Ernst Jünger: «Alemania no amenazará más a nadie»
Por primera vez desde el
derrumbamiento del imperio soviético y la caída del muro de Berlín. Ernst
Jünger, uno de los pensadores y novelistas fundamentales para comprender la
Alemania de nuestro siglo, aborda, en una larga entrevista de la que ABC
Literario ha adquirido los derechos de publicación, el pasado de su patria, las
relaciones que mantuvo con otros escritores de su tiempo y una de las
cuestiones sustanciales del paisaje geopolítico con el que ha de inaugurarse la
Europa del siglo XXI: la reunificación alemana.
Ha vivido usted en Alemania durante el Imperio, la República de Weimar, el III
Reich, la II República... ¿Pensaba usted que el proceso de reunificación de
Alemania iba a comenzar tan pronto?
-No...
Ha sorprendido a todos... La noche en que mi hijo, que es médico, me llamó
desde Berlín para decirme que el muro se desplomaba, tuve un momento de
emoción. ¡Pensaba que no ocurriría semejante cosa antes de comenzar el tercer
milenio!... Había de suceder de una u otra manera... Todas las actividades de
unificación -a nivel de las naciones o de Europa- me satisfacen: son un paso
más hacia el Estado mundial que, por otra parte, se ha consumado ya al nivel de
la técnica y en el cual, según mi opinión, así como las naciones se
reabsorberán, tomarán importancia las regiones... Pero aún no hemos llegado a
eso...
En
contra de lo que algunos piensan, no creo que Alemania reunificada sea una
amenaza para las otras naciones. Alemania no amenazará más a nadie. ¡Ya hemos
tenido bastante nacionalismo!... Y además se trata de una Alemana reducida,
después de todo: sin Silesia. sin Pomerania... La RDA son dieciséis millones de
habitantes que se van a añadir a sesenta: ¡una gran provincia! En mi país, ya
lo sabe usted, hay personas que están más bien inquietas. Todos saben que la
reunificación será una carga muy onerosa para la economía. Éstas son
consideraciones de corto alcance.
Sueño de libertad
En
nuestro país, por lo demás, la extrema derecha está en decadencia total. Por
eso me asombró tanto en París ver en el cementerio Montparnasse una tumba
cubierta por una montaña de flores tricolores. Era impresionante. Me explicaron
que se trataba de la tumba de un ex dirigente del Frente Nacional. En mi país,
en cualquier caso, varias asociaciones de extrema derecha (cuya influencia, por
otra parte, es nula) han sido prohibidas.
-¿Y
el otro lado? ¿Le han sorprendido las reacciones de los alemanes y de los
responsables del Este?
-Ya
sabe usted, la historia demuestra que los marxistas no dudan de aprovecharse de
las cosas que los demás han tomado a su cargo. ¡Sobre todo cuando se plantean
problemas alimentarios y de bienes de consumo! Pasa lo mismo del lado de
Gorbachov... Pero para muchos, lo esencial es un sueño de libertad.
-En
el plano cultural y literario, ¿no es una aportación con la que habrá que
contar?
-De
momento, creo yo que el Este aporta bastante poco. La mayor parte de los
escritores se han visto obligados a decir lo que se les mandaba, ¡y nunca son
los mejores los que hacen eso! La moralidad del que acepta esta sumisión
siempre resulta sospechosa, y su creatividad no sobrepasa por lo general el
piso bajo... ¡Pero me imagino que vamos a descubrir no poco en los cajones!...
Se
habla de la experiencia que enriquece a los pueblos en la prueba. Es verdad.
Pero la prueba no debe durar demasiado, ¡porque llega el momento en que son los
abuelos los que hicieron la resistencia!... En cuanto a la situación de la
URSS, no me asombra en absoluto... Spengler diagnosticaba ya, hace más de
cincuenta años, en «La decadencia de Occidente», que Rusia se encontraba en el
mismo estado que el imperio de Carlomagno... Podemos imaginar que la
descomposición del imperio soviético, como contrapartida robustecerá a los
rusos...
-En
la línea de «El Problema de Aladino», su último libro («La Tijera»), que acaba
de publicarse en Alemania este año, que es el de sus noventa y cinco..., se
presenta como una última meditación sobre el destino de nuestra civilización.
Cultura uniforme
-En
«El Problema de Aladino» me preguntaba yo sobre la competencia del hombre de la
era de la técnica para comprender, para dirigir, la potencia titánica que ha
puesto en acción; y también sobre la uniformidad de nuestra cultura, marcada
por la desaparición de la trascendencia. Nuestra indiferencia creciente
respecto a los antepasados y al culto a los muertos es significativa.
