Ernst Jünger en su
contemporaneidad
Por
Vintilă Horia
“Hay que buscar el derecho en los átomos”
Contemplada
desde la línea Goethe-Jünger, la
literatura, como la cultura alemana en general, pueden aparecemos como una
sólida conjura angélica. Y entiendo el concepto de “angélico” como algo muy relacionado con lo que Rainer Maria Rilke
entendía al cantar a los ángeles, tanto en sus Elegías como en otros poemas, no menos comprometidos en este sentido,
como a unos seres más que humanos y menos que divinos, formando algo así como
una hueste superior del conocimiento, destinada a proteger a los hombres en
momentos de peligro, cuando ángeles y poetas nos indican lo que es preciso
hacer en un “dürftiger Zeit".
Me atrevería, incluso, a afirmar que a esta línea, que constituye un frente, es
decir algo destinado al enfrentamiento, pertenecen los alemanes más
representativos de estos últimos dos siglos, empezando por Goethe, pasando por
Hölderlin y Novalis y terminando en lo más luminoso y numinoso de nuestro
siglo: Rilke, Heidegger, Heisenberg, Ernst Jünger y quizá algún que otro poeta,
pensador o científico más, de los que darán cuenta los tiempos venideros con
más sostenimiento que yo. Lo que quiero proclamar aquí es la existencia, por
debajo de las líneas oscuras de la historia del espíritu alemán, como de su
vida histórica cotidiana, de una entelequia, o actualización de un poder
positivo, de una gnosis esencial, cuya presencia liberaría lo mejor de nuestras
posibilidades de actuación, en uno de los momentos más dramáticos y quizá más
desquiciados de la historia humana. Creo, bajo la firme responsabilidad de esta
afirmación, que Europa es esta línea
y no otra y que la forma de un futurible europeo valedero no podrá ni influir
ni existir siquiera sin que se tenga en cuenta el limes que dicha línea impone. Al tratar de dilucidar hoy la figura
humana y literaria de Ernst Jünger, formando parte de la destrucción y la
recomposición que definen al hombre actual, dejaré que los representantes y las
ideas pertenecientes a la entelequia arriba mencionada aparezcan por si solos
en el marco tan restringido y quizá demasiado solemne de mi escrito.
Al margen de la falsa actualidad
La
pregunta que me atrevería a formular, antes de esbozar el retrato de Ernst
Jünger en su contemporaneidad, sería la siguiente: ¿hasta qué punto el hombre
fáustico es también un anarca?
Y si los dos conceptos coinciden, formando juntos la silueta del hombre europeo
tratando desesperadamente de salirse de un final, de evitar así su propio fin y
de abrirse camino hacia otro comienzo, entonces la respuesta sería, inevitablemente,
otra pregunta: ¿hasta qué punto el anarca es Ernst Jünger mismo? Pocas veces en
la historia de la literatura un creador ha logrado confundirse con su criatura.
Y pienso tanto en los protagonistas de las novelas jüngerianas, Lucius de Geer
sobre todo, como al Waldgänger,
modificadores marginados, defensores de la vida en contra de las comunidades en
que viven, por proponer y defender valores olvidados y tradiciones deslavazadas
por los crepúsculos, apaciguados por los siglos y vueltos ineficaces y, a
menudo, expresando lo contrario de lo que habían sido en sus comienzos. Si se
nos ocurriera buscar en la Europa actual escritores tan apegados a la
tradición, en un sentido no ético sino axiológico de la palabra, sólo nos
encontraríamos a René Guénon, a Mircea Eliade y a algún que otro escritor
venido del frío, situado al margen de la falsa actualidad en que se agita
nuestro siglo y sus peores aduladores. Si es cierto que vivimos en un mundo
peor, con visibles posibilidades de evolucionar aún más hacia el mal, entonces
lo mejor de esta época y quien la define por debajo de su caída y por encima de
su línea de flotación, es Ernst Jünger. Lo afirmo con toda claridad en un
momento preciso en que Europa misma, rica en materias y pobre en espíritus,
convertida a una situación de mercado, y además común, se está buscando una
justificación, una fisonomía futurible, ya que los mercaderes, como los
políticos o los ideólogos o, sencillamente, los escritores y pensadores
mercantilistas maltratan su pasado con el fin de asegurarse un presente
aurífero o shylokiano; y esto no es definitorio sino en lo inferior.
