Martín
Heidegger, en la muerte
Me dan la noticia de que Martin Heidegger ha
muerto. Yo diría en español, mejor aún, se ha muerto, y pienso que para él esto
hubiera tenido un hondo sentido de haber podido decirse así en su alemán
elaborado, reconstruido, recreado desde sus raíces. Con Heidegger termina una
etapa de su generación. Nacido en 1889 -como Gabriel Marcel-, seis años más
joven que Karl Jaspers y Ortega; cuando yo me asomé a la filosofía era el gran
astro naciente. En 1927 había publicado su libro genial, Sein und Zeit; asombra pensar que sólo tenía treinta y ocho años.
Cuando en 1931 llegué a la Facultad de Filosofía de Madrid, poco conocido era
el mundo no alemán, pero ya en 1928 lo había comentado Ortega, y Zubiri volvía
precisamente de pasar dos cursos con él en Friburgo. Yo devoré ese libro
fascinador en 1934, recién cumplidos los veinte años, en la Universidad de
Santander, encerrado todos los días varias horas frente a la bella tipografía
con reminiscencias góticas, el diccionario Langenscheidt
al lado. Cuando un día doblé la última página, la 438, sentí que había doblado
el cabo de Buena Esperanza del alemán -desde entonces, cualquier libro parecía
fácil- y había incorporado eso que sólo de vez en cuando aparece en el mundo:
una filosofía. Todavía puede verse, palidecida por los años, una raya de lápiz
rojo en el margen, que señala las últimas interrogantes de Heidegger, al final
de su libro.
Todavía Heidegger no estaba de moda. No se
habían apoderado de él los glosadores. Nadie lo había traducido, y por tanto,
aún no se había demostrado que es intraducible. Lo seguí en los años sucesivos,
en sus libros y folletos, y no son escasas las primeras ediciones que guardo.
Habían de pasar muchos años para que Francia se apoderase de él y con su sustancia
hiciera el «existencialismo». Martin
Heidegger había de recorrer, por su parte, un largo camino, con hondas
excursiones hacia el subsuelo de la poesía y del arte. Y siempre siguió
buceando en sus griegos, sobre todo los presocráticos, en sus idealistas
alemanes -Kant, Hegel-, en Hölderlin, Trakl, Nietzsche. Había de tropezar
ingenuamente con el nacionalsocialismo -el ingenuo Heidegger, que no vivía en
este mundo, aunque fuese el padre de la expresión in-der-Welt-sein-, y el nacionalsocialismo tropezó brutalmente con
él. Los envidiosos, los resentidos, lo aprovecharon largos años para no
perdonarle su genialidad.
Porque -hay que decirlo- Martin Heidegger era
un genio. Uno de esos hombres contados que alumbran algo, que aumentan el
mundo, con los cuales hay que seguir contando ya. Nunca me dejé fascinar por
esa genialidad, porque me había formado filosóficamente en otra, más luminosa,
más controlable, creo que más verdadera, y tuve siempre conciencia de que a
Heidegger le faltaban y le sobraban algunas cosas importantes; pero la
evidencia de su fabuloso talento filosófico se me impuso desde la primera
lectura, desde los primeros capítulos. Hace siete años, en una entrevista en L'Express, Heidegger decía
melancólicamente: «Casi todos creen que
he muerto.» Hace cosa de tres años, un profesor alemán me decía que en las
universidades de su país no se podía nombrar a Heidegger, que su nombre era «una palabra sucia». Lo siento por el
tiempo presente, capaz de renegar de su propia filosofía, es decir, de su raíz.
Conviví con Heidegger en 1955 en el Château de
Cérisy, en Normandía. «Monstruo de su
laberinto», dije entonces. Pude penetrar durante diez días en el «taller» de Heidegger, donde desmontaba a
sus filósofos y poetas y volvía a recomponerlos etimológicamente, envolviéndose
tal vez en el hilo de oro de sus teorías, como en un capullo. Alguna vez he
dicho que el gusano de seda no debe ser el animal totémico del filósofo. Pero
no importa. Heidegger ha sido, con Husserl, el mayor filósofo alemán de nuestro
tiempo, uno de los más grandes del siglo XX. En algún sentido, Sein und Zeit es el libro capital de
nuestra época. En él se inició una nueva manera de filosofar, de escribir
filosofía, de vivir el alemán, de tal manera que había de resultar difícilmente
comunicable. Su irradiación ha sido inmensa, y durará mientras haya filosofía.
Hoy son muchos los que desean que no la haya y predican con el ejemplo: no
haciéndola -lo que es perfectamente lícito- y usurpando su nombre -lo que no es
demasiado decente- Pero la filosofía no se ha extinguido. Cuando se discute si
la metafísica es posible, ¿qué importa si es necesaria, inevitable?
