EL
HUMOR EN LA LITERATURA ESPAÑOLA
DISCURSO
LEIDO ANTE LA
REAL
ACADEMIA ESPAÑOLA
EN
LA RECEPCIÒN
DEL
EXCMO.
SR. D. WENCESLAO FERNANDEZ FLOREZ
EL
DIA 14 DE MAYO DE 1945
SEÑORES ACADÉMICOS:
Yo no sé a qué podría
compararse acertadamente la labor de la Academia Española; pero alguna vez,
presenciando el trabajo de sus miembros alrededor de la enorme mesa elíptica,
he pensado en algo así como el taller de un lapidario. El lapidario prende una gema;
se trata apenas de un cristalito, de una cosita menuda que parece destinada a
perderse con facilidad, que el profano no aprecia exactamente en su estado
primitivo, ni sabe con seguridad cómo nació ni dónde fue encontrada. Hombres
expertos la tallan, la pulen, la avaloran, la combinan con piedras de otro
color, la engarzan, y una joya de deslumbradores destellos, de irresistible
belleza, nos produce el éxtasis de lo magnífico. Así, el señor Secretario
inclina la pinza de sus lentes sobre la papeleta doble —como la piedra en el
panal de algodón— duerme la palabra que hay que examinar para aprobarla o
pulirle un canto o reprocharle un «jardín» o desecharla por defectuosa. Es una
palabra suelta, un breve sonido, casi nada: tan poca cosa, que no consume un
aliento. Pero aquellos doctísimos varones, que conocen las fuentes y la
tradición del idioma, la abren, la despliegan, la agigantan, extraen de ella
usos, significados, empleos remotos, parentescos eruditos, razones de deformación;
la muestran etimológicamente desprendida de otro lenguaje que ya hace muchos siglos
que no mueve los labios de los hombres o engarzada en frases de escritores
ilustres que le prestan autoridad. Al contacto de la varita mágica de su
ciencia, se repite ante nuestros ojos la fábula del hada que convierte un ratón
en un corcel, un a nuez en una carroza, una arena en una montaña. «¡Cuánto
encierra una palabra!», nos decimos entonces, como el profano al que se le hace
ver una gota de agua al microscopio. Y consideramos la muchedumbre de
expresiones que constituyen una lengua como a las multitudes que forman un pueblo,
que pueden desgranarse en individuos, cada uno con su historia, con su
abolengo, con su función relacionada, con su clase social; la palabra culta,
infrecuente, que apenas se deja oír, como un sabio que habla tan sólo para los
sabios; la palabra harapienta, mal vestida, a la que no se deja pasar el umbral
de las dicciones correctas; aquella otra recién nacida a la que todo el mundo
culpa de neologismo o barbarismo, y que espera, obstinada, a que le den la razón,
a la manera de esos hombres que tienen fe en la misión que se proponen y que
aguardan, entre burlas, la hora del triunfo; y las que son todo dinamismo,
acción, capaces de impregnar con su sustancia a las demás que las siguen, como
los verbos, y las que —como los mozos que empalman los vagones de un tren, como
los recaderos, los criados, los servidores ínfimos, pero precisos— bullen numerosamente,
coordinando, enganchando el tren de las palabras, dirigiendo la circulación
sintaxica: las preposiciones, las conjunciones, los artículos, los
pronombres...
Los poetas, los
novelistas, los que utilizamos el idioma como un medio de crear belleza, nos
quedamos un poco admirados de ver cobrar esta vida tumultuosa y complicada,
propia y vigorosa, a la materia que manejamos un poco inconscientemente, porque
en nuestro trato con la expresión verbal hay casi siempre y más que nada la espontaneidad
de la inspiración, que no tiene mucho contacto con la reflexión científica y
con la erudición; y el lenguaje mana como una fuente de la que nos interesa la
transparencia del chorro y la música con que bate en la taza y la irisación de
las gotas, sin que nos propongamos analizar la composición de las aguas ni su
pureza bacteriológica. Grandes escritores hubo, y hay, probablemente, a los que
se pondría en un aprieto si se les exigiese hacer el examen gramatical de
cualquiera de los bellos trozos que han compuesto. Y, sin embargo, ellos más
que nadie hacen el idioma y suministran los ejemplos con que otros hombres
forjan la ley del habla; porque el Espíritu Santo de la Belleza descendió hasta
ellos.
Queda con esto
transparente que aludo a los dos grupos en que bien se pueden diferenciar las
personas reunidas en la Academia: el de aquellas que poseen la ciencia y el de
aquellas que poseen el arte del lenguaje, sin que esto quiera decir, naturalmente,
que me refiera a una exclusión, sino a un predominio de aptitudes.
Ilustre entre los
ilustres varones que conocen lo que pudiéramos llamar el alma y el cuerpo de
las palabras fue don José Alemany Bolufer, de inextinguible recuerdo en la
Academia y a quien yo sucedo, no en merecimientos, sino en el puesto a vuestro
lado. Don José Alemany fue un asombroso caso de vocación y de perseverancia servidas
por excepcionales condiciones de inteligencia. Su pasión fue el estudio y supo
pasar por encima de todas las dificultades que parecía oponerle el destino, que
al sujetarle en los primeros años al trabajo en las fértiles tierras de Cullera,
donde nació y donde ya sus padres se dedicaban a las faenas agrícolas, no
dejaba vislumbrar la sospecha de que España pudiese contar en aquel mozo con un
cultísimo conocedor de exóticas literaturas, traductor, crítico y comentarista
de excepcional valía y autoridad considerable y considerada en la lengua
patria.
Don José Alemany se forjó
a sí mismo y de admirable manera. Su vida, desde la cuna al sepulcro, fue un
tenso afán de saber, que sirvió para que muchos aprendiesen. Apenas
adolescente, aprovechaba las horas que le dejaba libre una labor fatigosa para
procurarse, sin otro auxilio que el de su voluntad, la instrucción primaria, y después
el Bachillerato, donde los premios que consigue le permiten continuar más
llevaderamente sus estudios. La vida, con sus complicaciones y deberes —que él
no desatendió nunca—, parece pasar a un lado y otro de don José Alemany como el
paisaje a un lado y otro del tren que no se supedita a sus dulzuras ni a sus
rudezas, sino a seguir el camino trazado por los carriles hasta alcanzar la
estación de término. Así, mientras se ocupa en la labranza, estudia, y mientras
sirve al Rey, estudia; y cuando se presenta a recoger los premios obtenidos en
la Licenciatura de Filosofía y Letras —con matrícula de honor en todas las
asignaturas— en la inauguración de un curso académico en Barcelona, lleva aún
puesto su uniforme de soldado. Y estudia para revalidarse de Doctor, y estudia
para perfeccionarse en el griego —disciplina de la que poco más tarde había de
ser catedrático— y se abisma en el difícil conocimiento de la lengua y de la
literatura sánscritas.
Su personalidad como
helenista y orientalista se impuso a la admiración de sus contemporáneos y
perdura en su obra después de él. Le debemos traducciones encomiables del
sánscrito, entre las que figuran el Hitopadeza, el «Libro de las leyes
de Manú» y cinco series de cuentos ; un cotejo de la antigua versión castellana
de «Calila e Dimna», con el original árabe ; «La Geografía de la Península Ibérica
en los textos de los escritores árabes»; la traducción de «Las siete tragedias
de Sófocles» ; doctos ensayos acerca de la Lengua castellana, de la aria, del
vasco y trabajos históricos y geográficos cuya enumeración cuantiosa
prolongaría excesivamente estas páginas.
