lunes, 10 de septiembre de 2018

"Los Ángeles, macrocosmos impresionista" de Juan Pedro Quiñonero (Destino, 28 de agosto de 1975)


Los Ángeles, macrocosmos impresionista

A la una de la tarde de un día de finales de julio, las colinas de Hollywood están envueltas en una suavísima niebla, como un delicado paisaje que contemplamos a través de un cristal de fina transparencia, pero empañado por las imprecisiones propias de una evaporación fragante y tropical, que baña o abandona una lujuriosa e indiferente vegetación. Desde la baranda donde escribo es invisible el valle; el smog levanta una cortina de luz lechosa y delicada.

Otros dias, la película de luminoso ámbar que mancha el paisaje se pierde en la lejanía. Desde un automóvil, el paisaje de Los Ángeles es monótono y único, desértico y sofisticado; las autopistas, freeways o highways, señalizan la ciudad con un rigor implacable; palmeras, eucaliptos, cactus, supermarkets, jacarandás, Hamburger’s stand, factorías, anuncios luminosos, se suceden como una interminable cinta seriada. En el freeway, el paisaje desaparece y quedan las marcas, abreviaturas, anagramas, la carne de signos que irriga los centros nerviosos de la ciudad.

La ciudad no existe, sólo se contemplan gigantescas aproximaciones. En el freeway se busca el hilo de Ariadna que nos conduzca al origen, el centro, la piedra fundacional. Pero cualquier desviación desemboca en la Jungla; el desierto urbanizado del downtonm, o la vegetación tropical de Beverley Hills; en Sunset Boulevard, el smog mata a las palmeras, y en Santa Mónica las manifestaciones de ancianos toman por asalto las carreteras de la costa; en los embarcaderos de Pacific Ocean Park se vende marihuana a los niños, y los sociólogos hablan de una cultura de playa, de una surfurbia, donde el surf es un deporte que construye castillos de espuma de una vida vegetal, y los cuerpos son los templos vacíos de una belleza bronceada, silvestre y perfecta.

En los gigantescos supermercados, las sandías poseen un rojo vivísimo; el frío industrial abraza al comprador, y montañas de productos nos seducen con bellísimos anuncios y caligrafías. En la calle, el «Herald Examiner», antiguo periódico de la cadena Hearts, o «Los Angeles Times», el gigante del periodismo californiano, se codean con la más audaz prensa pornográfica. La compradora de consoladores lleva un gorrito de paja hawaiana; el homosexual que se cambió de nariz y ha pedido presupuesto para reformarse el culo es economista; la chica que se infló las tetas con parafina comparte con una condiscípula una cama de goma y ofrece a sus amantes sandwiches de setas sin cocinar; en las colinas, a las seis de la tarde, a la salida de la oficina, las viudas y los solteros buscan una aventura sacando a pasear al gato.

Los transeúntes son escasos, solitarios. Se vive junto a un teléfono, o en el freeway. Y se ama o se muere en la carretera con la misma dulzura que en el hogar; el highway patrol asegura una agonía que los controles policiales conducen al hospital con un rigor implacable; la limpieza del freeway recuerda el cuarto de baño de los moteles; el tráfico, en ambos, es indiferente, discreto, eficaz; ellos nos instalan en una libertad y soledad absolutas; el accidente, la muerte, en el freeway se contemplan a través de las señales luminosas que nos advierten de un atasco o dirección imprevista, dos sombras que se cruzan, el parpadeo de una luz roja en la noche.

Y la carretera conduce al exilio. La arquitectura urbana de LA es una maraña sin fin de freeways, edificaciones y baldíos que aseguran una comunicación muy viva con cualquier parte de la ciudad. El freeway es la patria de nadie, la frontera, la tierra prometida de la aventura contemporánea.

Sólo se abandona el freeway para ganar la soledad del domicilio o la oficina pública. En el downtown, la administración de la ciudad es un yermo abandonado cada atardecer, y el urbanismo doméstico de la ciudad es una defensa definitiva de lo privado.

