martes, 30 de mayo de 2017

Cristobal Serra: lección magistral con motivo de su investidura como "doctor honoris causa" por la "Universitat de les Illes Balears" (12/12/2006)



EN TORNO A LA AUTOEXPRESIÓN O ELOGIO DE LA SENCILLEZ

“La doctrina del siervo arbitrio es realista y espinosiana”,
se lee en los fragmentos de Novalis

“El melancólico tiene la inteligencia dirigida hacia la antigüedad.
El sanguíneo hacia la mentalidad moderna”.
Novalis

Primeramente, diré que la elección de una lengua como medio de expresión no depende de nuestra voluntad. No es libre nuestra elección en ningún terreno y menos en el de la lengua. Además, para mí, sólo Dios posee el libre albedrío, ya que el hombre es dominio del servo arbitrio por evaporársele la voluntad sujeta a fragancias, sabores, objetos sensibles o motivos pasionales. Desde muy joven, yo no he ido en busca de la lengua, sino que ésta me ha visitado. De la misma manera, yo no voy en busca de la poesía; espero que me visite.
Yo creo en los auxilios de todo género y hay uno con el que estoy en deuda. Déjenme decirles que quizá me ha asistido en el acto de escribir mi forzada y desagradable actividad de traductor. Tengo escrito en mi parca “autobiografía” que soy de los que, por su timidez, han sido antes traductores que escritores. En mi caso, el primer libro que publiqué no fue creación personal, sino la versión del “librito” del Tao. Atrevida empresa porque jamás supe chino. A partir de entonces, he escrito siempre como un hombre común y no como un hombre de letras profesional. Eso sí, no me ha faltado nunca conciencia de escritor, y, sin envanecerme de mis quimeras, he creído que gusta más lo original que lo ya visto.
Un autor que se precia de serlo no es quien tiene meramente un caudal de palabras que le permita dar paso a la espita y verter un número indefinido de espléndidas y ampulosas frases. Un autor, para que acabe siendo reconocido, ha de tener algo que decir y ha de saber cómo decirlo. No le exijo inmensa hondura o amplitud de visión, pero mejor es que le adornen tales dones. Hay que exigirle, a mi juicio, pericia en el doble Logos, el del pensamiento y el de la palabra o de las palabras. Diré que me harta el estilo demasiado rico en vocablos y que, personalmente, me inclino a no hacer demasiado dispendio de palabras. Es éste un punto que debieran tener presente los profesores en clase y valorarlo como es debido, en vez de elogiar a los alumnos los periodos bellos. Que aprendan, al modo de una verdad evangélica, que la “riqueza” (literaria) reside en cierta “penuria”.
Lo que quiero poner de resalto es que escribir es una ardua tarea, un proceso que exige una tensión que puede ser extenuante. No sólo en la literatura, en todo arte, en toda ciencia, la tarea no es otra que la definida por Bacon: “Homo additus Naturae”. El hombre ha de sumarse a la naturaleza, si quiere hacer arte. Por tanto, el artista, si ha logrado ser fiel a su función, es un creador o recreador que hace nuevas todas las cosas. El artista que escribió el libro del Apocalipsis ha expresado esto en su alegórica, quizá inconsciente manera oriental. Escuchémosle: “He aquí, yo hago nuevas todas las cosas”, escribe. Es nada menos que un mandato del espíritu divino.
Puedo decir que, en mis creaciones literarias, que no hay por qué enumerar, me he dejado guiar por el Vidente de Patmos y además por el manifiesto de Kandinsky que aconseja: “el artista debe ser ciego a las formas “reconocidas” o “no reconocidas”, sordo a las enseñanzas y los deseos de su tiempo”. Aunque se haya dicho o subrayado que, en mis primeros libros (Péndulo, Viaje a Cotiledonia) hay ecos del surrealismo y del dadaísmo, puedo asegurar que, en los momentos de más subido irracionalismo, estos libros no descartan el ejercicio de un deliberado raciocinio.
El logro de un estilo, como toda humana comunicación, no es puro esmero. Algunas veces he pensado que se logra tener un estilo propio, si se consigue sazonar el don natural de escribir con la sal (no sólo española). Puede ser la sal mallorquina. Más allá de lo que pueda ser realizado mediante conocimiento y esfuerzo, debe lo escrito rezumar esa gracia espontánea que emana como una fuente del fondo de una naturaleza armoniosa. Esa cualidad invocada no es otra que esa desenvoltura del habla de las mujeres del pueblo o ese “punto” que da sabor al manjar. Es la sal a la que me refiero aquella “divina malicia” que Nietzsche, en Ecce Homo, hablando de Heine, matiza de ese modo: “Un día Heine y yo, seremos considerados, aventajando a los demás, los más grandes artistas de la lengua alemana”.
No es sólo Nietzsche el que aconseja la sal sazonadora. Nada menos que San Pablo, su enemigo dialéctico, y los evangelios sinópticos nos aconsejan: “Que vuestra conversación sea siempre amena, salpicada de sal, sabiendo responder a cada cual como conviene”.
Esta sal no será confundida con el Espíritu (en mayúscula), que congrega, desgraciadamente, a tiesos, envarados y fúnebres dogmáticos. Se trata de una actividad cerebral que no segrega algo grave, serio, sino humor. Con decir que admite fantasías, locuras, elucubraciones, quimeras, ya está dicho todo.
En estos tiempos en que la contraseña es el utilitarismo, puedo decir que he buscado la salvación en el trabajo inútil e inadvertido, en el sentido taoísta no-calculador. Con razón, tengo escrito en Las líneas de mi vida que el Libro del Tao es todo menos un libro para mentes calculadoras. Para éstas están los preceptos mosaicos o los mahométicos. No es mera coincidencia que los judíos, que han recibido el saber a través del canal mosaico, sean los hombres más calculadores de la tierra, los más listos, y también los más prácticos. Me he atenido al dicho del chusco Chuang-Tzu: “El renombre no es más que el criado servil de la realidad, no lo quiero.
Fiel a estos postulados, en días como los nuestros, en los que todavía la palabra Progreso se graba en mayúscula en las mentes, yo no he dudado en escribirla en minúscula. En Augurio Hipocampo, un libro que suele pasar inadvertido, he estampado el siguiente juicio: “Los ídolos mentales que tenemos entronizados dan para una lista de longitud kilométrica. El primero de todos es el Progreso indefinido, que se ha adueñado de tal manera del mundo, que éste no sabría vivir, si retornara la época del asno poco trotón.”
En la autominibiografía del susodicho personaje, en la rotulada “Senda de los Antisociales”, se lee: “Este fervor por una filosofía pura del pasado obedecía a que estaba sediento de verdad y a la sospecha de que las aguas turbias arrastradas por el río de la filosofía occidental necesitaban dique. A través de distintas historias del pensamiento, pude darme cuenta, con mis pocos años, que la filosofía se había extraviado y era víctima de las invenciones mecánicas, impulsoras del progreso”.
Si he escrito estas líneas y tantísimas invenciones quiméricas, es porque he creído que, en materia de comunicación, un artista no se mide por el éxito, por la difusión material de su obra. En cambio, he creído que los solitarios, los aislados, son los más auténticos comunicantes. Los demás, los hombres de las comunicaciones, se hacen eco, vulgarizan, informan, pero no representan el “vitalismo irracional” que arroja luz.
No puedo menos que señalar que la invención personal de la nótula se debe a que considero elemental que la gran inteligencia es sintetizadora y la pequeña inteligencia es discriminadora. He escrito nótulas, a lo largo de toda mi obra literaria, porque con ellas he querido retorcerle el pescuezo a nuestra vieja lengua castellana, acercándome a las migajas de Heráclito y alejándome de las “migajas” de Quevedo, que tienen demasiado resabio popular. Me acerqué a Heráclito, porque estimo que es hijo de una tradición mediterránea de juegos de palabras, de malabarismos verbales, a la que me siento afín.
¿De qué podré lamentarme? ¿De no haber escrito una novela? Pues, no he de lamentarme, porque soy incorregible. Me quedo con mi fama de micrólogo. El cultivo de la micrología me ha permitido expresar opiniones poco ortodoxas, contenidas en diccionarios; ha hecho posible realizar viajes quiméricos que pueden pasar por un espejo crítico de la locura del mundo. En fin, con la micrología, he podido entregarme al arte como juego, sin desdeñar la densidad de la palabra.
Quiero referirme al más singular de los santos que ofrece el santoral. No creo gratuita la referencia, pues, acomoda perfectamente con lo que haya podido antes decir. El santo a que hago referencia no fue hombre de muchos dones en el mundo. Careció de todo esplendor natural, y él mismo se llamaba a sí propio “fray Asno”; y efectivamente, fue entre los hombres lo que el asno entre los animales. Era incapaz de salir airoso de un examen, y hasta incapaz de sostener una conversación. Muy zurdo para los menesteres prácticos, no servía para sabio ni para criado. ¡Y sin embargo ha dejado un nombre!
Ha quedado en la memoria humana como San José de Cupertino. Y la leyenda que acompaña su nombre es su apodo: “Bocabierta”. Este hombre reacio al silabario, a la gramática, y grafológicamente un colérico, un oportunista, un sensual, gozó del privilegio de la levitación y del vuelo. En su vida interior encontramos reunidos los más variados fenómenos estáticos taumatúrgicos, realizados por una naturaleza que parecía contraria a la sublimidad. Fue siempre un fumador empedernido. Eso sí, cuidaba de una mula, trabajaba como una bestia de carga, apenas sabía leer, y se llamaba fray Asno, no por falsa humildad, sino por su simplicidad.
No obstante su ignorancia, no ignoró la sal en la palabra y, si era necesario, se servía de los ejemplos que personas melindrosas o de olfato delicado llaman sin más “escandalosas”. Para él, cuanto en el mundo sucede es un breve berrinche infantil (stizza di bambini). Cito con todo rigor, “Guerra, pleitos, pretensiones, persecuciones, a las que el mundo hace caso, ¿qué son? Son zipizapes de niños (risse di bambini), y es gran equivocación por parte de los hombres tomárselos a pecho”.
Si traigo a colación al santo más singular del santoral, es por una razón personal de orden estrictamente literario y, además, porque fue una víctima constante de su entorno y un transfigurador de su naturaleza sensual, que ahogó metódicamente (fumando).