En
la misma dirección que algunos de mis libros precedentes, de los cuales, sin
embargo, me he distanciado algo, he intentado ir más adelante en las
consideraciones que me interesan. Mi libro se divide en dos ámbitos: aquél en
el que las tijeras de la Parca «cortan» -es decir, donde todo termina en la
muerte- y el ámbito en el que las tijeras no «cortan»: la dimensión estática,
el espacio del sueño, la región en la que un salto hacia lo trascendente abre
un infinito. Doscientos ochenta y cuatro párrafos están jalonados de
reflexiones sobre el arte, la ciencia. la técnica, la historia y el
espacio-tiempo. Observo, por ejemplo, que la velocidad de la luz es, a ojos de
la ciencia, la velocidad límite: ¡sin embargo, no alcanza la velocidad del
pensamiento! El espíritu no tiene necesidad de ningún año luz para llegar a
Sirio... Esta comparación explica, según yo, por qué se ha planteado tan tarde
la cuestión de la velocidad de la luz. El libro indica también en qué sentido
verá el siglo próximo, según creo yo, la aceptación de un lenguaje universal de
la técnica en el cual se expresará el trabajador planetario en todas sus
formas...
Creo,
en efecto, que más allá de las grandes agitaciones que se han producido en
nuestra historia desde la Primera Guerra Mundial (el hundimiento de las
monarquías o de los Estados nacionales, las revoluciones o las guerras
civiles), la única cosa que subsiste en el fondo y que domina en el último
plano es la figura de lo que en 1932 llamé el trabajador planetario, que
apunta, en realidad, hacia la movilización total de todo lo que existe...
En
mi libro distingo por otra parte dos clases de revoluciones mundiales: las que
han nacido, por ejemplo, con el marxismo y el nacionalsocialismo y las
revoluciones terrestres, en las cuales, especialmente en la rebelión de la
tierra, se ponen en juego poderosas fuerzas naturales e incluso cósmicas. Si
las dos coinciden, la oleada puede hacerse gigantesca y transformarse en
maremoto, en cataclismo. En esta escala, octubre de 1917 o el nacionalsocialismo
pueden aparecer algún día como fenómenos de pequeña dimensión... Nietzsche
decía que el peor error sería dudar de la voluntad de la Tierra... Y en esto,
los Verdes van por el buen camino...
Experiencia de lo sagrado
-El
trabajador planetario, determinado por el mundo de la técnica, le parece, pues,
que es, en sus múltiples formas, la figura decisiva del hombre de los tiempos
modernos. ¿Pero no es ésa una vida arraigada en una mitología personal?
-No
es preciso comprender esta estructura sobre un plano sociológico o político,
sino, ante todo, esencialmente mítico. El trabajador planetario no está todavía
más que a medio camino entre el mundo antiguo de los dioses y el futuro de los
titanes. Es una etapa de la voluntad de poder, una Figura que no se ha
debilitado hasta ahora y que dominará, creo, el siglo XXI. Tengo razones para
pensar que sólo después, en el siglo siguiente, el XXII, volverá a ser posible
una edad de la trascendencia, una nueva relación con ella. En pocas palabras,
una nueva experiencia de lo sagrado...
-Es
cosa admitida que hay en determinadas obras, suyas -especialmente en «Sobre los
acantilados de mármol»- toda clase de aspectos premonitorios.
-En
cualquier caso, yo no había previsto que fuera a vivir la mayor parte de la
Segunda Guerra Mundial en París... verdad es que en una situación difícil. Me
han preguntado a menudo: «¿Pero qué es lo que hacía usted en París durante la
guerra?» Yo respondía: «Hacía lo que podía...»
Tampoco
había previsto yo que fueran a invitarme en 1984 a participar en el homenaje
ofrecido a las víctimas de las dos guerras, en compañía del presidente
Mitterrand y del canciller Kohl, ni que fuera a recibir los honores de la
guarnición de Verdún. Imagínese lo que sentí entonces...
Época ambigua
-¿Se
puede saber lo que le dijo el presidente Mitterrand en el Elíseo?
-¡Ah!...
¡Me dijo, entre otras cosas, que en tiempos de Napoleón seguramente me habrían
nombrado mariscal! Y puede que también en un siglo futuro. Dijo que vivimos en
una época ambivalente, ambigua, en la que las cosas del pasado han perdido su
valor, mientras que las nuevas no lo tienen todavía... Le respondí al
presidente que pensaba, en efecto, que había aterrizado sobre nuestro planeta
en circunstancias históricas desfavorables.
-Julien
Gracq ha contado cómo descubrió, en 1942, en una biblioteca de estación la
traducción de su novela «Sobre los acantilados de mármol», que acaba de
aparecer en Francia, y del malestar que experimentó al darse cuenta que
admiraba, en plena ocupación, el libro de un oficial alemán...
-Si...