Sus merecimientos le
llevaron a ocupar cargos importantes. Fue Consejero de Instrucción Pública,
Delegado regio de primera enseñanza de Madrid, Decano de la Facultad de
Filosofía y Letras, Académico de número de las Reales Academias Española y de
la Historia y Correspondiente de otras muchas entidades literarias y
científicas.
Nació en el año 1866 y en
el 1934 se apagó con la vida el claro entendimiento del que fue un buen
cristiano, escritor insigne y español que dio lustre a su patria.
En la primavera del 1936,
cuando preparaba mi discurso de ingreso, era a estos hombres eruditos, como
Alemany, a los que se refería la preocupación de mi esfuerzo. El tono crítico y
doctoral de la Academia se imponía a mi espíritu, e iba refrescando lecturas, compilando
datos y recogiendo citas para ofrecer a mis ilustres compañeros una labor de
perfecto gusto circunstancial. Había reunido muchas frases que otros hombres
escribieron acerca del humor, y copiado trances y escenas que convenían a la
tesis que me era simpática. Aquel sólido discurso, con su entramado de
pareceres ajenos, fue únicamente pronunciado por la boca de la chimenea de mi
casa en la quema que me aconsejó el temor a los peligros revolucionarios. Si
acaso debe considerársele como luminoso, es porque ardió entre todos mis
papeles en un fogón, y mis preciadas notas, convertidas en pavesas, no
consiguieron más que sembrar una pequeñita alarma entre mis vecinos,
¡Ay, señores míos, del
hombre que no medita sobre los sucesos, aunque sean de insignificante
apariencia, que van formando su vida! En más tengo yo al que locamente aspira a
leer algo en los posos de una taza de té que a los millones y millones de
hombres que, antes de Newton, no se preguntaron por qué caía la manzana del
árbol. Y al cavilar sobre la ruina de mis apuntaciones descubrí que el destino
no había hecho sino despojarme de un traje que no era mío y con el que yo
proyectaba pasearme entre los pavos reales, disfrazado de erudito, cuando nunca
lo fui. Castigo a una soberbia que no estaba más que en la apariencia, porque
es la verdad que no intentaba nada que no fuese hablaros en el tono en que sois
maestros. Pero luego pensé que puesto que fue a mí a quien hicisteis el honor de
ofrecer un asiento entre vosotros, muy bien podría perdonárseme el pergeñar un discurso
en el que jugasen tan sólo mis propias ideas y mis observaciones propias, sin
acarreo de nombres extraños ni de frases cortadas de los más suntuosos jardines
de la inteligencia, que si en ello hay de cierto más peligro para mí, sé que el
presentarme sin muletas ni afeites aumentará en vosotros esa indulgencia y
hasta esa simpatía que reclama, casi siempre con buen éxito, la naturalidad.
Y bien necesito yo, en
efecto, mirar dentro de mí mismo para ver qué cosa es esa del humor, cuando de
fuera me vienen tantas estimaciones diferentes, tantas apreciaciones
encontradas y la impresión de tantos sentimientos despertados por él, que van
desde el agrado hasta la misma cólera. Pocos hombres habrá que, como yo, hayan
reunido una tan amplia colección de opiniones acerca de ese tema, en mi
dilatada vida de escritor, y el extracto de ellas no deja sino motivos de
intranquilidad y graves cavilaciones para la conciencia, porque, agrupándolas
por afinidad de matices y dejando a un lado lo excepcional, puede decirse que
tales opiniones se dividen entre nosotros en dos grandes corrientes: la que
sigue el cauce del menosprecio y la que sigue el cauce de la irritación. Si
quisiera expresar con un ejemplo lo que el humor viene a ser para nuestra
interpretación vulgar, tendría que esquematizarlo en la casita de caramelo
donde vivía el ogro de un cuento de niños. Mucha gente, la que posee un
espíritu más infantil, se acerca a las paredes con la lengua fuera, las lame,
las encuentra dulces y amables y se va, sin detenerse a investigar qué ser
grave, bondadoso o terrible habita entre ellas. Otras personas, de espíritu
barbudo —aporque existe una especial solemnidad que hace nacer barbas en el
alma—, divisan al ogro desde luego, pero se separan de su casa reprochándole
que un personaje tan trascendental haya incurrido en la falta de seriedad de
hacerse una mansión de caramelo. Los unos saborean lo exterior, las paredes, e
ignoran al ogro; los otros conocen al ogro y le desdeñan por sus paredes. Los
primeros son los que, después de leer las páginas de un humorista, le felicitan
protectoramente con unas palmaditas en los hombros, asegurándole que «aquella
cosita que conocen de él les ha hecho pasar un buen rato», con lo cual el
escritor se encuentra súbitamente anegado en futileza y tan descontento de su
insignificancia como si se dedicase a tallar huesos de aceituna. Los segundos
son los que braman que los asuntos serios no han de ser tratados sino con seriedad,
y entonces el humorista siente esa sutil vergüenza que conocen el banquero
sorprendido en un «cabaret» y el profesor de química acusado de amar los trucos
de la prestidigitación.
Para todo este inmenso
público, en el que entran doctos e ignaros, las fronteras del humor son
elásticas y difusas. Dentro de ellas mete, como en saco de trapero, los
productos más heterogéneos: los chistes, el sarcasmo, las payasadas, la ironía,
un libro de Quevedo y una «salida» de cualquier excéntrico de circo. Cree que
es humor cuanto le hace reír. Las mismas diversas acepciones que en nuestro
idioma tiene esa palabra, contribuyen a desorientarle. Las definiciones que se le
dan son de tal modo inconcretas, que es muy de notar que al humor suele
determinársele por imágenes entre las que acaso la más feliz sea la que lo
compara a la sonrisa de una desilusión. Pero, entre esta retórica, se ciega y
vacila la comprensión de un pueblo que necesitaría de fórmulas mucho más
precisas para determinar exactamente un fenómeno que no está en su esencia, que
no puede intuir por serle extraño.
Yo puedo decir de mí que
cuando escribí «Las siete columnas», «El secreto de Barba-Azul» o «El Malvado
Carabel», no fue mi propósito hacer reír a alguien, sino combatir ideas que me
parecían equivocadas. Cuanto más tiempo pasa, más me persuado de lo difícil que
es convencer a la gente de que el humor puede no ser solemne, pero es serio. Ya
un eminente crítico que tuvo asiento en esta Casa —don Eduardo Gómez de
Saquero— dijo al ocuparse de mis obras que mis lectores debían dividirse en dos
grupos: uno, numeroso, que buscaba en ellas la posible gracia aparente, y otro,
muy pequeño, que se detenía en el análisis de la intención, que él calificaba
bondadosamente de filosófica,
¿Qué es, en verdad, el
humor? La enorme cantidad de exégesis que le han dedicado críticos y filósofos
de todo el mundo destila la riqueza de sus matices y su importancia como
procedimiento capaz de tallar muy peculiarmente las ideas. Se le han buscado
hasta explicaciones fisiológicas. Alguien dijo: «Quizá sea una lesión del
cerebro que impone esa especial visión de las cosas.» Con lo cual no hizo más que
seguir esa forma materialista de interpretar el espíritu, de la que es fruto la
conocida frase que afirma que «el genio es una enfermedad». En todo caso habría
que convenir que tales lesiones son infrecuentes, porque el humorismo lo es y
sus producciones tan escasas, que hay países en cuya literatura no puede
encontrarse una sola obra merecedora de tal clasificación.
A mi juicio, podrían
desentrañarse más fácilmente las características del humor si le enmarcamos en
esta definición un poco amplia, pero cuyas líneas iremos ciñendo después en un
análisis más detenido: el humor es, sencillamente, una posición ante la vida.