Un libro de Ernesto Hello de carácter hagiográfico, me descubrió el talante de Cupertino. Me sorprendió que, salvo sus espectaculares levitaciones y vuelos, (voló y se posó sobre un olivo), su dramática peripecia vital tuvo mucho que ver con la de mi personaje Péndulo. Como Cupertino, Péndulo es el hombre débil entregado a los hombres más fuertes, el hombre sencillo envuelto en situaciones complicadas. Es sobre todo un ser pacífico que sale siempre malparado. Pero lo que más está patente en Péndulo es la disparidad entre el ser y el mundo que impone a la criatura el sufrimiento. Por eso, es un extraño, un refractario. Sin ser amoral, tampoco es moralista.
Aun dadas estas características, no deja de ser el mío un libro cercano a la experiencia religiosa, por lo que ésta tiene de supraracional. No es incongruente clasificarlo así, porque los años y los libros (sacros y no sacros), me han hecho ver que el ascetismo no tiene nada que ver con la religión normal. Se me objetará que la mayoría de los místicos fueron ascetas. Pero eso ha sido lo accidental de su filosofía, jamás la esencia de su religión. El ascetismo, en el mejor de los casos, es la consecuencia de unas creencias que implican la relación del cuerpo con el alma. Pero esto es una filosofía específica, no una religión.
Confundir religión con moral es una engañifa, pues, cualquiera sea la virtud propia de la moral, queda ésta fuera de la esfera de lo místico. No se puede negar que Leonardo, adorador de la naturaleza, sea tan genuino místico como San Francisco, cuando escribía su Cántico al Sol. Es más, las observaciones de Leonardo incluso pueden serenar un corazón desgarrado.
Incurrimos en una triste confusión, si damos por admitido que un místico es un santurrón. De las noticias que tenemos de Jesús, nos es dado deducir que no aplaudió la santurronería y además está claro que a su comportamiento no lo consideró moral la santurronería farisaica ni la sociedad judía en que se movió. Lo que quiero subrayar es que el fenómeno del misticismo nos puede servir de guía para ponderar a poetas, músicos y pintores. Si ignoramos ese “secreto” del misticismo, mal comprenderemos a un poeta como Blake, al canto gregoriano, o a la pintura de Van Gogh.
Por considerar que el misticismo ofrece en su desnudez la experiencia interior, me han desvivido textos como el libro de Jonás, el Apocalipsis, o los Evangelios. Y al mismo tiempo he traducido (ignorando el lenguaje chino) a Laot-zu y a Chiang Tzu, porque no he sido ajeno al profético judeo-cristianismo, ni a la paradoja taoísta.
Después de todo, la palabra profeta significa “uno que se desgañita” por dar a conocer verdades espirituales. El profeta, en primer lugar, es un hombre religioso, y, en segundo lugar, es un científico dotado para predecir o adivinar los acontecimientos. Le califico de científico, porque, rigurosamente hablando, sus atisbos no guardan relación alguna con la religión, pero sí sus denuncias. El profeta denuncia en nombre de una experiencia personal religiosa y anuncia gracias a una penetración en la causa y en el efecto. Una amplia observación permite al profeta señalar que ciertas líneas de acción probablemente conducirán a la degeneración de una estirpe o a la decadencia de una nación. La profecía es pues una especie de apropiación de la historia. La profecía tiene tan poca ligazón con la religión, que es comparable a la previsión de un boletín meteorológico.
Mi interés por el taoísmo ha sido permanente desde mi juventud, cuando abandoné todo discurso filosófico tarado por un excesivo razonamiento. Entonces, coloqué a Laot-zu en un censo de místicos, y aún sigue allí: intocable. No ha sufrido ningún bajón censitario. Vivió el más prístino de los grandes místicos seiscientos años antes de Jesús y fue, quintaesencialmente, más místico que nadie.
De Jesús no hay dicho ni gesto que no me interesen. Es total el interés que en mí despierta su palabra que no voy a calificar. Como no estuvo nunca del lado de la retórica, él, a quién los magos ofrecieron sus dones, unía a la vena profética una magia seductora y tierna. Nunca fue ampuloso su modo de decir, salpicado a trechos de ironías. El hecho de que la totalidad del pueblo judío no lo haya reconocido, es a mi juicio, una gran tragedia y en parte la tragedia del mundo.
Si le he dedicado muchas vigilias, a esta voz que se escuchó en Judea y fuera de ella, ha sido porque la lectura del Nuevo Testamento no permite reducir tan varia voz a una verdad compacta y sistemática a algo que tenga la naturaleza de una tabla de multiplicar (2 x 2 = 4). Me ha parecido raro que esto no siempre se haya subrayado. Así que, una de las bondades del Testamento Nuevo es no ser algo tabular, manido, dispuesto para el uso, como pretende la mente fundamentalista. Y es que este agregado de libros, esta algarabía de voces, recoge lo que pudo decir Jesús, lo expuso Pablo, además de lo que reveló el Vidente de Patmos, que se encargó de ampliar la revelación como nadie. Me sedujo siempre el Evangelio, porque Jesús predica, pero no nos da nunca una conferencia para agotar el tema. Queda todo un poco péndulo.
Usa la paradoja, el proverbio, la hipérbole; esgrime la ironía (como dije), dejando caer más de una pulla. Si calibramos su enseñanza, vemos que ésta no va dirigida exclusivamente al intelecto, no puede ser explotada dialécticamente. Como maestro, es el más huidizo de los docentes.
He advertido, entre mis lectores y mis críticos, que esta faceta de intérprete del fenómeno religioso la tenían por espuria, al relacionarla con mis primeros escarceos literarios. En una palabra, la veían como desmerecedora de mi labor, porque tales lectores y críticos son los primeros en desestimar el fenómeno religioso. Dicho sea con todo respeto, a tales personas les falta permeabilidad.
Emmanuel Swedenborg, que fue tan científico como visionario, ya dijo que “los eruditos saben mucho menos que los simples”. Swedenborg, que antepuso al estudio de la teología dogmática el de la Escritura, comprendió que el Señor tiene mil modos de tocar el corazón humano y que no hay libro que sea inútil. Ya Plinio el Joven escribió que no hay libro tan malo que no encierre algo bueno, dictamen que Cervantes recordaría.
Mis incursiones en el campo de una religión (que no sea el mismo cantar) proceden de la misma imaginación de la que nacieron mis “viajes quiméricos” al país de los Cotiledones. Sobre estos viajes imaginarios quiero volver la mirada, porque corren también sobre ellos opiniones inexactas. Cotiledonia no es la isla que me vio nacer. Esto no quita que en el trasfondo mediterráneo de mi primer viaje asomen peculiaridades insulares. Pero siempre pertenecerá mi viaje a un quimerismo universal viajero, que puede estar representado por obras que se tienen por clásicas (La Odisea, La Divina Comedia, Don Quijote). En La Odisea el viajero se mueve entre la mitología pagana; La Divina Comedia se funda en un viaje por el infierno; en el Quijote Quijano viaja por tierras de Castilla junto a su escudero.
El viaje inverosímil acaba siempre siendo una tácita censura o sátira de los hombres. La inverosimilitud, que hace posible una narración un tanto fantástica e inofensiva, esconde siempre segundas intenciones. Estamos en lo increíble pero estamos en lo real. De lo que se trata es de pasar revista al alma humana. Y este propósito es el que encontramos en la Biblia y sobre todo en el mágico libro de los Números o en Jonás. Indirectamente, estos libros no son sino fantásticos informes sobre los hombres. Por estas fechas, en el año 1989 (hace unos 17 años) entregué, para instrucción y regocijo, la relación de mi segundo viaje a Cotiledonia (Retorno a Cotiledonia).
El cuadro que presenté, según algunos críticos, era un pretexto para humillar y vilipendiar a determinadas gentes del “albaricoque terrestre”. Téngase en cuenta que el primer viaje iba dedicado a los habitantes del albaricoque terrestre, haciéndome eco de que al sandio, en nuestro agro, se le llama albercoc. En el francés coloquial, al bobalicón se le llama poire (pera). Mis cotiledones que doy a conocer en mi doble crónica viajera tal vez sean unos bobalicones o unos simplones. Estos bautizos no son una arbitrariedad, sino un capricho, que no es lo mismo. Cuando los salvajes neozelandeses llamaban a los franceses: “oui, oui”, tenían asimismo un capricho neozelandés. Cuando yo bautizo a mis cotiledones con palabras sustantivo-descriptivas que a la vez resumen con el mero impacto de su sonido, tengo asimismo un capricho personal.
Aunque algunos tienen por extraño al viejo quimérico, es fácil encontrarle abolengo. Hay quien estima que antes de los Viajes de Gulliver y de las Cartas Persas de Montesquieu, la cartografía se anticipa al viaje quimérico. De hecho, las cartas geográficas antiguas ofrecen una huella quimérica innegable. Y no digamos las relaciones históricas de Heródoto.
Hasta la Iglesia, al adaptar la geografía a su concepción mística, dio una imagen cerrada y fantástica del mundo. Los itinerarios iluminados (itineraria picta) que guiaron a peregrinos y creyentes a Jerusalén, a Roma o a la Meca anticipan la textura imaginativa del viaje inverosímil. Y repito es el viaje insólito género de mucha solera, dentro de la literatura. Algunos libros mosaicos (Éxodo, Números), y hasta los mismos Actos de los Apóstoles tienen mucho de literatura viajera y bastante quimerismo. Esta amalgama bíblica quizá les suene a inusitada, porque rompe con los esquemas culturales al uso que difundieron ambas Ilustraciones (la alemana y la francesa).
Ni que decir tiene que yo no soy seguidor ni de la una ni de la otra. Más bien me inclino por una posición que se encuentra definida en Novalis. El poeta alemán, que nos dejó la Enciclopedia más luminosa de cuantas enciclopedias tengo noticia, no se dejó ganar por el ideario de la Ilustración. Todo lo contrario. Novalis no admite que la razón basta para iluminar la vida del hombre y para contentarlo poéticamente.
Novalis, a pesar de su corta vida, dejó un acervo de notas con las que se pretendía transformar el mundo. Eran fórmulas de su farmacopea poética. Fue él quién dejó dicho que el hombre cultivado es el supremo grado sintético del niño. Yo, por mi parte, no he olvidado al niño (que llevo dentro) en gran parte de mi obra, hasta el punto que he llegado a escribir lo siguiente: “Nadie podrá rebelarse de verdad, poéticamente, si no sigue siendo niño. El que no acepte que la rebelión va unida a la infancia recuperada, si es rebelde acaba en faccioso. La infancia es la gran preservadora. Es el amuleto con el que hay que permanecer incontaminados.” Cuando Cristo dice “Haceos como niños”, sueña con niños indeterminados, no educados, reblandecidos, delicados-modernos…

