sábado, 8 de septiembre de 2018

A la muerte de Heidegger (y III) (El País, 27-30 de mayo de 1976)


Martín Heidegger, en la muerte

Me dan la noticia de que Martin Heidegger ha muerto. Yo diría en español, mejor aún, se ha muerto, y pienso que para él esto hubiera tenido un hondo sentido de haber podido decirse así en su alemán elaborado, reconstruido, recreado desde sus raíces. Con Heidegger termina una etapa de su generación. Nacido en 1889 -como Gabriel Marcel-, seis años más joven que Karl Jaspers y Ortega; cuando yo me asomé a la filosofía era el gran astro naciente. En 1927 había publicado su libro genial, Sein und Zeit; asombra pensar que sólo tenía treinta y ocho años. Cuando en 1931 llegué a la Facultad de Filosofía de Madrid, poco conocido era el mundo no alemán, pero ya en 1928 lo había comentado Ortega, y Zubiri volvía precisamente de pasar dos cursos con él en Friburgo. Yo devoré ese libro fascinador en 1934, recién cumplidos los veinte años, en la Universidad de Santander, encerrado todos los días varias horas frente a la bella tipografía con reminiscencias góticas, el diccionario Langenscheidt al lado. Cuando un día doblé la última página, la 438, sentí que había doblado el cabo de Buena Esperanza del alemán -desde entonces, cualquier libro parecía fácil- y había incorporado eso que sólo de vez en cuando aparece en el mundo: una filosofía. Todavía puede verse, palidecida por los años, una raya de lápiz rojo en el margen, que señala las últimas interrogantes de Heidegger, al final de su libro.

Todavía Heidegger no estaba de moda. No se habían apoderado de él los glosadores. Nadie lo había traducido, y por tanto, aún no se había demostrado que es intraducible. Lo seguí en los años sucesivos, en sus libros y folletos, y no son escasas las primeras ediciones que guardo. Habían de pasar muchos años para que Francia se apoderase de él y con su sustancia hiciera el «existencialismo». Martin Heidegger había de recorrer, por su parte, un largo camino, con hondas excursiones hacia el subsuelo de la poesía y del arte. Y siempre siguió buceando en sus griegos, sobre todo los presocráticos, en sus idealistas alemanes -Kant, Hegel-, en Hölderlin, Trakl, Nietzsche. Había de tropezar ingenuamente con el nacionalsocialismo -el ingenuo Heidegger, que no vivía en este mundo, aunque fuese el padre de la expresión in-der-Welt-sein-, y el nacionalsocialismo tropezó brutalmente con él. Los envidiosos, los resentidos, lo aprovecharon largos años para no perdonarle su genialidad.

Porque -hay que decirlo- Martin Heidegger era un genio. Uno de esos hombres contados que alumbran algo, que aumentan el mundo, con los cuales hay que seguir contando ya. Nunca me dejé fascinar por esa genialidad, porque me había formado filosóficamente en otra, más luminosa, más controlable, creo que más verdadera, y tuve siempre conciencia de que a Heidegger le faltaban y le sobraban algunas cosas importantes; pero la evidencia de su fabuloso talento filosófico se me impuso desde la primera lectura, desde los primeros capítulos. Hace siete años, en una entrevista en L'Express, Heidegger decía melancólicamente: «Casi todos creen que he muerto.» Hace cosa de tres años, un profesor alemán me decía que en las universidades de su país no se podía nombrar a Heidegger, que su nombre era «una palabra sucia». Lo siento por el tiempo presente, capaz de renegar de su propia filosofía, es decir, de su raíz.

Conviví con Heidegger en 1955 en el Château de Cérisy, en Normandía. «Monstruo de su laberinto», dije entonces. Pude penetrar durante diez días en el «taller» de Heidegger, donde desmontaba a sus filósofos y poetas y volvía a recomponerlos etimológicamente, envolviéndose tal vez en el hilo de oro de sus teorías, como en un capullo. Alguna vez he dicho que el gusano de seda no debe ser el animal totémico del filósofo. Pero no importa. Heidegger ha sido, con Husserl, el mayor filósofo alemán de nuestro tiempo, uno de los más grandes del siglo XX. En algún sentido, Sein und Zeit es el libro capital de nuestra época. En él se inició una nueva manera de filosofar, de escribir filosofía, de vivir el alemán, de tal manera que había de resultar difícilmente comunicable. Su irradiación ha sido inmensa, y durará mientras haya filosofía. Hoy son muchos los que desean que no la haya y predican con el ejemplo: no haciéndola -lo que es perfectamente lícito- y usurpando su nombre -lo que no es demasiado decente- Pero la filosofía no se ha extinguido. Cuando se discute si la metafísica es posible, ¿qué importa si es necesaria, inevitable?