Heidegger habló, quizá demasiado, de la
angustia, de la cual se apoderaron los que no eran capaces de seguirlo leyendo.
Habló de la Sorge, la cura, el cuidado. Del Dasein
o existir humano. Y, por supuesto, el que más después de Unamuno, de la muerte.
Con todo ello se olvidó muchas veces que la cuestión primaria era para él «el sentido del ser en general», ese Sein que lo fascinó, cuyo nombre
escribió de tantas maneras, con ortografía arcaica, con un aspa que lo tachaba,
quizá porque adivinaba que no era su mejor nombre.
Es muy difícil traducir su alemán. Sein zum Tode ha solido traducirse «ser para la muerte»; creo que en español
se dice «estar a la muerte», lo que
le pasa al hombre todos los días de su vida. Ahora, Heidegger no está a la
muerte, sino que ha llegado a ella, está en la muerte. Quiero creer que tras
ella sigue estando después de haber ejercido esa «libertad hacia la muerte» que fue otro viejo tema de su filosofía.
Julián Marías, 27 de mayo de 1976
Olvido
y memoria de Heidegger
A la muerte de Ortega, en una revista que ahora
no tengo a mano, publicó Heidegger un breve y emocionado recuerdo en honor y admiración
de su colega. Eran años en donde la filosofía se encarnaba aún en unas cuantas
grandes personalidades que, a su manera, habían incidido en la historia de su
país y que recogían con su presencia los ecos más fuertes de la historia.
Heidegger aludía en sus líneas a un encuentro casual en el jardín de la casa
que los albergaba. Ortega paseaba solitario Heidegger describe la impresión que
le produjo descubrir, de pronto, aquella soledad de Ortega, aquel silencio en
el que el filósofo alemán intuyó, un rasgo esencial de la extraordinaria
personalidad orteguiana, y en él, su problema de la filosofía. Se me ocurre
ahora improvisar también sobre un recuerdo: una breve historia que, por lo
inédita, tal vez sea más interesante que su apresurado panegírico de lo que
Heidegger ha significado en el pensamiento europeo. Efectivamente, con
Heidegger ha quedado clausurada una época ejemplar en la historia del
pensamiento; pero la muerte del «último
de los filósofos» nos va a servir para hacer más viva e interesante la
crisis por el significado del discurso filosófico y la semántica que lo
alimenta.
Mi primer encuentro fue en casa de Gadamer hace
más de veinte años. No hacía mucho tiempo que Gadamer había ocupado la cátedra
de Jaspers en Heidelberg. Pretendía poner a sus jóvenes doctorados, entre los
que me encontraba, en contacto con el filósofo de la Selva Negra, recuperándolo
también de los escombros de la guerra. Solíamos reunirnos cada quince días en
lo alto de la Bergstrasse. Aquel semestre nos tocaba leer a Kant. Un par de
días antes de la quincenal reunión se nos había anunciado que Heidegger
vendría, desde Friburgo, a compartir con nosotros las páginas de la «Crítica de la Razón Práctica». Yo andaba
entonces por otros derroteros que los heideggerianos en los que años, atrás
había estado alegremente perdido, profundamente absorto. Me parecía que la
revolución que para algunos estudiantes españoles había supuesto Heidegger, se
había cumplido ya, y que ante el pensamiento apergaminado con el que
tropezábamos, Heidegger había sido un rio de sugerencias, de ideas, quizá mal
entrevistas en aquellas traducciones contra las que luchábamos en la tertulia
del madrileño Gambrinus. Pero a las
orillas del Neckar, con una carga crítica estallando siempre, luchando por
esclarecerse y concretarse, como los perfiles nítidos del río, océano del
lenguaje heideggeriano me parecía un exceso, un lujo del pensamiento. Pero, con
todo, la curiosidad era poderosa. Sentarse allí, en la biblioteca de Gadamer,
con el autor de «Ser y Tiempo», no
dejaba de tener algo mítico, para el estudiante que lo había descubierto con
admiración en las mesas oscuras del Gambrinus.
Cuando llegamos, Gadamer nos lo fue presentando y, sin preámbulo alguno
comenzamos por el párrafo en el que hacía dos semanas habíamos quedado.
«Entiendo
por aclaración crítica de una ciencia o de un mensaje científico... la
investigación y justificación de por qué tiene que tener esta forma determinada
... » Yo miraba a Heidegger, que sostenía en sus manos la vieja edición
amarillenta, subrayada, y entre cuyas hojas había intercaladas, sueltas, las
páginas de otras obras de Kant que aclaraban algunos problemas de la que
leíamos. Esperábamos oír al filósofo de «Sendas
Perdidas» enredado en la magia de su propio lenguaje, divagar sobre el ethos y el destino. Su voz, con una
claridad y precisión inolvidables, nos llevaba segura por los recodos aristados
de Kant, en lenguaje de contornos exactos sin concesión alguna al lujo o al
exceso. Una lección prodigiosa de la mejor filosofía académica tras la que se
vislumbraban años de rigor, de potencia mental, de disciplina, de talento.