La barbarie del apartamento sólo corrompe a LA desde, apenas, los años cincuenta. El robinsonismo, el Spanish Colonial Revival, el exilio de varios arquitectos alemanes en las primeras décadas del siglo, poderosas personalidades aisladas (Frank Lloyd Whight construye la casa Millard de Pasadena en 1923; y la etapa de Hollywood es fundamental en su obra), algunos pioneros locales de la arquitectura moderna (Irving Gill, los hermanos Greene), una marabunta de estilos, se confunden en la ciudad. Fachadas victorianas, trazados modernistas, el monumentalismo bárbaro de factorías babilónicas, templos chinos, trazados racionalistas, experiencias ecológicas o geométricas, funerarias de cristal, gasolineras y car’s wash, hamburger’s stand del más dudoso buen gusto, están todos inmolados a los individual, lo privado. Las grandes urbanizaciones de los años veinte, a raíz de las fabulosas riadas de apátridas, aventureros y exiliados atraídos por el oro del petróleo y el cine (la segunda y definitiva irrupción del exilio en la vida de la ciudad; la primera data de 1874, cuando el ferrocarril, atravesando el desierto, trae desde Kansas, a través de Santa Fe, a millares de granjeros en busca de libertad; de ahí, asimismo, que LA comparte el amor a los dogmas y al orden del Medio Oeste, y su sed insaciable de aventuras) las grandes urbanizaciones de los años veinte, Echo Park o Hollywoodland, decía, ofrecen, como máximo atractivo, la posibilidad de vivir rodeado de la más bella vegetación, en las más encrespadas colinas, y en la soledad más absoluta, cercado por vecinos-robinsones que defienden con sonrisas y sistemas de alarma su derecho al conquistado paraíso en el desierto.

La virginidad perdida

Cuando el status económico de los propietarios se degrada, y los negros y mexicanos se adueñan del lugar, la calle es ganada por el peatón, las bandas de adolescentes que, para robar un televisor o cinco dólares pueden rajar las venas de quien se enfrente; a las puertas de devastadas mansiones victorianas, mugrientos mexicanos sin trabajo beben Coca-Cola; abundan las mujeres embarazadas, y las viejas residencias saqueadas albergan huéspedes acogidos a la protección de seguros de desempleo; gasolineras abandonadas, automóviles sin puertas, muñecas sin ojos, viejas casas de madera cubiertas por el polvo, restos de caminos asaltados por la hierba, pedregales y graffittis que, en las colinas de Echo Parch, poseen la belleza de la decadencia y el olvido.

Los nenúfares del lago de Echo Park son famosos por su belleza. En sus alrededores, bares mugrientos ofrecen enchiladas y tacos; las paredes de muchos edificios de planta baja han sido decoradas con pinturas de supermanes centroamericanos, chillones soldados de la revolución mexicana que han perdido la vida o el honor manchados por la caligrafía del graffiti o los rayajos obscenos.

Y los especuladores desafortunados, en Hollywoodland están condenados a pagar, después de veinte años de olvido (la televisión, en los cincuenta, marca la irrupción de un poder más rapaz y miserable que el cine), multas por el estado de abandono de colinas que, en otro tiempo, cobijaban la tierra sagrada de la industria de propagación de sueños más gigantesca imaginada por el hombre. (Hoy, la esquina de Sunset y Gower, el lugar donde los argonautas de nuestro siglo vinieron a buscar el oro de Hollywood, es un lugar de tránsito, en cuyas inmediaciones se venden zapatos a bajo precio, medias, revistas pornográficas, perritos calientes, libros rebajados, chucherías, hay bares frecuentados por chulos; no muy lejos, en Hollywood Boulevard esquina Highland, media docena de prostitutas buscan clientes a quince o veinte dólares a cualquier hora del día.)

La ruina y la miseria de Hollywood, cantadas por Billy Wilder y Gloria Swanson, son una ficción, una parábola, si acaso, del poder y la gloria. Hollywood, en el sur de California, es sólo un tentáculo de LA, la ciudad oculta, fantasmal, sin cuerpo, inexistente, pero cuyas venas, los freeways, el delirio económico de los pioneros enriquecidos, han erigido fabulosas construcciones donde la riqueza y la más absoluta sed de poder (la de esos tenebrosos y tiernos millonarios de Raymond Chandler, que lo poseen todo, menos la virginidad de una hija adorada y perdida en los bajos fondos de la ciudad) no pueden ocultar la inexistencia de un patrimonio propio, y cuya legendaria pero oculta historia de rapacidad e imaginación se confunde con la fundación mitológica de la cultura de este país, y es maquillada con gigantescas villas pompeyanas, palacios imaginados por Palladio, fundaciones que recuerdan a los Médicis.

