Nuestra época no es ni de
fe ni de incredulidad. Es una época de mala fe, es decir de creencias impuestas
por la fuerza, por odio contra otras creencias, y sobre todo por falta de
verdadera creencia. Es la época de las «mentiras útiles», de las
ficciones perfectamente conscientes en los que las fabrican y en los que las
aceptan, pero que ocupan pronto el lugar de la verdad simplemente porque son
útiles, de empleo fácil y universal, de tal manera que terminan por constituir
un lenguaje en el que el hombre verídico se encuentra fatalmente cogido en la
trampa.
Cambios en la
colectividad
Naturalmente, este
fenómeno apenas concierne al individuo, que en su vida privada mantiene la
dosis de rectitud y de veracidad que considera como deber suyo o esa mixtura de
sinceridad y de ficción que juzga buena a la marcha de sus asuntos. Se puede
admitir fácilmente que los individuos cambian bastante poco bajo la influencia
de las modificaciones del ambiente, y que en ellos la proporción de buenos y
malos, de verídicos y de trapaceros, de honrados y de bribones continúa siendo
casi la misma. Por el contrario, lo que ciertamente cambia y lo que sin duda
alguna modifica, sino la naturaleza del individuo al menos la calidad y la
forma de sus relaciones con los otros, es la manera de ser de la colectividad.
La colectividad —la
sociedad de los hombres— no es la suma de los individuos; tampoco es el
conjunto de las instituciones políticas y jurídicas, ni se reduce a las formas
de la vida económica y cultural. En un cierto sentido, que después de todo es
necesario considerar como esencial, la sociedad es la resultante de las
creencias en torno a las cuales los miembros de una comunidad se ponen de
acuerdo o entran en conflicto. Las creencias son el tejido conjuntivo de la
sociedad, simplemente porque más allá de toda circunstancia material aquellas
constituyen el lazo de las conciencias. A causa de esto, la vivacidad o la
apatía de las creencias son el signo más cierto del vigor o de la corrupción de
una sociedad.
Hoy día nuestra sociedad,
la sociedad europea, vive por lo que respecta a las creencias que han hecho su
grandeza en un estado de mala fe generalizada, pudiendo datar con precisión el acontecimiento:
remonta al 2 de agosto de 1914, comienzo de la primera guerra mundial.
Esta afirmación puede
parecer dogmática. Desde luego, merecería ser justificada por una larga
demostración y múltiples argumentos. Me limitaré a un solo aspecto, que trataré
de resumir diciendo que la primera guerra mundial rompió la única creencia que
en Europa había logrado sobrevivir a las decadencias de las fes religiosas: la
creencia en el progreso de la humanidad. Y esto no sólo en el espíritu de los
intelectuales —que desde hacía al menos treinta años habían previsto la crisis—
sino asimismo en la conciencia del gran número, de las masas humanas a la greña
con el acontecimiento, y, en consecuencia, en la sociedad entera y tomada en su
conjunto.
La creencia en el progreso coincidió durante mucho tiempo con la fe en la ciencia y en la razón. En la hora actual se me antoja evidente que la voluntad de conocimiento y de racionalidad no implica necesariamente la fe en el progreso. Esta fe admite por sostén un fermento, indudablemente religioso por su naturaleza, siendo así que la razón y la ciencia, que son quienes garantizan el «progreso», se proponen llegar a ser socialmente fecundas; substituir en pleno derecho y por completo las funciones de la fe religiosa y la obra de las iglesias. Lo que ha habido de religioso en la idea del progreso de la humanidad mediante la acción del hombre mismo, fruto de una convicción sólida no acreditada ni modo alguno puramente racional, es la seguridad de que entre el orden, de las cosas y las esperanzas del hombre existe una armonía preestablecida; que ambos son parles integrantes del mismo proceso de evolución y que, en suma, la historia natural y la historia humana, mutuamente solidarias, profesan en necesario concierto formando una realidad única cuyas leyes sen descubiertas por la razón a través de la experiencia, y que la razón práctica debe saber imponer.
Esta fe no es
forzosamente optimista. Señala más bien un deber absoluto, que prescribe al
hombre de actuar en. el sentido que ella indica, el de la única verdad surgida
después que la verdad cristiana se convirtió en dudosa primero, y en evidentemente
ineficaz después. La creencia en cuestión no afirma que inevitablemente las
cosas irán cada vez mejor; simplemente afirma que no existe límite alguno
preestablecido a la mejora moral y material de la condición humana. El
conflicto, el dolor y el mal se reconocen como inevitables, más contra ellos la
última palabra pertenece a la voluntad creadora del hombre. Voltaire se burlaba
de la Providencia, pero compartía con Mozart el entusiasmo por esa visión
esencialmente generadora de alegría. Leopardi maldecía la Naturaleza madrasta y
detestaba la idea de progreso, más descubría justamente en el dolor universal
la norma de una alianza, también universal, de los hombres contra el mal común:
la nostalgia de las esperanzas valerosas y eficaces fue el límite de su
pesimismo.