Heidegger habló, quizá demasiado, de la angustia, de la cual se apoderaron los que no eran capaces de seguirlo leyendo. Habló de la Sorge, la cura, el cuidado. Del Dasein o existir humano. Y, por supuesto, el que más después de Unamuno, de la muerte. Con todo ello se olvidó muchas veces que la cuestión primaria era para él «el sentido del ser en general», ese Sein que lo fascinó, cuyo nombre escribió de tantas maneras, con ortografía arcaica, con un aspa que lo tachaba, quizá porque adivinaba que no era su mejor nombre.

Es muy difícil traducir su alemán. Sein zum Tode ha solido traducirse «ser para la muerte»; creo que en español se dice «estar a la muerte», lo que le pasa al hombre todos los días de su vida. Ahora, Heidegger no está a la muerte, sino que ha llegado a ella, está en la muerte. Quiero creer que tras ella sigue estando después de haber ejercido esa «libertad hacia la muerte» que fue otro viejo tema de su filosofía.

Julián Marías, 27 de mayo de 1976

Olvido y memoria de Heidegger

A la muerte de Ortega, en una revista que ahora no tengo a mano, publicó Heidegger un breve y emocionado recuerdo en honor y admiración de su colega. Eran años en donde la filosofía se encarnaba aún en unas cuantas grandes personalidades que, a su manera, habían incidido en la historia de su país y que recogían con su presencia los ecos más fuertes de la historia. Heidegger aludía en sus líneas a un encuentro casual en el jardín de la casa que los albergaba. Ortega paseaba solitario Heidegger describe la impresión que le produjo descubrir, de pronto, aquella soledad de Ortega, aquel silencio en el que el filósofo alemán intuyó, un rasgo esencial de la extraordinaria personalidad orteguiana, y en él, su problema de la filosofía. Se me ocurre ahora improvisar también sobre un recuerdo: una breve historia que, por lo inédita, tal vez sea más interesante que su apresurado panegírico de lo que Heidegger ha significado en el pensamiento europeo. Efectivamente, con Heidegger ha quedado clausurada una época ejemplar en la historia del pensamiento; pero la muerte del «último de los filósofos» nos va a servir para hacer más viva e interesante la crisis por el significado del discurso filosófico y la semántica que lo alimenta.

Mi primer encuentro fue en casa de Gadamer hace más de veinte años. No hacía mucho tiempo que Gadamer había ocupado la cátedra de Jaspers en Heidelberg. Pretendía poner a sus jóvenes doctorados, entre los que me encontraba, en contacto con el filósofo de la Selva Negra, recuperándolo también de los escombros de la guerra. Solíamos reunirnos cada quince días en lo alto de la Bergstrasse. Aquel semestre nos tocaba leer a Kant. Un par de días antes de la quincenal reunión se nos había anunciado que Heidegger vendría, desde Friburgo, a compartir con nosotros las páginas de la «Crítica de la Razón Práctica». Yo andaba entonces por otros derroteros que los heideggerianos en los que años, atrás había estado alegremente perdido, profundamente absorto. Me parecía que la revolución que para algunos estudiantes españoles había supuesto Heidegger, se había cumplido ya, y que ante el pensamiento apergaminado con el que tropezábamos, Heidegger había sido un rio de sugerencias, de ideas, quizá mal entrevistas en aquellas traducciones contra las que luchábamos en la tertulia del madrileño Gambrinus. Pero a las orillas del Neckar, con una carga crítica estallando siempre, luchando por esclarecerse y concretarse, como los perfiles nítidos del río, océano del lenguaje heideggeriano me parecía un exceso, un lujo del pensamiento. Pero, con todo, la curiosidad era poderosa. Sentarse allí, en la biblioteca de Gadamer, con el autor de «Ser y Tiempo», no dejaba de tener algo mítico, para el estudiante que lo había descubierto con admiración en las mesas oscuras del Gambrinus. Cuando llegamos, Gadamer nos lo fue presentando y, sin preámbulo alguno comenzamos por el párrafo en el que hacía dos semanas habíamos quedado.

