jueves, 8 de diciembre de 2022

Entrevista a Antonio Fernández Molina (Aragón Expres, 21 de julio de 1977)

 


Antonio Fernández Molina, pintor y escritor

“A la cultura se llega por vocación u ocasión”

Es un visionario con mucho de niño y algo de viejo burlón”, escribió José Hierro sobre Antonio Fernández Molina. Con esa impresión se quedaría el firmante de la entrevista si no tuviera que matizar que Fernández Molina trasciende cualquier etapa vital, porque la fantasía no admite escaño alguno. De ahí que el arte de nuestro personaje pueda relacionarse con los movimientos de vanguardia -de los que es deudor e integrante , pero el punto de referencia se evapora ante su personalísima actitud creadora.

Antonio Fernández Molina, 49 años, trashumante por la geografía nacional, vive en Zaragoza desde hace algún tiempo, aunque cualquier día su siempre eventual residencia se trasplante a un nuevo foco creador. Autor de libros poéticos como “Una carta de barro” o “El cuello cercenado”, fundó por los años cincuenta la revista “Doña Endrina” La narrativa le debe libros como “Solo de trompeta” o “Un caracol en la cocina”, y es inventor de un heterónimo, el poeta Mariano Meneses. Ilustraciones, cuadros y “collages” —con numerosas exposiciones— perfilan sucintamente la imagen de este hombre que colaboró durante siete años en Mallorca con Camilo José Cela, del que por un pudor de amigo no quiere hablar, si bien ensalza el magistral dominio del idioma o la indomable capacidad de trabajo del autor de “La familia de Pascual Duarte”.

— ¿Qué es para ti la cultura?

—El arte de la vida; saber apreciar las cosas: un par de zapatos. una puesta de sol, un libro... Y el arte de la convivencia; un hombre culto en un momento determinado será capaz de valorar con absoluta objetividad cualquier acontecimiento, objeto o persona.

—¿Cómo ves la cultura española actual?

—Hasta cierto punto se ha ganado mucho en extensión, pero no en profundidad. Ahora, por ejemplo, no hay una generación equivalente a la del 27. La literatura de la posguerra ha sido, en general, de bastante menor calidad.

—No así la pintura.

— Exacto. Se ha dado una generación extraordinaria de pintores de vanguardia; Tapies, Saura y Millares pueden figurar en la primera línea de la vanguardia mundial. Con todo, pienso que actualmente no se sostiene a la misma altura ese movimiento plástico, quizá porque el momento actual sea cinematográfico o teatral, sin que, por supuesto, no puedan dejar de surgir en cualquier momento genios literarios o plásticos. Los talentos surgen dónde y cuándo menos se piensa.

—Ya sabes que Vicente Aleixandre suena como futuro “Premio Nobel”. Dame tu opinión.

— Hay dos escritores que indiscutiblemente merecen dicho Premio: Vicente Aleixandre y Jorge Guillen. Si yo estuviera en la coyuntura de decidir, echaría una moneda al alto... Yo creo que más pronto o más tarde se lo darán a alguno de los dos, lo cual, por otra parte, sería un tributo y un reconocimiento a la generación del 27, que no sólo contó con grandes poetas, sino con escritores de la talla de Benjamín Jarnés, Antonio Espina o José Bergantín...

— Descendamos a la cultura mal llamada popular.

— Lo que lleva a la cultura es la vocación o la ocasión. La vocación nace con el individuo; las ocasiones hay que ofrecerlas. En este sentido, es necesaria la información y una crítica consciente y orientadora de verdad. Crítica e información que jamás deben moverse por motivos publicitarios o económicos. A este respecto, yo recuerdo un prólogo de Ortega y Gasset a un libro de lecturas infantiles, en el que insistía sobre la necesidad de educar a la gente para que sepa distinguir y no se deje llevar por la moda o las circunstancias.

Un poeta, ante todo

La expresión gráfica —escribía Cirlot— el dibujo y el “collage”, como puente o no para el grabado, tientan al poeta”. En Francia existe el caso de Michaux. En España, el de Antonio Fernández Molina. Quien conozca su “Solo de trompeta” y vea la filiación de esa obra con la teoría del “esperpento” y con las pinturas de bufones y tontos de Velázquez, no se extrañará nunca de lo que dibuja Molina”

— Hablamos de tu pintura, sus motivaciones y técnica.

—Yo ante todo soy un poeta; mis manifestaciones como narrador o pintor están condicionadas por esa circunstancia, pero no hay que identificar mi enfoque poético con un romanticismo más o menos vacuo; es absolutamente anticonvencional. Mis creaciones, cuyo eje es la poesía, jamás se acercan al reportaje.

—¿Dónde empieza y dónde termina tu horizonte?

—La poesía, obviamente, no se circunscribe a la palabra; esta tiene un significado que limita al sentimiento, al pensamiento e, incluso, al razonamiento. La expresión, la comunicación/tienen cauces infinitos. La plástica, por ejemplo, es menos concreta y precisa que la palabra; por otra parte, un cuadro se puede reconocer de golpe —lo que no ocurre con una obra literaria— y brinda más posibilidades de interpretación.

—En cualquier caso, para completar, contrastar o sacar más jugo simultáneo a la expresión cabe la combinación de medios.

Es indudable que entre el dibujo y la poesía hay una íntima relación. William Blake y Víctor Hugo fueron grandes pintores. Dado que en el sonido, la palabra y la línea hay un punto de confluencia, pueden integrarse conjuntamente sus correspondencias. Mi sensibilidad va por la integración de las artes; es un mundo con el que me siento identificado.

—¿A qué viene, pues, la clasificación o encasillamiento de las Bellas Artes? .

—Las artes no tienen límites determinados; la clasificación viene urgida por motivos pedagógicos, como una especie de plantilla para echar a andar. Sin embargo, pienso que la complejidad del significado del mundo, y al mismo tiempo su sencillez, hace que cosas que vemos como distintas, e incluso contrapuestas, sean luego paralelas e identificables. Una pintura de Paul Klee, pongamos por caso, puede ser equivalente a un fragmento de Platón o de Hegel, con lo que ya salimos de lo que generalmente se entiende por Bellas Artes; como traspasa esa división cualquier rasgo estético que se da en la vida normal. El saludo, el andar, el comer... pueden tener unas connotaciones estéticas innegables. El arte, en suma, es la poesía, ésta es creación, y la creación está en todo.

—¿Y lo monstruoso?

—En el arte se puede aceptar lo monstruoso, porque el arte se mueve en un terreno en el que hasta lo monstruoso es positivo.

Trascendencia del “Grupo Pórtico

—¿Qué me dices del grupo zaragozano “Pórtico

—Ese grupo —constituido por Aguayo, Lagunas, Laguardia y otros— es el pionero de la pintura informalista, abstracta, española. Es de importancia extraordinaria, y una de las cosas más serias que se han dado en la plástica y en la pintura española de este sitio. Cuando se haga al estudio de la evolución del arte en este país, se valorará con más perspectiva y justicia la ingente tarea llevada a cabo por esos artistas, más meritoria, si cabe, por las circunstancias —primera época de la posguerra— en que se desarrolló. En parecida singladura surgió también un extraordinario grupo poético , el “postismo”, al que pertenecían Silvano Sernesi, Eduardo Chicharro y Carlos Edmundo de Ory. Como conciencia de estos sorprendentes movimientos vino luego el grupo “El Paso”, al que pertenecieron, entre otros, los aragoneses Viola, Saura y José Ayllón.

—Y, en poesía, Miguel Labordeta.

—Es uno de los grandes poetas de la literatura española y está entre los mejores poetas mundiales de este siglo. Si nos ceñimos a la posguerra, él y Eduardo Chicharro merecen figurar en cualquier lista, por limitada que sea, por encima de otros más cacareados, pero de menor categoría.

—¿Cuál es tu postura ante el mundo o la vida?

—Yo no soy filosofo, pero mi actitud ante el mundo es de expectación. Las cosas son como son, y, aunque se pueden prever muchos acontecimientos, siempre queda un margen para la sorpresa. Pienso, por otra parte, que cada uno es lo que quiere ser, y que la vida es la realización de nuestros anhelos. Si cada hombre analiza su vida, a pesar de las frustraciones y contrariedades, no la cambiaría en bloque. Yo no me cambiaría por Napoleón o Picasso, aunque, eso sí, asumiría algunos de sus valores o cualidades.

—Entonces, ¿qué cualidades valoras más en el hombre?

La autenticidad y la sinceridad. Un hombre que las tenga ya está justificado. Sin olvidar la equidad, dentro de la benevolencia.