Bien sé que esto no es más
que el género próximo, y que la definición queda, por tanto, incompleta. Toda
obra del pensamiento implica una posición ante la vida. Pero las del literato
llevan un acento especial, un origen común e inevitable, que es el de estar
inspiradas más o menos secretamente por el descontento. Los hombres que
utilizan su imaginación en crear la fábula de un poema o de una novela son,
antes que nada, descontentos. Buscan con su fantasía lo que la realidad les
niega y se forjan un mundo a su antojo, abstrayéndose en él de tal manera que
les parece más verdadero que el real. Crean seres tristes para vengarse de sus
propias tristezas; suponen amores dichosos para indemnizarse de los que no
tienen... Si el protagonista de la novela descubre una mina de oro, es que el
autor ansia la riqueza; si idea el tipo de un bandido triunfante, es que dentro
va su ansia de castigar el poder ajeno... El descontento del novelista es estático,
soñador y perezoso; un descontento incapaz de acción, o por escepticismo o por
impotencia. Ningún hombre de acción escribe novelas. Ningún descubridor de
minas de oro ha escrito jamás novelas en que alguien descubriese minas de oro.
El novelista, el poeta, se cura de las molestias y las dificultades que el mundo
le ofrece creando dentro de sí otro mundo por el que se mueve más a su antojo y
que opone a aquél. Un ser perfectamente satisfecho no escribiría fábulas. Son
muestras de descontento en un escritor hasta; sus ditirambos, porque en una
égloga que canta la apacibilidad del campo hay una inspiración que mana del
hastío de las ciudades bulliciosas, y el elogio a la fidelidad de muchas
enamoradas nació de que así hubiese el poeta deseado que fuese la mujer que
sólo llevó amarguras a su vida. La novela es uno de los indicios del malestar
humano, de la infelicidad general. El día en que el mundo sea tan perfecto que exista
conformidad entre los deseos y los sucesos, nadie leerá novelas y, desde luego,
nadie las escribirá. Una novela es el escape de una angustia por la válvula de
la fantasía.
Este núcleo de
descontento que hallamos en la obra de todo escritor de este tipo y como
condición esencial de la misma, no es vituperable, sino, al contrario, fuente
de los mayores bienes, porque no hubo progreso humano alguno que no se derivase
precisamente de una desconformidad, de un malestar, de una incomprensión, ya
que hasta en la simple busca de las verdades más puras, más alejadas de nuestras
necesidades físicas, hay el disgusto que causa la ignorancia. El dolor es el
que hace avanzar a los hombres para huir de él, que, no obstante, les sigue
como la sombra al cuerpo. Y es en la exquisita sensibilidad del artista donde
las miserias, los errores, los sufrimientos todos —los propios y los ajenos— abren
más crueles llagas y alcanzan los gemidos una resonancia mayor. Son ellos
precisamente los que se oponen con perennes bríos a la maldad, a la injusticia,
a la brutalidad, a la torpeza. Hay ocasiones en que el legislador, el
sociólogo, el gobernante, inclinan la frente para confesar: «No está bien, pero
es imposible corregirlo, porque se halla vinculado en nuestra naturaleza.» Y
cuando estos hombres ceden el paso al torrente de los instintos, de las
pasiones, de lo que parece irremediable y consustancial, allí donde claudican
resignadamente nuestras fuerzas, allí se obstina el poeta pretendiendo hacer
con su ideal un dique contra las debilidades. En el principio fue el Ensueño, y
la sociedad humana va marchando lentamente hacia aquello que ha determinado
antes la fantasía. Ese hombre inmóvil, absorto ante el escenario de sus
propias imaginaciones, incapaz de acción, es el que prepara los más decisivos cambios
en la vida de sus semejantes, y en él está el resorte de todas las mutaciones.
¿Qué hace mirando los colores del Poniente en la futileza de las nubes o
ensartando con cuidado escrupuloso las palabras de sus historietas o de sus
rimas? Hace nada menos que dar forma al mundo. Tras los sollozos que le
arranque nuestra miseria, vendrá el legislador a suavizarla; el paisaje que él
haya cantado se poblará de peregrinos que llevan los ojos que él les prestó; si
sueña en volar como las aves, generaciones de ingenieros trabajarán después sobre
aquel anhelo para realizarlo. Dickens modifica la justicia inglesa con sus
novelas. Ibsen, la condición de la mujer escandinava, con sus comedias; de las
obras de Bernardino de Saint Pierre fluyen los sentimientos antiesclavistas que
cristalizan piadosamente a principios del siglo XVIII; en vientos huracanados
de revolución se convierte el suave soplo que producen los lectores de Voltaire
y de Gorki y de Tolstoi, al volver las hojas de sus libros; amamos como
quisieron los poetas provenzales, y porque se han escrito escenas y aventuras
marítimas hay navegantes que gozan en extraña soledad la belleza de los
océanos. Don Quijote, movido por sus lecturas, es un exacto arquetipo humano.
Si convenimos en que la
musa que más frecuentemente guía la pluma de un escritor es la de la desconformidad,
nos convendrá en seguida discernir qué reacciones son posibles ante el disgusto
de un descontento, y hallaremos que son únicamente tres, dos de las cuales
pueden ser estimadas como primarias o instintivas y la otra clasificada como
inteligente; aquéllas, enraizadas en lo más natural y espontáneo de nuestro
ser, y ésta, presentándose como fruto de una elaboración en la que interviene
con preferencia la facultad pensante.
Las dos reacciones
primarias son la cólera y la tristeza, la imprecación y el llanto. Ante
cualquier fenómeno que nos perjudica o violenta o lastima, nuestro impulso es o
el de quejarnos o el de sublevarnos airadamente contra él, Y en estos límites
quedan encerradas dos inmensas parcelas de la literatura. En una de ellas el
descontento lleva el ceño fruncido, el mirar chispeante, la condenación en los
labios y el puñal en la diestra. Se detiene ante el pueblo oprimido y le grita:
«¡Revuélvete!», y ante el amador desdeñado aconseja: «¡Mátala!», y ante el
compendio de la maldad humana invoca el castigo de Dios, Es la literatura que
arranca los últimos harapos que mal encubren la miseria moral o material del
prójimo para mostrarla en forma que más ofenda y repugne. Es la que lleva al
arte las desesperaciones, los fracasos, el penoso jadear con que subimos la
cuesta de nuestra vida; la que dibuja las sombras que hay en ese abismo que
separa nuestros anhelos de la realidad; y la falacia de la amistad, y la
veleidad de los amores, y lo imperfecto de la justicia, y la impiedad de la
ambición, y el menosprecio de la inocencia. Enorme anaquel de todas nuestras
imperfecciones y de todas nuestras incapacidades. Es la literatura que arroja
al rostro del Destino la sangre de Romeo y Julieta, la ingratitud de las hijas
del Rey Lear, la fría palidez de Desdémona, y también los dolores de los
pequeños dramas de la vida vulgar; los del niño desamparado, los del hombre sin
dinero, los del amante alejado de su ideal por prejuicios sociales, los que
representan, en fin, una indescriptible balumba de motivos acongojantes, sin
que basten para excluir de esta clasificación los desenlaces optimistas, que
vienen, por el contrario, a representar un reproche más a los hados, y quizá el
de mayor energía, ya que con ellos el autor opone a la falta de equidad que
tantas veces embarulla ciegamente nuestras vidas, acarreando resultados
incongruentes, una lección de justicia, como si les dijese: «Así, y no de otro
modo, debiera ser.»