Cristóbal Serra
2006

Estudis Baleárics (IEB) 104. La Sociedad del Asno Bermejo.
Homenatge a Cristóbal Serra (1922-2012).
Institut d’estudis baleárics, junio de 2014, pp. 37-44.

lunes, 29 de mayo de 2017

Entrevista a Ángel Crespo (La Vanguardia, 29/12/1993)

Ángel Crespo en Florencia (1980)
Entrevista a Ángel Crespo, profesor, poeta, ensayista y traductor
Lo que intento hacer es ir más allá del materialismo positivista que nos domina

EMILIO MANZANO
Barcelona
Al tiempo que redacta pausadamente sus memorias, Crespo corrige exámenes de sus alumnos de la facultad de Traducción de la Universitat Pompeu Fabra y galeradas de sus próximas entregas bibliográficas: dos nuevos poemarios, una traducción de Joan Maragall, incluido todo el “Comte Arnau” y, cómo no, Femando Pessoa: “90 poemas últimos. 1930-35“, firmados como Fernando Pessoa y escritos en un momento en que el polígrafo se deja de heterónimos y se confiesa.
En realidad, toda mi obra literaria, sea del género que sea, ha tenido siempre por común denominador a la poesía, y éste es también el de las memorias que estoy empezando a pergeñar, pues lo que quiero contar en ellas -en una primera parte- es cómo me formé social, sentimental e intelectualmente y por qué aquella formación, tan compleja y accidentada, tuvo por resultado una visión fatal e irrenunciablemente poética del mundo”.
-Las memorias de los hombres de cultura sirven, a menudo, para ajustar viejas deudas.
-Yo no pienso saldar ni ajustar cuentas. Lo primero, porque creo haber pagado con creces mediante muchas renuncias y porque no tengo ningún interés en cobrar lo que he hecho por mi gusto; lo segundo porque no soy rencoroso. Pero es evidente que haré algo mucho más arriesgado, decir siempre la verdad.
-Usted ha reivindicado siempre la filiación entre esoterismo y poesía.
-Entendámonos. Esotérico es todo aquello que sólo puede ser cabal y profundamente entendido cuando se ha recibido una iniciación, no sólo intelectual, sino sobre todo ética, de carácter simbólico encaminada hacia dicho entendimiento. Esta iniciación puede proceder de las enseñanzas de quien está capacitado para impartirlas o bien de un esfuerzo solitario que participa de lo metafísico y de lo estético de manera inseparable. Se trata de algo que va más allá del materialismo positivista que nos domina y por ello sus obras participan de lo trascendental y de lo sagrado. Uno y otro método de iniciación no son compatibles entre sí, puesto que el primero es ante todo un sabio entrenamiento para poner en práctica el segundo.
-¿Cree que esta fructífera alianza entre magia y poesía goza de buena salud en la poesía contemporánea?
-Volvamos a entendernos. Lo mágico no es más que un aspecto de lo esotérico, y se fundamenta ante todo en la analogía, que es el primer medio de conocimiento de la humanidad, del que se derivan todos nuestros conocimientos por encontrarse en la iniciación de todas y cada una de las ramas del saber. Sin la analogía, no sólo es imposible intuir, sino incluso razonar y comprender la diversidad y la oposición. Goethe lo dijo, y Pessoa lo repitió: todos es símbolo y analogía. Y claro es que lo mágico en este sentido goza de buena salud en la poesía y en la cultura no exclusivamente contemporánea, de manera que el mismo lenguaje, dado que su complejidad procede de su naturaleza simbólica y analógica -y en consecuencia discriminadora-, es esencialmente mágico.
-“Todo es símbolo y analogía”... ¿Qué nombre hay que darle a un hombre que vive, piensa o habla sin símbolos?
-Afortunadamente, ese hombre no tiene nombre porque no existe. El hombre es un animal simbólico y, en consecuencia, analógico. Lo que sucede es que, en esto, como en otras cosas, son muchos los que se desconocen.
-Por último, como estudioso no sólo de la obra sino también del perfil humano de Fernando Pessoa, ¿no cree que se ha creado un estereotipo -hombre apocado, homosexual reprimido o asexuado, esquizofrénico- que le hace muy poca justicia?
-En mi libro '“La vida plural de Fernando Pessoa” y en varios de los trabajos que le precedieron o le siguieron, trato de ofrecer la imagen auténtica de un Pessoa cortés y discreto pero no apocado, carente de prejuicios sexuales pero no homosexual reprimido, ni mucho menos asexuado (¡qué disparate!), sí al borde de la esquizofrenia en ciertas ocasiones excepcionales pero siempre dominado por el fantasma de una posible locura, de la que supo librarse con tesón y un continuo y genial autoanálisis y, por supuesto, trato en resumen de mostrar que Pessoa ha sido uno de los escritores más complejos de nuestro tiempo.