Jesús VIVED, Aragón Expres, 21 de julio de 1977, p. 17.

miércoles, 7 de diciembre de 2022

"Una obra poética y curiosa: El Diccionario de Símbolos". Entrevista de Antonio Molina a Juan Eduardo Cirlot (Antonio MOLINA, Baleares, 25 de mayo de 1969.)

 


JUAN EDUARDO CIRLOT

CON SUS MISMAS PALABRAS

UNA OBRA POETICA Y CURIOSA: EL DÍCCIONARIO DE SIMBOLOS

ENTRE la abundante labor literaria de Juan Eduardo Cirlot, destacado poeta y crítico de arte, sobresale especialmente su preocupación y su conocimiento de la simbología de la que hay constantes muestras en su obra, tanto en sus estudios y comentarios de pintura, como en su poesía, íntimamente publica con mucha frecuencia, una serie de libros que sitúan a su poesía dentro de la corriente universa] que desde hace siglos viene sustentando estas preocupaciones. La serie de 8 libros dedicados a Bronwyn (la que renace eternamente de las aguas) es un caso excepcional y sobresaliente en nuestra poesía.

Recientemente ha publicado en la Editorial Labor la segunda edición de su «Diccionario de Símbolos». Esta edición, revisada y ampliada, es el libro, de todos los publicados por el autor y de cualquiera de los géneros que ha tratado, que goza de sus preferencias. No es solo un libro de consulta sino que, además de un diccionario, es un libro de lectura, un libro de lectura apasionante como lo pueda ser una bella y poética, a la par que pavorosa, novela de ciencia-ficción. En este libro el poeta y el científico se dan la mano. El intuitivo y el erudito conviven, pero siempre guían el poeta y el intuitivo, pues es un libro al que precisamente la intuición es la que le da ese hálito de misterio, de poesía y de alucinación que trasmite su lectura, libro, también que hubiera sido imposible hacer, sin una larga dedicación y sin muy vastos conocimientos pero cobre todo, sin una decidida vocación y atracción hacia el tema.

El libro, además, está magníficamente ilustrado a lo que ha contribuido el extenso conocimiento, en el tiempo y en el espacio que su autor tiene, en et terreno de las artes plásticas.

Nos entrevistamos con el autor para que nos explique y aclare algo del cómo y el qué de este libro, nuevo en la bibliografía hispana, aparecido recientemente en la Editorial Labor, S. A. de Barcelona.

—¿Cómo surgió en ti la idea de hacer un diccionario de símbolos?

—La forma alfabetizada me pareció la más clara para el lector, pero desearía que mi libro no se considerase obra de consulta sino de lectura, y que se leyera como una novela desde el principio al final. Muchos símbolos tienen relaciones profundas entre sí, y no es posible llegar a comprender a fondo su sentido más que en el contexto general de la obra y dentro de la corriente de la simbología tradicional y científica.

—¿Tradicional y científica se diferencian?

—No. Se complementan. La simbología es, de un lado, una herencia recibida de las religiones antiguas a través de la cultura alejandrina (s. III D.J.) y de diversos centros de la Cristiandad occidental, Bizancio e Islam. De otro lado, es una propensión del pensamiento: pensar por imágenes, o ideación mítica. En este sentido, la simbología fue redescubierta desde finales del siglo pasado por esotéricos (Guenon, Enel), antropólogos (J. Frazer. Eliade, Schneider) y por los psicoanalistas (Freud y Jung, entre otros).

—¿Puedes señalar razones subjetivas para tu libro?

—Sin duda y varias. 1) Mis frecuentes sueños, más bellos y prometedores que angustiosos; 2) Mis poemas, que me ponen en contacto con un «idioma» que creo espontáneamente cargado de símbolos e imágenes; 3) El arte, en el que siempre me ha interesado más a trasfondo que el valor estético. Así hice mi libro «Significación de la pintura de Tapies» (1962) para esclarecer qué pueden significar las imágenes abstracto-informales de ese artista; 4) Mis años de amistad con el eminente antropólogo y simbólogo Dr. Marius Schneider, que residió en Barcelona en 1944-1952, y cuyas obras me afectaron intensamente.

—¿Has escrito obras simbológicas?

—Libros no todavía, pero si artículos, sobre Símbolos cósmicos: «El ojo en la mitología y su simbolismo», «Simbolismo de la esvástica», «Bronwyn». Recientemente di una conferencia sobre la aplicación del simbolismo a un argumento cinematográfico.

—¿Qué relación hay entre signo y símbolo?

—La diferencia es más de uso que de fondo, aunque el empleo repercute en la «forma» del hecho. El signo es utilitario; por ejemplo, los signos convencionales de las diversas técnicas, desde las matemáticas a la arquitectura o la señalización del tráfico. El símbolo es una vivencia, un medio de conocimiento, y presupone una concepción del mundo por la cual el universo se hace transparente: cada cosa es un símbolo, o sea, un puente hacia la trascendencia y el mundo del espíritu.

—¿Proyectas más libros sobre el tema?

—Desearía escribir tres libros más sobre símbolos. Uno sobre lenguaje, en el que trataría del pensamiento poético y su empleo del símbolo; otro sobre el simbolismo gráfico (no la Semiología, que se ocupa de los signos gráficos); y un tercero sobre simbolismo y expresión en música, desde el acorde a la polifonía.

—¿Has trabajado mucho tiempo en el Diccionario de Símbolos?

—Para la primera edición varias horas al día durante cuatro años (1954-1958), entre lecturas —necesarias para invocar el principio de autoridad, lo que es necesario en una ciencia sin arraigo en España— y luego, para la segunda, un tiempo equivalente pero no sistemáticamente aplicado entre 1958 y 1968; escribir un libro obliga a leer cuanto de importante se va conociendo en la materia. Máxime cuando ésta se halla en una zona que se aparta de ese conocer informe que nos llega sin advertirlo, cual sucede, por ejemplo, en arte actual, o en hechos sociopolíticos.

Según nos dice Cirlot, la finalidad de su libro es aclarar la «sintaxis simbólica» que se produce en el pensamiento humano, o en sus obras. Lo que significa el rojo, el cuatro, el águila, la espada, por oposición al verde, al círculo, al león, al puñal. Lo que significan las zonas del espacio, los números, los signos zodiacales, etc. Es un libro que interesará a los poetas, literatos en general, artistas e historiadores del arte. Y, naturalmente, a los psicólogos, psicoanalistas y simbólogos principalmente.

La primera edición se publicó en 1958 y la obra, fundamental en la bibliografía dedicada al tema se publicó traducida al inglés en 1962.

Antonio MOLINA, Baleares, 25 de mayo de 1969, p. 25.

miércoles, 30 de noviembre de 2022

Entrevista a Leopoldo María Panero (El Mercurio, Santiago de Chile, 13 de agosto de 2004)

 


ENTREVISTA A LEOPOLDO MARÍA PANERO

Un poeta maldito del siglo XXI

Ha pasado por cárceles, pensiones sórdidas y manicomios, pero nada le ha impedido ser autor de una de las voces poéticas más interesantes de la literatura española actual.

Armando Roa Vial

Y el poema es el dios más siniestro que existe”, escribe Leopoldo María Panero (Madrid, 1948) en La ciencia del verso. Más allá de la antología de lugares comunes que rodean a su persona —la locura, la dipsomanía, la rebeldía blasfema—, Panero es de los pocos poetas de su generación que han construido no ya una obra, sino una literatura en sí misma, alimentada desde los afluentes del ensayo, la traducción y la prosa, como puntos de entrada a su voluminosa obra poética. Poeta culto y de culto, para muchos una reliquia póstuma del vidente, actualmente se encuentra recluido en el Sanatorio de las Hermanas de la Caridad, en la Gran Canaria.

Lo que comenzó con una gentil carta mecanografiada (y atiborrada de enmiendas y borrones), a raíz del envío de unos libros, se fue transformando en una sabrosa conversación telefónica semanal. La voz de Panero es áspera, cavernosa, y el tono enfático, aunque siempre cortés. El diálogo, matizado con poemas de Mallarmé, Zukofsky y John Clare, recitados de memoria por el poeta, es fluido, aunque Panero gusta de las pausas largas entre una y otra afirmación y en ocasiones realiza extensas digresiones antes de entrar a responder directamente las preguntas.

—Has afirmado que tu apuesta es la del palimpsesto.

—Y es que la literatura, desde siempre, ha sido un sistema de citas, una conversación interminable de diferentes autores y culturas... Probablemente, Ezra Pound ha sido el poeta más consciente de este fenómeno y, por eso, es para mí la figura poética más importante del siglo XX. Él, Joyce y Beckett. El mundo es un texto gigantesco; nosotros, sus comentaristas.

—En una entrevista a Babelia dijiste que sólo quedaba un libro por reescribir el Apocalipsis.

