femenina se ha incrementado
notablemente; y las adolescentes explican cómo los poppers (nitrato de amilo,
que dilata la coronaria, y es utilizado en medicina para tratar la angina de
pecho, la falta de riego de colesterol) son imprescindibles para una copulación
imaginativa; la señorita J. las guarda en uno de los frigoríficos de la villa
de su madre).
La señora J., con la calma de la codeína, nos
explica que siguió un curso de vinos en la UCLA, y, un año después, hizo un
viaje de placer por Francia para conocer, con todo rigor, los vinos franceses.
Mientras nos sirve un jerez en un gigantesco vaso de cristal tallado, con mucho
hielo, en un aparte, H. A. me explica que la señora J. abandonó a su marido por
un camarero filipino, en Florida; luego se enamoró de un psiquiatra en la
inauguración de una exposición colectiva de arte conceptual en Madison Avenue,
Nueva York; pero, durante un viaje en automóvil, cruzando el desierto de
Mojave, casi en la frontera de California y Nevada, advirtió que solamente
amaba a su marido.
Cuando cae la tarde, la señora J. nos despide,
¿o abandona?, en el jardín. Sus gatos, viejos, tienen poco pelo y huyen o
desprecian al visitante, no admiten caricias. La brisa del atardecer es suave y
fría; los crisantemos son más pequeños que aquellos que recuerdo de mi
infancia; las tapias están cercadas por macizos de adelfas y jazmines; y los
setos de hierbabuena fueron sembrados casi junto al embarcadero privado; los
macizos de buganvilias, fucsia y salmón, son bellísimos y fragantes; y un
sofisticado cuidado da a los tallos de rododendros una delicadeza germinal y
silvestre; las fucsias, violetas, aves del paraíso, magnolias, ranánculas,
margaritas, camelias, geranios, hiedra, pelargonios, se dispersan en el
aparente desorden de un jardín cuidado con rigor policial; la austeridad
exquisita de los helechos de Boston ha sido matizada con innumerables variedades
de delicadísimas begonias. En el automóvil, la poderosa fragancia del océano
dispersa tan inolvidables perfumes.
Milton Williams, un famoso decorador, me
comenta que en la costa del sur de California la vegetación posee una pureza
que en LA un cuidado férreo y Southern Pacific costoso, industrializado, no consigue
igualar discretamente; y decorar con rosas rojas un party en Beverly Hills
cuesta una fortuna que sólo empaña el celo de la anfitriona guardando para
nuevas ocasiones las fresas del champagne.
La frontera, el desierto, las montañas, hacen
más ostensible la voluptuosa soledad de una ciudad sin forma. Hasta San Diego,
en el Sur, la costa es muy bella; y Tijuana es una ciudad fronteriza de una
miseria abrumadora, corrompida y sin vida. En la costa Norte, después de Santa
Bárbara, los acantilados cortan la playa, que está deshabitada hasta los
bosques de Big Sur. Los grandes expresos de la se dirigen a Santa Fe, en New
México, atravesando los desiertos de Arizona y las antiguas propiedades de la
nación del pueblo navajo. El desierto de Mojave conduce a Las Vegas. La
oceánica llanura del valle de San Joaquín es la vía natural a San Francisco; el
automóvil se pierde en rectas interminables; la noche, en julio, cae con una
voluptuosidad prodigiosa; los naranjas y malvas del atardecer producen una
iluminación vivísima en el mar de pastos cruzado por el freeway; y el viento seco, durante horas, trae el penetrante olor
de follajes empacados y deyecciones de vacas; los cauces de la carretera se
pierden en la profundidad de un horizonte que la noche asalta; las gasolineras,
cuando en el Oeste todavía quedan restos de luz roja palpitando entre la
negrura de ópalo del cielo, están solitarias, desiertas; allí no hay comida,
algunas máquinas automáticas venden heladas bebidas no alcohólicas, que
recuerdan, al mojar la garganta, que huimos en un desierto asfaltado; los
ruidos se pierden en la inmensidad de la noche; el zumbido del motor, en la
soledad de la llanura, es una compañía considerable, y su relación con el
conductor se basa en un diálogo sordo pero tangible; las emisoras de radio
interrumpen su publicidad para leer las descripciones de dos prófugos, un
hombre y una mujer, perseguidos por la policía de Los Ángeles; los partes
meteorológicos anuncian una noche calurosa
Juan Pedro Quiñonero, Destino,
Año XXXVII, No. 1978 (28 agosto 1975) pp. 30-32
2 comentarios:
Qué cosa tan emocionante tu rescate de ese texto... de los más íntimos que he escrito en mi vida...Te envío un amistoso abrazo de gratitud, grandes,
Q.-
Ya te he contestado en el FB. Me alegro enormemente que "mi rescate" te haya gustado tanto.
Un cordial saludo
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