Pesca con dinamita

Al final de Sunset Boulevard, hacia Malibú, incrustado en una montaña del jurásico, el J. Paul Getty Museum es una réplica exacta de la Villa Papyri, residencia de un patricio de Herculanum, destruida por la erupción del Vesubio en el 79 antes de Cristo. Millones de dólares se amontonan en paseos decorados con esculturas griegas del siglo V, retretes y templos de mármol de Carrara. La estatuaria de la Roma del Imperio ilumina interiores y frescos cuya fidelidad a los originales pompeyanos es un delirio de exactitud. En la segunda planta, tapices y consolas Luis XV y XVI sirven de marco a una colección de pinturas guiada, a mi modo de ver, por un gusto dudoso por lo altisonante, pero donde Holbein, Leonardo, Rafael, Monet, Corot, Gainsborough, Turner, retablos románicos y porcelanas chinas, se amontona en salas sometidas a estricta vigilancia policial.

La inutilidad absoluta del arte se cuelga en paredes de terciopelos y rasos bellísimos. Los interiores y terrazas de esta casa de recreo desembocan en nuevos corredores, estancias vacías, jardines de blancos guijarros, avenidas cuya coquetería recuerda la decadencia romana y el buen gusto de los arquitectos griegos vencidos por la indiferencia, la desesperanza y las terminantes legiones imperiales.

En San Marino, la Fundación Huntington alimenta un bellísimo jardín donde sólo se riegan flores citadas por Shakespeare. Henry Edmunds Huntington, hijo de Collis P. Huntington, de la Southern Pacific, crea en LA, en la primera década del siglo, la Pacific Electric Railway, uno de los emporios que confieren a la ciudad su actual fisonomía. En su biblioteca se guarda uno de los nueve ejemplares de la Biblia de Gutenberg, códices persas, tratados de medicina china medieval, primeras ediciones de cuentos de Chaucer, poemas de John Donne y William Blake, manuscritos de Poe y San Agustín.

El jardín japonés de su villa posee un sistema de riegos y fuentes naturales para lavar el rostro de turbadores y tiernos budas, dioses tibetanos y piedras votivas, perdidos en una civilizada selva de rosas, manzanos, camelias, bonsáis, azaleas, que conducen a un jardín Zen; allí, la vegetación desaparece, y la arena, blanquísima, es roturada por líneas, rayas, trazados geométricos, símbolos y anagramas; filosofía de jardín, arquitectura espiritual imaginada como sofisticado pasatiempo por un magnate del ferrocarril americano de la vieja tradición jeffersoniana y sus ricas mansiones (olvidada, sí, la pequeñez física del interiorismo del XVIII americano, que sorprende al visitante a Monticello, la casa construida en un bellísimo paraje de Virginia por el propio Jefferson, el redactor de ese texto canónico de la tradición literaria anglosajona, la Constitución Americana) con suntuosas vajillas y bibliotecas, coquetos salones donde los ilustrados del Este discutían el Leviatán de Hobbes o la trata de esclavos.

Beverly Hills, en LA, es la prolongación de la riqueza de los pioneros originales. La construcción de grandes rutas, el cultivo de los vergeles de Pasadena, a partir de 1910, ven interrumpida en su vida provinciana por el nacimiento de la industria del cine. Y Hollywood funda otro de los rostros de la ciudad; neurosis, locura, genio, talento, vicio, desesperación, miseria, libertad, sueño, dinero, flotan en los lagos artificiales que los impuestos (a partir de 1942), la televisión (1950), la caza de brujas, la elefantiasis, han corrompido minuciosamente; y los restos de esa pesca con dinamita han caído sobre la geografía de la ciudad.

En el teatro Chino de Hollywood Boulevard, cumplidas cartografías de movie stars se compran al mismo precio que bolígrafos de chillones colores que al moverse una palanquita enseñan diminutas fotografías de señoritas con peinados de peluquería que, en la mano o en la boca, sostienen higiénicos falos de anónimos y sindicatos modelos. «Los Angeles Free Press», decano de la prensa de alternativa, vive de anuncios de burdeles (fuente primordial de ingresos de toda la prensa underground, que, en San Francisco, ya goza de la aquiescencia y beneplácito más absolutos: el «Berkeley Bard» se vende en las máquinas automáticas de toda la ciudad, junto al «Examiner»; y un joven communard de Sausalito me decía que la comuna que visité hace un año agoniza desde que protagonizó un programa de televisión para un poderoso canal de Los Ángeles; comentando sus orígenes, me agregaba que prefería la lucha de la droga y la policía en California al metro de Nueva York; luego tuvo que enseñar su documentación acreditando que era mayor de edad para poder tomar una cerveza, antes de despedimos, le pregunté qué haría cuando la comuna muriese, y dijo que no sabía nada, perdiéndose en un dédalo de navíos escorados, botes hundidos, como indicios de un naufragio que albergase los restos de la comuna en el primitivo puerto de Sausalito, caído en la ruina con la aparición de los ferrys entre San Francisco y la ciudad).