—Sí, en alguna oportunidad pensé que el Apocalipsis era el último libro, pero ahora he cambiado de parecer. Los libros se remiten unos a otros de manera infinita, como las palabras de un diccionario: entras a un término y ese término te remite a otro y a otro, en una secuencia sin fin. Así, cada poema es la entrada progresiva a un laberinto, donde aparecen infinidades de poemas hasta que olvidas el punto de partida.

—Al igual que en tu poema «De cómo Ezra Pound pasó a formar parte de los muertos».

—Claro, donde también el mundo es una fantasía paranoica y por eso necesitamos abjurar de nosotros mismos y hacer que los muertos salgan de sus sepulcros. Esa es la gran revolución de Rimbaud: yo soy otro. A mi manera quiero ser muchos otros, como un ventrílocuo, para no estar tan solo. Es lo que algunos han llamado “poemas babélicos”. Para mí es, además, una conversación con los difuntos, con mis mayores.

—Y, con ello, de paso borras la autoría.

—Y es que no hay autor, sólo poemas. Pero hoy, claro, la gente se preocupa más del poeta que del poema. La autoría no existe. Al revés de Musil, no es que seamos hombres sin cualidades, sino cualidades sin hombre.

—Y ya que hablamos de los otros, ¿cuáles han sido tus maestros tutelares?

—Mi gran pasión es la poesía norteamericana moderna, pero en la línea de Poe, que representa el ejercicio poético riguroso y esteticista. La línea más prosaica de Whitman, no me gusta. Y bueno, de Poe saltamos a Pound y Eliot. También soy devoto de la tradición inglesa a partir de John Donne y del simbolismo de Mallarmé. De la poesía alemana, me gusta mucho el expresionismo de Gottfried Benn.

—¿Y qué me dices de la poesía española e hispanoamericana?

—España es el barroco y la poesía mística. Actualmente no hay mucho, salvo Gimferrer, Colinas y algunas cosas de Rodríguez y Gil de Biedma. Y de Hispanoamérica, bueno, creo que es muy difícil escribir algo después de Borges.

—¿Sólo Borges?

—Borges lo hizo todo, o casi todo. Es un modelo de versatilidad y vigor intelectual. La literatura es una herramienta formidable contra el abuso y la ignorancia; hoy, más que nunca, creo que el arte de escribir es una disciplina rigurosa y monástica. Además, eso de la poesía como la versión no oficial de la filosofía me parece formidable.

—Y al igual que Borges, tus intereses no provienen exclusivamente de la literatura.

—Sí, como autodidacta, aunque cursé el bachillerato. Y es que las vertientes que sirven de estímulo para la fantasía son múltiples: me interesa muchísimo la filosofía, digamos desde Spinoza hasta el neopositivismo y la Escuela de Frankfurt; también la estética, las matemáticas y la historia de las religiones.

—Háblame de la locura y de tu encierro.

—Yo no sé qué pueda ser la locura. Tal vez una defensa para seguir soñando. O quizá el derecho a la fantasía. Es lo que llamo la pansignificación de locura. Pues la locura, como dice Blake, conduce a la sabiduría. De lo que sí estoy seguro es de que la psiquiatría es una farsa, un delirio. Mira a Freud y todo ese estigma sobre el inconsciente, cuando lo verdaderamente bestial es la conciencia y no al revés. Ya ves lo que sucede aquí en España y que es probablemente un reflejo del resto del mundo: estados policiales resguardando una monstruosa sociedad de masas que odia el pensamiento. Pero lo peor es la censura, la censura a la fantasía. Y la fantasía es el gran estilo. Mi encierro responde a eso.

—¿Ves una salida a todo esto?

—Generar un malestar general —como el mito de la huelga soreliana— hasta que la cosa reviente. Y esa debería ser hoy la función de la poesía. Pero los poetas, claro, están en otra cosa....

—¿En otra cosa?

—Recaudando impuestos.... Los poetas y escritores, con las excepciones del caso, hoy en día responden a modelos planetarizados de reproducción en serie.

—¿Para quiénes?

.—Para todos esos teóricos que imponen tal o cual canon estético y exigen a cambio su estipendio.

—Pero tú eres un insobornable.

—Sí, y por eso me llaman Pertur.

—¿Pertur?

—Sí, Pertur, Perturbado. (Panero recita: “La rosa, la rosa, la rosa/ que soy yo/ pues soy un hombre nacido de la rosa/ en esta tierra que no es mía”).

—¿Siempre un extranjero?

—Digamos un apátrida. Y es que España es un país de pesadilla.

—¿Qué hay del Panero vidente?

—Un vidente riguroso, de la escuela de Rimbaud, y no un vidente escandaloso y prosaico, como son muchos poetas tributarios de Whitman. El lenguaje es una herramienta fina, de precisión. No se puede abjurar de la realidad, por horrenda que sea, y por eso sigo creyendo en la referendalidad del poema. Aún quienes deconstruyen la realidad tienen que asumirla como punto de partida.

—Un poeta chileno, Juan Luis Martínez, decía: “Lo real es sólo la base, pero es la base

—Exacto. Aunque eso es tomado de Wallace Stevens. Escribimos para ser escuchados; no se trata de una reproducción tosca de la realidad, sino de que toda ficción, para iluminar o transfigurar una realidad, debe tener una cierta residencia en ella. Todo, en última instancia, tiene un germen mimético.

—¿Y qué me dices de la muerte: otra de tus grandes obsesiones?

—No, no soy yo quien debe hablar de la muerte. Déjale eso a mis poemas. Ahí está todo. Escribir es una partida de ajedrez contra la muerte; yo sólo pongo el tablero, pero los movimientos y las piezas le pertenecen a ella.

El Mercurio (Revista de libros), Santiago de Chile, 13 de agosto de 2004, p. 4.

lunes, 28 de noviembre de 2022

"Misterios del Este" de Jorge Edwards (La Segunda, Santiago de Chile, 10 de septiembre de 2004)

 


Misterios del Este

Hace años tuve un libro de Augusto D’Halmar, me parece que una edición chilena de Nascimento, en el que presentaba y publicaba traducciones de un viejo poeta lituano de apellido Milosz. Era una poesía simbolista, de imágenes y ritmos nebulosos, entre musical y decadente, muy adecuada para entusiasmar al autor de La sombra del humo en el espejo. D’Halmar había conocido personalmente a Milosz, Oscar de Lubicz Milosz, si no me traiciona la memoria, en algún lugar de Europa, en París o en otro lado, y hacía un retrato suyo interesante: un emigrado de zonas misteriosas del norte, un marginal, un autor de obras de arte literario desconocidas, un aristócrata arruinado. Leí ese libro con simpatía y lo dejé extraviado en algún traslado de barrio o de ciudad. Dos mudanzas equivalen a un incendio, solía decir una señora inglesa que conocí en mi infancia, y cuando se trata de bibliotecas, la relación es todavía más desfavorable. Ando en busca de libros que tuve alguna vez, como ese de Augusto D’Halmar, como la Antología de poesía chilena nueva de Eduardo Anguila y Volodia Teilelboim, y espero encontrar junto a ellos unos cuantos cuentos de juventud y un par de obras de teatro de mi propia cosecha. Pero mi tema ahora es diferente. Acabo de enterarme por el cable de la muerte de Czesław Miłosz, pariente cercano del otro, también poeta, además de brillante ensayista y traductor, y autor de un libro que tuvo una celebridad casi clandestina, una difusión intensa, pero difícil, a fines de los años cincuenta y a comienzos de los sesenta, El pensamiento cautivo. Czesław Miłosz, que había nacido en Lituania en 191l, pasó toda la Segunda Guerra Mundial en la Varsovia ocupada por los nazis, donde publicó poemas en revistas y papeles de la resistencia. En el libro que acabo de mencionar, que es una mezcla de autobiografía y ensayo, un texto híbrido y revelador, como muchos de los mejores que produjo el siglo pasado, el escritor cuenta que un día de enero de 1945 se hallaba en la puerta de la choza de un campesino, en una aldea donde acababan de caer unos pocos obuses de pequeño calibre. De repente vio a una hilera de hombres que avanzaban por una planicie nevada. Al frente iba una muchacha que marchaba con grandes botas de fieltro y que esgrimía una pistola ametralladora. Era el primer destacamento del Ejército Rojo. Como todos mis compatriotas, escribe Miłosz, así fui liberado de la dominación de Berlín. Y agrega una frase lapidaria, que cuando la leí en los años cincuenta, en tiempos de hegemonía intelectual del marxismo de cuño soviético, sonaba como subversiva: “en otras palabras, quedé bajo la dominación de Moscú”.