La Vanguardia, Cultura, 29 de diciembre de 1993, p. 21

domingo, 28 de mayo de 2017

"Juan Eduardo Cirlot, mi primer encuentro" por Juan Perucho (ABC, 27 de junio de 1997)


Juan Eduardo Cirlot en 1958 por Leopoldo Pomés.

EL cielo se matizaba con líricas ensoñaciones, con mágicos trapecios balanceantes, donde solían posarse la «Áurea Picuda» y la «Avutarda géminis» cuando, resonantes de silbos y gorjeos, terminaban por entonar su melodía inaudible. En ella se exaltaba la belleza olvidada del mundo, que sólo los poetas conocen en su fuero interno. Juan Eduardo Cirlot y yo, después de contemplarlas, nos mirábamos con asombro, enmudecidos por la emoción del canto.
¿Cuándo y dónde conocí a Cirlot? Fue después de nuestra Guerra Civil, cuando regresé del Ejército e ingresé en la Universidad. Allí, en torno de la revista «Alerta», nos juntamos Antonio Vilanova, José María de Martín, Néstor Luján, Nani Valls y Francisco José Mayans. Fue justo antes de pasar al semanario «Destino», cuando nos agrupábamos alrededor de Juan Ramón Masoliver, que, junto a Femando Gutiérrez y Diego Navarro, había fundado «Entregas de poesía». En ellas hizo Juan Eduardo Cirlot sus primeras armas junto a otros poetas, como Julio Garcés, que me dedicó su libro «Poesía sin orillas» de este modo memorable: «Para Juan Perucho, en esta soledad caliza, triste y destrozada de Barcelona. Son las diez y media de la noche». Sin embargo, en ese momento, alternaba Cirlot dichas tareas con sus investigaciones musicales y fue antes del «Preludio para cinco instrumentos de cuerda» (1948), «Suite otoñal», «Himno para piano» y «Concertino para un cuarteto». Era miembro del Círculo Manuel de Falla (1946) y Nani Valls me hablaba de él y de su seriedad, solemne y taciturna, y de ser discípulo del maestro Ardévol. Luego escribiría una monografía sobre Stravinsky (1949), todavía con la impresión que le produjo un concierto dado en Barcelona (15 de marzo de 1935) por el compositor. En el prólogo a su libro, escribía: «A la gloire de Dieu». Sí, a la gloria de Dios sonaban «aquellos ritmos sometidos exactamente a la medida». ¿A qué medida se refería, exactamente?
Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 9 de abril de 1916) era lo que corrientemente se llama un buen mozo. Alto, de rostro atractivo, educado, culto. Tenía, sin embargo, un aire reservado, un poco siniestro.
Su sonrisa no era fácil, y no digamos su risa. Se tomaba la vida como un acto trascendental, sin duda a través de las rígidas enseñanzas de la época (creía profundamente en lo sobrenatural) que le impartieron en su infancia los padres jesuitas del colegio de lujo al que se refiere Leopoldo Azancot. En el ámbito cerrado de su bachillerato, y del que «por sus extraordinarias dotes, es rey», se formó. Más tarde, en su juventud primera, sintiéndose poeta, Alfonso Buñuel le introduce en el surrealismo (Zaragoza, 1940). A partir de este momento, inició el camino real de la gran poesía, una de las más grandes, según mi criterio, y hasta ahora no adecuadamente valorada, y no obstante vigente, en el último tercio español de nuestro siglo. Veía las cosas de un modo diferente, y así se sucedían los crepúsculos ardientes, las calmadas luces de las auroras, la frialdad de las noches, los soles dorados de los mediodías, y ese tiempo que gira y semeja un reloj que, a fuerza de moverse, sobre el mismo círculo, parece parado. Se ha dicho con razón que los viajes alteran el significado y el valor del tiempo. Pero no siempre es posible viajar. «Es urgente lanzar un puente entre unas horas de idéntico cuidado. Se puede, desde luego, ir al cine, al teatro, a presenciar un deporte, pero todo eso, a la postre, es ir a ver la vida de los demás en la ficción de las tablas, en la pantalla, en la lucha por conseguir un triunfo que no es nuestro sino del que lo ultima. Cansa, a veces, ver tantas soluciones logradas por los demás, a costa de una escenografía, un argumento y unos fotogramas» («Ferias y atracciones»). Pero estaba, sin embargo, Bronwyn (Rosemary Forsyth):
«Cuando te contemplé ya estaba muerto,
muerto como las hierbas, aunque crecen,
como los mares muertos, que son rocas.
Sólo lo que es eterno está en la vida,
aunque lo blanco eleva su belleza
sobre las formas grises de lo negro
y simula existir donde el no ser
extiende sus certezas transitorias:
Bronwyn, tu claridad no eternamente»
Era, naturalmente, un fantasma vislumbrado a través de la vida, a través de los sueños, a través de «La Quête de Bronwyn» (ahora «que está en la imprenta») y era para sus lectores, muy pocos entonces, la esencia de, la feminidad encarnada en unas presencias sonámbulas que se encuentran en la película «El señor de la guerra», de Franklin Schaffer. El tema de Bronwyn introducía la doncella céltica del siglo XI que, de imagen de mujer, «se transforma, para mí, en Daena o Fravashi, luego en la misma Stekinash y más tarde, ahora, en una noción envolvente que me coge sin que pueda en modo alguno intentar definir de qué clase de «presencia» se trata. Evocar su imagen es remontar hacia atrás el curso del tiempo (desde 1971 a 1966 fecha del comienzo del ciclo de «Bronwyn») y este retroceso puede simbolizar un anhelo más amplio de retorno y recomienzo, con el reconocimiento de un substancial error en mi existencia y en mi pensamiento. ¿Podrá mi reiteración poética concitar los poderes que me encadenan? Por lo menos, sirve de bruma gris y dorada- en la que sumergir, y ocultar, los peores parajes de un padecimiento. En este poema no hay puntos de referencia ni puede haberlos. Sólo hay ambiente, metamorfosis constante, vaguedad sistemática, atonalismo espiritual y sentimental -para dar una correspondencia con cierta especie de música-, siendo la conservación de la «forma», en verso y estrofa, la única manera de poner un dique al carácter informal de mi impulsión lírica. Dique cuya función no es impedirme ser lo que soy, sino permitirme serlo aun en el exterior del abismo objetivo» (Prólogo a «Bronwyn», página 335 de «Poesía de J. E. Cirlot 1966-1972». (Madrid, 1974). Son, éstas, palabras verdaderamente misteriosas y erráticas.
Cuando hojeé el «Dietario apócrifo de Octavio de Romeu» (Eugenio d’Ors) me di cuenta que mi amigo descubría el significado de una mariposa en el suelo y que se preguntaba qué significaba, qué cosa era el latido de una mariposa, suponiendo que existiera y qué cosa era el suelo, la tierra que pisamos. Otras veces descubrirá su mano, solitaria y terrible, girando en el vacío, libre como una garra o como una flor (se la cortó gravemente con los cristales del tren ante la ciudad, medieval y sombría, de Carcasona. Me preguntó por qué no había puesto su nombre al relatar el hecho en un escrito mío).
En la interioridad de su ser, de su yo, se preguntaba: ¿dónde empieza el sujeto y acaba el objeto? Una mano, ¿qué es: objeto o parte del sujeto?