Entonces,
si resulta evidente que el hombre europeo ha dejado de ser fáustico, de creer
en la individualidad creadora de la mónada, de asumir el riesgo de ser persona
y de imponerlo a través del mundo, en esta hora de alegría material, que es un
canto fúnebre al espíritu, no nos queda más que el otro cabo de la línea, el
recurso a los bosques, donde reina la conservatividad rebelde del anarca. He
aquí, desde el cabo inicial de la línea, quiero decir desde Goethe, la
explicación poética, enfocando al hombre europeo o fáustico desde sus entrañas
más oníricas y al mismo tiempo, más realistas, su cara de dos destinos: el
momento en que Europa, a través de Goethe, tomaba conciencia de lo que era y
deseaba detener el momento de la luz que la estaba iluminando, y nuestra
Europa, donde todos aceleramos los momentos como si lo que más deseáramos fuese
una huida fuera de nosotros, en la anulación de lo que había sido nuestro ser.
“Si yo pudiera
decirle al instante:
Perdura! Eres tan hermoso,
Entonces podrías encadenarme,
Yo acogería mi fin con agrado.
Entonces podría tocar a muertos la
campana,
Tú podrías cumplir con tu tarea,
Podría pararse el reloj, caer las agujas,
Y el tiempo abolirse para mí!"
Abolir
el tiempo es mística pura y recuerda aquí el tiempo de las catedrales, cuando
Europa empezaba a tener conciencia de sí misma, elevándose hacia el Ser,
construyendo los monumentos de aquella hazaña, libros para la memoria cuando se
producen acontecimientos dignos de permanecer en sus páginas. Mientras que, en
tiempos despiadados, cuando el arte mismo deja de edificar monumentos y sólo el
libre anarca vagabundea por los bosques, alguien, el vate profetizado por Hölderlin,
habla así desde su desesperación:
“y mientras el
hombre calla en su tormento,
Un dios me dio el poder para decir cuanto
sufro.”
El recurso a los bosques
Resulta
evidente, para cualquier lector más o menos iniciado, que el vate vuelve a ser
la única posibilidad de decir en qué consiste nuestro sufrimiento y, también —y
con esto nos acercamos a la esencia jüngeriana— cómo podríamos aliviarlo. El
tema del alivio o el de la solución salvadora me parece tan definitorio en
cuanto a Jünger hagamos referencia, como la crítica que escritores como él han
dedicado a la sociedad contemporánea, excomulgadora de rebeldes. En su ensayo
más famoso y quizá más logrado, Der
Waldgänger precisamente, muy acertadamente vertido al castellano como La emboscadura y que algo tiene que ver,
en la misma línea de contemporaneidad, con los Holzwege de Heidegger, Jünger escribía, ya en 1951, indicando así
el camino de la caída que hemos emprendido, con más ahínco aún después de la
Segunda Guerra mundial: “(este camino) desciende
hacia los bajos fondos de los campos de esclavización y los mataderos donde los
primitivos concluyen con la técnica una alianza mortífera; donde ya no somos un
destino, sino sólo un número más. Esto es, tener un destino propio, o dejarse
manipular como un número: tal es el dilema que cada uno de nosotros, sin duda,
tiene que resolver en estos días, pero sólo él ha de poder decidirlo.” Y
para ello, como escribe dos páginas más adelante, hace falta algo más que
fundar escuelas de yoga. Lo que hace falta no es establecernos en lo
imaginario, o, si quieren, en lo utópico, sino pactar con los poetas. Vivimos
en la obligación de dirigirnos a los poetas, porque sólo ellos son capaces de
preparar los grandes cambios “y la caída
de los Titanes. La imaginación, y el poema con ella, es uno de los recursos a
los bosques.” En una novela mía, El
caballero de la resignación, formando parte de la Trilogía del Exilio —y pido perdón por citarme, pero sólo pretendo
poner de relieve con ello mi concomitancia jüngeriana—, sostenía la misma
posibilidad, trasladada a otro tiempo, histórico
sólo en apariencia. El recurso a los bosques tiene algo que ver con la caída de
los Titanes, un gnóstico hubiera dicho “del
demiurgo” o del Príncipe de este mundo, al que alude también otro novelista
contemporáneo, el inglés Lawrence Durrell en su novela Monsieur.
