EN TORNO A LA
AUTOEXPRESIÓN O ELOGIO DE LA SENCILLEZ
“La doctrina del siervo arbitrio es realista y
espinosiana”,
se lee
en los fragmentos de Novalis
“El melancólico tiene la
inteligencia dirigida hacia la antigüedad.
El sanguíneo hacia la mentalidad
moderna”.
Novalis
Primeramente, diré que la elección de una lengua como medio de
expresión no depende de nuestra voluntad. No es libre nuestra elección en
ningún terreno y menos en el de la lengua. Además, para mí, sólo Dios posee el
libre albedrío, ya que el hombre es dominio del servo arbitrio por evaporársele la voluntad sujeta a fragancias,
sabores, objetos sensibles o motivos pasionales. Desde muy joven, yo no he ido
en busca de la lengua, sino que ésta me ha visitado. De la misma manera, yo no
voy en busca de la poesía; espero que me visite.
Yo creo en los auxilios de todo género y hay uno con el que
estoy en deuda. Déjenme decirles que quizá me ha asistido en el acto de
escribir mi forzada y desagradable actividad de traductor. Tengo escrito en mi
parca “autobiografía” que soy de los que, por su timidez, han sido antes
traductores que escritores. En mi caso, el primer libro que publiqué no fue
creación personal, sino la versión del “librito” del Tao. Atrevida empresa porque jamás supe chino. A partir de
entonces, he escrito siempre como un hombre común y no como un hombre de letras
profesional. Eso sí, no me ha faltado nunca conciencia de escritor, y, sin
envanecerme de mis quimeras, he creído que gusta más lo original que lo ya
visto.
Un autor que se precia de serlo no es quien tiene meramente un
caudal de palabras que le permita dar paso a la espita y verter un número
indefinido de espléndidas y ampulosas frases. Un autor, para que acabe siendo
reconocido, ha de tener algo que decir y ha de saber cómo decirlo. No le exijo
inmensa hondura o amplitud de visión, pero mejor es que le adornen tales dones.
Hay que exigirle, a mi juicio, pericia en el doble Logos, el del pensamiento y
el de la palabra o de las palabras. Diré que me harta el estilo demasiado rico
en vocablos y que, personalmente, me inclino a no hacer demasiado dispendio de
palabras. Es éste un punto que debieran tener presente los profesores en clase
y valorarlo como es debido, en vez de elogiar a los alumnos los periodos
bellos. Que aprendan, al modo de una verdad evangélica, que la “riqueza”
(literaria) reside en cierta “penuria”.
Lo que quiero poner de resalto es que escribir es una ardua
tarea, un proceso que exige una tensión que puede ser extenuante. No sólo en la
literatura, en todo arte, en toda ciencia, la tarea no es otra que la definida
por Bacon: “Homo additus Naturae”. El
hombre ha de sumarse a la naturaleza, si quiere hacer arte. Por tanto, el
artista, si ha logrado ser fiel a su función, es un creador o recreador que
hace nuevas todas las cosas. El artista que escribió el libro del Apocalipsis
ha expresado esto en su alegórica, quizá inconsciente manera oriental.
Escuchémosle: “He aquí, yo hago nuevas
todas las cosas”, escribe. Es nada menos que un mandato del espíritu
divino.
Puedo decir que, en mis creaciones literarias, que no hay por
qué enumerar, me he dejado guiar por el Vidente de Patmos y además por el
manifiesto de Kandinsky que aconseja: “el
artista debe ser ciego a las formas “reconocidas”
o “no reconocidas”, sordo a las enseñanzas y los deseos de su tiempo”.
Aunque se haya dicho o subrayado que, en mis primeros libros (Péndulo, Viaje a Cotiledonia) hay ecos
del surrealismo y del dadaísmo, puedo asegurar que, en los momentos de más
subido irracionalismo, estos libros no descartan el ejercicio de un deliberado
raciocinio.
El logro de un estilo, como toda humana comunicación, no es
puro esmero. Algunas veces he pensado que se logra tener un estilo propio, si
se consigue sazonar el don natural de escribir con la sal (no sólo española).
Puede ser la sal mallorquina. Más allá de lo que pueda ser realizado mediante
conocimiento y esfuerzo, debe lo escrito rezumar esa gracia espontánea que
emana como una fuente del fondo de una naturaleza armoniosa. Esa cualidad
invocada no es otra que esa desenvoltura del habla de las mujeres del pueblo o
ese “punto” que da sabor al manjar. Es la sal a la que me refiero aquella “divina
malicia” que Nietzsche, en Ecce Homo,
hablando de Heine, matiza de ese modo: “Un
día Heine y yo, seremos considerados, aventajando a los demás, los más grandes
artistas de la lengua alemana”.
