Alto, seco, anda
apoyándose en un bastón y se toca con un sombrero negro de anchas alas. Nacido
en Radom, en 1927, toda su parábola intelectual se inscribe bajo el signo de la
herejía política y filosófica. Cabeza visible del revisionismo polaco, entró en
conflicto con el establishment pseudo-liberal de Gomułka desde 1957. En 1956
los estudiantes fijaron a las puertas de la Universidad de Varsovia su
manifiesto sobre el movimiento revisionista, como las tesis de Lutero en la
iglesia de Wittenberg. Se formó en la escuela del empirismo lógico polaco, de Kotarbiński
y Ajdukiewicz, y nunca fue filosóficamente ortodoxo. Schöngeist,
un espíritu brillante y paradójico, prefirió siempre la forma breve del essai,
afrontando las tensiones y las contradicciones de nuestra época sin ceder jamás
a la tentación de reducirlas a uno de sus términos. Se halla igualmente cómodo
con la temática existencialista y fenomenológica de Husserl y Heidegger que con
las racionalistas de Popper, y su filosofía vive de la tensión permanente entre
el pensamiento y la vida, en el rechazo constante de cualquier forma de saber
absoluto. En 1968 deja Polonia y se instala en Inglaterra en 1970, después de
un período de enseñanza en Berkeley y en Montreal. Hoy enseña filosofía
teorética en el All Souls College de Oxford.
—Trata de plantear, como
filósofo, las cuestiones fundamentales de nuestro tiempo. Considera no
superadas las cuestiones clásicas de la filosofía. Se identifica con los
valores socialistas, pero reconoce la pertinencia de cierta forma de espíritu
conservador ante las aberraciones del espíritu revolucionario. ¿Se reconoce en
este retrato de Jacques Dewitte?
KOŁAKOWSKI. —Existe
alguna exageración. Por lo demás, como en todas las formulaciones elípticas,
marcada por la afición a la paradoja. Con respecto al pensamiento filosófico,
repetiría quizá la frase de Whitehead: «Toda la filosofía se resume en las
notas a pie de página en Platón». Somos siempre prisioneros de las cuestiones
formuladas por los griegos. Incluso si tratamos de encontrar un nuevo
vocabulario, de refrescar de manera incesante nuestro modo de expresamos de
acuerdo con los cambios de civilización; creo, sin embargo, que el corazón de
la filosofía sigue estando constituido por algunas cuestiones permanentes que
no envejecen.
—Usted nunca ha sido
perfectamente ortodoxo en la filosofía, sino sólo en la práctica. ¿Qué buscaba
un joven filósofo, crecido en la escuela de Kotarbiński y perteneciente a la
filosofía analítica polaca, en el marxismo?
KOŁAKOWSKI. —En el
marxismo siempre es difícil distinguir claramente las motivaciones políticas de
las propiamente intelectuales y filosóficas. El marxismo no era una corriente
importante en la tradición intelectual polaca. No obstante, mi generación
encontró en él bastantes elementos atrayentes: creíamos que representaba la
continuación del iluminismo, en contraste con la tradición conservadora que
prevalecía en nuestra cultura. Mientras que, políticamente, después de la
guerra y de los horrores de la ocupación nazi en Polonia, creímos que
constituía la única fuerza capaz de contraponerse al fascismo y al nazismo.
Además, pensábamos que era la única vía para crear una sociedad justa e
igualitaria. Nuestros móviles, después de todo, no eran tan distintos de los
que encontramos invariablemente entre los jóvenes de varias generaciones.
—Sin embargo, usted nunca
se ha adherido plenamente a la filosofía del marxismo.
KOŁAKOWSKI. —En el tiempo
en que fui miembro del partido, se me criticó muchas veces, tildándome de
hereje. En los años 40 ya se dedicaron muchas reuniones políticas a mis
herejías. Por lo demás, al igual que todos los de mi generación, crecidos en
una tradición intelectual distinta, toleraba mal el increíble primitivismo del
marxismo que enseñaban Pospelov y Alexandrov. Comparándolo con ellos Suslov,
hoy, es un águila. La filosofía, como las ciencias sociales, habían
desaparecido prácticamente. Sobre todo en la Unión Soviética, adonde nos
enviaron para alcanzar las verdaderas fuentes del marxismo. Aun no siendo
particularmente críticos, nos dábamos cuenta de este pavoroso vacío. Pero
todavía encontrábamos algunas justificaciones. Pensábamos que debía ser el
precio que había que pagar por defender el bastión del socialismo.