Esto implica, al mismo tiempo, un retiro, una emboscadura, impuesta por la
victoria momentánea de los Titanes, y la elección de un camino, al que
Heidegger llamó de una manera tan ilustrativa “ein Holzweg”, que no es “un
camino que no lleva a ninguna parte”, sino un vericueto hacia el corazón
mismo del bosque, una posibilidad de comunicación con una aparente
incomunicabilidad. En el fondo, emprender este camino es alejarse de lo que es
exterior al bosque y buscar dentro de él un claro, o sea un esclarecimiento, ya
que la solución no está en la estepa sin fin, dominada por los Titanes, sino en
la espesura secreta y misteriosa, tan íntimamente relacionada con nuestro
propio subconsciente y con el lugar donde reinan los poetas. Y con esto nos
encontramos de repente en la parte más actual de la línea Goethe-Jünger, allí
donde el autor de Los acantilados de
mármol vive de cerca su infraconvivencia con Rilke, Heidegger y Heisenberg.
Aproximar estos tres nombres al de Jünger podrá parecer importuno y osado, pero
de importunidades y osadías andamos escasos en estos momentos y es preciso
acudir a ellas tanto para comprender a Jünger como para salir del atolladero en
que nos han hundido los Titanes, aliados del Gran Forestal, el protagonista
negativo de los Acantilados y de la historia contemporánea.
Para
mejor poder acercarnos a lo que ha sido llamado la crisis del mundo moderno
que, según Guénon, no es sino un fenómeno relacionado con el alejamiento y el
olvido de la tradición, tenemos forzosamente que plantear el problema de la
técnica, enfocada como dinamización del alejamiento y del olvido. Nietzsche,
bajo este aspecto, es el ancestro de los grandes alemanes citados más arriba.
La técnica, en el fondo, no hace sino universalizar de modo existencial lo que
esencialmente ecumenizaba antaño, en lo religioso, a los pueblos de la tierra.
Y fue Guénon quien explicó con claridad el fenómeno.
Siendo el caballero el portador de la esencia, el guardián como lo hubiera
definido Heidegger, guardián de la esencia de la obra maestra, de la obra que
erigen los poetas como los constructores de las catedrales, entonces podemos
fijar una fecha para el comienzo visible y catastrófico de la crisis: la
Primera Guerra mundial, cuando, según Jünger, con la muerte del caballo
asistimos a la muerte del caballero. El tema es fundamentalmente técnico.
El demonio de la técnica
Pensemos
en lo que está sucediendo en el espacio de los Titanes, donde, durante setenta
años la decadencia no fue más que una manera oficial, perfectamente
ideologizada, de borrar la forma en la que nuestra vida profunda tiene que
realizarse. Es así como Jünger define la decadencia en Los acantilados. En
tierras normales, para volver a Heidegger, los guardianes de las obras hacen
que el Poema, la arquitectura, la escultura, la música puedan ser devueltos a
la poesía. En las tierras anormales no sólo la técnica deja de ser creación,
sino que el papel de los guardianes consiste en impedir la comunicación entre
la poesía y los aspectos visibles de la creación. En estas circunstancias, al
desaparecer la poesía, desaparecen las artes y la técnica se vuelve puro
instrumento en manos de la tiranía. La creación decae en la imitación, que es
el rasgo definidor del mono de Dios. Es cuando el vate se ve obligado a escoger
el bosque o a perecer en cuanto creador, a volverse ingeniero del alma. El
fenómeno no está única y exclusivamente enraizado en el espacio de los Titanes
de la Europa del Este, donde, por falta de vates se está hundiendo todo, sino
también en el marco del mundo occidental, donde el boato material no logra
camuflar la miseria de un vacío espiritual, tan amargamente destructor como el
oriental. La técnica, en los dos sitios privilegiados de la decadencia, ha
constituido desde el principio el instrumento devastador, lo que podríamos
llamar una misocalía, un odio de lo
bello que desenmascara el procedimiento y el sentido de la decadencia. En
efecto, en el momento en que tekné deja de ser sinónimo de poiesis,
siempre según Heidegger, el Poema en cuanto concentrador de las artes perece o
es exiliado, es decir condenado al Waldgang,
donde cualquiera, al topar con él, lo puede mutilar o matar sin riesgo alguno.
La estepa, en este sentido, en cualquier latitud de la tierra moderna, elimina
al vate y labra concienzudamente su propia caída en la decadencia y la muerte.
Es así como los seres humanos descubren lo que Jünger llama “un nuevo acceso a la libertad”.