Después, la consabida cerveza en la Kneippe cercana; el diálogo ágil,
humorístico, triste a ratos, frente a nuestra ligera agresividad. La sonrisa de
Gadamer al despedirnos tenía algo de triunfadora. ¿Qué imaginabais?, parecía decimos, porque en aquellas horas
habíamos descubierto muchas más cosas que la esperada «especulorrea» que nos habíamos temido.
El primer encuentro con Heidegger fue, durante
los días sucesivos, el tema obligado en los obligados paseos del Neckar. Allí
habíamos tropezado con un Heidegger nuevo, y aunque seguíamos pensando que el
Heidegger escrito nos quedaba lejos, el enorme poder pedagógico de aquellas
horas oyéndole explicarnos a Kant nos lo había, momentáneamente, justificado,
me atrevería a decir, recuperado.
Recuerdo aquel recuerdo, hoy, después de muchos
años de haberlo dejado reposar en el olvido. Me plantea, mucho más aguzado aún,
un problema de entonces. ¿Qué lenguaje tendremos que utilizar para acercarnos a
explicar su obra, como él explicaba la de Kant? ¿Con qué brújula orientarse por
la selva heideggeriana?, ¿Qué fronteras la cercan? ¿Hacia dónde llevan sus
senderos? Cuando la espuma de la ola de la cultura se remanse, cuando se desarticulen
los tinglados de las modas intelectuales, ¿llegaremos a Heidegger como se llega
a Aristóteles, a Descartes, a Kant, a Nietzsche? ¿Se habrá solidificado como
una montaña ineludible en el horizonte de la cultura la visión heideggeriana
del Ser, del Tiempo y de la Historia? O por el contrario, ¿será su filosofía un
fugaz pasatiempo erudito para la arqueología del saber? En estas respuestas,
sin embargo, reside un problema importante. No hay lenguaje sin código, no hay
filosofía sin el cerco apretado de la historia. Sólo en ésta adquieren sentido
los mensajes de los hombres.
El mensaje de Heidegger está hoy abierto a la
hermenéutica o al olvido. Con él se cierra el círculo que se inicia con Kant.
Con Heidegger desaparece la filosofía de los grandes filósofos, de los
desveladores del Ser para siempre perdido. No sabemos si podremos recuperarlo,
si merece la pena escribir sobre ese Ser, que ha ocultado insistente mente las
normas de su juego. No sabemos si los filósofos de hoy, minimizados entre los
problemas filosóficos más modestos, tendrán que volverse a funciones triviales
como las que heredaron los estoicos, los epicúreos, los escépticos, o
simplemente los que marcan en la historia los temas cartesianos de la
felicidad. ¿Para qué poetas, en tiempos menesterosos, comentaba Heidegger sobre
los versos de Hölderlin? ¿Para qué filósofos, qué clase de filósofos, qué
caminos de la filosofía, en tiempos de libertad? Al final de la «Crítica de la Razón Pura» señalaba Kant
tres grandes dominios ceñidores de los problemas de la filosofía, de esos
problemas que expresan el destino singular de la razón humana atenazada siempre
por cuestiones que no puede desechar porque le son impuestas por la misma
naturaleza de la razón; pero que, a la par, no puede responder, porque
sobrepasan la capacidad de esa razón. Esos tres dominios se configuran en tres
preguntas: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar? Heidegger ha
respondido, sobre todo, a dos de ellas, en la original galaxia metafísica de un
sistema conceptual que articulaba la ciencia y la técnica de nuestro mundo con
una escéptica esperanza para un hombre surgido ante el paisaje de la muerte,
del abandono, del destino. Su lenguaje, asentado en la exclusiva firmeza de su
propia semántica, de su propia y agarrotada soledad, buscaba esa esperanza
kantiana en una frontera imposible de traspasar. Pero esa lucha nos ha dejado a
la puerta de la otra gran pregunta formulada también por Kant: ¿Qué debo hacer?
La búsqueda de los senderos perdidos por este deber y esta praxis, alentaría la
marcha de la filosofía futura, si es que el futuro cuenta; si es que la
filosofía no se convierte en la melancólica historia de un paulatino y gran
olvido.