Miłosz conoció la experiencia del escritor oficial, acogido y celebrado por el régimen, en los primeros tiempos de la Polonia comunista, en pleno apogeo del stalinismo. Fue premiado con un puesto de agregado cultural en Washington y poco después, en 1951, en París. Pero su libro nos revela un conflicto profundo, una rebeldía, una incomodidad, una insatisfacción que inevitablemente, necesariamente, se agudizaban. Hacia fines del año 51 abandonó su cargo y obtuvo asilo político en Francia. Poco después consiguió un puesto de profesor de literaturas eslavas en Berkeley, California, y publicó El pensamiento cautivo. Stalin murió en esa época, a comienzos de 1953, y los primeros procesos de deshielo, de revisión crítica del stalinismo en el interior de la Unión Soviética, se iniciaron en 1956, en la era de Nikita Kruschev. Como se ve, la historia de Czesław Miłosz es una biografía del siglo XX, una historia dramática y que él mostró en una obra rica y variada, de la que sólo conocemos unos cuantos hitos. Después de su ensayo autobiográfico leí poemas suyos en revistas de habla inglesa y supe que se traducían otros libros. En 1980, en años en que ya se notaba una disidencia fuerte en Polonia, Miłosz obtuvo el Premio Nobel. En medio de tanto centenario y tanto cumpleaños, entre cortinas de humo creadas por una prensa literaria cada vez más apresurada y superficial, nos hemos olvidado de todo esto. No puedo resumir El pensamiento cautivo en pocas líneas, pero reviso mi edición de la Universidad de Puerto Rico, me encuentro con mis notas de lectura de entonces y compruebo que las conclusiones son más complejas de lo que uno podría pensar. Miłosz acusaba a los escritores sumisos, a los seguidores obsecuentes de lo que él llamaba el Centro y el Método, es decir, del stalinismo en versión oficial, moscovita, pero a la vez mostraba la tremenda dificultad de la época. Él había sido escritor de gobierno, de orden, sometido por entero al realismo socialista, y sabía en qué consistía todo eso. En primer lugar, sabía que los escritores de su especie provenían de familias burguesas y pequeño-burguesas, de sistemas, de formas de orden, precisamente, que ya eran anacrónicas, apolilladas. Esto hacía que fueran proclives a aceptar las nuevas consignas, la Nueva Fe, como explica reiteradas veces en su ensayo. Eran intelectuales, filósofos, dramaturgos, poetas, que buscaban algo, una fuente de inspiración, un motivo de lucha, y ese algo ya no podía consistir en ideales de la Revolución Francesa o de la Independencia de los Estados Unidos. El choque con las autoridades del nuevo régimen, las de Polonia y las de Moscú, se producía muy pronto, pero la mayoría de las experiencias de los escritores o artistas que emigraban a Occidente eran decididamente malas. Esto no se dice con frecuencia, y no es un fenómeno que hayamos tomado en cuenta.

Miłosz, cuenta historias de poetas de países del Este que llegaban o París o a Londres, huyendo de los comisarios de la Nueva Fe, y tenían que trabajar de ascensoristas o de cuidadores de tiendas para subsistir. No se adaptaban al socialismo real, pero el capitalismo los recibía con toda su frialdad, con su perfecta indiferencia. Más de alguno regresó, arrepentido, y se incorporó a los engranajes del Este sin discutir tanto. En los años duros, en los de José Stalin, lo esencial, la exigencia básica, primera, irreversible, era aceptar en su totalidad, sin la menor reserva, la estética del realismo socialista. No era necesario ingresar al partido o entonar loas a las autoridades. Pero había que escribir poemas sociales, novelas realistas, y desconfiar por sobre todas las cosas de una desviación bautizada como “cosmopolitismo”. Ser cosmopolita consistía en admirar la obra de Franz Kafka, de William Faulkner, de T. S. Eliot, aun cuando se podían deslizar elogios moderados de The Wasteland (La tierra baldía), haciendo hincapié, por ejemplo, en los elementos críticos de la sociedad burguesa contemporánea que era posible advertir en el poema. Lo más seguro, sin embargo, explica Miłosz, era dedicarse al comentario de escritores de cualquier lengua anteriores a 1870. Así no se corría peligro. Y había siempre un hecho claro: ser escritor o intelectual en los países del bloque soviético, siempre que se aceptaran las orientaciones generales que venían de arriba, implicaba tener la subsistencia e incluso los premios, los honores, los puestos en las academias, perfectamente asegurados. En el exterior, fuera de este orden nuevo, de la sumisión al Método, como escribía Czesław Miłosz, se encontraba la intemperie, el peligro, la selva. Había que ser valiente y había que tener motivos sólidos para dar el paso y salirse del sistema. Ahora me pongo a pensar en castillos que sólo conocí de oídas, destinados a residencia de escritores, en editoriales complacientes, en restaurantes de lujo de Budapest donde los escritores comían por cuenta del Estado, en hoteles exclusivos, en termas destinadas a conservar la eterna juventud, en clínicas gratuitas, y comprendo tarde actitudes que antes no comprendía del todo. Si el crimen político fue uno de los rasgos negros del siglo pasado, el otro fue la sumisión, la perfecta hipocresía, las conductas incondicionales. Y tenemos que reconocer, ahora, que escapar era un acto de una audacia muchas veces suicida.

Uno relee ahora, con motivo de su muerte a los 93 años de edad, a Czesław Miłosz, y comprende que los fenómenos del socialismo real eran más complejos, más intrincados de lo que uno mismo pensaba. Miłosz fue silenciado por el mundo literario de Occidente, fue sometido a un proceso de linchamiento intelectual que muchos hemos sufrido en carne propia, y acaba de morir en estos días en un relativo olvido. Un editor me dijo en una oportunidad, hace ya cerca de veinte años, que no podía sacar una nueva edición de Persona non grata, mi testimonio cubano, porque acaba de aparecer una traducción nueva de El pensamiento cautivo y ya eran demasiadas cosas juntas.

La prudencia, el miedo que dominaban en el Este en aquellos años se trasladaban al Oeste. Lo curioso es que yo había leído primero al tío o al tío abuelo de Miłosz, en la versión del chileno Augusto D’Halmar; más tarde había encontrado al azar, y movido por el alcance de nombres, el extraordinario ensayo del sobrino, y todo esto terminó por influir de algún modo, junto a muchas otras influencias, desde luego, en mi propia escritura. Miłosz, por ejemplo, nos llamó la atención desde mediados de la década del cincuenta sobre el 1984, de George Orwell, libro que al parecer era enormemente leído por los miembros más encumbrados de la Nomenclatura, quienes encontraban en el precisiones de una lucidez asombrosa sobre las sociedades de su mundo, a pesar de que Orwell nunca las había visitado. Eran fenómenos paradójicos y que sólo se podían percibir desde muy adentro o desde la distancia. No está mal, por eso, que los saque a relucir ahora, aunque se trate de figuras y episodios del pasado. Al fin y al cabo, leo por ahí que muchos alemanes de hoy sienten una apasionada nostalgia de los tiempos del Muro de Berlín. Después de releer a Miłosz, entiendo, y a la vez me hago preguntas inquietantes sobre la condición humana.

Jorge Edwards, La Segunda, Santiago de Chile, 10 de septiembre de 2004. p, 9.

sábado, 26 de noviembre de 2022

Entrevista de Enrique Laborde a Eugene Ionesco (ABC Dominical, 28 de mayo de 1978, pp. 12-14.)

 


ENTREVISTA EN PARIS CON EUGÈNE IONESCO

EL MAYO FRANCES FUE UNA FIESTA EN LA QUE TODOS QUERIAN DIVERTIRSE

Siempre son los burgueses quienes provocan las revueltas o las revoluciones

Por Enrique LABORDE

—LA juventud actual no tiene sentido de la amistad, ni sentido del humor es triste, y la tristeza es peligrosa.

Eugene Ionesco, que cada vez se parece más a un personaje de Eugène Ionesco, con su aire de «clown» triste, nostálgico de un circo imposible, malabarista de cosas heterogéneas, sonámbulo en el laberinto del absurdo, autor, actor y espectador de la tragicomedia de nuestro tiempo, habla pausadamente y hasta se le escuchan los puntos y las comas y se le adivinan los paréntesis y se le puede seguir la trayectoria a los suspensivos.

—Maestro, como le había dicho, yo querría que hablásemos de Mayo de 1968.

—Por favor, no me llame maestro.

—De acuerdo, maestro

Rodica, la esposa del escritor —menuda, vivaracha, la mirada muy expresiva, atenta a todo, pendiente de todo—, nos sirve unas copas. «Zed», el perro del escritor, un «cocker» curioso y cariñoso, se instaló junto a mí y allí estuvo durante toda la conversación («Es la novedad, ¿sabe usted? «Zed» quiere participar en todo y cuando abro el correo tiene que examinar el contenido de cada carta, como si alguna fuese para él. Si le molesta, dígaselo»). La habitación estaba iluminada por esa luz, naranja y oro, un tanto mágica, del crepúsculo y a través de los visillos se apreciaban las formas, deliciosamente destartaladas, de los últimos estudios que aún quedan en ese Montparnasse entregado a la piqueta de las inmobiliarias.

