1. Cuando en septiembre de
1968 pude pasar unos días en París, traumatizado por la tragedia de la invasión
rusa de Checoslovaquia, estaban allí también Josef y Zdena Škvorecký. Me asalta
otra vez la visión de un joven que, agresivamente, se dirigió a nosotros: “¿Qué
quieren exactamente ustedes los checos? ¿Es que se han cansado ya del
socialismo?”.
Durante aquellos días,
debatimos largamente con un grupo de amigos franceses que emparentaban las dos
Primaveras, la parisina y la checa, envueltas las dos en un mismo espíritu de
rebelión. Esto era mucho más agradable de escuchar, pero persistía el
malentendido:
El Mayo del 68 de París
fue una explosión inesperada. La Primavera de Praga, la culminación de un largo
proceso que arranca del choque que había producido el Terror estalinista en los
primeros años después de 1948.
El Mayo de París,
conducido primero por iniciativa de los jóvenes, estaba impregnado de lirismo
revolucionario. La Primavera de Praga se inspiraba en el escepticismo
posrevolucionario de los adultos.
El Mayo de París era un
cuestionamiento festivo de la cultura europea, vista como aburrida, oficial,
esclerosada. La Primavera de Praga era la exaltación de esa misma cultura
durante largo tiempo sofocada bajo la imbecilidad ideológica, la defensa tanto
del cristianismo como de la negación libertina de toda creencia y cómo no, del
arte moderno (digo bien: moderno, no posmoderno).
El Mayo de París hacía
gala de su internacionalismo. La Primavera de Praga quería devolver a una
pequeña nación su originalidad y su independencia.
Gracias a un “maravilloso
azar” estas dos Primaveras, asincrónicas, salidas cada una de un tiempo
histórico distinto, se encontraron el mismo año en “la mesa de disección”.
2. El principio del
camino hacia la Primavera de Praga está marcado en mi memoria por la primera
novela de Škvorecký, Los cobardes, publicada en 1956 y recibida con el
grandioso fuego de artificio del odio oficial. Esta novela, punto de partida de
una gran trayectoria literaria, habla de un señalado punto de partida
histórico: una semana de mayo de 1945 durante la cual, tras seis años de
ocupación alemana, renace la República checa. Pero ¿por qué semejante odio?
¿Era la novela tan agresivamente comunista? En absoluto, Škvorecký cuenta en
ella la historia de un hombre de veinte años, locamente enamorado del jazz
(al igual que Škvorecký), arrastrado por el torbellino de unos días de una
guerra moribunda cuando el Ejército alemán ya estaba de rodillas, en la que la
resistencia checa se reconstituía con torpeza y en la que los rusos ya estaban
llegando. Ningún anticomunismo, sino más bien una actitud no política; ligera,
descortésmente no ideológica.
Y, además, la
omnipresencia del humor, del inoportuno humor. Lo cual me hace pensar que la
gente ríe de un modo diferente en las distintas partes del mundo. ¿Cómo negarle
a Bertolt Brecht el sentido del humor? No obstante, su adaptación teatral de Las
aventuras del buen soldado Švejk prueba que jamás entendió nada de la
comicidad de Hašek. El humor de Škvorecký (como el de Hašek o Hrabal) es el
humor de los que están lejos del poder, no aspiran al poder y consideran que la
Historia es una vieja bruja ciega cuyos veredictos morales les hacen morir de
risa. Y me parece significativo que sea precisamente con ese espíritu no serio,
antimoralista, antiideológico, como arrancó, al alba de los años sesenta, un
gran decenio de la cultura checa (por otra parte, el último al que podemos
llamar grande).
3. Oh, los queridos años
sesenta; me gustaba decirlo entonces, cínicamente: el régimen político ideal es
una dictadura en descomposición; el aparato represivo funciona de manera cada
vez más defectuosa, pero sigue ahí para estimular el espíritu crítico y
burlesco. En el verano de 1967, irritados por el valiente congreso de la Unión
de Escritores y considerando que el desafío había ido demasiado lejos, los
amos del Estado intentaron endurecer su política. Pero ese espíritu crítico
había contaminado ya incluso a un comité central del Partido que, en enero de
1968, decidió dejarse presidir por un desconocido: un tal Alexander Dubček.