De esta fe en la
actividad victoriosa del hombre nació la democracia moderna, y sobre dicha fe
convertida en voluntad religiosa de palingenesia se fundó el socialismo.
Este socialismo —interesa el recordarlo y el repetirlo— no nació ya hecho de la
cabeza de Carlos Marx, sino que fue ante todo la fe y la esperanza de los
humildes, surgidas de su sufrimiento, cuando a las leyes de hierro de la edad
industrial se añadió para ellos esa buena noticia de que el orden social no era
ni eterno ni divino y que podía y debía convertirse en un instrumento de la
razón, y por tanto de la felicidad humana.
La destrucción de la fe
¿Por qué la guerra de
1914 destruyó esa fe? ¿Es qué una fe puede ser destruida por un hecho, por
catastrófico que sea? A esta última pregunta, la respuesta general es negativa;
pero es positiva en lo que se refiere a esa fe y a ese
hecho, ante todo porque la guerra, por sí misma, arruina esencialmente la
confianza en la evolución, sino enteramente pacífica al menos no catastrófica,
de la sociedad, y sobre todo en el poder de la razón humana de dominar los
acontecimientos. Fue una guerra insensata, que sacrificó millones de vidas en
aras de objetivos a la par mezquinos y grandiosos: por una rectificación de
fronteras o por una paz perpetua, según uno se coloque en el plano del «realismo»
de los gobernantes o que se tome en consideración las palabras que esos mismos
gobernantes estaban obligados a pronunciar al objeto de justificar ante los
puebles la enormidad de la matanza. Finalmente ningún objetivo fue alcanzado,
ni tan siquiera les más irrisorios, puesto que ni se halló criterio bastante
neto para determinar el lugar de los postes fronterizos.
La confianza en la
evolución o incluso en la más sutil de la dialéctica de los acontecimientos,
pudieron subsistir tanto tiempo como subsistió una cierta medida entre los
objetivos proclamados y adoptados y el resultado definitivo; entre las
esperanzas o las ilusiones que se alimentaban mientras hacía estragos la
brutalidad del hecho y el final del drama, tal como podía verse. Mas cuando
entre las esperanzas y la solución final, entre los objetivos proclamados y los
objetivos realmente alcanzados, se vio que no había ni medida ni relación,
entonces lo que se hundió no fue tan solo la creencia ilusoria en la sabiduría
de los gobernantes, sino la fe misma que hasta entonces se había mantenido
contra viento y marea más allá de los límites de lo que se podía esperar.
Alcanzado este límite, la fe cae por sí misma en minas, sin que el individuo
tenga conciencia de abandonarla o de transformarla en un culto vacío. Ella se
corrompe y se destruye, por el solo hecho de que comienza a no ser ya
verdaderamente posible, es decir auténtica y firmemente mantenida frente a
todas las circunstancias. Por mi parte, me siento tentado a afirmar que la
creencia no solamente en el socialismo sino en una democracia verdadera, se
hundió en Europa cuando el primer socialista y el primer demócrata sincero, en
presencia del hecho de la guerra mundial, viéndose obligados a elegir entre sus
convicciones reales y el estado de necesidad, se plegaron, desalentados, ante
la necesidad.
A partir de ese día, no
fueron solamente los intelectuales los que en Europa se encontraron en estado
de «nihilismo», sino la sociedad entera. Esta se halló —por lo que
respecta a esa realidad decisiva que es la realidad de la conciencia— obligada
a pensar que ninguna creencia vale verdaderamente nada frente a los hechos
cumplidos. En efecto, un límite puramente ideal separa lo que puede ser un
simple estado de alma de duda y de desánimo pasajeros, de esa confusa y fatal
decisión que consiste en esta conclusión: ninguna creencia tiene valor y sólo
lo tiene la voluntad de realizar hechos, y, con o sin fe, el que ejecuta hechos
tiene razón, en el sentido de que se forja a sí mismo su propia razón. Este
paso fue audazmente franqueado por hombres de acción. Y se asistió a lo que yo
denominaría las «restauraciones ideológicas»: comunismo, fascismo,
nazismo.