—¿Qué fue Mayo de 1968, que ahora, a los diez años, ha vuelto la actualidad con unos excesos conmemorativos inexplicables o quizá explicables?

—En mi opinión, Mayo de 1968, como todo movimiento subversivo, estuvo suscitado y fomentado por Moscú, como siempre. Es cierto que tuvo muchos adeptos, pero todos los que participaron en esa revuelta, al margen de algunos agentes titulares, de algunos profesionales de la subversión, no se lanzaron a la calle por los mismos motivos o causas. Las razones eran diversas y contradictorias, pero prácticamente tenían un denominador común: el gusto del alboroto, de la perturbación. Yo hablo de Francia.

—Pero ¿no fue, ante todo y sobre todo, una explosión de protesta, un amago de revolución o, más bien, de rebelión contra una forma de sociedad?

—No: en mi opinión fue, más bien, una fiesta en la que todos querían divertirse a su modo. En realidad, quienes participaron tenían necesidad de celebrar una forma de carnaval y yo creo que debía llevarse a cabo un carnaval todos los años para que las masas se desahoguen, como en Río de Janeiro, en Colonia... Sin embargo, donde el movimiento de rebelión estaba perfectamente justificado era en Checoslovaquia. Naturalmente, se dijeron muchas cosas y hasta se habló de crisis de civilización. Pero yo creo que nuestra civilización no es ni buena ni mala y que puede uno adaptarse perfectamente a ella, tal cual es. Los valores que proponía y que propone nuestra civilización son apreciables, pero no eran esos valores los que estaban en juego, sino unas gentes que creían poco o nada en esos valores

—Sin embargo, en París, la revuelta adquirió unas proporciones inquietantes.

—En París fue simplemente un alboroto, un abucheo, un griterío y un delirio verbal Pero en ningún momento se manifestó la voluntad de la conquista del poder

—Lo que sorprende, al considerar la revuelta de mayo, es que no tuvo una respuesta popular. En el fondo fue la rebelión de una minoría cuya condición social estaba muy lejos de las tituladas «masas laboriosas». Yo recuerdo la observación irónica de Georges Pompidou al inaugurar el Salón del Automóvil en octubre de 1968. El entonces primer ministro se detuvo ante un coche deportivo de gran categoría, y exclamó: «¡He aquí el modelo de las barricadas!».

—Naturalmente, como que son siempre los burgueses quienes provocan las revueltas o las revoluciones. En 1789 fue así y esto no ha cambiado desde entonces. Yo no creo en el dogma de la lucha de clases, sino más bien en una suerte de detestación, de descontento y de rivalidad en el interior de una misma clase, los pequeños burgueses contra los grandes burgueses por ejemplo. Es incuestionable que en la revuelta de mayo participaron algunos miembros de la gran burguesía, quizá para no quedarse atrás. Yo no he creído nunca en la autenticidad de Mayo del 68, en Francia, y en ningún momento me inquietó. Yo creo que aquello formó parte de nuestro espíritu de destrucción, nuestro placer del escándalo por el escándalo y de nuestro gusto por todo lo que representa ruido y furor

—¿Y Cohn-Bendit, Sauvageot y Geismar, a quienes se les llamó «los tres moscu-teros»?

—Cohn-Bendit fue uno de los principales agitadores y pertenecía al movimiento anarquista o algo similar, que estaba bien organizado. Cohn-Bendit sabía perfectamente lo que hacía y lo que quería, pero los otros se dejaron llevar por los acontecimientos Siempre existen razones para el descontento, y en Mayo del 68 se explotó una forma de descontento, que a fin de cuentas era de tono menor. Por ello, ni fue una revolución ni una revuelta de masas.

—Pero ¿no cree usted que el «mayo francés» provocó una forma de contagio en todo el mundo? ¿No fue un detonador...?

—Mire, los norteamericanos, que en cierto modo fueron responsables de ese mayo.... los estudiantes norteamericanos, yo acabo de estar allí, están hoy perfectamente tranquilos, despolitizados, porque no tienen ninguna guerra, ¿me comprende?, y no se sublevan por cuestiones que son verdaderamente graves y trágicas, como, por ejemplo, el genocidio de Camboya o las persecuciones y las represiones en tantos otros países...

—Supongo que vio usted en televisión el programa dedicado a Mayo del 68, con las imágenes de las revueltas en numerosos países...

—Indudablemente existió una forma de contagio, pero no hay un sólido elemento de inicio para establecer una concatenación, una relación entre lo que ocurrió en París y sus causas y lo que ocurrió en otras capitales del mundo. En Praga, por ejemplo, las razones de la revuelta eran buenas, lógicas. En Praga se luchó por la libertad y ese combate estaba perfectamente justificado, algo que no ocurría en los países occidentales.

—Volvamos a París. Yo recuerdo la expresión del general De Gaulle, en plena revuelta: «La reforme, oui; la chienlit, non»...[1].

—Y tenía toda la razón, En París, insisto, todo fue una orgia del desorden por el desorden y nada más.

—Sin embargo, Cohn-Bendit, Sauvageot y Geismar querían aparecer como Danton, Marat y Robespierre...

—Cómico y trágico a un mismo tiempo. Esos tres jóvenes no eran más que unos aprendices de revolucionario. Naturalmente, a los diez años de aquella revuelta, se habla de ellos, pero reducidos a su verdadera dimensión. Yo también vi el documento que difundió la televisión, en el que se le concedió muy poco espacio a la rebelión de Praga y se hablaba púdicamente de los ejércitos del Pacto de Varsovia, que habían invadido el país; pero no se dijo en ningún momento, de modo claro y determinante, que eran las fuerzas soviéticas...

—En ese reportaje, que le dedicó una mínima atención al Mayo de París, hasta el extremo de limitarlo a imágenes fijas, sin el menor movimiento, como si no existiesen documentos cinematográficos en archivo, mientras que Méjico, Madrid, Tokio y otras capitales del mundo merecieron espléndidas imágenes y comentarios de circunstancias: faltó la conclusión, el resumen, que podía haberse titulado «diez años después».

—Tiene usted toda la razón. Pero es así y hay que conformarse con esa lamentable realidad.

—Yo creo que todo podía haber terminado con una imagen expresiva, aquella que el general De Gaulle metió en una de sus reflexiones que Malraux recoge en un libro de memorias: «Al final, todo terminará en un par de pantuflas».

—Así es, y una vez más De Gaulle estuvo acertado en el vaticinio.

—¿Qué queda de Mayo del 68?

—Prácticamente, nada. A lo sumo, una leyenda a la que se le quiere conceder una significación profunda. Todos los años lo candidatos al título de bachiller organizan su alboroto, su monote,  apedrean escaparates de Saint-Michel, quieren repetir aquello; pero todo se queda en una serie de carreras delante de los guardias, como entonces...

—Para mí, Mayo de 1968 fue una revolución de vocabulario, de palabrería, un delirio retórico...

—Simplemente, un alboroto sin imaginación y sin objetivo.

—Y, sobre todo, sin humor. La revuelta de Mayo del 68 sólo tuvo algunos atisbos de humor, pero a la juventud actual le falta esa tercera dimensión de la inteligencia que es el humor.

—Tiene usted toda la razón. La juventud actual no tiene sentido del humor, ni sentido de la amistad. Pero hay algo más inquietante que ha venido mucho después de Mayo: el terrorismo, que no ha hecho más que empezar.

—¿Dónde está la fuente de ese terrorismo?

—Como siempre, en Moscú. La Unión Soviética prepara minuciosamente la conquista del mundo. Una vez caída Francia, toda Europa caerá, África está ya ampliamente invadida, las revueltas llamadas «espontáneas» no tardarán en producirse aquí y allá, y al final los Estados Unidos quedarán aislados, unos Estados Unidos que viven en la indiferencia y en la ceguera...

—¿Qué se puede hacer?

—Yo creo que la civilización actual no tiene por qué cambiar sus valores, sino purificarlos y restablecerlos. Es cierto que la burguesía ha cometido errores criminales, pero no son nada comparables con los que se preparan.

—Puede que a quienes lean este diálogo les sorprenda la pregunta que quiero hacerle y que para usted no será más que una cuestión perfectamente lógica: ¿No cree usted que el humor es una fórmula de salvación?