En otra de estas
reacciones de desconformidad, la literatura se acoge al lamento. Busca la
compasión, se desmaya en un concepto fatalista, amortigua sus pesares
narrándolos y persigue la simpatía de las lágrimas de los demás. Una gran parte
de la poesía lírica es así de doliente, y así son muchísimas novelas —no por
eso menos geniales— en las que los grifos de la tristeza gotean ayes sobre
cuantas tribulaciones nos afligen.
En cuanto a la tercera
reacción, es algo ya muy diferente. Cuando ni gemimos ni nos encolerizamos ante
lo que nos disgusta, no queda más que una actitud: la de la burla. Es esta una
posición desde la que no pretendemos matar al adversario, sino, en todo caso,
hacer que se suicide; ni aspiramos a contagiarle nuestras lágrimas, sino a que
sea la sonrisa la que se le pegue y le desarme. En este caso la impresión
hiriente no pasa tan sólo por el corazón para tomar en él bríos de protesta o
acentos aflictivos, sino que se deja macerar en el cerebro, de donde sale como
amansada; más pulida, más cortés y, sobre todo, más comprensiva.
Algunos temperamentos
literarios se inclinan a creer que una frase quedará clavada mucho más tiempo
en la atención, y tendrá, por tanto, más eficacia si se le pone la punta de
flecha de una sonrisa. La gracia es, sin duda alguna, un don artístico. Claro
que no basta por sí sola para formar un arte, y ésta es la equivocación en que
incurren muchos. Es un auxiliar, es un vehículo. Nos cautiva cuando lleva
dentro una idea, y se nos antoja pueril e inconsiderable cuando no persigue más
fines que los propios, presentándose en forma de expresión simplemente festiva,
con el afán, vacío, de hacernos reír. Así el chiste. Ya he dicho en alguna otra
ocasión que el chiste me parece el más próximo pariente de las cosquillas. Hay
ciertos resortes en nuestra alma —estudiados por muchos, y entre ellos, y muy
sabiamente, por Bergson— que obedecen a la mecánica del chiste y nos mueven a
reír. Pero esto nada vale. Las cosquillas pueden obligarnos también a
retorcemos en carcajadas estentóreas, y, sin embargo, cuando cesa el estímulo,
no se ha enriquecido nuestro espíritu con un pensamiento ni con una emoción.
Tal ocurre con el chiste. El chiste —que habitualmente consiste en un más o
menos feliz juego de palabras— está muy abajo en el subsuelo literario, y si le
aludo aquí es únicamente porque mucha gente aberrada le incluye en la categoría
del humor, y conviene la repulsa.
Pero la gracia abrillanta
las ideas, las adorna, las hace amar, las adhiere a la memoria, vierte sobre
ellas una luz que las vuelve más asequibles y claras. Y, al mismo tiempo que
las aguza, pone en esa punta un beleño que hace sus heridas mortales, cuando se
trata de lastimar. Ni el insulto, ni la súplica, ni la execración, ni los
suspiros tienen una fuerza semejante.
Mas en esta estrecha
franja con que la burla cruza el cielo literario no existe homogeneidad. En la
burla hay varios matices, como en el arco iris. Hay el sarcasmo, de color más
sombrío, cuya risa es amarga y sale entre los dientes apretados; cólera tan fuerte,
que aún trae sabor a tal después del quimismo con que la transformó el
pensamiento. Hay la ironía, que tiene un ojo en serio y el otro en guiños, mientras
espolea el enjambre de sus avispas de oro. Y hay el humor. El tono más suave
del iris. Siempre un poco bondadoso, siempre un poco paternal. Sin acritud,
porque comprende. Sin crueldad, porque uno de sus componentes es la ternura. Y
si no es tierno ni es comprensivo, no es humor.
El humor se coge del
brazo de la Vida, con una sonrisa un poco melancólica, quizá porque no confía
mucho en convencerla. Se coge del brazo de la vida y se esfuerza en llevarla
ante su espejo cóncavo o convexo, en el que las más solemnes actitudes se
deforman hasta un límite que no pueden conservar su seriedad. El humor no ignora
que la seriedad es el único puntal que sostiene muchas mentiras. Y juega a ser
travieso. Mira y hace mirar más allá de la superficie, rompe las cáscaras
magníficas, que sabe huecas; da un tirón a la buena capa que encubre el traje
malo. Nos representa lo que hay de desaforado y de incongruente en nuestras
acciones. A veces lleva su fantasía tan lejos que nos parece que sus personajes
no son humanos, sino muñecos creados por él para una farsa arbitraria; pero es
porque —como el caricaturista prescinde en sus líneas de los rasgos más
vulgares de una persona— él desdeña también lo que puede entorpecer o desdibujar
sus fines, y como el tema que más le preocupa no es precisamente eso que se
llama «pintar un carácter» o «desmenuzar una psicología», sino abarcar lo más
posible de la Humanidad, apela frecuentemente a fábulas de apariencia
inverosímil, en las que —como Swift en los Viajes de Gulliver—se pueden
condensar referencias a nuestros actos erróneos, sin mezclarlas con el fárrago
insignificante de una vida contada a la manera muy meticulosa y muy pasada de moda
de Paul Bourget.
El humor tiene la
elegancia de no gritar nunca, y también la de no prorrumpir en ayes. Pone
siempre un velo ante su dolor. Miréis sus ojos, y están húmedos, pero
mientras, sonríen sus labios.
En el fondo no hay nada
más serio que el humor, porque puede decirse de él que está ya de vuelta de la
violencia y de la tristeza, y hasta tal punto es esto verdad, que si bien se
necesita para producirlo un temperamento especial, este temperamento no
fructifica en la mayoría de los casos hasta que le ayudan una experiencia y
una madurez. El poeta lírico, el dramaturgo, el simple narrador literario, el escritor
festivo pueden ser precoces. El humorista, no. Las primeras novelas de Bernard
Shaw no dejaban adivinar la modalidad que hizo famosos sus libros en el mundo
entero. Y como el ejemplo que conozco mejor es el mío propio, confío que no se
me cargará en cuenta de vanidad, sino en la de mi afán de robustecer la tesis,
el que me decida a apoyarme en él, no porque lo estime excepcional, sino, al contrario,
porque creo que la mía fue una evolución vulgar y corriente. Y así confesaré
que en la adolescencia —tan propensa a la melancolía—, cuando yo no tenía nada
que decir a mis semejantes, fui atacado por la manía de hacerles llorar, y
escribí varios años versos y prosas lacrimógenos a propósito de desengaños y
dolores que yo mismo inventaba. Me parece que la idea que formé entonces de la
gloria literaria consistía en tener ante mí a la Humanidad entera agitada por
sollozos convulsivos. Provocar una sonrisa me hubiese parecido entonces una
deshonra. Más tarde, cuando comencé a conocer el mundo, mi tentación se refería
a cogerle por las solapas y a asustarle con profecías terroríficas acerca de
las consecuencias de los malos pasos en que andaba. También entonces se me
antojaba inferior la risa. Yo lanzaba mis trenos y el mundo continuaba
impasible. Creo firmemente que es esta impasibilidad la que determina una
exteriorización del humor en quien la contempla. Podemos atisbar un indicio
luminoso en la conducta del que discrepa irresistiblemente de un retrato o de
una estatua concebidos con demasiada solemnidad. El discrepante padece con
aquel espectáculo y necesita hacer algo para corregirlo. ¿Qué decisión tomar? Es
inútil que le injurie o que pretenda convencerle de lo molesto de su
prosopopeya, porque el retrato o la estatua continuarán inmóviles en el mismo gesto
y en la misma actitud. Para romper la estatua no tiene fuerzas, y si rasga el
lienzo provocaría su propia desgracia. El furor de aquella discrepancia busca
entonces salida por la válvula de un recurso frecuente, y pinta unos ridículos
mostachos al retratado o encaja en la cabeza de la estatua un gorro de dormir,
y entonces la misma impasibilidad de una u otra figura revierte en contra de
ella y ya no es solemne, sino cómica, y su prestigio queda, al menos momentáneamente,
aniquilado.