Empezó la Primavera de Praga: con una gran sonrisa el país rechazó someterse al
estilo de vida impuesto por Rusia; se abrieron las fronteras del Estado y todas
las organizaciones sociales (sindicatos, uniones, asociaciones), en su origen
creadas para transmitir al pueblo la voluntad del Partido, se independizaron y
se convirtieron en instrumentos inesperados de una democracia inesperada. Nació
un sistema (sin ningún proyecto previo, casi por casualidad) que carecía
realmente de precedentes: una economía nacionalizada en manos de cooperativas,
poca gente rica, poca gente pobre, la enseñanza y la medicina gratuitas, pero
también: el final del poder de la policía secreta, el final de las
persecuciones políticas, la libertad de escribir sin censura y, por tanto, el
florecer de la literatura, el arte, el pensamiento, las revistas. Ignoro cuáles
eran las perspectivas políticas de futuro de aquel sistema; en la situación
geopolítica de entonces, sin duda alguna eran nulas; pero ¿y en otra situación
geopolítica? ¿Quién puede saberlo?... En todo caso, aquel segundo durante el
que existió ese sistema, aquel segundo fue soberbio.
En Mirákl
(Milagro) (terminada en 1970), Škvorecký cuenta todo ese período, entre 1948 y
1968. Lo sorprendente es que posa su mirada escéptica no sólo sobre la
estupidez del poder, sino también sobre los contestatarios, su gesticulación
vanidosa que iba instalándose en el escenario de la Primavera. Por eso, en
Checoslovaquia, después de la catástrofe de la invasión, ese libro no sólo fue
prohibido, como todas las obras de Škvorecký, sino poco reivindicado también
por los que se oponían al régimen, quienes, contaminados por el virus del
moralismo, no soportaban la libertad inoportuna de la ironía.
4. Cuando, en septiembre
de 1968, en París, los Škvorecký y yo discutimos con amigos franceses acerca de
nuestras dos Primaveras, no andábamos exentos de preocupaciones: yo pensaba en
mi difícil regreso a Praga; ellos, en su difícil emigración a Toronto. La
pasión de Josef por la literatura norteamericana y por el jazz había
facilitado su elección. (Como si, desde nuestra primera juventud, lleváramos
dentro el lugar de nuestros respectivos posibles exilios: yo, en Francia;
ellos, en Norteamérica...) Pero, por muy desarrollado que fuera su
cosmopolitismo, los Škvorecký eran patriotas. Sí, ya lo sé, hoy en día, en
estos tiempos de bailes organizados por uniformizadores de Europa, en lugar de “patriota”
habría que decir (con desdén) “nacionalista”. Pero, perdónennos, en
aquellos tiempos siniestros, ¿cómo habríamos podido no ser patriotas? Los
Škvorecký vivían en Toronto en una casita en la que dedicaron una habitación a
editar y publicar a escritores checos prohibidos en su país. Nada por entonces
era más importante. La nación checa no nació (varias veces) gracias a sus
conquistas militares, sino que renació siempre gracias a su literatura. Y no me
refiero a la literatura como arma política. Hablo de la literatura en tanto que
literatura. Ninguna organización política subvencionaba a los Škvorecký,
quienes, como editores, no podían contar sino con sus propias fuerzas y sus
propios sacrificios. Nunca lo olvidaré. Yo vivía en París y el corazón de mi
país natal estaba para mí en Toronto. Una vez terminada la ocupación rusa, ya
no hubo motivos para publicar libros checos en el extranjero. Desde entonces,
Zdena y Josef visitan Praga de vez en cuando, pero vuelven siempre a su patria.
La patria de su viejo exilio.
KUNDERA, Milan (2009), Un encuentro, Buenos Aires, Tusquets Editores. Traducido del original francés por Beatriz de Moura.