—Pero usted ya poseía
anticuerpos. En los años 40 se integraba en la tradición critica del empirismo
lógico polaco.
KOŁAKOWSKI. —Sólo durante
cierto período. De estudiante me he formado en la escuela de lógica polaca de
Tarski, Kotarbiński y Ajdukiewicz. Al cabo de tantos años, mirando las cosas
retrospectivamente, nunca he encontrado totalmente satisfactoria esta
tendencia. Siempre he estado tentado por cuestiones filosóficas tradicionales,
que desde el punto de vista riguroso del empirismo lógico aparecen carentes de
sentido, insolubles, falsamente planteadas. De todos modos, respeto siempre la
tradición analítica como antídoto de la irresponsabilidad filosófica, del
vaniloquio, como vínculo para formular los problemas en el modo más preciso
posible y para controlar, con instrumentos lógicos, la especulación filosófica.
—Sólo en los confines
occidentales del bloqueo comunista, la crítica democrática se ha transformado
con frecuencia en revuelta. ¿No cree que la persistencia del pasado ha podido
desempeñar un papel en ello? Entiendo por ello no solamente las tradiciones
culturales, sino también las democráticas de estos países.
KOŁAKOWSKI. —No sólo en
Polonia, sino también en Checoslovaquia y en Hungría, en los primeros decenios
del siglo, ha habido una tradición democrática, aunque sea más frágil, de tipo
europeo. Sin duda, estos elementos han contribuido, junto con las tradiciones
culturales que también eran de tipo europeo, a la inquietud de estos países.
Incluso aunque se tienda a olvidarle. Polonia nunca ha sido un país despótico.
La falta de un poder central fuerte y sus instituciones parlamentarias,
fundadas en el principio famoso de la unanimidad, contribuyeron a la caída del
Estado polaco hacia finales del siglo XVIII. Las formas despóticas de gobierno
se han importado del exterior.
Al principio, las
minorías intelectuales han tenido un papel preponderante en la crítica
democrática. ¿Cómo lo explica?
KOŁAKOWSKI. —En la
posguerra, los movimientos de rebelión antitotalitaria empiezan por las
minorías intelectuales y se difunden después en la publicación. Por el simple
hecho de que empiezan siempre dentro del partido reclamando más democracia en
el aparato. A todo esto ha contribuido no sólo la tradición católica, sino
también la autonomía cultural que fue preservada por las minorías
intelectuales.
—¿Quiere decir la
tradición cultural europea?
KOŁAKOWSKI. —Desde que se
inició el poder comunista en Polonia la población se sentía a disgusto, en una
situación no natural. El país había sido arrancado por la fuerza de un ambiente
histórico natural, imponiéndonos una forma de vida contraria a nuestra
tradición. A pesar de todos los horrores de la guerra y de la ocupación, a
pesar de la destrucción masiva de la intelligentzia polaca por parte de los
nazis y después por los soviéticos, no se ha roto la continuidad cultural.
—¿Y la devastación del estalinismo?
KOŁAKOWSKI. —En Polonia,
el estalinismo no ha adquirido formas extremadas y destructivas. De ahí que
para los polacos haya sido relativamente fácil el desembarazarse mentalmente de
sus presiones. En cambio, en Rusia ha sido bastante más difícil, donde purgas, matanzas
y destrucción cultural han alcanzado una forma más consecuente e intransigente.
Incluso en los años oscuros, del 50 al 53, han existido elementos de
continuidad cultural en Polonia. El estalinismo nunca llegó al grado de
consecuencia que alcanzó en Checoslovaquia. Sin embargo, el papel de las
minorías intelectuales polacas hay que enjuiciarlo sobre el fondo de una
resistencia pasiva de toda la población, que ha encamado sobre todo la Iglesia.
—Usted ha dado una voz a
la crítica polaca de los años 50. Pero su crítica se ha expresado tan sólo en
sentido negativo: como definición de lo que el socialismo no debe ser. ¿No era
un límite de la cultura revisionista de la época?
KOŁAKOWSKI —Los
revisionistas se rebelaban sobre todo contra el socialismo tal como era
definido y practicado en los años del estalinismo. La forma negativa, crítica,
por lo tanto, era natural. No poseíamos una clave de lo que el socialismo
pudiera ser. Pero sabíamos perfectamente lo que el socialismo no es: el
socialismo no es una sociedad donde hay más espías que enfermeros. No es un
Estado que conoce la voluntad del pueblo antes, incluso, de preguntársela. No
es un Estado al que le preocupa poco el ser odiado, con tal de que se le tema.