Obsérvese que este punto
de madurez que el humorismo requiere se relaciona no sólo con los escritores que
lo producen, sino con los pueblos y con la literatura de esos pueblos. Es
decir, que un pueblo joven o una literatura joven no dan frutos de humor. El
humor aparece cuando las naciones ya han vivido mucho y cuando en su literatura
hay muchos dramas, muchas tragedias y mucho lirismo; cuando el descontento ya
se exteriorizó con genialidad en cólera y en lágrimas, en sátiras y en
reproches.
Hemos dicho que esta
posición ante la vida, que es el humor, precisa una experiencia, pero también
un temperamento que permita tan especial reacción. Y por razones fácilmente
analizables, ese temperamento no abunda. El número de escritores humoristas con
que cuenta la Humanidad es asombrosamente pequeño si se compara con el de
cualquier otra modalidad literaria, y quizá influya considerablemente en ello
el que es casi imposible imitarla, ya que consiste no en un estilo, sino en una
visión de los fenómenos tan peculiar que, como ya sabemos, hace que algunos se
crean autorizados a explicarla por una lesión o una anormalidad fisiológica. La
gracia es un don del que no se pueden hacer injertos, y menos cuando es
sustanciosa y digna. Hacer llorar será siempre más fácil que hacer sonreír. El
don de ponerse grave lo tiene cualquiera.
Hay muchos hombres que
carecen del sentido del humor, y hay asimismo muchos pueblos que lo perciben
muy difícilmente o que, si lo perciben, no lo aman. Sería complicado pretender
ahora penetrar en las plurales razones de tal insuficiencia, pero nos basta para
el caso con saber que así ocurre. Una de las más viejas razas del mundo —la
céltica— es la que ha producido en mayor número y más estimables escritores
humoristas. Irlandeses fueron Swift y Chesterton, Bernard Shaw y Oscar Wilde,
en cuyas obras hay tan elegante y a veces tan enternecido humor. No desconozco
el cuidado con que debemos manejar en estos nuestros civilizados tiempos ese
concepto de las razas; pero por mucho que nuestra movilidad actual y las
superposiciones, mezclas o desplazamientos provocados a lo largo de los siglos
hayan modificado y desvirtuado los antiguos caracteres y la pureza ancestral,
el poso anímico persevera y siempre subsiste una impregnación de tipo
espiritual que, más que los aspectos exteriores, permite determinar los
contornos de un islote étnico. Hay, en efecto, razas o pueblos que tienen una
disposición o capacidad para el humor, como los hay que tienen una disposición
para el fatalismo, para la aventura o para lo bélico. Todas son actitudes ante
la vida, y vienen a caracterizar fuertemente su historia. Spengler afirma que
los revolucionarios no tienen nunca el sentido del humor, lo que vemos comprobado
en Inglaterra, que hizo una sola revolución de excesos inferiores a cualquier
otra, y en países donde el humor no grana y que se confían apresuradamente a la
violencia en cuanto les perturba una incomodidad. También dice Spengler que
todos los grandes conductores de hombres han poseído esa capacidad, y es, en
efecto, más que probable que en las alturas del mando sea preciso alcanzar muchas
veces a ver los hombres y las cosas, la imperfección, la ingratitud, la
deslealtad, la torpeza, al través de esa lente un poco bondadosa que, si bien
muestra la maldad claramente, la recomienda con su burla a la piedad de
nuestros corazones.
Comprendo que, así como
cada uno de los escritores que reciben el honor de ser admitidos entre
vosotros, suele afirmar sus devociones disertando acerca de otros artistas
ilustres a los que es afín, que fueron como sus precedentes y dentro de cuya amplia
órbita gloriosa también se mueven ellos, yo estoy en el deber de tratar del
humor en la literatura española. El tema se me impuso imperiosamente desde que
pensé en trazar el discurso que es trámite obligado para la recepción. Durante
mucho tiempo yo fui el hombre que tenía el rótulo, pero que carecía de toda
posibilidad para hacer la obra. Disponía de un bello título («El humor en la
literatura castellana»), y padecía la seguridad de que era pretensión
desaforada componer bajo tal propósito nada menos que un discurso, porque es lo
cierto que en nuestra literatura el humor no ha hecho escuela ni presenta algo más
que manifestaciones discontinuas, esporádicas y escasísimas. No hay un panorama
de literatura humorística por el que discurrir, no hay esa fronda multicolor
que admiramos en nuestra poesía lírica y épica, ni esas cordilleras de ingenios
que nos recrean en el drama y en la tragedia, en el costumbrismo y en la
sátira, en tanta s novelas genialmente ceñudas y en tanta s novelas genialmente
sollozantes. No sentimos el humor, y hasta debemos decir sinceramente que nos
molesta, que nos inquieta, que tememos, sólo con verlo pasar a nuestro lado, que
manche o disminuya nuestra propia seriedad, de la que estamos enamorados y que
ponemos gran celo en vigilar porque nos parece que perder algo de ella es como
perder algo de nuestro honor. Y muchas veces, en efecto, cuando queremos
afirmar que alguien ha perdido su decencia, decimos que ha perdido su seriedad.
El concepto aparece suavizado, pero todos lo entendemos.
El carácter castellano no
admite esa blandura que hay siempre en el humor. Fuerte, seco, rígido,
enamorado de las abstracciones, tiene un concepto trágico de la vida. Lleva el honor
como una armadura y tiene de Dios una idea tajante, estremecida y escueta.
Condena al hierro a quienes faltan a la ley humana, sin que la pasión atenúe la
culpa, y al fuego a los que se deslizan fuera de la ortodoxia, creyendo
interpretar una justicia que aparece así intransigente e implacable. Arma
contra la infiel la cólera del amante y aun la del marido que ya no ama, y
llora ante Dios en versos magníficos las miserias terrenas y el ansia de
comparecer ante su presencia enajenadora. En la exaltación de estos
sentimientos, la literatura castellana culmina magníficamente sobre las demás,
especialmente en lo místico, y da al asombro humano una copiosa lista de obras
inmortales en las que las pasiones chirrían como ascuas sobre la carne y donde
un destino ceñudo, escasamente piadoso, rige el ir y venir de seres hasta cuyas
almas ha concluido por filtrarse, a fuerza de vestirlas siglos y siglos, algo
del hierro de las armaduras.
Obras geniales, pero
también un poco implacables, que trasudan severidad, que cotejan
intransigentemente nuestras acciones con las normas sociales convenidas. La
pasión se muestra en ellas ingente y fatal, haciendo rodar aludes incontenibles
por las laderas de los espíritus, torciendo existencias, tronchando destinos,
amedrentante, ejemplar.
Cuando la literatura
castellana se acerca al espectáculo de la vida, lleva ya un gesto grave; va
resuelta a cortejarlo con las grandes leyes humanas y divinas, dejando a un
lado esos móviles y esas razones de apariencia menuda, pero a veces tan
importantes en nuestro proceder.