ABC 27/6/97. p 40

sábado, 27 de mayo de 2017

"Primer mundo" de Eugenio Trias (ABC, 11 de abril de 2010)


1 Hay una vida anterior a esta vida, o un mundo sui generis que es previo respecto a este mundo (el único mundo existente en el que gozamos, o sufrimos, la condición de ser, unos con otros, contemporáneos).
A ese primer mundo se refiere T. S. Eliot al comienzo de Burnt Nortorn, el primero de los Cuatro Cuartetos. En él sólo es posible una contemporaneidad en el genesíaco registro del Mito. Sólo existe un tiempo compartido por dos personajes, la madre y el homúnculo encerrado en su seno. Protagonizan el paradigma de toda intersubjetividad; antes, mucho antes de que adquieran sentido las dialécticas hegelianas de la lucha a muerte y del señorío y de la servidumbre, o del acceso al universo del lenguaje, o a la idea existencialista (de Heidegger, de Albert Camus) relativa a la caída, la chute, o al ser «arrojado al mundo»; o en términos mítico-religiosos, a la expulsión del edén paradisíaco, cuya reducción fenomenológica nos conduce a la vida intrauterina.
La fuente de la intersubjetividad remite a esa cueva matricial en la que tiene lugar el primitivo «ser con», para decirlo en terminología heideggeriana: la trama que la madre va componiendo con el homúnculo, ese ser vivo que alberga en sus entrañas. Ambos forman una unidad sustancial de cuerpo y alma, y a la vez un comienzo de diferenciación radical.
Constituye la raíz y el fundamento de todo amor, con su inevitable línea de sombra. Ubi caritas et amor/ Deus ibi est, donde hay caridad y amor/ allí está Dios, para decirlo con la voz del canto llano. El Dios Amor se encama en ese idilio tan decisivo, y tan tergiversado por voces integristas de todos los bandos, de manera que en esa unión, patrón y fundamento de toda unión, se produce la emergencia y el paulatino crecimiento de ese ser vivo que no es, desde luego, pura naturaleza.
No lo es ni siquiera en sus estadios primerizos, albergado dentro del saco amniótico que constituye su envoltura, sustentado a través del cordón umbilical que le nutre de la sangre materna, protegido por el líquido salado de amarilla transparencia.
Un prejuicio demasiado cartesiano reparte la distinción del homúnculo respecto al recién nacido en dos ámbitos ontológicamente diferenciados, la naturaleza (culminante) y la cultura (balbuciente), la zoología (que en el homúnculo acaba) y el mundo humano (que en el recién nacido irrumpe), como si pudiera pintarse una línea roja separadora, de nítidos y gruesos trazados, entre el reino animal y la condición centáurica y fronteriza que nos es propia y común.
2 ¿En qué sentido este apunte antropológico abre un ámbito fecundo de tanteo ensayístico y de posible investigación con referencia a la música?
Quizá sugiere el entendimiento de una condición —la nuestra— que se inicia bastante antes del nacimiento, y que debe ser comprendida en unidad procesual, sin cortes que acarreen una diferenciación ontológica abismal.
No se trata de que de pronto un organismo perteneciente al reino animal se transmute en un viviente que es también inteligente, o que un tránsito radical tenga lugar desde el infans —animal que no dispone del lenguaje— al homo loquens o al homo symbolicus.
Se trata, más bien, de un ser viviente que va alcanzando forma fronteriza —humana— siempre de manera anticipada; un ser antes del ser que se manifiesta en la vida intrauterina, antes de que se establezca la adecuación del existente a su mundo.
3 Ya en los primeros días tras su nacimiento logra el recién nacido distinguir el timbre de voz de su madre. Cuando, en medio de diversas voces que le hablan, la voz materna le interpela, inmediatamente se gira hacia ella. Distingue el timbre vocal que es específico de quien le ha llevado en su seno. El timbre del sonido de su voz se le revela con evidencia. Esta comprobación ha sido atestiguada por muchos estudios.
Constituye el movimiento reflejo del infante hacia un sonido que le es familiar, y que le es beneficioso, con la connotación que implica de albergue hospitalario, de provisión de alimentación, o de expectativa de emoción vinculante. Esa voz sugiere al recién nacido una conexión viva con el micro-mundo en que vivía protegido.
En pleno proceso de transformación del líquido amniótico en un medio vasto y con límites difusos —donde se cambia el agua salada por el aire atmosférico— el bebé, en el experimento citado, recaba el primer reconocimiento sonoro-musical, el timbre y la cualidad de la voz, o la inflexión y matiz específico, que adscribe, sin vacilación ni duda, a la cualidad prosódica de la voz materna.
Este dato nos proporciona un indicio de la significación e importancia que el sonido adquiere desde el principio. O que ya en ese incipit existencial del ser-en-el-mundo del infante algo llega del «otro mundo», de ese primer mundo pre-liminar, cargado de señales vivas a través de la percepción auditiva. Algo atraviesa el portón y deja oír «la música no oída oculta en los arbustos» (T. S. Eliot), o los ecos de ese «primer mundo» que desde allí resuenan.
Allí, en ese ámbito prenatal, se fue gestando ese oído musical en sus más arcaicos orígenes.
4 La formación del oído musical exige una dramática transformación, una verdadera metamorfosis. Tiene que producirse la compleja, perturbadora y peligrosa mutación de un oído adiestrado a la proto-audición acuática (navegación y odisea del homúnculo en el interior de su envoltura), en un oído apto para discernir las ondas sonoras en el medio vibratorio elástico que constituye el aire atmosférico. Eso no se produce de manera sencilla. Requiere un período de adaptación al nuevo medio del órgano auditivo, con todas sus complejidades.
Pero antes de consumarse esa transformación ha debido producirse la gestación de ese órgano de filtraje que constituye el aparato auricular del homúnculo.
Algunos sonidos de voz soprano, convenientemente amortiguados, derivarían de la voz materna transmitida a través de su cuerpo convertido en caja de resonancia, en instrumento musical sui generis, en violoncello viviente. El instrumento se correspondería con el tamaño del tronco torácico femenino, con las costillas como protección y filtro, con la pelvis como sustento del porte erguido de la mujer embarazada.
Se ha dicho, sobre todo en la teoría de Jacques Lacan, que el lenguaje se instituye «en el nombre del padre», en esa órbita paterna y falo-crática que exige la creación de un imaginario constituido a través del «estadio del espejo», ámbito de las identificaciones.
Pero existe un mundo anterior, previo en sentido lógico y simbólico: ese ser antes del ser que evoca Platón en su leyenda de Er, al final de La República, y que las filosofías de la existencia eludieron del modo más imperdonable.
Se trata de un pre-mundo que goza de significación sonora. Si el lenguaje es signo de identidad de la voz paterna, la música procede de un «matriarcado acústico» (Alfred Tomatis, Peter Sloterdijk) que se le anticipa y adelanta. La música da cauce articulado a la voz que desde lo matricial resuena.
EUGENIO TRÍAS
ABC 11/4/2010. p 3

viernes, 26 de mayo de 2017

Josep Pla: "La insatisfacción de la filosofía" (Destino, 30 de noviembre de 1946)