—Indudablemente. Allí donde no hay humor se engendran la crueldad y el odio. En un libro de David Rousset sobre la represión en el mundo se destaca de modo muy especial que individuos como Hitler y Stalin no tenían el más elemental sentido del humor y por ello eran crueles, despiadados, inhumanos.

—Yo pienso en lo importante, en lo trascendente que habría sido o que sería un «mayo humorístico», una gran revolución humorística...

—Desgraciadamente es inconcebible. Actualmente se representa en París una comedia de un español, Arrabal, que se titula «Punk et punk et cólegram», una obra humorística en la que se muestra el absurdo total de la época, con los trapicheos de los políticos, las historias de espionaje, con unos espías pederastas, etc., y esto, junto a otras manifestaciones literarias, artísticas, revela que hay algo así como un retorno al humor. Hace años hicimos un teatro humorístico cuya intención no era otra que el arrebatarle su excesivo significado a ciertas palabras, desarticular las frases hechas, los tópicos... Era un teatro saludable, pero no prosperó porque los críticos serios y graves, dogmáticos, marxistas sin humor, tristes por excelencia, interpretaron a su modo y conveniencia nuestro teatro, y pese a nosotros y a nuestro pesar hicieron un teatro que se pretendía comprometido, con un mensaje dentro, como esas botellas que tiran al mar los náufragos. En fin, fueron ellos quienes escribieron nuestras obras...

—Yo creo, como dijo un gran humorista español, Ramón Gómez de la Serna, que conviene establecer la diferencia entre la seriedad y el seriecismo, que es la seriedad sobrante, una seriedad ridícula. Todo lo que no tenga humorismo, decía, se convierte en un cuento de miedo que no mete miedo a nadie.

—Ese fenómeno que el humorista español llamaba seriecismo, yo creo que lo han estudiado los escritores rusos llamados «disidentes», como si fuese disidente un hombre que expresa su oposición a algo en lo que nunca creyó y a lo que jamás perteneció. Esos escritores, como Bukovski, Sinovief, Amalrik, Solyenitsyn, Siniavski, Daniel, etcétera, se dieron cuenta de todo eso y lo denunciaron... Evidentemente, en 1968 no faltaron los discípulos de Marx, Althusser o de ese marxista tardío que es Sartre, pero cada vez hay menos, y aunque le parezca contradictorio, paradójico, los países donde el marxismo ha desaparecido son Rusia, Polonia, Hungría, Rumania, Checoslovaquia... Es decir, si vivimos todavía unos diez años, tendremos que refugiarnos en esos países para tener la libertad de imaginación, la libertad de reír, porque el Occidente estará completamente contaminado.

—Pero si el marxismo ha desaparecido en esos modelos del marxismo, ¿qué es lo que hay?

—Unas organizaciones burocráticas muy poderosas, sin ningún intelectual marxista, sino con una enorme presencia de arribistas, de oportunistas, que se inscribirán en el partido para hacer carrera. Hippolyte Taine escribió que la clase aristocrática del siglo dieciocho era una clase que se sentía culpable, que tenía mala conciencia de sí misma y que dimitió. Pero en Rusia no ocurre lo mismo, porque no creen en sus valores, sino que tienen un cinismo brutal y pleno de agresividad que les permite proseguir su acción sin necesidad de ideología alguna. Precisamente, lo que resultaba simpático, un poco simpático, en Mayo de 1968, en Francia, es que no había ideología de ninguna clase, porque las ideologías no son, a fin de cuentas, más que las coartadas de las acciones más vehementes, más crueles y más pasionales. Las ideologías sólo sirven para ocultar los impulsos irracionales que excitan a los hombres a destruirse entre ellos.

—A propósito de ideologías, ¿qué piensa usted de esa entelequia llamada eurocomunismo?

—Yo no creo una sola palabra. En 1948 hubo un eurocomunismo en Praga. En aquel entonces, los comunistas checoslovacos renunciaron a la dictadura del proletariado y repetían que a partir de esa revisión el comunismo tendría los colores de la nación checoslovaca. Cualquiera que ha leído un poco la Historia se puede dar cuenta que, una vez más, se juega haciendo trampas. El eurocomunismo es un engaño, y un engaño de lo más burdo.

Terminado el diálogo sobre Mayo de 1968 y sobre tantas otras cosas, la conversación discurrió por los caminos del más puro humorismo. Se habló de Miguel Mihura, de Tono, de Ramón Gómez de la Serna, de las falsificaciones del humor en nuestro tiempo, del insoportable seriecismo de los hombres políticos, del humorismo involuntario, etcétera, y la unanimidad fue absoluta. Así da gusto. Eugéne Ionesco me enseñó los retratos que hizo Miró de él y de su esposa, Rodica, así como un delicioso Chagall y un prodigioso Max Ernst, homenaje en el estreno de «El rinoceronte». Y de nuevo se volvió al tema de la unanimidad: el humor.

—El humorista es un hombre alegre al que ponen triste los demás.

—¿De quién es esa definición?

—De Ramón Gómez de la Serna.

—Es admirable porque, además, es cierta,

Rodica, Eugène y «Zed» me acompañan hasta la puerta:

—Buenas tardes, maestro.

—Por favor, no me llame maestro.

—De acuerdo, maestro. Hasta siempre.

Enrique LABORDE, ABC Dominical, 28 de mayo de 1978, pp. 12-14.



[1] Es inútil que busquen en el diccionario una definición exacta de «chienlit». cuya etimología (de «chien» y «lit») es de por si expresiva. No obstante, podemos traducir «chienlit» por nuestro castizo «cachondeo» en su sentido más amplio, es decir, como equivalente a desbarajuste o alboroto. Insensatos.—E. L.

domingo, 30 de octubre de 2022

"Sobre el extraño poeta lituano Oscar de Lubicz Milosz" de Gabriela Mistral (El Mercurio, 10 de Julio de 1927, pág. 4.)

 

Oscar de Lubicz Milosz con Augusto D’Halmar en Fontainebleau en 1926.

Si fueran estos los tiempos de nuestro Rubén, escuchador de acentos sobrenaturales, que tendió su oreja desde Buenos Aires hacia las voces demoníacas y angélicas, de los cuatro puntos cardinales, (Lautréamont o Poe; Verlaine o Cavalca), ya tendríamos una medalla de este “raro” que se llama, con nombre que se presta dócilmente a la fábula, Oscar de Lubicz Milosz.

Raro” legítimo. De varios bibliografíados de Rubén se dijo que no lo eran cabalmente. Y, en verdad, no estaban a nivel Paul Adam con Rachilde; ni Max Nordau —la inteligencia más antipática de su época, pero no un “raro”— junto a Verlaine.

Darío, grande en cuanto genero quiso posar su mano —retrato, crónica, seguidilla, soneto u oda— cómo hubiere hecho fondo para esta cabeza de atormentado con su Lituania incógnita y sus apellidos de Mil y Una Noches.

Su oficio de buzo cogedor de los pulpos y las anémonas de mar de la poesía finisecular, ha pasado a otros, uno de ellos nuestro compañero ilustre Augusto D’Halmar.

A mi paso, por Madrid, él me dio una tarde inolvidable en la “Residencia de Estudiantes” con la lectura de su Milosz familiar. Pocas veces un poeta de Cábala ha encontrado garganta digna de él en un Augusto D’Halmar, que nos trajo de la India una voz extraordinaria, ensayada en yo no sé qué grutas de cuarenta ecos. Me preparaba a la lectura con un exordio de comentarista del Zohar: “Esta vez será verdad, Gabriela; usted va a oír a un poeta que maneja materiales inéditos del misterio y cuya palabra de cuarenta años podría ser de setecientos. La promesa esta vez le será cumplida, cumplida con superación.”

Y empezó su jornada, que duró tres horas generosas, que yo le agradeceré siempre, porque quiso, como el huésped antiguo, llevar a su mesa para mí su faisán más dorado.

Tengo yo la más desgraciada memoria de este mundo, y la fiesta de la estrofa milosziana se me hubiese sumido ya en la mente abotagada de escuchar sin medida, si el día siguiente D’Halmar no me hubiese llevado su Milosz N° 66, que conservo entre mis objetos preciosos: algún cuero labrado, algún cobre tratado como por el Dante, algún vaso de cuerno chileno. La vida semi-errante no me ha dejado cumplir con el encargo tácito de D’Halmar: ir pasando la antorcha a la colina siguiente, como en la costumbre griega.

El libro, objeto sobrenatural

Comienzo con un reparo. Augusto D’Halmar ha caído en un pecado de pasión. Tradujo a su amigo al español, por regalar a la lengua con un aroma nuevo; pero tuvo miedo de que la materia superior que trasvasaba cayese en manos viles, y ... ha hecho una edición de doscientos ejemplares lujosos, que sólo él distribuye y que no se obtiene sino de su mano, directamente... Para convencer de su pecado a este celoso, tendría yo que escribir un tratado que se llamaría: “De cómo exceso de la guardia puede ahogar a un rey en su cámara, o matar un libro, en el lecho de su pergamino caro” ... No tengo tiempo y sólo le diré un argumento.