No es sólo Nietzsche el que aconseja la sal sazonadora. Nada
menos que San Pablo, su enemigo dialéctico, y los evangelios sinópticos nos
aconsejan: “Que vuestra conversación sea
siempre amena, salpicada de sal, sabiendo responder a cada cual como conviene”.
Esta sal no será confundida con el Espíritu (en mayúscula),
que congrega, desgraciadamente, a tiesos, envarados y fúnebres dogmáticos. Se
trata de una actividad cerebral que no segrega algo grave, serio, sino humor.
Con decir que admite fantasías, locuras, elucubraciones, quimeras, ya está
dicho todo.
En estos tiempos en que la contraseña es el utilitarismo,
puedo decir que he buscado la salvación en el trabajo inútil e inadvertido, en
el sentido taoísta no-calculador. Con razón, tengo escrito en Las líneas de mi vida que el Libro del Tao es todo menos un libro
para mentes calculadoras. Para éstas están los preceptos mosaicos o los
mahométicos. No es mera coincidencia que los judíos, que han recibido el saber
a través del canal mosaico, sean los hombres más calculadores de la tierra, los
más listos, y también los más prácticos. Me he atenido al dicho del chusco
Chuang-Tzu: “El renombre no es más que el
criado servil de la realidad, no lo quiero.”
Fiel a estos postulados, en días como los nuestros, en los que
todavía la palabra Progreso se graba en mayúscula en las mentes, yo no he
dudado en escribirla en minúscula. En Augurio
Hipocampo, un libro que suele pasar
inadvertido, he estampado el siguiente juicio: “Los ídolos mentales que tenemos entronizados dan para una lista de
longitud kilométrica. El primero de todos es el Progreso indefinido, que se ha
adueñado de tal manera del mundo, que éste no sabría vivir, si retornara la
época del asno poco trotón.”
En la autominibiografía del susodicho personaje, en la rotulada
“Senda de los Antisociales”, se lee: “Este
fervor por una filosofía pura del pasado obedecía a que estaba sediento de
verdad y a la sospecha de que las aguas turbias arrastradas por el río de la
filosofía occidental necesitaban dique. A través de distintas historias del
pensamiento, pude darme cuenta, con mis pocos años, que la filosofía se había
extraviado y era víctima de las invenciones mecánicas, impulsoras del progreso”.
Si he escrito estas líneas y tantísimas invenciones
quiméricas, es porque he creído que, en materia de comunicación, un artista no
se mide por el éxito, por la difusión material de su obra. En cambio, he creído
que los solitarios, los aislados, son los más auténticos comunicantes. Los
demás, los hombres de las comunicaciones, se hacen eco, vulgarizan, informan,
pero no representan el “vitalismo irracional” que arroja luz.
No puedo menos que señalar que la invención personal de la nótula se debe a que considero elemental
que la gran inteligencia es sintetizadora y la pequeña inteligencia es
discriminadora. He escrito nótulas, a lo largo de toda mi obra literaria,
porque con ellas he querido retorcerle el pescuezo a nuestra vieja lengua
castellana, acercándome a las migajas de Heráclito y alejándome de las “migajas”
de Quevedo, que tienen demasiado resabio popular. Me acerqué a Heráclito,
porque estimo que es hijo de una tradición mediterránea de juegos de palabras,
de malabarismos verbales, a la que me siento afín.
¿De qué podré lamentarme? ¿De no haber escrito una novela?
Pues, no he de lamentarme, porque soy incorregible. Me quedo con mi fama de micrólogo. El cultivo de la micrología
me ha permitido expresar opiniones poco ortodoxas, contenidas en diccionarios;
ha hecho posible realizar viajes quiméricos que pueden pasar por un espejo
crítico de la locura del mundo. En fin, con la micrología, he podido entregarme
al arte como juego, sin desdeñar la densidad de la palabra.
Quiero referirme al más singular de los santos que ofrece el
santoral. No creo gratuita la referencia, pues, acomoda perfectamente con lo
que haya podido antes decir. El santo a que hago referencia no fue hombre de muchos
dones en el mundo. Careció de todo esplendor natural, y él mismo se llamaba a
sí propio “fray Asno”; y
efectivamente, fue entre los hombres lo que el asno entre los animales. Era
incapaz de salir airoso de un examen, y hasta incapaz de sostener una conversación.