Josep Pla en Atenas, 1923.
Fundació Josep Pla, col. Ed. Destino
LA INSATISFACIÓN DE LA FILOSOFIA
Leo que el Santo Padre ha recibido en audiencia pública a ciento cincuenta filósofos de no sé cuántas naciones —debe tratarse sin duda del paquete filosófico del Congreso de Roma, y la noticia es realmente abrumadora. ¿Hay en el mundo ciento cincuenta filósofos? Profesores de filosofía hay muchos más, desde luego, ¿pero filósofos? Podría muy bien ser. Claro está, que las vicisitudes de la época, tan dolorosa, peligrosa y escuálida, hubieran metido en razón a algunos espíritus que vivían en la frivolidad a pesar de contener una auténtica profundidad filosófica. Si ello fuera cierto, nos encontraríamos ante casos de «conversión a la filosofía» lo cual sería una excelente noticia, una agradable noticia. No puede, me parece, explicarse el telegrama de Roma de otra manera. Ciento cincuenta filósofos son muchos filósofos para que su aparición pueda explicarse por razones de generación espontánea, estos hombres han debido de convertirse a la filosofía.
Habiendo sido desde mi adolescencia un badulaque de la filosofía y un admirador de los filósofos, he podido con este motivo presenciar el curioso fenómeno de ver cómo la gente de nuestra época se separaba y se desinteresaba de una manera deliberada y fría de las enseñanzas de los filósofos y de la filosofía. Al principio me pareció que una tal actitud tenía como causa la beocia del público y su habitual indiferencia y ceguera. Pero luego, centrando más las cosas, y siempre partiendo de la base de qué esas cosas no pueden tener interés más que para una minoría, para los pocos felices, para decirlo en inglés, me pareció que el despegue del mundo moderno hacia esas actividades respondía a una real insatisfacción —a una insatisfacción no por la filosofía misma porque la filosofía hace, pobrecita, lo que puede sino por sus habituales cultivadores profesionales o por los que escriben sobre ella, por los llamados filósofos— que los llamamos así por simple pereza mental, ya que han dejado de serlo, en el ánimo de las gentes, desde hace mucho tiempo. Y cuando traté de explicarme la causa de la insatisfacción que en el mundo de hoy producen los filósofos, me encontré con lo siguiente:
Un filósofo ha de ser un hombre que viva de acuerdo con lo que predica. La importancia de un filósofo proviene del hecho de estar si no en la verdad misma, al menos en los alrededores de la verdad. Esa es la raíz de la grandeza del filosofar y de la importancia que esa actividad confiere al que la cultiva. En virtud de la situación que el filósofo tiene por su lacerante, penosa y peligrosa obsesión, se considera de la mayor elegancia que el filósofo increpe a sus semejantes, que les eche en cara su ignorancia y su grosería, que haga y deshaga a su arbitrio —que no es, desde luego, tal arbitrio, porque estando el filósofo en la verdad o en sus aledaños, no puede haber en su tarea más que una escasísima cantidad de capricho. Yo les aseguro a ustedes que es infinitamente agradable verse tratado de ignorante y de asno por un filósofo auténtico. Eso forma parte del grupo de sensaciones más agradables que se pueden percibir en la vida. ¿Se imaginan ustedes el placer que debieron sentir, la norma que debieron aprender los que tuvieron el honor de ser arremetidos por un Sócrates, o por un Platón, por San Agustín o por Santo Tomás, por Llull o por Spinoza? Esos hombres podían hacerlo, estaba en la naturaleza de las cosas el que lo hicieran y que lo hicieran con la mayor claridad y rudeza posible. En esa rudeza estaba la elegancia de la filosofía. La brutalidad dialéctica de Sócrates contra Protágoras, el sofista, tiene una elegancia que no será jamás superada ni por los poetas, ni por los sastres, ni por las señoritas. Sin esa fascinación que la luz de la verdad o de sus alrededores, a través de un ser humano, produce en las gentes, no puede haber filosofa. Podrán existir profesores de filosofía dedicados, cobrando su nómina puntualmente, a promover entre la juventud el horror de la filosofía. Pero filósofos y filosofía no podrá haberlos. La filosofía es la verdad —o más o menos— aderezada fascinadoramente. Esa fascinación la alcanza el filósofo solamente cuando vive de acuerdo con sus increpaciones, con sus arremetidas, con lo que predica y cuando predica las formas de su vida. Si no hay esa unidad elemental y previa, el filósofo se convierte en un ser humano cualquiera, en uno cualquiera de nosotros, pobres seres débiles, groseros contradictorios y desprovistos de trascendencia.
Puede darse el caso de un filósofo que no tenga nada que predicar por su cuenta y se limite a repetir —el caso es frecuente— lo que los demás han dicho. No vayan ustedes a creer que yo me empeñe en pedir coherencia, si no puede haberla por falta de uno de los elementos. En ese caso, el filósofo ha de actuar de acuerdo con lo que de los demás predica. Si Santo Tomás predica la prudencia y somos tomistas lo más natural es que seamos prudentes. Si Kant nos propone vivir de acuerdo con la música de las esferas y nos llamamos kantianos o neo-kantianos, no sería razonable que nos afiliáramos a la filosofía que defiende el casino político de la acera de enfrente. Uno puede, pues, predicar la filosofía propia o la filosofía ajena. En definitiva, eso importa poco. Lo que conviene es que en todo caso —y de ello depende la grandeza del filósofo y la fascinación de la filosofía— se produzca una coherencia entre la conducta y lo que se postula o predica.
Esa es la idea que la cultura nos ha dado de los filósofos antiguos, lo que nuestra memoria contiene sobre ellos, y esa noción parece indestructible. Esos filósofos mantienen una perenne actualidad porque en ellos sospechamos la coherencia a que aludíamos. ¿Que ello es una venerable antigualla inservible? ¿Que todo eso puede estar absolutamente pasado de moda y que en la actualidad se entienden las cosas de otra manera? ¿Qué debería hacerse todo lo posible para colocar las cosas sobre otro plano que permitiera al filósofo predicar, de un lado, los más excelentes principios de la moralidad y de la elegante convivencia, y de otro, matar a su madre si ello se terciare y le conviniere, por la razón que fuere? Todo ello podría estar en el ánimo de muchas personas. Podrá ser la tendencia de los filósofos modernos. Podrá ser incluso, dentro de unos años la realidad pura y simple. No lo niego. Pero por el momento no estamos todavía en ello. Al contrario. El desvío que la gente siente por estas cosas, la insatisfacción que ante ellas percibe, es la constatación de una falta de paralelismo entre la conducta y los principios. Nuestra época —salvo todas las excepciones que ustedes digan y más de las que ustedes pueden decir— habrá visto esta cosa terrible: el desplazamiento del arte de juglería de sus posiciones tradicionales al campo de la filosofía. Existe la fundada impresión de que las zonas de reclutamiento del juglar —el arte, la poesía la curiosidad, el diletantismo— se han consideradamente reducido y que, en cambio, el oficio de filosofar ha dado bufones, aduladores, enanos y charlatanes grandísimos. Los ha dado también en número considerable, el eruditismo. ¿Causa de ese desplazamiento? ¿Sera por la dureza de las condiciones de la vida? ¿Será que los filósofos de hoy consideran que la primera base de la filosofía es tener lo que se llama las entradas decentes? Repito: no lo sé. Pero los hechos me parecen indiscutibles. Me parecen además, típicos del momento presente, y por eso son dignos de ser recogidos.
Es de suponer que algún día podremos leer las actas del Congreso último de filosofía. Estas actas interesan desde un punto de vista, o sea para ver los progresos que se han hecho en los últimos años en la técnica de disociar lo que se predica y lo que se hace. Toda la corriente filosófica moderna tiene ese sentido. No tiene otro problema. No puede, quizá, tener otro. Yo sospecho que los progresos realizados, sobre todo en algunos países, han sido inmensos.
José Pla.
Destino (Calendario sin fechas). 
Año X, nº 489 (30 de noviembre de 1946)

Entrevista de Daniel Capó Laisfeldt a José Jiménez Lozano (Nueva Revista, Mayo 2016)


El escritor José Jiménez Lozano, en la ermita de la Lugareja de Arévalo (Ávila)
J. Jiménez Lozano: “Nadie está obligado a sumarse a una crisis espiritual

por Daniel Capó Laisfeldt

Larga conversación con el premio Cervantes a raíz de la publicación de sus nuevos diarios, Impresiones provinciales (Confluencias).

José Jiménez Lozano (Langa, 1930) es uno de los escritores españoles más relevantes del último medio siglo. Distinguido con el Premio Cervantes en el año 2002, la obra de Jiménez Lozano toma cuerpo y anuncia su verdad precisamente en esa intersección en la que se concretan las pequeñas verdades de los anhelos, las miserias, los gozos y las alegrías del hombre. A raíz de la publicación de sus nuevos diarios, Impresiones provinciales (Confluencias), conversamos con José Jiménez Lozano sobre su obra y los grandes temas que alumbran su literatura.