El libro posee destino sobrenatural. Quien lo escribió —poeta, historiador, botánico, biólogo— quiso darlo a una mujer, a una academia o a un amigo, creyó ingenuamente que para ellos lo hacía, pero estos son sordos a la excelencia del libro, cuando no lo menosprecian por la familiaridad ajadora que con él han tenido. Por contraste, la obra suele haber sido hecha para... un enemigo, casi siempre con destino a un desconocido; extraño por la lengua o por el oficio, la edad o la circunstancia.

D’Halmar ha repartido, seguramente, los poemas de Milosz entre artistas que le deban mayor probabilidad de acogida gozosa y de respeto. Tal vez se ha equivocado. Yo no he leído noticia con fervor sobre ellos en publicaciones españolas. Yo advierto no sé qué tedio del poeta para hablar del poeta, y un visible descenso de la capacidad de admirar que había en los viejos cantores. Ya no contiene verdad el símbolo del silbo que, dirigido hacia el Norte, va hasta el polo, y sí al Sur, hasta el Ecuador, despertando una línea como de álamos de silbos semejantes y respondedores. Rebota en el pecho del semejante, cuya sordera es la peor entre sorderas voluntarias...

Que D’Halmar corrija su error y entregue el volumen milosziano, en edición ordinaria, al gran peligro (que contiene en sí la única salvación de un autor) del público grande.

Un tanteo por comprender

Dije por ahí poesía finisecular. Eso para mí la de Milosz, aunque su Lituania nos aparezca en una infancia de paisaje grueso y blanco de nieve recién caída. Del eslavo [sic] conserva el sentido trágico de la vida, que el occidental sensualismo ha puesto a un lado como resabio de barbarie mística; guarda también la desolación que es la tónica del hombre de las estepas. Por otra parte, este semi-príncipe ruso ha viajado como Simbad, y su sensibilidad tiene parentesco con las velas de los grandes veleros que van de las Oceanías a los Oslos y que ya tienen los olores de todos los continentes. Su poesía sirve como pocas, a pesar de su origen semi-oriental, para conocer el enloquecimiento de este mundo que se acaba, con tanto orgullo de su excelencia, sin embargo, en el Occidente. La hora es indudablemente otoñal. La mitad del follaje de este mundo arde todavía con dramático color por encima de nuestras cabezas; la otra mitad está dando debajo de nuestro cuerpo la fragancia densa de la podridura del bosque. Una ilusión de fuerza nos viene de la coloración y el oler fuertes del mundo. El D’Annunzio-tipo nos suele parecer, por este engaño, un meridiano vital, no siendo sino el poniente desmesurado —y arrebatado— que se defiende de las fuerzas secretas de la disolución.

Con Milosz hay que repetir la grave palabra “decadencia” que se ha usado torpemente por la crítica, con sentido desdeñoso. Un mundo caduco puede acabar en un poema o un cuadro de un modo magnífico. A Velázquez le tocó en destino fijar el cuerpo ya pútrido de los Borbones[sic], en la mirada vencida y los maximilares fatales; pero no confundir al que coge el descenso con una mirada genial y que tiene todavía potencia para conservarse a distancia del suceso que anota, con la pobre carne acabada del descenso mismo. Esto, sin negar que alguna larva de sepultura debe contener el pintor o el poeta que recogen una época de aniquilamiento, porque sólo los dioses pueden mirar verdaderamente desde la otra orilla el suceso colectivo. Cierta morbidez que alcanza a la mullidura; cierta lasitud que es el pulso subsiguiente de la hora meridiana, se pal—, pan en esta poesía. Los primeros fantasmas del crepúsculo empiezan a flotar; o, si se quiere, las primeras fosforescencias del no abonado de carne helada.

El hombre, “aquel cuya única voluntad indudable es vivir”, se defiende de la muerte y hace el gesto de caminar hacia los lugares en que el sol no se ha trisado todavía y está como un centauro en mitad del cielo. El gesto de la evasión es doble; lo que ama también debe ser salvado sobre esas lejanas colinas que están intactas. El acento que invita contiene una ternura que es necesario gozar en la composición entera.

A una víctima

“¿Qué dices de estas noches, qué dices de estos días — niña falsa y enferma de los suburbios tenebrosos?”

“Lejos, bien lejos del infierno donde vives atemorizada —yo sé de una amorosa y tranquila comarca— donde es tan dulce el aire como el vino del dátil. Es allí donde mi pesar, allí donde mi piedad —rehuyendo los ojos que la mofa ilumina— por los caninos danzantes del azur y de la onda, —querrían conducir a su débil y triste hermana. Tierno es el nombre del suelo; Matmata, Metamor; tierno — el nombre del agua; La Mar Mediterránea”.

“Tus grandes ojos esquivos de niña abandonada —reirían enternecidos ante ese país soñador, lejano y luminoso como la paz del corazón. Ante esos —montes sonrosados, esas lejanías sin nube, — ya no necesitarías velar tu rostro: un olor de perdón flota sobre ese país —melancólico y bello, caritativo para los traicionados. — Los frutos y las harinas de flor serían tu alimento; las palmeras rectas y orgullosas como una mujer pura — te esconderían durante el día del sol amoroso —y sus bellas manos de sombra protegerían tus ojos”.

“¡Cuán dulces suenan las palabras en los labios ásperos —de los grandes niños embusteros que viven allí sin cuidados, sin añoranzas y sin deseos! Es un canto de reposo— que el semi-sueño sopla en los caramillos. Allí el encantador ingenuo, lleno de artimañas sutiles, —sobre las esteras de junco hace danzar los reptiles, y, esparcidos los cabellos, piruetea invectivando a los largos bodoques nutridos de sol y de viento”.

“Y tú reirás también de ver en las tabernas —a los viejos fumadores de kif, descalzos y con ojos apagados, —husmear con amor su odio chibuk — paseando sus bellos dedos por sus barbas de dioses”.

“Cuán caro me es ese país, no sabría decirlo. — ¡Si supieses tú, niña, que aire se respira! —Un aire puro y profundo que huele a las tierras bermejas — donde el árbol da corazón crece, el cordial eucaliptus. — Un aire que cae de un cielo más bello que los rostros bruñidos por el sol de los largos peregrinajes. — Allí la bella luz y los frutos y el viento —lejos de los terribles muros donde se compra y se vende, —te ensenarían a cantar con una —voz menos amarga, — niña mi querida niña, que no has tenido madre”.

De la invitación de Goethe, en el motivo semejante a esta invitación, ¡qué diferencia de tiempo y de estado! La otra es la alabanza del naranjo de oro siciliano, mirado desde la tierra “físicamente” despreciada; esta es la alabanza de la palmera africana, cuya sombra robusta salvará, no de un clima, sino de la llaga que es el modo de vida sobre tierras cargadas de un imbécil dolor, lo amo en esta poesía no sé qué leche suave de piedad que pone en un amor de amante resabio de ternura materna.

Una de las cosas gratas para mí en los finiseculares, es el sarcasmo con que castigan sus propios lomos. La criatura fin de siglo carga acuestas su miseria, detestándosela. Por aquí entronca, sin saberlo, con el místico. Esta “danza de mono” suena a “miserere”. Desde Baudelaire hasta Lautréamont, va la escalera le endemoniados que se ultrajan en su pecado, frenéticos de lo divino que perdieron y que es lo único que aman.

Danza de mono

A los sones de una musiquilla burlona, saltarina, —jadeante, mientras que llueve, mientras que llueva lluvia podrida, —salta, salta, alma mía, viejo mono de organillo de Berbería.— Viejecillo pelado, cazurro, animal romántico y tierno—, con tu cola de otoño deshojada, pretenciosamente retorcida— como signo de interrogación en el cielo vacío del crepúsculo,— enjuga tus lloriqueos, mono galante, melancólico y ridículo,— mono sarnoso del amor muerto, mono desdentado de los días perdidos.—¡Un aria aún, todavía un aria! La que huele a tabacazo, — a suburbio leproso, a feria de otoño y a frituras rancias. — para hacer reír a las rameras famélicas, oh, sucio, horrible, flaco, — lamentable, epiléptico mono, animal puro de las nostalgias. — Un aria aún, pero ay que sea la última, y que sea, —ase sordo valse de jamás, réquiem de los ladrones muertos—, música de ecos que dice: Adiós los recuerdos, — adiós, el amor y las almendras acarameladas... Mientras la lluvia hace glú glú en el lodo viejo y espeso.”