Este
acceso es siempre “restitutio”,
opuesto a “revolutio”, e implica al
mismo tiempo, el retomo de los valores perseguidos por los Titanes y la
reconquista de la esencia del lenguaje. Es así como volvemos a conseguir, a
través del Poema, la instauración de la verdad.
El tema me parece fundamental y bien merece un inciso. Podemos afirmar hoy, en
la corta pero reveladora perspectiva de lo que estuvo sucediendo durante estos
últimos dos decenios y medio, como preparación de la última caída, que fue el
crepúsculo del estructuralismo lo que anunció el ocaso de lo que lo fomentaba y
sostenía. Habíamos llegado no sólo a un malentendimiento de la polis, sino
también a un desconocimiento de lo que es el lenguaje. No es posible, en
efecto, hacer del lenguaje, según De Saussure, por ejemplo, del que hoy nadie
habla pero que fue el fundador del sistema estructuralista, no es posible hacer
del lenguaje el contenedor de unos significados establecidos desde siempre en
lo fenomenológico. Y sabemos hasta qué punto, según Ferdinand Gonseth,
de Saussure sufrió el impacto de Hilbert, autor de Los fundamentos de la geometría, libro sine qua non en el
desarrollo de las nuevas matemáticas, pero también en el de la filología y de
la filosofía, hasta en la política y estética que esto conlleva. La posición de
Heidegger ante las implicaciones de la perspectiva estructuralista ha sido
tajante. El sostenía que existen unos sentidos o significaciones, siguiendo a
Derrida, unas “huellas” que
determinarían el contenido del lenguaje. En este caso, si todo está prefijado y
predeterminado en el sentido determinista habría, como dice Heidegger, que
volverse de espaldas a las ciencias, porque su novedad o añadido, con respecto
a lo prefijado en sus nuevas informaciones, serían o bien inútiles, o bien
falsas. El estructuralismo se encontraría, pues, en la situación de dar siempre
con significaciones ya existentes. Lo que elimina la aportación, novedosa y a
menudo trastornadora, de la ciencia. Piensen, por ejemplo, en la hipótesis de
Copérnico o en la de Newton, para no hablar de los principios formulados por la
nueva física antideterminista.
Es
así como, partiendo del estructuralismo y su ofensiva en contra de la esencia
del lenguaje, llegamos a todo lo que envuelve en el mismo manto el rostro de la
crisis actual. Y si nos adherimos a la opinión de Heidegger de que el lenguaje
no es sólo medio de comunicación, simple expresión oral y escrita de lo que es
preciso comunicar y si entendemos el lenguaje como Poema o sea “sitio de toda proximidad y de todo
alejamiento de los dioses", lo que ha sido alejado, en un momento de
olvido del ser, tendrá forzosamente que regresar para que el ser tenga su lugar
en la tierra. Estar en lo abierto, como decía Rilke, significa estar en el
flujo y reflujo de la divinidad allí donde el Ángel cumple diariamente su
cometido, y donde cualquier desviación hacia el abandono de la esencia, cualquier
destrucción del lenguaje y de la obra de arte, resulta dañino para el hombre,
pero también para las parcialidades, lo fragmentario escondido en el concepto
de partido que lo propugnan.
Sobre el lenguaje y la ciencia
Es
aquí donde el anarca tiene preparada su guarida.
Tanto
en Der Waldgänger, como en Eumeswil, Jünger toma posición a favor
del lenguaje y en contra de los que, fieles a la ley de la entropía, se empeñan
en “destruir el lenguaje correcto".
En las sociedades sometidas a un destino crepuscular, las palabras empiezan a
parecerse a la calderilla destinada a los mendigos, tanto en las ferias y
mercados como en la Universidad. Lo catastrófico para la polis es que siempre
en estos casos, la desagregación del lenguaje actúa sobre la pérdida del
contacto con la historia misma. Las sociedades que se olvidan de su historia
son las que han procedido a la destrucción de su lenguaje o a su mutilación. “La agresión contra el lenguaje nacido de los
siglos y de la gramática, escribe Jünger en Eumeswil, contra la escritura
y el signo, forma parte de una simplificación que entró en la historia bajo el
nombre de revolución cultural. El anarca, desde su guarida de “outsider”, contempla este mundo que lo
ha obligado al exilio, con ojos de futuro, sabe que la pestilencia se ha
apoderado de la sociedad y que está llegando su momento. Mientras el anarquista
es progresista, y busca la salvación apoyándose en el concepto abstracto de
colectividad, el anarca busca la libertad en sí mismo, lo que le otorga un poder
casi sobrenatural sobre el sentido de la caída y sobre los que creen en un
progreso que se adhiere, en el fondo, a un avance cotidiano hacia el fin. El
anarquista es entrópico, el anarca es antrópico, implicado en otro tipo de progressi que tiene que ver con el
hombre en sí y no con lo que podamos pensar sobre él en una determinada época,
lo que nos lleva a Rousseau que, según Jünger, tenía demasiadas hormonas, y a
Kant que tenía demasiado pocas.