Estas cosas las dije en una conferencia en 1956, cuyo texto fue fijado sobre la
puerta de la Universidad de Varsovia.
—Carecían, sin embargo,
de un proyecto.
KOŁAKOWSKI. —En un
periodo que no duró mucho, pero que marcó una época, pensábamos que se podría
cambiar el comunismo partiendo de sus propios principios. Pero no estaba claro
qué es lo que pertenecía a los principios y qué, por el contrario, constituía
las distorsiones o los accidentes históricos. No obstante, aparecía cada vez
más claro que si el comunismo es lo que ha sido no sólo en su práctica sino
también en su autodefinición, entonces la idea de un comunismo democrático es
una contradicción en sus términos.
—Los movimientos de
oposición en los países del Este siempre han oscilado, no sólo tácticamente,
sino también por ambivalencias intrínsecas, entre la opción por la democracia
representativa y la opción por la democracia directa, entre el revisionismo de
derecha y el revisionismo de izquierda. ¿Esto no ha sido también una debilidad?
KOŁAKOWSKI. —Al querer
delimitar una fenomenología política más precisa, hallamos orientaciones que se
mantienen constantes en el tiempo. En este sentido, tenemos una preferencia por
la democracia directa en Hungría, una tendencia a la democracia representativa
en Checoslovaquia y otra tendencia a la creación de contrapoderes en Polonia.
Estos movimientos, empero, no tenían ninguna visión comprensiva de nuestra
sociedad, ni una verdadera cultura política alternativa. Pero, como ya he
dicho, cuanto más claro se revelaba que era absurdo contraponer el leninismo al
estalinismo, habida cuenta de que éste era la continuación de aquél, tanto más
se revelaba incoherente la posición revisionista.
—Pero, ¿la eficacia del
revisionismo no se debía, precisamente. al hecho de que se invocaba a los
mismos estereotipos ideológicos del partido?
KOŁAKOWSKI. —Sin duda
ésta era su fuerza, puesto que la cohesión del sistema depende de la cohesión
del partido. Hasta el momento en que el partido tiene en este sistema, lo que
la población sienta o diga cuenta poco. En cambio, la desintegración del
partido causa la desintegración del sistema. El revisionismo podía ser eficaz
mientras el cimiento ideológico continuara funcionando en el partido. Pero, más
tarde, esta ideología ha ido haciéndose cada vez más irreal, hasta el punto de
que nadie creía va en ella. En estas condiciones el revisionismo no podía
desempeñar ya su papel. Cortaba sus propias raíces precisamente por el hecho de
que había sido eficaz, contribuyendo a la erosión de la ideología oficial.
Ahora bien, justo en la medida en que era eficaz en este sentido, se hacía por
esto mismo inútil.
—Con rodo, el
revisionismo no ha tenido nunca una conciencia clara de la democracia. Se ha
limitado, fundamentalmente, a favorecer procesos de reforma económica.
KOŁAKOWSKI. —No es verdad,
no se ha planteado únicamente la exigencia de un cambio de las formas de
planificación y de introducción de mecanismos de mercado en una economía
socialista. También los valores democráticos y culturales han desempeñado un
papel considerable. En un principio, muchos creyeron que se podía democratizar
el partido sin una reforma democrática de las instituciones. Pero el partido no
podía quedar como un enclave de democracia en medio de una sociedad gobernada,
en todo caso, de manera despótica.
—Pero, ¿si ya habían
llegado a estas conclusiones, por qué permanecer en el partido?
KOŁAKOWSKI. —Fui
expulsado en 1966. Pero ya hacía tiempo que seguía en el partido sabiendo que tenía
muy poco que compartir con su ideología. Seguimos dentro porque sabíamos, mis
amigos y yo, que en este sistema existen más posibilidades de expresarse y de
participar en la vida política estando dentro del partido. Durante años hemos
permanecido dentro como un cuerpo extraño.
—Es una fatalidad: a
partir de Trotski, nos damos cuenta de la esencia del comunismo sólo cuando
acabamos triturados por sus engranajes.
KOŁAKOWSKI. —No es un
fenómeno peculiar del comunismo. Nos damos cuenta mucho mejor de la naturaleza
de los movimientos y de las ideologías políticas cuanto más dentro estamos de
ellas.
—En los años 50 usted
escribió un libro sobre las siete herejías cristianas no conformistas. ¿De
dónde venía ese interés por el pensamiento protestante?
KOŁAKOWSKI. —Se ha
querido ver, entre líneas, en aquel libro, un paralelo entre el cristianismo no
institucional y el marxismo no institucional, más allá de la validez intrínseca
de la obra. Sin embargo, el libro no se escribió como una especie de alusión.