La sangre navegando sin rumbo

Vagabundeando por las playas de LA, el culto al cuerpo y la belleza (unos cuerpos de alarmante perfección, cuyo germinar y desarrollo en un clima benigno es paralelo a una botánica de fragancia noctámbula y soleados aromas, que la luminosidad de la costa del Pacífico mancha con matices muy acusados, como las quemaduras del sol en los cuerpos produce vivísimos es tímidos físicos), el culto al cuerpo y la belleza es constante y mineral; la indiferencia es apasionada y la cordialidad espontánea y floral. Los atardeceres, en julio, son delicados y suaves; pero la noche cae de modo rotundo; y el retomo, en el freeway, es casi espectral; el domicilio y ataúd ambulante del automóvil cobra el precio que pagamos a la divinidad; los espacios, con el negro de la noche, ganan la presencia muda de lo lejano e inolvidable que el espejismo del smog nos impedía advertir en la mañana; y las luces de las colinas semejan a locas y añoradas fiestas que la lejanía y el ruido sordo del freeway nos hacen más presente en su ausencia, en lo inmediato de la velocidad y el sabor de la huida y los lujuriosos y tenues aromas de la noche de verano.

En Newport, a finales de julio, el sol se pone a las seis de la tarde. Pero el atardecer se inicia, prácticamente, poco después del mediodía. La puesta del sol interminable, dilatada. Mucho antes de desaparecer, la luminosidad del sol es difusa, radiante, pero gastada por una delicada atmósfera que hace más vivos e irisados los colores, acentúa los matices de las colinas y confiere a la espuma de la playa una mansedumbre amable.

Las islas y pequeñas penínsulas de Newport, sembradas de interminables puertos de recreo, han sido erosionadas y colonizadas de modo implacable. La vegetación silvestre fue devastada, suplantada por frondosos jardines ingleses; y la geología ha desaparecido en los lugares más bellos, tras una suntuosa arquitectura de madera y cristal. En las inmediaciones del freeway de Santa Ana y el puerto, factorías y servicios son una prolongación de la estética del mal gusto de las ilimitadas calles de LA; plástico, publicidad, caligrafía fluorescente, cursilería y vulgaridad, restos de casas blancas de madera de estilo victoriano, agresiones físicas contra el radiante azul de la atmósfera a través de manicomiales llamadas a la atención del conductor, que, indiferente, encuentra en esa pesadilla de planta baja y aire acondicionado, los restos y vestigios, las cañerías que irrigan sangre humana a las venas de la ciudad, contemplándose, desde el automóvil, el cuerpo cuarteado, los tejidos, las vísceras de plástico y neón, el hipotálamo y los intestinos de gasolina, a través de los cuales al escuchar, en el freeway, en la memoria transistorizada de un aparato de radio, la voz enloquecida de Labelle, la respiración se altera y hace presente el ritmo de la sangre navegando sin rumbo

En Harbor Island, en Newport, una diminuta carretera es vigilada por un policía negro que controla un tráfico muy reducido. (Una villa barata, en Harbor Island, no cuesta menos de millón y medio de dólares.) Y la señora J., nuestra anfitriona, a las cuatro de la tarde, nos recibe enjoyada con dos sortijas de diamantes y un collar de esmeraldas, que hacen juego con una camisa de seda. Su hija se casa en septiembre, y los preparativos de la ceremonia se han iniciado con cinco meses de antelación. (Dos de cada tres americanos adultos están viudos o divorciados; la vida sexual del país se inicia en la escuela primaria; las grandes revistas americanas, «Esquire», estudian la beneficiosa influencia, en numerosos casos, de la experiencia homosexual en el futuro venturoso del matrimonio; la criminalidad femenina se ha incrementado notablemente; y las adolescentes explican cómo los poppers (nitrato de amilo, que dilata la coronaria, y es utilizado en medicina para tratar la angina de pecho, la falta de riego de colesterol) son imprescindibles para una copulación imaginativa; la señorita J. las guarda en uno de los frigoríficos de la villa de su madre).