En
el fondo, este reencuentro del hombre consigo mismo no es sino un reencuentro
con el poder divino. Es allí donde está la verdadera substancia de la historia
y la grandeza de cada hombre en parte. Al lugar donde este encuentro se produce
Sócrates llamaba daimon que no es,
según Jünger, sino otro nombre del bosque. Nos damos cuenta de que, escogiendo
entre los pensamientos que Jünger forja y expone a lo largo de todos sus
libros, novelas o ensayos, el mundo que contemplamos, desde estas alturas, no
tiene nada que ver con los proyectos de los últimos siglos, formas sociales de
unas filosofías, simples doxas u
opiniones que nos han llevado en el extremo limes de la destrucción, a una
anarquía que embiste no sólo al hombre sino también al cosmos. La naturaleza
exterior parece ser la primera víctima de esta posibilidad de extinción que
había empezado en el alma de los individuos hace exactamente doscientos años.
¿Qué significa la actitud de Jünger, su programa literario, en el marco mismo
de las posibilidades racionales en que nos encontramos desde el punto de vista científico
y en un momento, precisamente, en que, de la manera más inesperada, los pensamientos
del anarca, o del Waldgänger
coinciden con los de los físicos, biólogos y astrónomos contemporáneos?. El
escritor, representado por Ernst Jünger, toma el mismo aspecto esencial que el
científico representado por ejemplo por Werner Heisenberg, para referirnos al
más representativo, pero no al único, de los investigadores de una materia
transformada de repente en lo contrario de lo que había sido hasta ahora, del mismo
modo en que el anarca es lo contrario del anarquista, siendo todo ismo “una hostilidad a priori"
escondiendo un desprecio metafísico de la materia. El nuevo físico ama la
materia, de la misma manera subjetiva en que, desde un punto de vista
cristiano, expuesto por Gabriel Marcel, conocer no es posible sino amando; el
objeto para conocer se vuelve así otro sujeto, y el otro es otro yo. Nos
encontramos de repente en plena contemporaneidad Jünger-metafísica cuántica.
Tendríamos
que poder medir ya la distancia en el enfrentamiento que separa a Jünger de los
novelistas del siglo pasado, los realistas y naturalistas pegados al
materialismo dominante en aquella época, con la distancia que corre entre la física
cuántica y la del determinismo que la precede. Sabemos, con la ayuda de los
epistemólogos, que la separación en el tiempo, entre físicos o biólogos de las
varias épocas anteriores es menos tajante que la polémica desemejanza que
enfrenta entre sí a los escritores, filósofos y artistas, representando corrientes
a menudo irreconciliables. Resulta, pues, difícil hablar de físicos románticos
y de biólogos realistas, de astrónomos surrealistas, aunque la situación
necesitada, de la que habla Gonseth, y que incluye los rasgos fundamentales y
perfectamente definitorios de una época, tiene mucho que ver con todas las
técnicas del conocimiento, las científicas como las mal llamadas humanistas.
Hasta tal punto la coincidencia en el tiempo puede resultar estilística, como
para otorgar a la física elaborada en las Universidades alemanas, alrededor del
final del siglo pasado y principios del XX —y me refiero sobre todo a Gotinga—,
un dejo netamente expresionista, entendiendo por expresionismo una mutación
espiritual que puso fin, quizá para siempre, al reduccionismo materialista del
siglo XIX.