Era un libro de historia que no pretendía ser un sustituto o una expresión
oculta de pensamiento político. Es más, de aquellas páginas se desprendía un
interés por la heterodoxia en general. Por otra parte, todos los organismos
ideológicos poseen ciertos rasgos comunes. Hay fenómenos análogos que se
repiten en todas las formaciones sociales con fuertes nexos ideológicos. Se da
entonces, en todas partes, el fenómeno de la ortodoxia y de la heterodoxia, el
papa y el antipapa. Las infinitas querelles acerca de la interpretación
correcta de las escrituras canónicas, las inquisiciones, etc. Se trata, pues,
de fenómenos paralelos, pero también de diferencias entre iglesias y partidos.
—Usted fue expulsado del
partido en 1966, después de un discurso sobre el octubre polaco. ¿Qué es lo que
dijo tan terrible como para precipitar el acontecimiento?
KOŁAKOWSKI. —Hablé de la
insurrección de Varsovia del 56, diez años después, criticando con violencia
los resultados de diez años de promesas no mantenidas, de decadencia cultural,
social y económica. Pero me limité tan sólo a expresar un estado de ánimo muy
extendido. Fue, únicamente, el último eslabón de una larga cadena de
acusaciones. Anteriormente había sido interrogado por la Comisión de Control
del Partido varias veces, y otras tantas fui acusado por aquella Comisión. El
comienzo de aquellas acusaciones c interrogatorios fue el ataque que me dirigió
Gomułka en 1957.
—¿Cuál era la base de la
acusación?
KOŁAKOWSKI. —En la
primavera del 57, Gomułka desencadenó la batalla contra el revisionismo, y se
identificó como el jefe de aquel movimiento.
—Pero, ¿Gomułka no había
llegado al poder gracias a la ola revisionista?
KOŁAKOWSKI. —En el otoño
del 56 había gozado de un apoyo casi universal en Polonia. Se creía que
personificaba la resistencia nacional contra el dominio soviético. Si alguno
había creído —yo no me encontraba entre ellos— que Gomułka era un liberal que
institucionalizaría las reformas democráticas, quienes así pensaban alimentaban
tontas ilusiones. Disfrutamos de la máxima libertad en el 56. Pero no porque lo
hubieran querido los dirigentes del partido, sino porque ya no controlaban la
situación.
—¿Eso quiere decir que la
llegada al poder de Gomułka ha supuesto el comienzo de un proceso de estabilización?
KOŁAKOWSKI. —Ha sido el
principio de una marcha hacia atrás. Entre tanto, Gomułka ha empezado a
reconstruir el aparato de poder. Esta operación no podía realizarse de un día
para otro. Ha sido un proceso bastante largo, pero consecuente. Quedaba cierto
margen de libertad, pero de un año a otro iba restringiéndose progresivamente.
Sin embargo, Gomułka era muy consciente de lo que hacía. Tuve una conversación
con él bastante larga en el 57, después de su ataque contra mí, que no dejaba
la menor duda acerca de sus intenciones. Quería suprimir toda libertad de
expresión, volver a asumir el control del partido en la cultura y en todos los
campos de la vida social. Yo recibí una dura admonición.
—Acaso no le perdonaron
nunca su ensayo sobre el antisemitismo. que ha afectado profundamente al establishment
polaco.
KOŁAKOWSKI. —En aquella
época sólo una fracción del partido trataba de servirse del antisemitismo como
se utiliza, por lo demás, en otras circunstancias. De acuerdo con el mismo
modelo. Había muchos dirigentes de origen hebreo en el partido, en los años
precedentes al 56, a los cuales determinada fracción ha pretendido atribuirles
las monstruosidades del estalinismo, mostrando a los hebreos como enemigos de
Polonia. No era tanto un movimiento ideológica y políticamente definido cuanto
un clima de opinión, o de prejuicio. Ahora bien, este tipo de antisemitismo no
es comparable, en la intensidad, con lo que vendría luego, en el 67-68, cuando
una fracción del partido ha creado verdaderamente una atmósfera de progrom.
Se ha desencadenado una propaganda antisemita disfrazada de antisionismo. Pero
los verdaderos objetivos no eran los hebreos sino el equipo del partido que
tenía el poder. Se trataba, en fin, de la lucha de las fracciones en el
interior del partido.
—Usted dejó Polonia hacia
finales del 68 para dedicarse a la enseñanza en Berkeley, en los Estados
Unidos. ¿Cómo ha vivido las dos contestaciones, en el Este y en el Oeste?