«Entiendo por aclaración crítica de una ciencia o de un mensaje científico... la investigación y justificación de por qué tiene que tener esta forma determinada ... » Yo miraba a Heidegger, que sostenía en sus manos la vieja edición amarillenta, subrayada, y entre cuyas hojas había intercaladas, sueltas, las páginas de otras obras de Kant que aclaraban algunos problemas de la que leíamos. Esperábamos oír al filósofo de «Sendas Perdidas» enredado en la magia de su propio lenguaje, divagar sobre el ethos y el destino. Su voz, con una claridad y precisión inolvidables, nos llevaba segura por los recodos aristados de Kant, en lenguaje de contornos exactos sin concesión alguna al lujo o al exceso. Una lección prodigiosa de la mejor filosofía académica tras la que se vislumbraban años de rigor, de potencia mental, de disciplina, de talento. Después, la consabida cerveza en la Kneippe cercana; el diálogo ágil, humorístico, triste a ratos, frente a nuestra ligera agresividad. La sonrisa de Gadamer al despedirnos tenía algo de triunfadora. ¿Qué imaginabais?, parecía decimos, porque en aquellas horas habíamos descubierto muchas más cosas que la esperada «especulorrea» que nos habíamos temido.

El primer encuentro con Heidegger fue, durante los días sucesivos, el tema obligado en los obligados paseos del Neckar. Allí habíamos tropezado con un Heidegger nuevo, y aunque seguíamos pensando que el Heidegger escrito nos quedaba lejos, el enorme poder pedagógico de aquellas horas oyéndole explicarnos a Kant nos lo había, momentáneamente, justificado, me atrevería a decir, recuperado.

Recuerdo aquel recuerdo, hoy, después de muchos años de haberlo dejado reposar en el olvido. Me plantea, mucho más aguzado aún, un problema de entonces. ¿Qué lenguaje tendremos que utilizar para acercarnos a explicar su obra, como él explicaba la de Kant? ¿Con qué brújula orientarse por la selva heideggeriana?, ¿Qué fronteras la cercan? ¿Hacia dónde llevan sus senderos? Cuando la espuma de la ola de la cultura se remanse, cuando se desarticulen los tinglados de las modas intelectuales, ¿llegaremos a Heidegger como se llega a Aristóteles, a Descartes, a Kant, a Nietzsche? ¿Se habrá solidificado como una montaña ineludible en el horizonte de la cultura la visión heideggeriana del Ser, del Tiempo y de la Historia? O por el contrario, ¿será su filosofía un fugaz pasatiempo erudito para la arqueología del saber? En estas respuestas, sin embargo, reside un problema importante. No hay lenguaje sin código, no hay filosofía sin el cerco apretado de la historia. Sólo en ésta adquieren sentido los mensajes de los hombres.

El mensaje de Heidegger está hoy abierto a la hermenéutica o al olvido. Con él se cierra el círculo que se inicia con Kant. Con Heidegger desaparece la filosofía de los grandes filósofos, de los desveladores del Ser para siempre perdido. No sabemos si podremos recuperarlo, si merece la pena escribir sobre ese Ser, que ha ocultado insistente mente las normas de su juego. No sabemos si los filósofos de hoy, minimizados entre los problemas filosóficos más modestos, tendrán que volverse a funciones triviales como las que heredaron los estoicos, los epicúreos, los escépticos, o simplemente los que marcan en la historia los temas cartesianos de la felicidad. ¿Para qué poetas, en tiempos menesterosos, comentaba Heidegger sobre los versos de Hölderlin? ¿Para qué filósofos, qué clase de filósofos, qué caminos de la filosofía, en tiempos de libertad? Al final de la «Crítica de la Razón Pura» señalaba Kant tres grandes dominios ceñidores de los problemas de la filosofía, de esos problemas que expresan el destino singular de la razón humana atenazada siempre por cuestiones que no puede desechar porque le son impuestas por la misma naturaleza de la razón; pero que, a la par, no puede responder, porque sobrepasan la capacidad de esa razón. Esos tres dominios se configuran en tres preguntas: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar? Heidegger ha respondido, sobre todo, a dos de ellas, en la original galaxia metafísica de un sistema conceptual que articulaba la ciencia y la técnica de nuestro mundo con una escéptica esperanza para un hombre surgido ante el paisaje de la muerte, del abandono, del destino. Su lenguaje, asentado en la exclusiva firmeza de su propia semántica, de su propia y agarrotada soledad, buscaba esa esperanza kantiana en una frontera imposible de traspasar. Pero esa lucha nos ha dejado a la puerta de la otra gran pregunta formulada también por Kant: ¿Qué debo hacer? La búsqueda de los senderos perdidos por este deber y esta praxis, alentaría la marcha de la filosofía futura, si es que el futuro cuenta; si es que la filosofía no se convierte en la melancólica historia de un paulatino y gran olvido.