Si utiliza la risa, la
empuña como un látigo. ¿Dónde encontrar humor en la novelística nacional, si
convenimos —como yo defiendo— que la ternura es el sentimiento indispensable, sine
qua non, que se ha de combinar con la gracia para lograr ese estilo? La
vulgaridad de los lectores nos remitirá a la picaresca. Pero en el collar de
joyas que puede formarse con las novelas de ese género no está hilvanada
ninguna de la que brote la dulce luz de la piedad, de la comprensión bondadosa.
Se suscita la carcajada
no sólo contra el vicio, sino contra la desgracia. Por aquellas páginas,
cargadas ya de añeja gloria, pasan el hidalgo con su pobreza, el buscavidas con
su hambre, el pícaro con sus palizas, el marido engañado con sus cuernos..., y
detrás de ellos, como eco de sus pasos, como sombra de sus cuerpos, inclemente,
dura, sin calor cordial, va retumbando la carcajada, hostigándoles
despiadadamente desde el primer capítulo hasta la palabra «fin», sin que en un solo
momento el autor se conmueva con sus criaturas.
Así en Guzmán de
Alfarache, así en esa traviesa sátira de ciertos aspectos de la vida
española del siglo XV:, que es El Lazarillo de Tormes, desde cuyo
tratado o capítulo primero al séptimo viaja el lector sin que su simpatía halle
donde detenerse, porque ni el ciego cruel, ni el clérigo avaro, ni el escudero
fanfarrón, ni el industrioso buldero, ni las propias malas artes de Lázaro le
dan asiento en ningún instante.
Satíricos, que no
humoristas, son los gloriosos autores de la picaresca, y en vano se buscará en
ellos la esperanza de que, a lo menos, haya de mejorar lo que satirizan, porque
si las novelas picarescas tienen una peculiaridad común, es su pesimismo.
Hay un genial escritor
cuyo nombre simboliza para los españoles la gracia; don Francisco de Quevedo.
Político, filólogo, moralista, erudito, cierra contra la sandez, la ignorancia
y la maldad; pero su corazón parece estar ausente en esos combates en los que
tanta s proezas realiza su cerebro. «Más razonador que sentimental», dice de él
uno de sus críticos, y Julio Cejador define así su gracia: «Roja, chillona y
sin matices melindrosos; enteramente española.»
La risa de Quevedo
muerde, acosa, despedaza, desatraílla jaurías de sarcasmos contra los vicios y
las flaquezas humanas; silba en el aire como la correa de un látigo. Nos
muestra, regocijada, a los hambrientos pupilos del dómine Cabra y nos incita a
la hilaridad ante el repugnante manteo, nevado de salivazos, de don Pablos, el
Buscón. Conoce el valor moral de los hechos, pero no se conmueve ante ellos, pese
a ser la Moral cristiana—toda amor—la inspiradora. Sus risotadas persiguen a
los muertos en la tumba —con las páginas magníficas de los «Sueños»—, los
levanta de ella inclementemente, y los precipita en el infierno, restallando en
sus espaldas. Y allá van escribanos y mercaderes, jueces y maestros de esgrima,
avaros, sastres, mujeres solteras y casadas, capeadores, poetas, filósofos,
judíos, médicos, taberneros, pasteleros, astrólogos, barberos, caballeros,
letrados, cómicos, alguaciles, sacristanes..., toda una humanidad pecadora,
precipitada, empujada hacia el báratro por la jocundidad de Quevedo, como el
mastín reúne y empuja el rebaño hacia el redil.
Parece inevitable
concluir de todo esto que en la literatura española no hay humor, sino
malhumor, Ya don Miguel de Unamuno habló de nuestro malhumorismo. Y a
esta tradición corresponde cierta visible indiferencia de la crítica hacia una
modalidad que le parece inferior nada más que por su extrañeza, y ante la cual
se coloca en una actitud de recelo inspirada en esa frase que repetimos siempre
que queremos afirmar nuestra dignidad: «De mí no se ríe nadie», con la que
expresamos nuestra medular gravedad, porque en la cumbre de nuestra
intransigencia está la risa. Nos pueden engañar, traicionar, empobrecer, herir,
atormentar..., pero no admitiremos la risa ni para corregirnos. A lo sumo,
toleramos la intrascendente gracia del bufón.
Un argumento que se
maneja con gran frecuencia contra el humor, entre nosotros, es el de que no pasa
de ser una crítica negativa. Esto de la «critica negativa» resulta el más
cómodo de todos los refugios para los interesados en eludirla. Cuando se tacha
de negativa a una crítica se cree haberle sacado los dientes al león. Pero es
preciso preguntarse si existe alguna crítica negativa. Un novelista que ataque
las costumbres o los sentimientos de su época influye en su modificación aunque
no trace el nuevo camino que haya de seguirse, y también podíamos decir que en
la negación de un estado de cosas va implícita la afirmación del contrario, En
todo caso, es indudable que si se acordasen la legitimidad y conveniencia del
desdén para las críticas negativas, aumentaría angustiosamente la complicación
de nuestra vida, porque el zapatero al que acusamos de vendernos calzado torturador,
o el cocinero al que tachamos de darnos comida intragable, o el sastre al que
reprochamos los trajes incómodos, podrían encogerse de hombros para
contestarnos que, en verdad, tales reparos no dejaban de ser simples críticas negativas
y que no dialogarían con nosotros hasta que no hubiésemos expuesto nuestro
propio sistema de hacer zapatos o comidas o trajes.
Ocurre, sin embargo, un
fenómeno curioso. En medio de esta temperamental lejanía del humor, a pesar de
nuestra restringida capacidad para producirlo y del rubor que nos cuesta
confesar que alguna vez sucumbimos a su encanto, es en España donde se produce
la más asombrosa obra del humor. En la austera Castilla, que no ríe cuando
contempla la vida, se concibe y se escribe ese libro que sobresale entre todos
los libros. Cuantos hombres leen, en la diversidad de idiomas del mundo, lo
conocen. Su gloria se enciende con él y se extiende y aumenta con los siglos.
Jamás el humor fue llevado a semejante altura, ni abarcó tantas y tan
trascendentales cuestiones, ni, tampoco, sacudió con tan prolongada risa el
pecho de los humanos.
Es innecesario nombrar al
Quijote.
El Quijote no
tiene precedentes y no tiene consecuentes; es una obra sin padres con los que
buscarle parecido y sin hijos en los que se confirme su fisonomía especial. En
la literatura española —desde este punto de vista del humor— es un inmenso
obelisco en una llanura. Y en la misma producción de Cervantes, es asimismo una
excepción. Ni antes ni después volvió a tallar una obra entera en el bloque de
gracia del humorismo.
Observemos cómo en el
Quijote se cumplen aquellos requisitos que faltan en las novelas picarescas
para ser tenidas como frutos del humor. Porque, tundido y asendereado, ya batan
en sus quijadas las piedras de los
honderos, ya revuelva sus entrañas el bálsamo de Fierabrás, ya lo volteen las
aspas del molino o se deje burlar sobre el caballo de madera, nuestro amor le
acompaña siempre. Nos despedimos sin afecto del Lazarillo y llegamos a la
última página del Gran Tacaño sin que Pablillos haya conseguido nuestra simpatía.
Allí los dejamos, con sus truhanerías y sus ávidos gaznates, entre puñadas, zancadillas
y trampas, y aun pensamos que bien merecieron lo que les ocurrió. Pero cuando
el Caballero de la Blanca Luna desmonta a Quijano el Bueno —¡el Bueno! — y
pone con el vencimiento fin a sus aventuras, sentimos la melancolía de su
fracaso total. Riéndonos de él hemos aprendido a amarle y a comprender que, a
la vez, nos reíamos también de nosotros. Después ya no le olvidaremos jamás, y
de sus dichos y hechos haremos normas educativas. Y esto es así porque su
creador supo envolverlo en ternura.