KOŁAKOWSKI. —La rebelión
de los estudiantes en Polonia ha tenido muy poco en común con la de la nueva
izquierda en Occidente. Los estudiantes polacos protestaban contra las
autoridades comunistas en nombre de esas libertades e instituciones
democráticas que eran objeto, precisamente, de los ataques de los estudiantes
americanos, franceses o italianos.
—Sus escritos en la New Left
(pienso en Los intelectuales contra el intelecto, La dictadura de la
verdad, etc.), están impregnados de un sentimiento de cólera.
KOŁAKOWSKI. —De este
movimiento me ha afectado su antiintelectualismo, la incapacidad de expresarse,
de discutir, en las fronteras de la afasia. El culto de la violencia por la
violencia. Incluso ha habido un fenómeno importante, digno de tomárselo en
serio. Un síntoma de cierto malestar de la civilización, de un cul de sac.
Las generaciones adultas se mostraban incapaces, en buena medida, de transmitir
sus valores a los jóvenes.
—Usted que lleva
diciendo, desde hace tiempo, que el marxismo ha dejado de interesarle. Hasta ha
dedicado a este tema una obra monumental reciente, Mains Currents of Marxism.
¿Cómo se explica esta paradoja?
KOŁAKOWSKI. —He tratado
de comprender cómo es posible que todos los temas humanísticos, prometidos del
marxismo hayan terminado por llegar a una de las tiranías culturalmente más
destructivas de nuestro siglo. Acabado este estudio, hace tres años, he
alcanzado por fin un punto de saturación.
—Pero, ¿qué significa su
afirmación de que todo lo que había de interesante en el marxismo ha sido
absorbido por las ciencias humanas?
KOŁAKOWSKI. —Nunca he
negado la contribución importante de la obra de Marx a la historia intelectual
europea. Gracias a Marx nos hemos acostumbrado a pensar en la historia y en la
cultura como conflictos sociales. Pero, para admitir esto, no hay necesidad de
ser marxista. El marxismo, como sistema que pretende la coherencia y que busca
una visión comprensiva del pasado y del porvenir, es una construcción ilusoria.
—Pero, ¿no existe una
censura entre los términos ideológicos del joven Marx y los científicos del
Marx de El Capital?
KOŁAKOWSKI—Marx era un
filósofo alemán. Y el marxismo está subtenso por un único proyecto filosófico. Es
un intento de síntesis de corrientes de pensamientos anteriores y contradictorios.
Está centrado sobre el tema romántico de la unidad de la esencia y de la
existencia, que se traduce en el de la unidad entre sociedad civil y política.
Y sobre el tema prometeico de la autocreación del hombre a través del trabajo.
Es decir, una conciliación forzada de temas tradicionales de la filosofía.
—O sea, que, ¿en una conferencia
con la filosofía contemporánea, el marxismo queda disuelto?
KOŁAKOWSKI. —El marxismo
no ha superado las cuestiones tradicionales de la filosofía, como por ejemplo
la oposición existencia/libertad; no ha suministrado respuestas nuevas. Se da
una vuelta del pensamiento contemporáneo a la tradición a través de la
disolución del marxismo.
—En definitiva, no ha
logrado la superación de la historia ni de la filosofía.
KOŁAKOWSKI. —Las dos tareas
son imposibles.
—Pero, ¿en qué consiste
la actualidad de los temas tradicionales de la filosofía?
KOŁAKOWSKI. —E1 marxismo
no pretendía resolver los problemas tradicionales de la filosofía, sino
anularlos. Creía que el verdadero sentido de estas cuestiones eran los
conflictos sociales. Su pasión era desenmascarar el sentido auténtico, oculto,
tras el sentido aparente. Pero yo estoy convencido de que la vida misma de la filosofía
está animada por algunas cuestiones eternas. Aunque éstas cambien el modo de
expresarse en función de las vicisitudes de la civilización, el espíritu humano
jamás puede desembarazarse de la cuestión de si existe o no un sentido de la
existencia del hombre; si el universo como totalidad posee o no un sentido
oculto; si todo lo que es transitorio, mortal, corruptible, puede ser
comprendido con referencia a lo que es inmutable y eterno.
—Usted ha dicho que Lenin
y Stalin derivan de Marx; que minimizar este vínculo equivaldría a instituir
una especie de distinción entre nazismo y hitlerismo. Y ha escrito un artículo
de política-ficción en el New York Times respecto a este tema. ¿No le parece un
poco exagerado?
KOŁAKOWSKI. —No hay que
tomar demasiado en serio el artículo. Era una blague, un feuilleton.