Una elegía, esta “Danza de mono”. Con Bécquer la elegía era lagrimosa; con Heine empezó a acidularse; con Milosz se ha vuelto seca y frenética como una mascadura de cal nueva en encía tierna.

Yo amo en el volumen este Lofoten que copio entero:

Lofoten

Todos los muertes están ebrios de lluvia vieja y sucia— en el cementerio extraño de Lofoten. — El reloj del deshielo tictaques lejano— en el corazón de los féretros pobres de Lofoten. — Y gracias a los agujeros abiertos por la negra primavera, los cuerpos están cebados de fría carne humana—; y gracias al débil viento de voz de niño—, el sueño es grato a los muertos de Lofoten.

“Yo no veré probablemente nunca ni el mar, ni las tumbas de Lofoten. — Y, sin embargo, es en mí como si yo amasé— ese lejano rincón de tierra y toda su pena”.

“Vosotros desaparecidos, vosotros, suicidas, vosotras, lejanas. —en el cementerio extranjero de Lofoten, — el nombre suena a mi oído extraño y suave; ¿dormís, verdaderamente; decidme, es que dormís?

No me caería encima toda la pesadumbre del poema, si yo no hubiese visto dos o tres pequeños e inolvidables cementerios de tierras del Norte. En nuestras ciudades de cielo alto, la muerte se presenta como una cosa sencilla, y a veces pura (como en el desierto, que guarda intactos a sus muertos), cumplida debajo el sol y de un naranjo luminoso. En estos, no; la madre, la hermana, la hija, duermen bajo la obscenidad triste del lodo que da la lluvia interminable. Más arriba, en la Siberia última y los últimos Labradores, el cementerio blanco vuelva a ser casto, de la castidad de la nieve sin fundidura.

Varones salomónicos

La sazón de esta alma cae entre las madureces salomónicas de los varones de todos los tiempos. Ha madurado absolutamente, para su bien y para su mal. Fuera de las yemas de ternura de que he hablado, lo demás está en su poesía, domado, hablando, a modo de la piel de un respaldo de sillón antiguo. El dejo de agrás que permanece en otros poetas, no digamos adultos, sino viejos (como en Víctor Hugo), no le sube nunca al verso. De esta vejez de sus nervios, en los que ha descansado con todo su peso el grave fruto del mundo, le viene también su nobleza. Aquí está el poema que se llama “Nihumin”:

“...Cuarenta años. Para aprender a amar la nobleza de la Acción, ¡Oh, Acción! — Cuarenta años, cuarenta años, la vanidad de los solitarios me ha atormentado. Yo, pedía su muerte en mis plegarias. —Ella ha dejado mi corazón. ¡Oh, triunfo! ¡Oh, tristeza!... Ella se ha llevado mi juventud, la única mujer añada. —¡Pero qué importa! Ya, manos mías, la piedra os atrae. —Manos de venas hinchadas, al afán de construir—¡os embarga, os posee ya! Cuando el mediodía de los fuertes sonará sobre el mar—, iremos a saludar a los constructoras de muelles. —De pie, en el sol, enfrente del mar—comen lentamente su pobre y noble pan. —Y su perspicaz airada va más lejos que la mía. —¡Honor a ti, honor a ti, que has nacido en el llanto, cono el amén, y que morirás en el abandono, al pie del templo del amor —o del palacio del orgullo, trabajo de tus manos! —Pronto, mañana, hermano mío, yo podré interpelarte—cara a cara, sin rubor, como hablan los hombres, porque —yo también, yo también construiré la casa— ancha, potente y tranquila, como una mujer sentada— en un círculo de niños bajo el manzano en flor.— lo abrirá las ventanas de la gozosa iglesia —de par en par, a los ángeles del sol y el viento.— Yo bendeciré allí el pan de la Afirmación.— Con ese Sí eterno que es un sabor —de fuego, de trigo y de agua en la boca de los puros —y cuando la fealdad diré: ¡No! —y cuando la mujer y la muerte gritarán: ¡No!— hermano, saludaremos el espacio ebrio de vida— y la palabra aprendida de los héroes,—el Sí universal subirá a nuestros labios”.

Hay todavía otros aspectos de este espíritu que a cada diez páginas asoma un extracto inesperado. Una nota de ironía, no exenta de ternura, salta en la “Reina Karomamá”.

La Reina Karomamá

Mis pensamientos son tuyos, Reina Karomamá —cuyo nombre olvidado canta un coro de quejas —en la semi-risa—y el semi-solloso de mi voz: —porque es ridículo y triste amar a la Reina Karomamá —que vivió rodeada de extrañas figuras pintadas —en un palacio abierto, tan antaño—, pequeña Reina Karomamá”.

“¿Qué hacías de tus mañanas perdidas, dama Karomamá? — Hacia la tiesura de sipón dios enclenque, con cabeza de animal —alargabas gravemente tus—, brazos flacos y torpes —mientras qué luces indistintas corrían sobre el río matinal. —Oh, Karomamá de ojos cansados, de largos pies alineados, — de cabellos torturados, muerta desde la cuna de los años...—Mi pobre, pobre Reina Karomamá”.

“Y de tus días, ¿qué hacías, sacerdotisa sabia? — Tú embromabas sin duda a tus pequeñas sirvientes —dóciles como las culebras y como ellas indolente; tú contabas las alhajas, soñabas con hijos de reyes —siniestros y perfumados que llegaban de muy lejos, —de los ultramares color de siempre y de lejos —para decir: “Salud, a la gloriosa Karomamá”.

“Y las tardes de eterno estío, tú cantabas bajo los sicómoros —sagrados, Karomamá, color azul de las lunas consumidas, —cantabas la vieja historia de los pobres muertos —que se nutrían a escondidas de cosas prohibidas —y sentías inflarse en los grandes suspiros tus senos bajos —de niña negra, y tu alma titubeaba de pavor. — Las tardes de eterno estío, ¿no es Cierto, Karomamá?”

“Un día (¿ha existido en verdad, Karomamá?)— se envolvió tu cuerpo con amarillas fajas, se te encerró en un féretro grotesco y suave —en madera de cedro—, la estación del silencio deshojó la flor de tu voz —los escribas confiaron tu nombre a los papiros. — Y es tan triste, y es tan viejo y es tan perdido... —Es como el infinito de las aguas en la noche y en al frío”.

“Tú sabes, sin duda, oh legendaria Karomamá, que mi alma es vieja como el canto del mar —y solitaria cono una esfinge en el desierto, —mi alma enferma de jamás y de antaño, — Y tú sabes mejor todavía, princesa iniciada, que el destino ha gratado un signo extraño en mi corazón, símbolo de alegría ideal y de real desgracia”.

“Sí, tú sabes todo eso, lejana Karomamá. — Pese a tus aires de niño que supo eternizar el autor de tu estatua pulida por los besos —de los siglos extranjeros que languidecieron lejos de ti. —Yo te siento cerca de mí, yo escucho tu larga sonrisa —cuchichear en la noche: “Hermano, no hay que reír”.

“Mis pensamientos son tuyos, Reina Karomamá”.

Y el don de sugerencia, muy suyo, más suyo que de nadie a quien yo haya leído. Yo cojo uno o varios versos, que han ejercido un sortilegio sobre mi memoria, e intento precisar su belleza, para justificarme el estado de encantamiento. No: la manía de cristalización de los elementos poéticos que place a los Lemaître, ejercida sobre Milosz, fracasa. La sugerencia es, como se sabe, el modo de la niebla, y se mejor que tajearla para perderla, quedarse quieto, aceptando el encanto. Sugerencia de paisajes que se han visto o se han creado, de casas que se habitaron, de unas mujeres que son casi criaturas submarinas, por el estupor que da su encuentro. Con este arpón de la capacidad de sugerir esotéricamente, cogió Milosz el espíritu de nuestro Augusto D’Halmar. También le ha complacido a ésta el cabalismo del lituano, más legítimo que el de un Sar Peladán, y de otros “hijos de los números místicos” que andan por allí, la teosofía está todavía sin poeta. Milosz pudo haberlo sido, si su talento no usase de misterio y de realidad como de meros soportes para un motivo.

En la propia lengua en que Milosz escribe sus poesías y sus dramas —el francés— resulta casi inencontrables las obras suyas. Reflexiona su gran traductor español que es un absurdo cuidar con reverencia una traducción para guardarla con gesto de veda absoluta. Dejemos en libre plática con su prisionero. Quién sabe —ya dije el extraordinario destino del libro, y especialmente de la poesía— si Milosz encuentra en mozo de lengua el mejor hijo de su alma profunda.

Fontainebleau, Junio de 1927.

Gabriela Mistral.

(El Mercurio, 10 de Julio de 1927, pág. 4.)