¿Cómo pudo producirse
esta excepción del Quijote en nuestras letras? Yo tengo mi opinión, y si
la expongo es porque me parece, cuando menos, merecedora de examen. En rigor,
ya quedó insinuada cuando recordé que hay razas y pueblos especialmente
capacitados para el humor, y que, entre aquéllas, la céltica fue la que produjo
más y muy famosos escritores que lo cultivaron. Pues bien, esa vieja sangre
regaba también el cerebro del Príncipe de los Ingenios. Sin que el señor
Fernández de Navarrete comenzase su «Vida de Cervantes», que va al frente de la
edición publicada por la Academia, diciendo: «La preclara y nobilísima estirpe
de los Cervantes, que desde Galicia se trasladó a Castilla», ya se podía
deducir su abolengo sin más que oír los apellidos, porque el de Saavedra es
puramente galaico y el de Cervantes está en la toponimia gallega.
Quiero aclarar que no es
que los gallegos intentemos alzamos con todas las glorias nacionales, desde don
Cristóbal hasta don Miguel, sino que apunto una explicación a lo que, en el
fondo, la necesita como fenómeno sin par, y aun pregunto si no la robustece el
hecho de que sea Galicia la región donde surgen más escritores humoristas. La gloria
de España, la Patria común, cuya inquebrantable unidad sentimos y servimos tan
ahincadamente, no sufre con esta apreciación menoscabo alguno.
***
Quienes creen que la
palabra humor es la expresión de un género literario característicamente
moderno se sorprenderán al enterarse de que ya aparece, aplicada por primera
vez a la literatura, en las retóricas renacentistas. Pedro Sáinz Rodríguez,
nuestro doctísimo compañero, lo descubre en su Historia de la crítica
literaria, y nada más grato y honroso para mí que ampararme en su
erudición, que en este caso refuerza mis propias teorías.
«Allí—dice el ilustre
polígrafo—aparece este vocablo, y precisamente un análisis penetrante del
sentido con que los retóricos lo aplicaron, puede servirnos para esclarecer y
disecar el contenido del concepto humor, expresión de uno de los más complejos
y aparentemente contradictorios fenómenos literarios... El uso indiscriminado
de las palabras ha involucrado lamentablemente con el humor los conceptos de satírico,
cómico, festivo y otros. Es en la etimología de la palabra y en el estudio de
su evolución donde se encuentra la raíz profunda del concepto humor y su
diferenciación básica de toda esa supuesta sinonimia.
» La palabra humor
aplicada a la literatura aparece por vez primera en las Retóricas de Minturno y
Scaligero, tomándola del vocabulario técnico de la medicina escolástica. Esta,
siguiendo a los autores clásicos, hacía consistir los diversos temperamentos en
una repartición variable de los cuatro humores del cuerpo humano. Si el equilibrio
se lograba, el temperamento era sano y perfecto (hygido), y según predominase
la sangre, la linfa, la bilis o el humor negro (atrabilis) los temperamentos
eran, respectivamente, sanguíneos, flemáticos, biliosos o melancólicos. Al cabo
de los siglos todavía perduran estas ideas en el lenguaje, aunque generalmente
se ignore su origen (estoy de buen o mal humor, estoy de un humor negro,
etc.). Precisamente de una evolución romántica de esta frase —buen humor,
sinónimo de alegría, de regocijo— nace la identificación confusa de humor,
humorismo, con alegría, comicidad.
» Los retóricos aludidos
acudieron a aquellos términos para fijar una ley unitaria en la composición de
la obra dramática, exigiendo que cada carácter permanezca constante durante la
acción conforme a su idiosincrasia fundamental en el temperamento. Humor es,
pues, aquí lo característico de la personalidad.
» En cincuenta años la
palabra humor pasa definitivamente de la medicina a la literatura. Así
la vemos en Shakespeare y en Ben Jonson. Uno de los compañeros de Falstaff,
llamado Nym, tiene constantemente en la boca la palabra humor. Aparece en el título de dos comedias de Ben Jonson: Every Man in his Humour y Every
Man out of his Humour. En el prefacio de esta segunda se lee
una de las primeras definiciones del humor: «Este término —dice— puede
aplicarse metafóricamente; cuando una cualidad particular se señorea del hombre
a tal punto que obliga a todos sus sentimientos, a sus facultades, a sus
energías a tomar una misma dirección, puede llamarse a esto, en justicia, un
humor.»
Después de examinar estas
enseñanza s y las que extrae de sus lecturas de Richer y de Voltaire y otros
autores, el señor Sáinz Rodríguez concluye, con su claro criterio:
«Lo cierto es que al
través de toda esta evolución vemos que el humor es una reacción personal,
temperamental ante las cosas. Puede ser una boutade, algo que se salga del
juicio común y pacato sobre los hechos. Esta inesperada reacción puede producir
risa, aunque su característica es estar enunciada muy seriamente... De todo
esto se deduce que la actitud humorística supone una concepción personal del mundo
y de la vida; eso que los alemanes llaman Weltanschauung.»
Hegel explica en su Estética
cómo el autor interviene, con su interpretación personalísima en el humor. «El
humor —afirma— no se propone dejar un asunto desenvolverse de sí propio
conforme a su naturaleza esencial, organizarse, tomar así la forma artística
que le conviene. Como, por el contrario, es el artista mismo quien se introduce
en su asunto, su tarea consiste principalmente en rechazar todo lo que tiende a
obtener o que ya parece poseer un valor objetivo y una forma fija en el mundo
exterior, en eclipsarlo y en borrarlo por la potencia de sus ideas personales,
por relámpagos de imaginación e invenciones extrañas y chocantes.»
Esta referencia de Hegel
a la imaginación me facilita un peldaño para ascender a otro plano del
discurso, sin abandonar el edificio de mis intenciones. Porque quiero decir que
la actual escasez de grandes novelas—pese a la creciente abundancia de
novelistas—no es reveladora de que la novela esté en crisis, sino de que está
en crisis la imaginación. Yo no sé si el hombre de hoy, acosado incesantemente
por inquietudes terribles, carece de tiempo y hasta de afición a soñar; pero es
lo cierto que en la inmensa mayoría de las novelas se nota que la fantasía hizo
inútiles esfuerzos para despertar. Esto explica que tantos escritores se
refugien en las biografías, tan numerosas como poco merecedoras de lectura, en
su mayor parte, y que revelan que el autor ha ido a buscar en la vida un héroe
que él no acierta a crear.
Quizá la más exacta razón
de este fenómeno es que el novelista vio huir de su propia mesa de trabajo, vio
deshacerse en humo, en niebla, en nada, los motivos principales de sus
lucubraciones; uno de ellos el que él mismo llamaba «el tema eterno»: el amor. ¿Cómo
pudo ocurrir eso? El amor inspiraba el noventa y nueve por ciento de las novelas;
había legiones de seres humanos que esperaban impacientemente a que surgiese un
nuevo libro en que se volviese a contar, cambiando los nombres, cómo Eulanito
se casaba con Eulanita después de luchar con mil oposiciones y dificultades. Y
un estremecimiento de asombro conmovía al mundo cuando cualquier insigne
escritor producía una de aquellas novelas llamadas psicológicas que revelaban
en sus decisiones más triviales y en sus pensamientos más minuciosos el alma de
una cantante del Real o de una Joven pensionista. Y he aquí que, con relativa
brusquedad, las novelas sentimentales caen en el desprecio o por lo menos en el
desinterés de la gente. ¿Qué ha sucedido? Ha sucedido que en la vida real el
amor se ha simplificado mediante un sencillo cambio de costumbres que permite a
cualquier hombre excusarse de leer trescientas páginas para saber cómo piensa y
cómo reacciona una mujer; porque aquella mujer, antes casi inasequible,
guardada por rejas, celosías y convencionalismos, se mezcla ahora en nuestra
vida con una frecuencia y una naturalidad sin precedentes, y la encontramos en
los salones de los grandes hoteles, en las oficinas públicas y en las
particulares, en los campos de deporte, en las Universidades, en el
periodismo...