Lo recuerdo... Léautaud se lo dijo entonces a Florence Gould, y fue Jouhandeau
quien me lo repitió...
-Su
libro, que apareció en Alemania en 1939, narra la aniquilación de una
civilización refinada bajo el embiste de un dictador bárbaro que llamaba usted
el «Gran Forestal» y que encarna el odio a la cultura. Se vio entonces en él el
retrato de Hitler. Su libro se ha considerado como un acto de resistencia
contra el nacionalsocialismo, y le pudo costar caro.
-Documentos
recientemente encontrados prueban, en efecto, que me libré de disgustos muy
graves. No supe hasta entonces que la cosa hubiera llegado tan lejos y que
hacia el final de la guerra, el mariscal Keitel y Martin Bormann se ocuparon
tan especialmente de mi caso...
En
1939 corregí las pruebas de ese libro poniéndome mi uniforme de capitán. Mi
hermano, Frederich Georg, me había dicho: «Van a prohibir el libro; vas a tener
disgustos. En todas partes se dice que has dibujado el retrato de Hitler, de
Goebbels y de algunos otros». Estaba yo en la línea Sigfrido cuando me enteré de
que unos artículos publicados en Suiza y Estados Unidos presentaban mi libro
como una crítica del régimen...
Libro premonitorio
-Posteriormente
ha explicado usted que su intención no era señalar «directamente» ninguna
actualidad política... Para usted, literatura y política son divergentes.
-Mi
libro nació de un sueño y lo escribí en unas semanas, en nuestra tierra, la
Baja Sajonia, e incluso en mi familia, muchas personas tienen visiones
premonitorias: se ven muertos, accidentes, incendios... en mi libro tengo yo
también la impresión de haber descrito incendios futuros. Y los peores
combates... El libro parece también haber sido premonitorio en lo que se
refiere a la atmósfera que precedió al atentado contra Hitler en julio de 1944,
malogrado por una aristocracia que se había hecho demasiado débil para llevar a
buen término un complot contra unos carniceros, pero lo suficientemente
valerosa para salvar el honor...
En
mi personaje del «Gran Forestal» quería yo entonces expresar la perversidad del
mal hasta en sus raíces metafísicas, pintar el arquetipo de un dictador que
puede surgir en todo tiempo. En esta profundidad, los trazos individuales se
difuminan. La figura mítica correspondía a Hitler, pero podía también cuadrar
con otros, con personajes de mayor envergadura, también demoníacos: con Stalin,
entre otros.
Se
puede decir hoy, por ejemplo, que no deja de tener algunos trazos comunes con
un Jomeini, quien, según ciertas opiniones, encarna algo tan peligroso, pero
más oscuro y aterrador: Jomeini era religioso, Hitler y Stalin no. En
literatura, cuando se alcanza el centro, la circunferencia queda tocada por
todas partes. Novalis escribió: «Lo que pasó en algún tiempo y en algún lugar,
sólo eso es real...» De cualquier forma, ¡había algunas personas en el partido
que sabían leer!...
Un puente de oro
-Muchos
alemanes creyeron en Hitler en 1933 o fueron embaucados por él..., mientras que
usted, que no era un hombre de la izquierda, se mantuvo desde el principio a
distancia del nacionalsocialismo...
-Cuestión
de gusto..., cuestión de estilo... Hitler era un personaje de saldo hacia
quien, desde el comienzo, sentí desconfianza y aversión. La brutalidad, la
vulgaridad y la ignorancia de los responsables del partido saltaban a la vista.
Hitler sabía explotar para su propaganda todos los recurso de la técnica, y su
impacto era inmenso cuando hablaba a las masas del Tratado de Versalles o
cuando denunciaba las matanzas de los burgueses rusos por los bolcheviques,
verdad que hacía correr un viento de pánico sobre toda la burguesía europea...
Pero Hitler era un hombre anticuado..., «demodé», históricamente. Al lanzarse
contra los judíos se separó de todo el mundo... En el porvenir, el Estado
mundial no conocerá «razas»... No se había dado cuenta de que el caso Dreyfus
había anunciado en cierto modo la victoria de las democracias sobre las fuerzas
reaccionarias ...
-Muchos
lectores se han sorprendido al descubrir en su diario que llamaba «Kniebolo» a
Hitler.
-Esa
clase de nombres surge generalmente de los sueños. La disposición de las
consonantes compone una palabra fea y diabólica. Era lo que yo quería: Knie es
rodilla en alemán, y Bolo, una especie de bola. Pero el análisis es posterior.
Estas palabras surgen instintivamente, y las lenguas se formaron de esta,
manera, sin duda. «Grangaznate», o también «Grangarganta», era Goebbels. A
partir de 1933 había intentado ganarme para su propaganda, y en todas partes
contaba que me había ofrecido un puente de oro.