La transformación ha comenzado
Una
era antideterminista, igual que una marea alta, borraba en las playas del
conocimiento las últimas huellas de un abominable hombre de las nieves que
perturbó profundamente la andadura, típicamente espiritualista, de la caña
pensante mediterránea y atlántica. Estaba terminando el exilio en la
emboscadura. La metanoia duró más de ochenta años y hoy nos encontramos en los
estertores de una conclusión materialista y determinista y en el comienzo de una
época a la que va a dominar aquel dos por ciento de la resistencia en el
bosque, de la que habla Jünger en el Waldgang. Es verdad que la transformación
sólo resulta visible en el marco todavía restringido de una élite, pero los
resultados de aquella magna transformación empiezan a saltar a la vista hasta
en el corazón mismo del error. Me refiero a los países donde el determinismo
supo construir, como afirmaba el pensador polaco Kołakowski, más cárceles que
hospitales. Lo importante para nosotros, es poder afirmar que la renovación
ocurrida en la ciencia se produjo también en la literatura y que Ernst Jünger
fue uno de sus protagonistas más eficaces, ya en los años veinte y treinta,
cuando Heisenberg formula el principio de indeterminación y Pauli el de exclusión,
principios realmente asombrosos y que parecen, para un observador bien colocado
en el espacio del espíritu, como situados en plena línea Goethe-Jünger, a la
que aludíamos al principio. En efecto, si Faust y Lucio de Geer lo que
defienden es la persona como unidad última, expresión del espíritu individual,
obra maestra en lo humano de la cultura occidental, entonces resulta más que
evidente la correlación que podemos establecer entre esto y el individualismo
oculto tanto en el principio de incertidumbre como en el de exclusión.
Si la palabra átomo significa en griego lo
que no se puede dividir, la última y más sintética expresión de la materia,
esto en latín significa indiviso e individuo. Me doy cuenta perfectamente
de las dificultades que plantea cualquier acercamiento o paralelismo entre lo
científico y lo literario y artístico, pero vivimos la época, en la medicina,
de lo psicosomático y es preciso tener en cuenta el hecho de que el principio
de sincronicidad ha sido formulado por Jung, un psicólogo, y Wolfgang Pauli, un
científico.
Y de que, también, las revelaciones de la nueva física han sido llevadas hasta
increíbles conclusiones psíquicas por Ernst Anrich, en Alemania (en su libro Modeme Physik und Tiefenpsychologie,
1963), conceptos inconcebibles a finales del siglo pasado, y hasta a
insospechables formulaciones metafísicas por Jean Charon, en Francia, como
enseguida veremos. Las investigaciones de Goethe en los dominios de la óptica,
de la botánica y de la mineralogía, como las de Jünger, ponen de relieve el
interés complementario del escritor por conseguir una visión holística del
universo, donde lo humano, en cuanto microcosmos, no sería sino el reflejo de
un macrocosmos al que tendremos acceso sólo multiplicando y no dividiendo, como
lo habían hecho los especialistas del siglo XIX. Hasta tal punto que la misma
materia ha sido denegada como tal por Jean Charon y otros físicos franceses,
llegándose incluso a definirla como Espíritu y tratando de demostrar que la inmortalidad
del alma no sería sino algo íntimamente relacionado con la energía inmortal
perteneciendo a la partícula llamada electrón, cargada de energía negativa y de
memoria y que sería nada más y nada menos que la configuración científica del
alma. Una explicación neognóstica interesante, como demostración de algo que
los creyentes de tipo tradicional desechan o desprecian, pero que, en el marco
del combate final al que asistimos, tiene sus méritos y sus incalculables
consecuencias. La muerte misma, bajo este signo, se le antoja a Charon como
algo que nos obliga a descubrir e identificar al Espíritu detrás de la misma
Materia.
El
fenómeno, de por sí, resulta inquietante y esperanzador. Porque, lo que se me
ocurre deducir, en esta parte final de mi artículo, es preguntarme acerca de la
implicación europea y universal del fenómeno, presentado aquí como posibilidad
de enfocar, aprehender y comprender lo que nos define como víctimas, o sea como
mártires o testigos de algo que está escrito, por así decir y que, de alguna
manera, muy incisiva, nos perfila como crepúsculo y como alba. En uno de sus
ensayos más cargados de magia, como inspirado por el Ángel rilkeano, (me
refiero a Über die Linie) Jünger
afirmaba que una de las desgracias que acompaña últimamente a Europa es el
hecho de que nuestro continente suele transmitir sus conocimientos, para su
castigo, a los demás pueblos de la Tierra. Al cabo de esta imprudente
transmisión de poderes Europa se encuentra deshecha y podemos considerar las
últimas dos guerras mundiales como combates perdidos para Europa. ¿Cuál va a
ser entonces su destino: el de Saturno devorado por sus propios hijos, o el de
Cadmus, que se salva de la muerte en el momento en que los hombres armados
nacidos de los dientes del dragón acaban exterminándose entre sí? Los elementos
positivos, europeos también, que manan de los acontecimientos y permiten una
visión de conjunto, serían los siguientes, dentro de un enfoque europeo de las
cosas, pero universal también: la inquietud metafísica de las masas, el empuje
de las ciencias particulares, cada una por su cuenta, fuera del espacio
copernicano y newtoniano, y la aparición de los temas religiosos en la
literatura mundial. En este sentido Jünger coincide con los científicos cuando
afirma que las ciencias evolucionan hacia esquemas que permiten, sobre todo al
astrónomo, al físico y al biólogo, una interpretación teológica del todo.