-Su trayectoria como dietarista es larga, ya desde los lejanos Los Tres Cuadernos Rojos, un libro que resultó seminal para la dietarística española. ¿Qué le incitó entonces a llevar y publicar un diario y qué cree que aporta este género, en apariencia menor, a la literatura de un país?

No tengo ni idea de por qué se me ocurrió publicar lo que, en realidad no es un diario, ni un dietario, sino pequeños apuntes o notas sobre la naturaleza, algo que me cuentan o que leo o veo, pero no pensé nunca en aportar nada a la literatura. Por lo pronto, no sé si son literatura exactamente. Me es más que suficiente con que, a quien lea esas páginas, le interesen o le susciten una cavilación o una melancolía.

-En Los Tres cuadernos rojos aparecen muchos de los temas que conforman la particular mirada de José Jiménez Lozano. Una de estas ideas cruciales es el sentido casi artesanal del valor de la literatura. Usted ha afirmado que “el escritor es alguien que no tiene apenas nada propio, pues todo se le regala y se le da”. Y también que la misión del escritor consiste en entregar de nuevo aquello que ha recibido, de modo que formaría parte de una cadena.  Si le entiendo bien, usted se refiere al valor de una tradición que nos sustenta y de la cual nos alimentamos. ¿Hoy en día, en cambio, asistimos a un eclipse de la tradición y me atrevería a decir que también del sentido artesanal de la vida?

Efectivamente, he dicho que al escritor se le concede todo, porque no es de la nada de dónde saca sus historias o sus poemas, sino que, como decía Henry James, tiene el don “de imaginar lo desconocido por lo conocido, de averiguar la implicación de las cosas, de juzgar el todo por una parte, la cualidad de sentir la vida en general tan intensamente que va bien encaminado para conocer cualquier rincón especial de ella”. Así parece que funciona un escritor. Y también creo que de algún modo nuestra escritura es un eslabón de una gran cadena, desde hace unos cuatro mil años. 

Ciertamente ha habido una siembra de liquidación del pasado, de nuestros pensares y sentires, como si este pasado fuera el equivalente de los anuncios de un periódico de hace dos meses. De tal manera que lo que usted llama el “sentido artesanal de la vida” suena al estilo normal del vivir, heredado de siglos y no diseñado por ideólogos sociales. Y esto, a comenzar por la utilización de la neolengua, y cualquier otro ataque a esos seis pies de territorio o de yo de cada quien y cada cual sobre el que no debe mandar “ni canciller ni nadie”, como decía Monsieur l´abbé de Saint-Cyran. Y hasta los señores de la Revolución Francesa advirtieron muy convenientemente contra la intromisión de la política en la vida diaria, porque fue entonces cuando se comenzó a hablar de política y a polemizar sobre ella, en el comedor. 

Por lo demás, un eclipse, una crisis histórica si es que estamos en una de tantas crisis a las que hemos estado convocados en los últimos cincuenta años- podrá estar ahí, pero nadie está obligado a sumarse a una crisis espiritual, sino que, como decía Eric Voegelin, en aquel su libro sobre El asesinato de Dios y otros escritos políticos, por el contrario, cada uno está obligado a abandonar estas perturbaciones, y por lo tanto no es obligatorio el adamismo actual.

El mundo siempre ha estado dando diez mil vueltas y dará otras diez mil, y muchas más, lleno como está de demasiados filósofos demiurgos como ahora, con miles de ideas adámicas a estrenar. Pero también estamos en este mundo quienes nos encontramos bien viviendo nuestra pequeña vida y no en un mundo diseñado y rediseñado desde años, o en “la Casa del señor Hegel” que decía Martin Buber, pero yo no querría mezclar al señor Hegel en este asunto.

-La otra idea clave que recorre su obra es la mirada que se dirige hacia la desgracia como fuente de sentido. Usted ha escrito, por ejemplo, que “la verdad sólo ha hecho su aparición como desgracia e irrisión”. En sus Confesiones, la escritora rusa Marina Tsvietaiéva anota algo muy parecido: “el don” escribe “de reconocer el sufrimiento de las cosas”. Quizás exista una tradición de la piedad en la escritura que actúa como una memoria del bien. Del bien, diríamos, que subsiste a pesar de todas las evidencias del mal en la Historia.

Ciertamente, como decía Simone Weil, los seres de desgracia están más cerca de Platón de lo que jamás pudo estarlo Aristóteles, y la medida de grandeza literaria era, para ella, las muy contadas obras literarias capaces de demostrar la desgracia humana. Y, por lo demás, es una evidencia que la verdad aparece en el mundo como una realidad de debilidad y desgracia, y en cualquier confrontación lleva las de perder, aunque ahora “una vez más el mundo al revés” se comienza por negar que exista la verdad, y si alguien enuncia una mera y humilde constatación de lo que de este modo estaría probado como verdad, resulta que ello es una intolerable autoridad. Todo recuerda un poco aquellas predicaciones del barroco que advertían que el hombre era menos que nada, porque, si fuera nada, sería algo.

Y, en cuanto a la piedad con la desgracia humana, puede recordarse que ya dijo Bajtin a sus jueces que él tenía que reprochar su régimen político sobre todo un hecho: que no tenía sentido de la desgracia ni de la piedad, que en último término cuenta como una categoría del mero conocer la realidad. Y, en este sentido de la desgracia y de la piedad se incluye también la presencia de la alegría y la ironía “a pesar de las evidencias del mal en la Historia”, como usted dice. Para destruir a éste, en lo posible. Y, desde luego, en homenaje de las víctimas. Una ironía puede devolverlas el honor, y hasta presentizarlas, como cuando se decía que en los dominios de España no se ponía el sol, y se añadía, tras un silencio como oracional: “Ni el hambre”.

-En sus memorias, John Lukacs nos habla de la mirada burguesa que, en cierto modo fue la mirada del cristianismo entendida como una mirada sujeta a la luz de la intimidad. Esa doble idea apunta en la dirección de la importancia de la mirada velada y frágil para entender la sustancia de lo humano y que se enfrenta a la mirada “sin lágrimas”, que diría Chalier. ¿Cabe imaginar un mundo sin esa luz de la intimidad? ¿Un mundo sólo alumbrado por los focos de neón?

No, no es fácil imaginar un mundo sin intimidad y sin conversación y, aunque los grandes totalitarismos dieron grandes pasos enormes en la liquidación de esa intimidad o recogimiento en ?la sustancia de lo que es humano?, no pudieron abolirlo, precisamente por esto: los momentos de revivencias, sueños y pesares o esperanzas, la conversación, la confidencia y el momento de “in angulo cum libro” o el rinconcillo de leer y restañarse de los esquinazos del vivir, son la sustancia misma del vivir.

Esto era lo que se trataba con la supresión de los cafés en Viena o Praga, donde eran media vida social, exactamente como con las censuras de ciertos libros y la politización de la escritura. Y, por ejemplo, cuando alguien quiso interceder por Romano Guardini para que no se le quitara la cátedra, argumentando que no hablaba nunca de política, la autoridad competente contestó: “Precisamente por eso

Esa autoridad, del régimen nazi en este caso, sabía muy bien que la cultura de un pueblo debía confundirse con la del Estado y toda la existencia humana debía ser regida o interpretada por la política, fuera de ésta sólo la nada.

-En su último diario, Impresiones provinciales, usted escribe “La gente de mi edad ha asistido como en primera fila a toda este deflecamiento o reniego cultural de Europa, y a la politización de la burbuja posmoderna, y a todas sus prohibiciones culturales y existenciales y hasta de lenguaje dentro de ella. Y a las liquidaciones de los herejes sambenitados de distintas maneras”. Me gustaría preguntarle por este reniego cultural. ¿Qué le ha sucedido a Europa para caer en este proceso de auto-odio? ¿Se trata de una consecuencia del triunfo de las filosofías de la sospecha y de la corrección política o hay algo más?

Seguramente de trata en gran el triunfo de esas filosofías en las clases dirigentes europeas que luego se ha extendido y democratizado como la última conquista de la recién descubierta verdad de la que a la vez se dice que no existe. Y esta verdad-no verdad destruye toda la herencia intelectual, estética y moral europea, que comienza a renegarse y a odiarse. Y un reniego y odio y autodesprecio tales de la vieja Europa se han convertido hasta en cédula acreditativa de pertenecer a la “intelligentsia”, y desde luego de ser modernos, y esto es todo un halago para muchos.