El exilio y la huida

La señora J., con la calma de la codeína, nos explica que siguió un curso de vinos en la UCLA, y, un año después, hizo un viaje de placer por Francia para conocer, con todo rigor, los vinos franceses. Mientras nos sirve un jerez en un gigantesco vaso de cristal tallado, con mucho hielo, en un aparte, H. A. me explica que la señora J. abandonó a su marido por un camarero filipino, en Florida; luego se enamoró de un psiquiatra en la inauguración de una exposición colectiva de arte conceptual en Madison Avenue, Nueva York; pero, durante un viaje en automóvil, cruzando el desierto de Mojave, casi en la frontera de California y Nevada, advirtió que solamente amaba a su marido.

Cuando cae la tarde, la señora J. nos despide, ¿o abandona?, en el jardín. Sus gatos, viejos, tienen poco pelo y huyen o desprecian al visitante, no admiten caricias. La brisa del atardecer es suave y fría; los crisantemos son más pequeños que aquellos que recuerdo de mi infancia; las tapias están cercadas por macizos de adelfas y jazmines; y los setos de hierbabuena fueron sembrados casi junto al embarcadero privado; los macizos de buganvilias, fucsia y salmón, son bellísimos y fragantes; y un sofisticado cuidado da a los tallos de rododendros una delicadeza germinal y silvestre; las fucsias, violetas, aves del paraíso, magnolias, ranánculas, margaritas, camelias, geranios, hiedra, pelargonios, se dispersan en el aparente desorden de un jardín cuidado con rigor policial; la austeridad exquisita de los helechos de Boston ha sido matizada con innumerables variedades de delicadísimas begonias. En el automóvil, la poderosa fragancia del océano dispersa tan inolvidables perfumes.

Milton Williams, un famoso decorador, me comenta que en la costa del sur de California la vegetación posee una pureza que en LA un cuidado férreo y Southern Pacific costoso, industrializado, no consigue igualar discretamente; y decorar con rosas rojas un party en Beverly Hills cuesta una fortuna que sólo empaña el celo de la anfitriona guardando para nuevas ocasiones las fresas del champagne.

La frontera, el desierto, las montañas, hacen más ostensible la voluptuosa soledad de una ciudad sin forma. Hasta San Diego, en el Sur, la costa es muy bella; y Tijuana es una ciudad fronteriza de una miseria abrumadora, corrompida y sin vida. En la costa Norte, después de Santa Bárbara, los acantilados cortan la playa, que está deshabitada hasta los bosques de Big Sur. Los grandes expresos de la se dirigen a Santa Fe, en New México, atravesando los desiertos de Arizona y las antiguas propiedades de la nación del pueblo navajo. El desierto de Mojave conduce a Las Vegas. La oceánica llanura del valle de San Joaquín es la vía natural a San Francisco; el automóvil se pierde en rectas interminables; la noche, en julio, cae con una voluptuosidad prodigiosa; los naranjas y malvas del atardecer producen una iluminación vivísima en el mar de pastos cruzado por el freeway; y el viento seco, durante horas, trae el penetrante olor de follajes empacados y deyecciones de vacas; los cauces de la carretera se pierden en la profundidad de un horizonte que la noche asalta; las gasolineras, cuando en el Oeste todavía quedan restos de luz roja palpitando entre la negrura de ópalo del cielo, están solitarias, desiertas; allí no hay comida, algunas máquinas automáticas venden heladas bebidas no alcohólicas, que recuerdan, al mojar la garganta, que huimos en un desierto asfaltado; los ruidos se pierden en la inmensidad de la noche; el zumbido del motor, en la soledad de la llanura, es una compañía considerable, y su relación con el conductor se basa en un diálogo sordo pero tangible; las emisoras de radio interrumpen su publicidad para leer las descripciones de dos prófugos, un hombre y una mujer, perseguidos por la policía de Los Ángeles; los partes meteorológicos anuncian una noche calurosa 

Juan Pedro Quiñonero, Destino, Año XXXVII, No. 1978 (28 agosto 1975) pp. 30-32

2 comentarios:

  1. unatemporadaenelinfierno.net10 de septiembre de 2018, 9:54

    Qué cosa tan emocionante tu rescate de ese texto... de los más íntimos que he escrito en mi vida...Te envío un amistoso abrazo de gratitud, grandes,

    Q.-

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  2. Ya te he contestado en el FB. Me alegro enormemente que "mi rescate" te haya gustado tanto.

    Un cordial saludo

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