Emilio Lledó, 28 de mayo de 1976

La doble muerte de Martin Heidegger

 A mis amigos cuarentones les he oído contar muchas veces cómo para ellos Heidegger fue un descubrimiento, una apertura nueva al verdadero ser de la filosofía. Es natural: en ese entonces la filosofía oficial en España, era, a juzgar por los testimonios y en aras de la brevedad, una filosofía con la sumisión en el alma y la caspa en los hombros. Frente a ella Heidegger suponía una alternativa digna de consideración: una filosofía de las de antes de la guerra (como creo que se decía a propósito- de otras cosas) una filosofía de calidad, una filosofía novedosa, sí, pero, al propio tiempo, presentada bajo la forma de un riguroso regreso a los orígenes de la reflexión; representaba, en definitiva la más reciente manifestación del genio filosófico alemán.

Distintos caminos

Todo el mundo sabe lo que pasó después otras filosofías (mejor preparadas, según parece, para la vida moderna) se abrieron distintos caminos entre nosotros y Heidegger pasó a ser, o bien un recuerdo teñido de ironía retrospectiva (para quienes están ahora en Gramsci o en Chomsky), o bien un apacible tema de tesis doctoral. Me atrevo a decir que para los estudiosos españoles de la filosofía menores de treinta años, Heidegger ha sido más que nada un autor del que no había más remedio que examinarse para obtener el aprobado en Metafísica. Por eso, para muchos, esta muerte del día 26 habrá sido la segunda muerte de Heidegger. La primera venía de atrás y es la más grave. En efecto: el certificado de defunción estaba ya extendido, y lo firmaban representantes de las filosofías que hoy (para bien o para mal) están de verdad en vigor.

Filosofía patológica

Lo de menos es lo que ha dicho Heidegger la llamada -empleando el término en su sentido más amplio- filosofía analítica. Ya Carnap -allá por la época en que el neopositivismo se convertía en la moderna enfermedad infantil del empirismo- hacía de la filosofía de Heidegger el modelo de filosofía a evitar, y de Heidegger el prototipo del músico fracasado (todo metafísico lo era, según Carnap, y, en esto, Carnap se aproxima a Beethoven). ¿Qué es metafísica?, el libro publicado por Heidegger en 1929, representaría, según Carnap, la ejemplificación suma de lo que podríamos llamar -tomando de los físicos la calificación-, filosofía patológica.

Gracia y silencio

Pero no toda la filosofía analítica es el neopositivismo, se nos dirá. Cierto. Sin embargo, podría afirmarse, simplificando, que de la filosofía analítica, Heidegger ha obtenido, descontado Carnap, o bien desenfadadas alusiones a veces no exentas de gracia (es el caso de Russell), o bien el silencio (consciente o ignorante).

Peor le ha ido por la banda de babor. En un libro -El asalto a la razón, de G. Lukács-, cuya lectura es también para muchos un pecado de adolescencia, Heidegger aparece sumido en un capítulo titulado El Miércoles de Ceniza del subjetivismo parasitario. Eso basta. Y está por lo demás, la crítica a que le ha sometido Theodor W. Adorno. Adorno ha sido quien llegó más lejos, porque fue quien asumió la empresa con mayor seriedad. No podemos hacer otra cosa que limitarnos a recomendar la lectura de obras como Jargon der Eigentliichkeit (en castellano: La ideología como lenguaje), o Dialéctica negativa (de la que Vidal Peña daba cumplida cuenta en estas mismas páginas hace una semana). Y, sin embargo, no se puede acabar así. Es posible presentar a Heidegger como infractor por antonomasia de la sintaxis lógica; como profundo mamporrero filosófico del nazismo; como acabada muestra de la irremediable, decadencia de una clase angustiada ante su fin; como suma y compendio de los males que acarrea la pretensión de hacer para filosofía frente a la siempre impura realidad; o como todo ello a la vez. Pero no todo termina ahí. Concédasenos lo que cabría llamar el derecho a la sobreestructura. Al fin y al cabo, hasta los peores enemigos de ésta le otorgan una autonomía relativa. No se le exija, pues, a un aprendiz de filósofo como el que escribe, que sea tan chabacano como para despachar de un plumazo apresurado a quien escribió Ser y tiempo, quien meditó sabiamente sobre los presocráticos, sobre Aristóteles, sobre Kant y sobre Nietzsche, sobre el arte y sobre la técnica; a quien, en, último término, fue siempre el que era. Finalmente, un dato para los astrólogos, a los que según cuentan, tan aficionado era Hitler: la node la muerte de Martin Heidegger apareció en la prensa exactamente el mismo día (un 27 de mayo) en que se cumplían cuarenta y tres- ¡qué número tan poco brillante!- años desde aquel 27 de mayo de 1933 en que Martin Heidegger -rector con Hitler- pronunciaba su tristemente célebre discurso titulado La autoafirmación de la Universidad alemana.

Alfredo Deaño, 30 de mayo de 1976

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