Muy zurdo para los menesteres prácticos, no servía para sabio ni para criado.
¡Y sin embargo ha dejado un nombre!
Ha quedado en la memoria humana como San José de Cupertino. Y
la leyenda que acompaña su nombre es su apodo: “Bocabierta”. Este hombre reacio
al silabario, a la gramática, y grafológicamente un colérico, un oportunista,
un sensual, gozó del privilegio de la levitación y del vuelo. En su vida
interior encontramos reunidos los más variados fenómenos estáticos
taumatúrgicos, realizados por una naturaleza que parecía contraria a la
sublimidad. Fue siempre un fumador empedernido. Eso sí, cuidaba de una mula,
trabajaba como una bestia de carga, apenas sabía leer, y se llamaba fray Asno,
no por falsa humildad, sino por su simplicidad.
No obstante su ignorancia, no ignoró la sal en la palabra y,
si era necesario, se servía de los ejemplos que personas melindrosas o de
olfato delicado llaman sin más “escandalosas”.
Para él, cuanto en el mundo sucede es un breve berrinche infantil (stizza di bambini). Cito con todo rigor, “Guerra,
pleitos, pretensiones, persecuciones, a las que el mundo hace caso, ¿qué son?
Son zipizapes de niños (risse di bambini), y es gran equivocación por parte de
los hombres tomárselos a pecho”.
Si traigo a colación al santo más singular del santoral, es
por una razón personal de orden estrictamente literario y, además, porque fue
una víctima constante de su entorno y un transfigurador de su naturaleza
sensual, que ahogó metódicamente (fumando).
Un libro de Ernesto Hello de carácter hagiográfico, me
descubrió el talante de Cupertino. Me sorprendió que, salvo sus espectaculares
levitaciones y vuelos, (voló y se posó sobre un olivo), su dramática peripecia
vital tuvo mucho que ver con la de mi personaje Péndulo. Como Cupertino,
Péndulo es el hombre débil entregado a los hombres más fuertes, el hombre
sencillo envuelto en situaciones complicadas. Es sobre todo un ser pacífico que
sale siempre malparado. Pero lo que más está patente en Péndulo es la
disparidad entre el ser y el mundo que impone a la criatura el sufrimiento. Por
eso, es un extraño, un refractario. Sin ser amoral, tampoco es moralista.
Aun dadas estas características, no deja de ser el mío un
libro cercano a la experiencia religiosa, por lo que ésta tiene de supraracional.
No es incongruente clasificarlo así, porque los años y los libros (sacros y no
sacros), me han hecho ver que el ascetismo no tiene nada que ver con la
religión normal. Se me objetará que la mayoría de los místicos fueron ascetas.
Pero eso ha sido lo accidental de su filosofía, jamás la esencia de su
religión. El ascetismo, en el mejor de los casos, es la consecuencia de unas
creencias que implican la relación del cuerpo con el alma. Pero esto es una
filosofía específica, no una religión.
Confundir religión con moral es una engañifa, pues, cualquiera
sea la virtud propia de la moral, queda ésta fuera de la esfera de lo místico.
No se puede negar que Leonardo, adorador de la naturaleza, sea tan genuino
místico como San Francisco, cuando escribía su Cántico al Sol. Es más, las observaciones de Leonardo incluso
pueden serenar un corazón desgarrado.
Incurrimos en una triste confusión, si damos por admitido que
un místico es un santurrón. De las noticias que tenemos de Jesús, nos es dado
deducir que no aplaudió la santurronería y además está claro que a su
comportamiento no lo consideró moral la santurronería farisaica ni la sociedad
judía en que se movió. Lo que quiero subrayar es que el fenómeno del misticismo
nos puede servir de guía para ponderar a poetas, músicos y pintores. Si
ignoramos ese “secreto” del misticismo, mal comprenderemos a un poeta como
Blake, al canto gregoriano, o a la pintura de Van Gogh.
Por considerar que el misticismo ofrece en su desnudez la
experiencia interior, me han desvivido textos como el libro de Jonás, el Apocalipsis, o los Evangelios. Y al mismo tiempo he traducido (ignorando el lenguaje
chino) a Laot-zu y a Chiang Tzu, porque no he sido ajeno al profético
judeo-cristianismo, ni a la paradoja taoísta.