Lo que distingue las «restauraciones
ideológicas», es la mala fe. Cada uno de estos movimientos, producto de la
crisis mortal de una creencia colectiva, pretende restaurarla in abstracto
y realizarla íntegramente, como si no dependiese de nada; al propio tiempo, cada
uno de ellos se niega inaplicablemente a ser medido o limitado por las normas
de la fe en que pretende inspirarse. Y es que esa fe, en tanto que tal, es
juzgada simplemente inapta.
De esto, no existe nada
más grandioso ni ejemplo más claro que el comunismo, surgido como reacción
radical ante la bancarrota del socialismo evolucionista y filantrópico del
siglo XIX, y que se definió como la voluntad de realizar íntegramente los
ideales, sin tener cuenta más que la forma utilitaria de la substancia misma de
esta fe. De hecho, el comunismo contemporáneo tiene dos características fundamentales,
ambas enunciadas por Lenin. La primera es que el socialismo se realiza por la
voluntad esclarecida del pequeño número; la segunda es que, en el curso de la
acción, no existe principio ideal alguno que deba ceder al criterio de la
oportunidad. Existe entre tales normas y la antigua fe socialista una
contradicción esencial; de hecho ya no se trata de fe sino de implacable
voluntad.
Triunfo de los sucedáneos
No debe de sorprendemos que a falta de buena fe triunfen sus sucedáneos. Un intelectual en la duda puede replegarse sobre sí mismo y reflexionar, admitiendo claro está que pueda y sepa resistir a las presiones que se ejercen sobre él, al igual que sobre todo el mundo. Pero las sociedades no se repliegan sobre sí mismas de esta manera: las sociedades no viven de dudas, sino de actos y de hechos. Y dado que los actos y los hechos tienen que justificarse, las sociedades exigen razones, verdaderas o fingidas. El famoso primum vivere es, para el individuo, el principio de la abdicación. Sin embargo la colectividad que, arrastrada por los acontecimientos y su fuerza mayor, ha perdido el sentido de las esperanzas generosas y de la opiniones firmes, obedece fatalmente a su ley de inercia. El gran número, la mayoría, es decir la masa —si nadie la alienta y no la ayuda verdaderamente— vive en estado de necesidad. Mas es un error vulgar y particularmente ciego pensar hoy día que las necesidades a que obedecen las grandes masas son sólo materiales. Lo que caracteriza la Europa de ambas postguerras, es el hecho enorme de masas sedientas de ideal, que siguen inevitablemente a los que ofrecen la ilusión más grandiosa, o la ficción más grosera. «La multitud quiere ser engañada», dice la brutal máxima latina. Pero, en el hambre de esperanza y de fe que empuja a las masas modernas a alimentarse de engaños enormes se halla, desfigurada y envilecida, la esencia misma de la grandeza humana.
Por lo tanto no es sobre
las masas que podemos descargamos del peso de la desilusión y de la duda en que
hoy pasamos una gran parte de nuestra existencia, nosotros los intelectuales.
Bien sabemos que es una carga que es necesario asumir tanto tiempo como sea
necesario. Mas tampoco podemos limitarnos a denunciar los falsos profetas y
considerar nuestra tarea como cumplida una vez acumulado contra ellos las
pruebas de su falsedad. Los falsos profetas llevan en ellos mismos la Némesis
que los perderá; no somos nosotros, los intelectuales, los que debemos
convertimos en instrumentos del Destino.
Existe una clase de
personas, empero, hacia las cuales nosotros, individuos que hacemos una
profesión del velar por el sentido de las cosas, por la exactitud de las
palabras y por la conveniencia mutua de las formas, tenemos pleno derecho a ser
severos: es justamente nuestra propia clase. Si existe un deber al que no
podemos fallar sin degradación, es el de denunciar en nosotros las ficciones y
no reconocer a las «mentiras útiles» el título de verdades. Para esto,
no es necesario que paseamos o creamos poseer nosotros mismas la verdad. La
exigencia de la duda basta, o más bien la facultad de plantear cuestiones. Y el
hecho social bastante grave de la ausencia, hoy día, de una creencia que sea al
mismo tiempo auténtica y eficaz, no nos dispensa del deber de resistir por
nuestra cuenta a las creencias prefabricadas y a sus divulgadores.
No podemos faltar a este
deber de resistencia, no sólo porque sus ficciones nos ofenden directamente,
sino sobre todo porque ya es hora que las generaciones venidas a la vida en
estos años de negación violenta y de desprecio del hombre reciban otros
ejemplos que los de la mala fe organizada, y otra alimentación que la de los
sucedáneos de verdades.
NICOLA CHIAROMONTE Cuadernos
del Congreso por la libertad de la cultura nº2, julio-agosto de 1953, pp.
71-74.