-Durante
su vida se ha librado usted de toda clase de peligros. En «Tormenta de acero» y
en «Sobre los acantilados de mármol» evoca usted la existencia de una especie
de escudo mágico que hace a veces invulnerable...
-Sí...
A fuerza de escaparse se pregunta uno si será sólo el azar. A menudo me han
dicho que he nacido bajo una buena estrella.
-¿Cuál
es el mayor peligro del que piensa usted que se ha librado?
Creo
que fue el día en que Hitler, de viaje, quiso verme en Leipzig, que estaba en
su itinerario. ¡Por milagro, un cambio de programa lo impidió en el último minuto!
Imagínese la continuación: ¡fotos que habrían dado la vuelta al mundo!... La
ocasión única, para algunos, de derribarme un poco más después de la guerra...
Recuerde a Heidegger...
-¿Se
podría decir que. en cierto modo, la derrota de Alemania le salvó?
La
verdad es que, después del atentado del conde Staufenberg, yo había pasado, sin
saberlo, del rango de «sospechoso» y «derrotista» al de «individuo muy
peligroso». Goebbels llegó a prohibir a la Prensa que citara mi nombre el día
de mi cumpleaños.
Un
documento del Tribunal de Justicia Popular, enviado a Martin Bormann y
presentado a Hitler el 4 de diciembre de 1944, pieza que se ha encontrado
recientemente, subrayaba mi derrotismo y mencionaba el «caso» de «Sobre los
acantilados de mármol». Al leer esta carta comprendí por qué el mariscal Keitel
y otros miembros del partido habían exigido entonces que presentara la dimisión
del Ejército: era una maniobra para que me pudiera juzgar, no un Tribunal de
guerra, sino el «Volksgericht», la autoridad política suprema del
nacionalsocialismo... Pero Hitler -que tenía, sin duda, otras preocupaciones
muy distintas- había dado la orden de abandonar (¿provisionalmente?) el caso...
-Usted conoció bien a
Heidegger. «El Trabajador» ejerció influencia sobre su pensamiento. ¿Cómo
comprender su compromiso de 1933?
-Sólo he conocido a un hombre que me haya producido
una impresión tan mágica como él: Picasso. Con Heidegger ocurría verdaderamente
algo. Nada comparable se ha intentado desde los griegos. Tomó partido en 1933 y
pronto dio marcha atrás... No era más nazi ni antisemita que usted o que yo...
Me envió, cuando cumplí sesenta años, su carta sobre el nihilismo, que he colocado
en una vitrina al lado de una carta de Sade escrita en la Bastilla y del
manuscrito de «La máquina infernal», que me regaló Jean Cocteau después de leer
«Sobre los acantilados de mármol»...
-¿Ha seguido usted la
polémica que se ha entablado a propósito de Heidegger?
-De bastante lejos. Es más fácil atacar a un hombre
que tomarse el trabajo de comprender una situación. Para mí, la política era
una trifulca, una reyerta, que observaba y experimentaba sobre el terreno en
Berlín. En aquella época quizá habría dado la bienvenida a una revolución
nacional, incluso nacionalista, pero no, lo repito, con aquella gente.
Heidegger, en Friburgo, no tenía ninguna experiencia directa de la vida
política. Se puede incluso decir que en este aspecto era un ingenuo. La
polémica que se ha entablado no está a su nivel, con unas cuantas excepciones.
Un libro de François Fédier que me han mandado de Francia dice cosas muy
acertadas sobre este tema. Me parece además irrisoria esa saña por excavar en
todo lo que un hombre ha podido escribir, decir o pensar a lo largo de su
vida... ¿Quién es capaz de saber cómo interpretarán, dentro de cincuenta años,
la entrevista que. tenemos en este momento?... Esa polémica demuestra en todo
caso, desconocimiento del hombre e incomprensión de su pensamiento.
Cuando Heidegger murió, en mayo de 1976, fui a Messkirch
con un pequeño ramillete de flores. Su mujer hizo abrir el féretro: el rostro
de Heidegger era magnífico, muy presente. Deposité mi ramo en el ataúd y
volvieron a cerrarlo. Su pensamiento se mantendrá en pie probablemente dentro
de tres mil años.
- ¿Cuál es la cosa de su
vida de la que se siente más orgulloso o que le ha dado más alegría?
-No lo repita usted: puede que haber visto en
manuales de entomología ciertas mariposas y coleópteros que llevan mi nombre.
Una admiradora de mi libro «Cazas sutiles» me llegó a regalar una corbata sobre
la que están pintadas a mano dos de aquéllas.
-Así está usted seguro, en
cualquier caso, de ser inmortal...
Jünger se ríe...
Frédéric
de Towarnicki, ABC, 7 de julio de 1990, pp. 64-66