Después de todo, la palabra profeta significa “uno que se
desgañita” por dar a conocer verdades espirituales. El profeta, en primer
lugar, es un hombre religioso, y, en segundo lugar, es un científico dotado
para predecir o adivinar los acontecimientos. Le califico de científico,
porque, rigurosamente hablando, sus atisbos no guardan relación alguna con la
religión, pero sí sus denuncias. El profeta denuncia en nombre de una experiencia
personal religiosa y anuncia gracias a una penetración en la causa y en el
efecto. Una amplia observación permite al profeta señalar que ciertas líneas de
acción probablemente conducirán a la degeneración de una estirpe o a la
decadencia de una nación. La profecía es pues una especie de apropiación de la
historia. La profecía tiene tan poca ligazón con la religión, que es comparable
a la previsión de un boletín meteorológico.
Mi interés por el taoísmo ha sido permanente desde mi
juventud, cuando abandoné todo discurso filosófico tarado por un excesivo
razonamiento. Entonces, coloqué a Laot-zu en un censo de místicos, y aún sigue
allí: intocable. No ha sufrido ningún bajón censitario. Vivió el más prístino
de los grandes místicos seiscientos años antes de Jesús y fue,
quintaesencialmente, más místico que nadie.
De Jesús no hay dicho ni gesto que no me interesen. Es total
el interés que en mí despierta su palabra que no voy a calificar. Como no
estuvo nunca del lado de la retórica, él, a quién los magos ofrecieron sus
dones, unía a la vena profética una magia seductora y tierna. Nunca fue
ampuloso su modo de decir, salpicado a trechos de ironías. El hecho de que la
totalidad del pueblo judío no lo haya reconocido, es a mi juicio, una gran
tragedia y en parte la tragedia del mundo.
Si le he dedicado muchas vigilias, a esta voz que se escuchó
en Judea y fuera de ella, ha sido porque la lectura del Nuevo Testamento no
permite reducir tan varia voz a una verdad compacta y sistemática a algo que
tenga la naturaleza de una tabla de multiplicar (2 x 2 = 4). Me ha parecido
raro que esto no siempre se haya subrayado. Así que, una de las bondades del
Testamento Nuevo es no ser algo tabular, manido, dispuesto para el uso, como
pretende la mente fundamentalista. Y es que este agregado de libros, esta
algarabía de voces, recoge lo que pudo decir Jesús, lo expuso Pablo, además de
lo que reveló el Vidente de Patmos, que se encargó de ampliar la revelación
como nadie. Me sedujo siempre el Evangelio, porque Jesús predica, pero no nos
da nunca una conferencia para agotar el tema. Queda todo un poco péndulo.
Usa la paradoja, el proverbio, la hipérbole; esgrime la ironía
(como dije), dejando caer más de una pulla. Si calibramos su enseñanza, vemos
que ésta no va dirigida exclusivamente al intelecto, no puede ser explotada
dialécticamente. Como maestro, es el más huidizo de los docentes.
He advertido, entre mis lectores y mis críticos, que esta
faceta de intérprete del fenómeno religioso la tenían por espuria, al
relacionarla con mis primeros escarceos literarios. En una palabra, la veían
como desmerecedora de mi labor, porque tales lectores y críticos son los
primeros en desestimar el fenómeno religioso. Dicho sea con todo respeto, a
tales personas les falta permeabilidad.
Emmanuel Swedenborg, que fue tan científico como visionario,
ya dijo que “los eruditos saben mucho
menos que los simples”. Swedenborg, que antepuso al estudio de la teología
dogmática el de la Escritura, comprendió que el Señor tiene mil modos de tocar
el corazón humano y que no hay libro que sea inútil. Ya Plinio el Joven
escribió que no hay libro tan malo que no encierre algo bueno, dictamen que
Cervantes recordaría.
Mis incursiones en el campo de una religión (que no sea el
mismo cantar) proceden de la misma imaginación de la que nacieron mis “viajes
quiméricos” al país de los Cotiledones. Sobre estos viajes imaginarios quiero
volver la mirada, porque corren también sobre ellos opiniones inexactas.
Cotiledonia no es la isla que me vio nacer. Esto no quita que en el trasfondo
mediterráneo de mi primer viaje asomen peculiaridades insulares. Pero siempre
pertenecerá mi viaje a un quimerismo universal viajero, que puede estar
representado por obras que se tienen por clásicas (La Odisea, La Divina Comedia,
Don Quijote). En La Odisea el viajero se mueve entre la mitología pagana; La Divina Comedia se funda en un viaje
por el infierno; en el Quijote Quijano
viaja por tierras de Castilla junto a su escudero.