El amor y la muerte
Sin
embargo, detrás de esta epistemología metafísica que engloba, en una misma “Weltanschauung”, episteme y poiésis, nos
encontramos con la antigua sintonía, trágica e impulsora a la vez: el amor y la
muerte, temas fundamentales tanto en Rilke como en Jünger, pero que inspiran
las conclusiones y el mismo ilusionismo de los físicos y de los biólogos. ¿Cuál
es la incidencia de los dos conceptos, profundamente occidentales, en su
tratamiento poético y social, hasta político me atrevería a decir? Tanto el
amor como la muerte no han dejado un sólo momento de preocupar a los Titanes,
enemigos de la libertad y del conocimiento, en el espacio de terror que ellos
han inventado al final del ciclo determinista al que han venido controlando con
los últimos residuos de la ciencia determinista y con la utilización imperfecta
pero eficaz de una técnica contraria a la ciencia de la que había brotado y,
sin embargo, diabólicamente paralela. Hasta tal punto que la diferencia que hay
entre una bomba atómica y una central nuclear no haría sino poner en evidencia
el subsuelo oculto y unitario en su esencia, contradictorio en su existencia,
de los dos artefactos.
Contemplemos
la relación Amor-polis allí donde revolutio ha sido fiel al sentido mismo del
concepto, o sea al regreso o retorno de la sociedad, impulsada por la revolución
hacia períodos en el pasado desde los que lo actual ha sido empujado hacia el
futuro. De este modo, como lo ha hecho Gonzague de Reynold en su libro El mundo ruso, la época comunista
resulta tan orientalizante o asiática como la época tártara, en la historia del
mismo pueblo.
Tendríamos que regresar en el tiempo a la Edad Media europea para conseguir
penetrar dentro del núcleo activo del concepto amor y darnos cuenta de la
importancia que el bregar del hombre europeo en la senda del conocimiento se ha
encontrado siempre relacionado con amar. Amar para poder conocer está en las
páginas del libro quizá más importante creado por el genio occidental,
ilustrando lo que acaba de decir. Me refiero a la Divina comedia. Conocer para amar y amar para poder conocer,
alcanzar el conocimiento último, llegando delante de Dios, la verdad por
antonomasia, de mano de la mujer amada, constituye toda una simbología
occidental. Esta colaboración ha sido prohibida desde los mismos comienzos de
la revolución de los Titanes. Y es así como ha sido presentada en las utopías literarias
del siglo XX, tanto en el 1984 de
Orwell como en el Nosotros de Zamiatin,
o en el Doctor Zhivago de Pasternak,
prohibida en la tierra de su propio idioma porque ponía de relieve el conflicto
fundamental entre el amor y el quehacer de los Titanes.
“Allí donde dos seres se aman lo que hacen es
conquistar terrenos a Leviatán, creando un espacio al que éste deja de
controlar." Es uno de los pensamientos más profundamente hermenéuticos
de la época que nos ha tocado vivir, ya que Leviatán es el Titán por
excelencia. “Eros, sigue diciendo
Jünger, conseguirá siempre la victoria
final sobre las ficciones de los Titanes, ya que es el auténtico mensajero de
los dioses.” Entendemos así por qué el amor esté prohibido en el espacio
dominado por los Titanes: por qué la literatura permitida en aquel espacio
ignora el amor y por qué el conocimiento se retira de las mentes en la medida
en que Eros se vuelve enemigo público número uno. En cambio, el sexo, dentro
del mismo desierto anímico, como político, coincide cada vez más con el auge de
la técnica y, a este nivel, escribe Jünger, "...está tan cerca del titanismo como el vertido gratuito de la sangre.”