Y luego también está ahí esa especie de cansancio del vivir que se da en sociedades con experiencia del vivir fácil, desahogado y tedioso que busca aventura, como lo dicen  las palabras de aquel pequeño rey godo, Teodorico, refiriéndose a los romanos  decadentes: “Los romanos idiotas quieren ser bárbaros, pero los barbaros inteligentes quieren ser romanos”. Dulces suicidios, doradas eutanasias, eróticos delirios de un banquete de Trimalción, o de cualquier otro poderoso, al final de los cuales se sacaba un esqueletito humano para poner una cierta pimienta en el aburrimiento digestivo.

-El eclipse de Europa va de la mano de la crisis del cristianismo como elemento vertebrador de la cultura y de la sociedad. Usted vivió en primera persona y con cierto optimismo el aggiornamento del Vaticano II. ¿Qué lectura hace de la evolución del catolicismo en este último medio siglo y su obsesión, a favor o en contra, con el zeitgeist de la época?

El cristianismo, aparte de una fe, es un cultura que hizo Europa: el mundo de los evangelios, más los judíos, más los griegos, más los romanos, más todo lo que ha producido este “totum” y su devenir. Sólo hace falta recordar el modo de ser protestante o papista. Vidas y expresiones artísticas y hasta de cocina tan distintas. Y el hombre racionalista, cristiano o no, pero igualmente europeo. No se puede arrojar todo esto por la ventana sin que se cometa una necedad o una locura, y sin terribles consecuencias de todo tipo.

Es en el siglo XVIII cuando las minorías sociales rectoras se desprenden con alegría del cristianismo, porque han pensado que el cristianismo, y todas las religiones, son unos fantasmas culpables de toda violencia e irracionalidad. Ellos encendieron una palmatoria, como dice Jacques Lacan, y los fantasmas se disiparon, y así este racionalismo, iluminista pero no cognitivo, acabó por triunfar ampliamente.

Más adelante, vino la cuestión de la ciencia y de la historia como catapultas contra el cristianismo, o la exégesis bíblica Y, como dice el profesor Pierre Chaunu, hasta la Biblia ha quedado muda, y puede hablarse de que de la inerrancia bíblica se ha pasado a una inerrancia de la Ciencia, que es “una inerrancia de geometría variable de verdades sucesivas”. Y el caso es que los señores cristianos parece que han quedado muy satisfechos y contentos.

Pongamos luego, como alegórico el recuerdo del Viernes Santo de 1913, en que un tío abuelo por cierto de Jean Paul Sartre, abandonó Europa para irse a África. Se llamaba Albert Schweitzer y era médico, teólogo, pastor y gran intérprete de Bach, que dijo de sí mismo que “familiarizado con el miedo, el odio y la falta de fe disfrazada de religiosidad que impregnan el continente” europeo, decidía irse a vivir en África “un cristianismo sin palabras”.

Luego todo transcurrió, en la relación entre Iglesia y mundo, en mejor o peor vecindad, o un dejar de lado las cosas, durante bastante tiempo; incluso si, desde luego, estuvo ahí el problema del modernismo cerrado en falso, y por fin llegaron, con el Vaticano II, los aires de un gran optimismo. Pero entonces comenzó una especie de apresurado “ralliement” o aproximación al espíritu de los tiempos, y toda una serie de interminables repliegues: “como un ejército en retirada”, según me dijo varias veces en los años ochenta un prelado español muy amigo, hoy ya difunto.

Durante el Concilio mismo, recuerdo las ironías de una  escritora italiana, que aseguraba que no veía la razón de las Curias de Juan XXIII y Pablo VI en buscar algún tipo de entendimiento con una modernidad ya herida de muerte y con un marxismo real al que le quedaban poco más de veinte años. Y ahora podemos comprobar la exactitud de aquel diagnóstico, y entender los sarcasmos de otro escritor, Evelyn Waugh, en su guerra en defensa del esplendor y la belleza de la antigua liturgia, frente al arzobispo de Westminster, el cardenal Heenan, y frente a Roma. Aunque pronto comprobó que había perdido: “El Concilio Vaticano ha podido conmigo. Todavía no me he rociado de gasolina y no me he prendido fuego, pero tengo que aferrarme tenazmente a la fe sin ninguna alegría”, dijo. Aunque, ciertamente, ya no vivió mucho más para ver otras tristezas, como el también eximio escritor Julien Green nos confesó.
-Ernst Jünger, al final de su vida, escribió un libro titulado La Tijera, donde reflexiona sobre los efectos empobrecedores de la poda sobre el lenguaje y la cultura. En una de las notas de su diario que se encuentran al principio de Impresiones provinciales podemos leer un párrafo que va en línea con el ensayo de Jünger. Así, usted señala que “la persona humana ha sido rebajada y minimizada a una sola dimensión: la de su condición ciudadana. [?]. Significa que el hombre no tiene sino una naturaleza política, y por eso cuenta. No como persona ni como hombre. Hombre y persona quedan confiscados y socializados por la política”. Yo le preguntaría, ¿en qué se distingue la persona del ciudadano? Y también, ¿al politizar en exceso la vida no nos estaremos adentrando en un mundo definido por las categorías schmittianas, que solo distingue entre los amigos y los enemigos?

Si se afirma que la naturaleza del hombre es esencialmente política, estamos en pleno totalitarismo, como hemos comentado más arriba, pero la llamada democracia burguesa considera que ser ciudadanos es la condición social del hombre, más racionalmente reconocida, pero que el hombre primero es hombre y luego ciudadano. Aunque ahora parece que volviéramos a aquella identificación entre hombre y ciudadano y, por lo tanto, ya estuviéramos en una vía más de liquidación de lo humano e imperio de la política.

Respecto al idioma del totalitarismo o que lleva a él, hay que decir que es el llamado “lenguaje de madera” y también el lenguaje “políticamente correcto” que nos permite denominar a la pena de muerte “defensa suprema de la vida” y “reordenación urbana” a expulsar a los menos adinerados de su tradicional hábitat, et. Ya Tucídides, cuando la guerra de Corcira, en el Peloponeso, hizo notar que debían llamarse asesinatos a los que habían sido asesinatos.

-Una última cuestión, de raíz casi sapiencial. Al final de su vida le preguntaron al director de orquesta Sergiu Celibidache si había esperanza. Él contestó: “¡Por supuesto! El jardín de Dios es inmenso y siempre fértil. Siempre habrá música”. Para José Jiménez Lozano, ¿cuál es la clave de la esperanza?

En principio podría decirse que la esperanza es un mal, un recurso, la sierpe escapada de la caja de Pandora y, por tanto, que toda esperanza humana es un sueño como mucho, y que la esperanza es solamente teológica. Pero, si parece una evidencia la pequeña bondad humana de la que hablaba Vassili Grossman, y se nos testimonia en los peores momentos, también hay entre los hombres una esperanza, la indestructible esperanza del almendro que se obstina milenio tras milenio en ofrendar su flor aunque será casi siempre amortecida por el hielo. Es una esperanza contra toda esperanza como la de Abram, y es lo que nos constituye como hombres más que ninguna otra cosa. Y esto debe resultar inexplicable para quienes, siglo tras siglo, juegan con la esperanza humana y se ríen de ella, como de la confianza de quienes entraban en la cámara de gas antes de que se supiese que no eran una ducha. Debió de resultar algo de mucha risa y jolgorio ver cómo los convocados a la ducha confiaban.

Hobbes pensaba que sabemos que somos iguales porque nos podemos matar, pero no es menos cierto que una prueba de esa igualdad radical del género humano es que tenemos esperanza y podemos matar la esperanza de los demás y reírnos de ella. Pero también comprobar que es indestructible, incluso machacada o reducida al absurdo. Es la esperanza contra toda esperanza de Abram, que hizo reír a Sara. Y Péguy decía que la esperanza era como una niña, pero sólo ella, absolutamente sólo ella, puede empujar la Historia, y esta realidad es un hecho bruto y material, que Ernst Bloch se encargó de hacer notar a los señores liberales y a sus propios compañeros marxistas.


Mayo 2016 - Nueva Revista número 157.