Con alusiones a la política americana más que a la historia de las ideologías.
Todo depende, en cualquier caso, del sentido en que se habla de continuidad. Yo
no he dicho nunca que hubiese una especie de inevitabilidad infernal que
hubiera de llevar necesariamente de Marx al Gulag. Son exageraciones de nouveaux
philosophes. Sin embargo, el leninismo, sin ser la única interpretación
posible del marxismo, era, de todos modos, una interpretación legitima y no
carente, por supuesto, de un fundamento doctrinal. Tampoco puede decirse que se
tratase de una evolución que nadie era capaz de prever. Ya en la época de Marx,
hubo quien dio prueba de clairoyance. Los anarquistas, por ejemplo. Y,
más tarde, Kautsky, Rosa Luxemburgo, etc.
—En sus ensayos se
advierte una insistencia sobre el tema de la responsabilidad individual en la
historia. ¿Esto significa, para usted, que los valores van siempre por delante
del progreso histórico?
KOŁAKOWSKI. —No cabe
derivar las normas del comportamiento moral de cualquier teoría del proceso
histórico. Este es un principio que he conservado de mi maestro Kotarbiński.
Ninguno de nosotros es propiedad de la historia, de la providencia o de una
ideología. Esta manera, por lo demás, humanamente comprensible, de remitir la
responsabilidad de nuestros actos a fuerzas ajenas c impersonales, a las
supuestas necesidades de nuestra biología o a razones ideológicas o religiosas;
esta actitud, insisto, ha producido muchos estragos. A este respecto no he
dicho nada original. Me he limitado a subrayar un tema tradicional. Kafka lo ha
hecho mejor que yo. Los hombres no son dioses —escribía— y la historia se hace
con los errores y el heroísmo de todos los momentos insignificantes. Cuando se
arroja una piedra en un río se forman círculos. La mayoría de los hombres, por
el contrario, viven sin la conciencia de una responsabilidad y esto es el
núcleo de la miseria.
—Usted ha escrito que el
racionalismo es la edad adulta, un desafío a todo valor y a toda verdad, la
renuncia a toda ortodoxia. Y ha definido su filosofía como una filosofía de la
permanente condición incompleta del mundo. Pero ha afirmado, al mismo tiempo,
que todo relativismo histórico se destruye a sí mismo en la medida en que
destruye la posibilidad de argumentos no puramente históricos en su apoyo. ¿No
hay una contradicción entre estas posiciones?
KOŁAKOWSKI. —No lo creo.
Quizá renunciara al término racionalismo porque contiene demasiados significados
diversos. No acepto el racionalismo si esto significa renunciar a tener
opiniones, creencias, si éstas no están sostenidas por razones análogas o
idénticas a las que actúan en la ciencia. En este sentido, el racionalismo es
cientificismo, una posición totalmente arbitraria basada en presupuestos o
prejuicios que no acepto. Lo acepto, en cambio, como regla del escepticismo;
invito a buscar siempre las razones de cada posición, instrumento merced al
cual podemos decir en un momento dado que ya no existen razones, es decir, que
hay una opción, una elección arbitraria, que conocemos pero ni más ni menos
arbitraria que la opción opuesta.
—Sus ensayos suelen tener
un carácter incompleto. Nos ofrecen más bien esquisses que resultados
exhaustivos. ¿Por qué esta condición incompleta de la forma?
KOŁAKOWSKI. —Siempre he
tenido una preferencia por el ensayo breve y, en general, estoy menos
interesado por la filosofía en el sentido tradicional. Prefiero una filosofía
que se hace al margen y bajo la forma de un comentario, de glosas sobre temas
históricos.
—Usted no ha desdeñado
nunca los temas marginales. Pienso en su ensayo sobre La epistemología del striptease,
en los monólogos, en la conferencia sobre el diablo, en las pequeñas comedias y
en los cuentos bíblicos.
KOŁAKOWSKI. —En la
cultura se dan fenómenos marginales que, sin embargo, permiten ver mejor lo que
es importante. Además, siempre me he interesado por las posiciones extremistas,
marcadas por la afición a la paradoja, sin que haya necesariamente de
compartirlas. Siento cierta simpatía por el que se esfuerza en extraer todas
las consecuencias de su posición inicial y se aproxima necesariamente al
absurdo. Un esprit de suite llevado hasta el extremo produce,
indefectiblemente, fenómenos interesantes por su extremismo. Porque, en estas
posiciones, se puede seguir el camino del pensamiento que no busca el
compromiso.