Creo que nadie lo ha dicho mejor. La “clave
Jünger” es la clave mayor, para abrir puertas de entendimiento hacia los
escondrijos prometedores y porveniristas ocultos en los claros del bosque, y
también para explicar los horrores más inexplicables, expuestos a
interpretaciones menores de nuestro tiempo.
En
cuanto a la muerte, sigue diciendo Jünger en Über die Linie, “Hoy, como
siempre, los que no temen a la muerte son infinitamente superiores a los más
grandes exponentes de los poderes temporales." Los que detienen el
poder, dentro del reino de Leviatán, lo que más temen es que las masas por
ellos sometidas se liberen un día del temor a la muerte. Esto significaría su
eliminación certera. De ahí su furia ante cualquier tipo de doctrina
trascendente. El peligro supremo para ellos se esconde en eso: que el hombre
acabe por perder el miedo. “Hay regiones
en la Tierra donde la sola palabra metafísica es perseguida como una herejía”.
Rilke había intuido, en lo positivo, la magnitud del tema, en el Toledo del
Greco y más tarde en Ronda al escuchar en una iglesia el coro natalicio de unos
niños. Algo, o alguien en aquellos lugares, había quitado a los hombres el
miedo a la muerte, el más grande logro del espíritu en el recorrido humano por
el tiempo.
Es
así como los dos conceptos forjados por Jünger y Heidegger, Waldgänge y Holzwege se vuelven soteriológicos para nosotros, del mismo modo en
que salta a la vista su concomitancia con el principio de incertidumbre
característico de la mónada cuántica y que otorga al individuo, y a lo
individual escondido en la partícula, una aureola de indeterminación que
transforma en improfetizable tanto al electrón como a la persona. Siguiendo los
Eisenwegge, ideal de las sociedades hilozoistas, embriagadas de determinismo en
el extremo Oeste como en el extremo Este del hombre europeo, sólo llegamos' a
un mundo feliz o al gulag, archipiélagos de la nada.
En Las abejas de cristal existe un personaje, en este sentido muy ilustrativo de
lo que acaba de afirmar. Se llama Zapparoni, el fabricante de gadgets que se está apoderando del
mundo, el personaje más ecológico, por así decir, creado por Jünger. Las abejas
que él fabrica se apoderan en un dos por tres de las flores de todo un jardín,
las vacían de néctar, alcanzan así un récord de cosecha, sin embargo las flores,
violentadas de este modo robótico e industrial, acabarán por secarse y morir.
Es el símbolo de la eficacia técnica a la que hemos llegado utilizando sin
discriminación los Eisenwege en lugar
de los Holzwege. Creer que la
penicilina es más segura que la consagración de una hostia, piensa Richard, el
protagonista de la novela, es lo que hacen de estos falsos constructores, en el
Este como en el Oeste, unos destructores, cuyos logros y victorias no son más
que pérdidas insustituibles para la humanidad.
Nos
encontramos en el umbral de una Europa nueva, por primera vez unida, desde el
punto de vista parlamentario y económico. Una Europa de mercados, por
consiguiente, y de partidos, como la que engendró a los fantasmas materialistas
del siglo pasado. Su grandeza va a ser la riqueza, inconcebible sin la práctica
de la usura. Pensar que Ernst Jünger no está presente, de manera visible, en
sus cimientos, resulta desolador y deprimente. Sin embargo, sabemos que un dos
por ciento, dentro de Europa, se encuentra en la emboscadura o en la rebeldía.
“Es rebelde, escribe Jünger, cualquiera que se encuentre puesto en
contacto con la libertad por la ley de su propia naturaleza." Es un
concepto de la libertad opuesto a las elucubraciones actuales sobre las sombras
tardías de los derechos humanos. Creo que, del mismo modo en que escritores
como Hölderlin o Kafka, Kierkegaard o Baudelaire, Guénon o Musil, Nietzsche o
Dostoievski, se han vuelto actuales e incluso imprescindibles en el mismo
momento en que tiempos nuevos han rimado con su enseñanza, Ernst Jünger será
considerado como fundador de la nueva Europa en un momento, no muy lejano, en
que los años decisivos que se acercan llevarán su nombre, en un espacio-tiempo
en que el bosque dejará de ser tierra de exilio.
Veintiuno nº3, otoño de 1989, pp. 97-112
“Así esperando, y
qué hacer mientras tanto y qué decir
No lo sé, y para qué poetas en tiempos despiadados,
Pero ellos son, dices, como los santos
sacerdotes del Dios del vino
Que de un país a otro se mueven en la
noche.”