Emilio Lledó, 28 de mayo de 1976
La
doble muerte de Martin Heidegger
A mis amigos
cuarentones les he oído contar muchas veces cómo para ellos Heidegger fue un
descubrimiento, una apertura nueva al verdadero ser de la filosofía. Es
natural: en ese entonces la filosofía oficial en España, era, a juzgar por los
testimonios y en aras de la brevedad, una filosofía con la sumisión en el alma
y la caspa en los hombros. Frente a ella Heidegger suponía una alternativa
digna de consideración: una filosofía de las de antes de la guerra (como creo
que se decía a propósito- de otras cosas) una filosofía de calidad, una
filosofía novedosa, sí, pero, al propio tiempo, presentada bajo la forma de un
riguroso regreso a los orígenes de la reflexión; representaba, en definitiva la
más reciente manifestación del genio filosófico alemán.
Distintos
caminos
Todo el mundo sabe lo que pasó después otras
filosofías (mejor preparadas, según parece, para la vida moderna) se abrieron
distintos caminos entre nosotros y Heidegger pasó a ser, o bien un recuerdo
teñido de ironía retrospectiva (para quienes están ahora en Gramsci o en
Chomsky), o bien un apacible tema de tesis doctoral. Me atrevo a decir que para
los estudiosos españoles de la filosofía menores de treinta años, Heidegger ha
sido más que nada un autor del que no había más remedio que examinarse para obtener
el aprobado en Metafísica. Por eso, para muchos, esta muerte del día 26 habrá
sido la segunda muerte de Heidegger. La primera venía de atrás y es la más grave.
En efecto: el certificado de defunción estaba ya extendido, y lo firmaban
representantes de las filosofías que hoy (para bien o para mal) están de verdad
en vigor.
Filosofía
patológica
Lo de menos es lo que ha dicho Heidegger la
llamada -empleando el término en su sentido más amplio- filosofía analítica. Ya
Carnap -allá por la época en que el neopositivismo se convertía en la moderna
enfermedad infantil del empirismo- hacía de la filosofía de Heidegger el modelo
de filosofía a evitar, y de Heidegger el prototipo del músico fracasado (todo
metafísico lo era, según Carnap, y, en esto, Carnap se aproxima a Beethoven). ¿Qué es metafísica?, el libro publicado
por Heidegger en 1929, representaría, según Carnap, la ejemplificación suma de
lo que podríamos llamar -tomando de los físicos la calificación-, filosofía
patológica.
Gracia
y silencio
Pero no toda la filosofía analítica es el
neopositivismo, se nos dirá. Cierto. Sin embargo, podría afirmarse,
simplificando, que de la filosofía analítica, Heidegger ha obtenido, descontado
Carnap, o bien desenfadadas alusiones a veces no exentas de gracia (es el caso
de Russell), o bien el silencio (consciente o ignorante).
Peor le ha ido por la banda de babor. En un
libro -El asalto a la razón, de G. Lukács-,
cuya lectura es también para muchos un pecado de adolescencia, Heidegger
aparece sumido en un capítulo titulado El
Miércoles de Ceniza del subjetivismo parasitario. Eso basta. Y está por lo
demás, la crítica a que le ha sometido Theodor W. Adorno. Adorno ha sido quien
llegó más lejos, porque fue quien asumió la empresa con mayor seriedad. No
podemos hacer otra cosa que limitarnos a recomendar la lectura de obras como Jargon der Eigentliichkeit (en castellano:
La ideología como lenguaje), o Dialéctica negativa (de la que Vidal
Peña daba cumplida cuenta en estas mismas páginas hace una semana). Y, sin embargo, no se puede acabar así. Es
posible presentar a Heidegger como infractor por antonomasia de la sintaxis
lógica; como profundo mamporrero filosófico del nazismo; como acabada muestra
de la irremediable, decadencia de una clase angustiada ante su fin; como suma y
compendio de los males que acarrea la pretensión de hacer para filosofía frente
a la siempre impura realidad; o como todo ello a la vez. Pero no todo termina ahí. Concédasenos lo que
cabría llamar el derecho a la sobreestructura. Al fin y al cabo, hasta los
peores enemigos de ésta le otorgan una autonomía relativa. No se le exija,
pues, a un aprendiz de filósofo como el que escribe, que sea tan chabacano como
para despachar de un plumazo apresurado a quien escribió Ser y tiempo, quien meditó sabiamente sobre los presocráticos,
sobre Aristóteles, sobre Kant y sobre Nietzsche, sobre el arte y sobre la
técnica; a quien, en, último término, fue siempre el que era. Finalmente, un dato para los astrólogos, a los
que según cuentan, tan aficionado era Hitler: la node la muerte de Martin
Heidegger apareció en la prensa exactamente el mismo día (un 27 de mayo) en que
se cumplían cuarenta y tres- ¡qué número tan poco brillante!- años desde aquel
27 de mayo de 1933 en que Martin Heidegger -rector con Hitler- pronunciaba su
tristemente célebre discurso titulado La
autoafirmación de la Universidad alemana.
Alfredo Deaño, 30 de mayo de 1976
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