—En política, su
relativismo filosófico llega aúna concepción pragmática y reformista. Se ha
dicho que usted ha dado un fundamento ontológico al reformismo. ¿Comparte esta
valoración?
KOŁAKOWSKI. —En sentido
propio, el reformismo no es una doctrina. No dice nada sobre los contenidos de
una acción reformadora. Es sólo una actitud que cobra sentido en contraposición
con ideas utópicas, con un modelo de perfección futura. Mi referente es la tradición
socialista, pero no creo que ésta haya formulado soluciones definitivas para
nuestra época. Ni tampoco quiere decir que esta opción, demasiado genérica,
implique una solución concreta. Todo depende de las circunstancias. Por ofrecer
un ejemplo vulgar, no está demostrado que el mejor modo de afrontar los
problemas de nuestra economía sea la vía de las nacionalizaciones. Estas no
pasan de ser una técnica que puede ser eficaz en determinadas condiciones, pero
no en otras. No son una clave metafísica. Conviene siempre distinguir con gran
sentido entre las ideas muy generales y la tradición socialista.
—Entre los principios fundamentales
del socialismo, el principio de libertad y el de igualdad, ¿no existe tal vez
una contradicción insoslayable?
KOŁAKOWSKI. —Todas las
ideas socialistas admiten cierto número de valores que se limitan
recíprocamente. Es inevitable. Cuando se pretende aplicar uno de estos valores
de manera absolutamente consecuente, el resultado es que no sólo el uno
destruye al otro, sino que se autodestruye.
—¿En qué sentido? ¿Puede
explicarse mejor?
KOŁAKOWSKI. —La igualdad,
por ejemplo, entendida de modo absolutamente consecuente, es una idea autodestructiva,
más por razones empíricas que teóricas. La igualdad perfecta en la distribución
de los bienes, por limitarnos únicamente a este aspecto, no sólo es
económicamente desastrosa, sino que es posible sólo en condiciones de
despotismo. Y el despotismo es, por definición, no igualitario, porque priva a
la mayoría de la población de bienes tan importantes como el acceso a la
información y a la participación en el poder. El igualitarismo total desemboca
forzosamente en una sociedad no igualitaria. Cabe decir lo mismo respecto de la
idea de libertad, y siempre por razones empíricas más que teóricas. La libertad
total, en el sentido en que la prevén los extremistas del anarquismo, responde
a una idea de una sociedad donde la última decisión de todo reside en la
fuerza. Si concibiésemos en nuestra imaginación la posibilidad de semejante
sociedad, la traducción inmediata de ello sería la ley del más fuerte.
—Así pues, ¿no cabe
ninguna solución?
KOŁAKOWSKI. — Este
conflicto de valores puede resolverse tan sólo mediante compromisos más o menos
insatisfactorios. No existe ninguna solución perfecta y última. Del mismo modo,
existe también un conflicto entre otros valores que pertenecían igualmente a la
tradición socialista: la necesidad de seguridad y la de expresión individual.
No podemos tener al mismo tiempo la seguridad en la vida y en la creatividad.
El lado seductor del totalitarismo consiste en prometemos la seguridad, al
precio de renunciar por ello a toda creatividad y a toda expresión individual,
loque se transforma en fuente de inseguridad.
—Entonces, ¿lo que
justifica una actitud pragmática en política es la insolubilidad de estas
contradicciones?
KOŁAKOWSKI. —Yo no usaría
el término pragmático, porque una vez más podría entrañar confusiones; puede
tener más significados, no necesariamente compatibles entre sí. Yo hablaría de
pragmatismo sólo en antítesis a la expectativa de una solución definitiva, pero
no en el sentido de una actitud que renuncia a valores generales.
—En su filosofía se
aprecia una nueva atención al mito y a la transcendencia. ¿En qué sentido
entiende estos términos, cargados de connotaciones metafísicas?
KOŁAKOWSKI. —Hace doce
años escribí un opúsculo, La presencia del mito, donde trataba de
destacar la presencia inalienable, eterna, de cierto estrato mitológico en la
cultura. Pensaba en el mito no tanto en el sentido de fabulación, narración,
sino como todo tipo de ideas o arquetipos no empíricos que forman el sistema de
referencia gracias al cual las realidades empíricas o los hechos están dotados de
sentido. El concepto mismo de la verdad le pertenece. Todas las formas de la
vida y de nuestra conciencia que nos sirven para atribuir un sentido
suplementario a los hechos, a los acontecimientos, un sentido que se nos escapa
desde planteamientos empíricos. Todo lo que deriva de esta esfera que yo he
llamado, tal vez con el riesgo de que pueda prestarse a equívocos, de la
conciencia mítica.