El viaje inverosímil acaba siempre siendo una tácita censura o
sátira de los hombres. La inverosimilitud, que hace posible una narración un
tanto fantástica e inofensiva, esconde siempre segundas intenciones. Estamos en
lo increíble pero estamos en lo real. De lo que se trata es de pasar revista al
alma humana. Y este propósito es el que encontramos en la Biblia y sobre todo
en el mágico libro de los Números o en Jonás. Indirectamente, estos libros no
son sino fantásticos informes sobre los hombres. Por estas fechas, en el año
1989 (hace unos 17 años) entregué, para instrucción y regocijo, la relación de
mi segundo viaje a Cotiledonia (Retorno a
Cotiledonia).
El cuadro que presenté, según algunos críticos, era un
pretexto para humillar y vilipendiar a determinadas gentes del “albaricoque
terrestre”. Téngase en cuenta que el primer viaje iba dedicado a los habitantes
del albaricoque terrestre, haciéndome eco de que al sandio, en nuestro agro, se
le llama albercoc. En el francés
coloquial, al bobalicón se le llama poire
(pera). Mis cotiledones que doy a conocer en mi doble crónica viajera tal vez
sean unos bobalicones o unos simplones. Estos bautizos no son una
arbitrariedad, sino un capricho, que no es lo mismo. Cuando los salvajes
neozelandeses llamaban a los franceses: “oui, oui”, tenían asimismo un capricho
neozelandés. Cuando yo bautizo a mis cotiledones con palabras
sustantivo-descriptivas que a la vez resumen con el mero impacto de su sonido,
tengo asimismo un capricho personal.
Aunque algunos tienen por extraño al viejo quimérico, es fácil
encontrarle abolengo. Hay quien estima que antes de los Viajes de Gulliver y de
las Cartas Persas de Montesquieu, la
cartografía se anticipa al viaje quimérico. De hecho, las cartas geográficas
antiguas ofrecen una huella quimérica innegable. Y no digamos las relaciones
históricas de Heródoto.
Hasta la Iglesia, al adaptar la geografía a su concepción
mística, dio una imagen cerrada y fantástica del mundo. Los itinerarios
iluminados (itineraria picta) que
guiaron a peregrinos y creyentes a Jerusalén, a Roma o a la Meca anticipan la
textura imaginativa del viaje inverosímil. Y repito es el viaje insólito género
de mucha solera, dentro de la literatura. Algunos libros mosaicos (Éxodo, Números), y hasta los mismos Actos
de los Apóstoles tienen mucho de literatura viajera y bastante quimerismo. Esta
amalgama bíblica quizá les suene a inusitada, porque rompe con los esquemas
culturales al uso que difundieron ambas Ilustraciones (la alemana y la
francesa).
Ni que decir tiene que yo no soy seguidor ni de la una ni de
la otra. Más bien me inclino por una posición que se encuentra definida en
Novalis. El poeta alemán, que nos dejó la Enciclopedia más luminosa de cuantas
enciclopedias tengo noticia, no se dejó ganar por el ideario de la Ilustración.
Todo lo contrario. Novalis no admite que la razón basta para iluminar la vida
del hombre y para contentarlo poéticamente.
Novalis, a pesar de su corta vida, dejó un acervo de notas con
las que se pretendía transformar el mundo. Eran fórmulas de su farmacopea
poética. Fue él quién dejó dicho que el hombre cultivado es el supremo grado
sintético del niño. Yo, por mi parte, no he olvidado al niño (que llevo dentro)
en gran parte de mi obra, hasta el punto que he llegado a escribir lo
siguiente: “Nadie podrá rebelarse de
verdad, poéticamente, si no sigue siendo niño. El que no acepte que la rebelión
va unida a la infancia recuperada, si es rebelde acaba en faccioso. La infancia
es la gran preservadora. Es el amuleto con el que hay que permanecer
incontaminados.” Cuando Cristo dice “Haceos
como niños”, sueña con niños indeterminados, no educados, reblandecidos,
delicados-modernos…
Cristóbal
Serra
2006
Estudis
Baleárics (IEB) 104. La Sociedad del Asno Bermejo.
Homenatge a
Cristóbal Serra (1922-2012).
Institut d’estudis
baleárics, junio de 2014, pp. 37-44.