—Me parece entender que
los propios valores pertenecen a la esfera de la trascendencia y del mito.
KOŁAKOWSKI. —Digamos a la
esfera de la tradición, que es la fuente de todo lo que tiene sentido para
nosotros. De otro modo, caemos en un relativismo histórico que excluye
cualquier referencia a una racionalidad que transciende la contingencia. Ahora
bien, la tradición no es una totalidad compacta, monolítica, sino muy al
contrario un campo abierto. El punto de partida de muchas vías.
—Usted ha sido definido
como un ateo inconsecuente, porque subraya la realidad de los valores religiosos
en la vida humana y deplora el ateísmo beligerante.
KOŁAKOWSKI. —Me he convencido
de que la autodefinición del hombre como ser religioso no sólo es un elemento
permanente de la cultura, sino de que la cultura no podría sobrevivir sin este
tipo de autodefinición. La religión no es sólo una esfera aparte, que por
combinación subsiste a través de toda la historia de la civilización, sino que
es la raíz misma de la vida espiritual, incluso en su transfiguración
secularizada. Las ideologías de nuestro siglo han presentado al hombre como un
Prometeo, una fuerza que se autocrea, para despertarse transformando, como el
Samsa de Kafka, en una grosera cucaracha negra. No es posible abolir la
transcendencia, como quisiera el sueño prometeico. Queda siempre una dimensión
incondicionada, transcendente del actuar y del querer humanos, la posición
originaria de un sentido que es ya presupuesto de todo lo que se puede decir y
emprender.
—Es raro encontrar a un
filósofo que se halle tan cómodo con Kierkegaard y con Heidegger, que con Bridgman
y Popper. ¿Su negativa a considerar como errores, sin sentido, la especulación
metafísica o los problemas de valor, procede de esta duplicidad filosófica?
KOŁAKOWSKI. —Yo diría que
sí. Aunque no sea un lógico, un filósofo de la ciencia, atribuyo gran importancia
a la tradición analítica. Pero creo además que los hombres no pueden
desembarazarse de las llamadas cuestiones metafísicas, a pesar de que en ellas
se encuentren innumerables aspectos probablemente insolubles. En la cultura
existen fuerzas opuestas que se encuentran forzosamente en conflicto, pero cada
una es necesaria. Esto es válido también para la filosofía. Atribuyo gran
importancia a la tradición escéptica, que —en filosofía— es una especie de
fuerza destructiva. Pero también en el extremo opuesto existe una tradición
filosófica que busca necesariamente los fundamentos últimos del pensamiento.
Una especie de fondo indestructible sobre el cual todos los conocimientos
humanos pueden construirse y que nos garantizarían una certidumbre. De
Descartes a Husserl.
—En su ensayo sobre la Búsqueda
de la certidumbre, usted dice que esta aspiración a la certidumbre, a la
verdad última, proviene de una actitud religiosa.
KOŁAKOWSKI. —Hay quien
busca la certidumbre última, y hay el escéptico. El escepticismo consecuente
roza un inmovilismo cognoscitivo. La búsqueda de la certidumbre última se
aproxima, finalmente, a la ilusión de haber encontrado el fundamento incontrolable.
Se trata de dos actitudes extremadas, cada una de las cuales, repito, es
necesaria a la cultura. Pero no se puede hacer una síntesis. Yo tengo una
actitud un poco esquizofrénica al respecto. Porque al admitir esto se dice que
nos encontramos, al mismo tiempo, ante dos extremos irreconciliables.
—En definitiva, la
búsqueda de la certidumbre es una búsqueda en el fondo legitima, porque nuestra
cultura seria poca cosa si se la dejara enteramente en las manos de los
escépticos. ¿No?
KOŁAKOWSKI. —Las respuestas
no son sino deseos y promesas; pero esto no constituye certidumbre ninguna,
decía Kafka. Contra la necesidad de ideología de nuestro tiempo, hay que oponer
la necesidad de respuestas últimas y definitivas. Es ésta una perpetua
tentación a la que no nos es posible sustraemos enteramente. Todo lo que entra
en el campo de la comunicación humana es inevitablemente incierto, siempre
objetable, frágil, provisional y mortal. Y, sin embargo, no es probable que se
renuncie a la búsqueda de la certidumbre, y es lícito dudar de que
interrumpirla fuera algo deseable.
Mario BACCIANINI
Mondoperaio Traducción: J. A. Matesánz
Leviatán revista de pensamiento socialista. - II
Época, n. 4 (Junio, 1981), p. 97-105