Este cambio de las
costumbres, realizado de modo repentino, trajo como consecuencia inmediata un
cambio en el aprecio que solía hacerse de lo sentimental, y la novela que
manejaba ese tema ya no interesó, porque lo que busca nuestro espíritu en el
arte es lo extraordinario, lo inasequible, lo infrecuente: esa magia que él
posee para saciar nuestras ansias proteicas y permitirnos vivir muchas vidas
intensas, desligados momentáneamente de la vulgaridad. La crisis de esa clase
de asuntos se produjo en nuestros días, pero ya la habían previsto algunos
críticos de magnífica sensibilidad. La insigne condesa de Pardo Bazán escribió
hace años estas palabras en su obra La poesía lírica en Francia: «El
período en que el individuo fue asunto predilecto de la literatura, del arte,
de la filosofía, ha terminado... Esa plenitud de desarrollo del lirismo, desde
mediados del siglo XVIII acá, parece cosa cerrada, conclusa, agotados sus
brotes y secos su tronco y su raíz extensísima.»
En efecto, la novela
soslayó el tema del amor, que fue curiosamente recogido por la Medicina, y dejó
al individuo por la colectividad a lo particular por lo social; se inclinó más
a inspirarse en las cuestiones que nos plantea el instinto de conservación que
en las que nos propone el de reproducción. El arranque de esta preferencia no
es de hoy, aunque sí de un ayer muy próximo y habrá que vincularlo en Dickens y
en los escritores rusos del siglo pasado. Pero el amplio desarrollo de la tendencia
se dio en nuestros días.
Hubo un cambio total de
personajes y de esquemas. Aquellas damiselas blasonadas que monopolizaban todas
las virtudes, aquellos caballeros que eran la encarnación de la arrogancia, del
valor, de la lealtad y del sacrificio, perdieron sus colores, su belleza, sus
dones, empalidecieron y, sombras al fin, extinguiéronse como sombras. Los castillos,
los palacios, los parques señoriales, escenarios de las tramas novelescas, se
transmutaron como las decoraciones de una comedia de magia. En su lugar
aparecieron buhardillas, casas de vecinos, talleres, y pululando entre ellos,
mujeres modestas, hombres mal vestidos, apellidos vulgares, conflictos que
hundían sus raíces en el sueldo y en el jornal. Los humildes irrumpieron en
masa en la literatura, avanzando desde aquel último término en que estaban, si
acaso, para ofrecerse como detalle en las proezas del caballero. El acervo de
simpatía de los antiguos personajes fue trasladado apresuradamente a los nuevos
y ellos disfrutaron de la nobleza de alma, de los sentimientos cristianos, de
la heroica capacidad de sacrificio, de la hermosura y de la razón. Aun
continuaron enhebrándose en la trama los ricos hombres de antaño, los donceles
hijosdalgo y las damiselas enterciopeladas; pero casi siempre para aceptar
papeles de malvados y servir de contraste.
Nadie se atreverá a negar
la influencia de la literatura en la vida social. Ese ciclo durante el cual se
quiso substituir al poderoso egoísta, en la simpatía de la gente, con el
humilde enternecedor y enternecido, avanzó lo suficiente para que se puedan
conocer bien sus efectos. El novelista descubre que, por encima de su
situación, de su rango, de su hambre o de su hartura, de su opulencia o de su
miseria, el hombre es siempre eso: un hombre, y la bondad o la malicia no
reside en estratos. Así, la crueldad, el odio, cruzan sus fuegos de arriba
abajo y de abajo arriba, y para causarse daño los unos a los otros, los hombres
no necesitan más que una condición: la de poder producirlo con ninguno o con
escaso riesgo.
Con esta convicción que
tristemente nos imponen los acontecimientos de nuestra época, la novela ya no
tiene fuerza para seguir por ese camino. Las intenciones sociales que
consciente o inconscientemente palpitan en toda obra de este tipo, se detienen
desorientadas. Un mundo agoniza ante ella, y aun no puede intuir cómo será el
mundo de mañana y cuáles son las palabras con que debe apresurarlo. Como siempre
ocurre en crisis parecidas, los escritores buscan un derivativo para esta
angustia en librar batallas por la forma; se asaltan los reductos de la vieja
métrica, se zurcen nuevas libreas para las imágenes, se alzan banderas para
combatir o defender el empleo del punto y coma... Todo ello está muy bien y no
seré yo quien lo censure; pero, en fin de cuentas, el problema de la expresión,
siendo importantísimo, no es el primordial. El secreto de la eterna juventud en
la forma literaria es la sencillez; y la sencillez no tiene reglas ni se
discute en congresos ni en camarillas. Un individuo no se vigoriza por cambiar de
traje. La literatura no se engrandece por modificar lo formal si, a la vez, no
embellece y renueva sus ideaciones.
El mal característico de
la novela actual, en el mundo entero, está en la atrofia de la fantasía, y no
sabré decir si este mal se produjo por el desdén que contra ella predicó el
naturalismo o si el naturalismo fue ya una consecuencia de la escasez de
fantasía. Lo que sé es que ese don, en el que reside la facultad creadora, está
subestimado, así como se aprecia generalmente, entre nosotros, que el humor
está en los arrabales de la literatura y que suele ser producido por hombres que
cifran sus ansias en alegrar, sin otras consecuencias, los ocios de los demás.
Sin embargo, esa gracia
que zumba y revolotea y va y viene sobre las cuestiones más graves, sobre los
empeños más sesudos, sin que parezca compartir la carga de ninguno de ellos, ha
logrado triunfos trascendentales sobre las costumbres, sobre las leyes, sobre
las instituciones humanas. El Quijote influye en la vida nacional más
que cualquier otra obra de su genial autor, como Swift y Dickens en la de su
patria. Allí donde el ceño adusto nada logra, la sonrisa acierta a abrir un
camino.
Esta ligereza con, que se
juzga a la gracia me hace pensar en otro grave error en que han incurrido los
hombres y que viene manteniéndose vivo durante años y años. Este error se
refiere a un insecto, pero no por eso pierde gravedad. Debemos perseguir la
injusticia allí donde se halle, sin preocuparnos de la categoría de quien la
padece. Hay un pequeño ser que ha sido calumniado en unos versos que alcanzaron
gran divulgación. Se trata de la fábula que todos conoceréis del caballo y la
avispa. Un caballo sube una empinada cuesta arrastrando una pesadísima carga.
Cierta avispa —en otra versión es una mosca— que vuela por aquellos lugares, se
siente conmovida por el rudo trabajo del cuadrúpedo y se decide a ayudarle.
Zumba en torno de él, le clava su aguijón, se eleva para medir el repecho, se
aleja y retorna, estimula al bruto, ora se burla de él, ora lo anima, lo
exaspera, lo irrita... Cuando alcanzan la altura, se posa la avispa en el arnés
y suspira: «¡Hemos llegado!»; y el caballo le contesta con reprobable ironía: «¡Gracias,
señor elefante!»
Este caballo no era más
que un pobre vanidoso y la avispa sabia mejor que él lo que había hecho. Su
runrún, su ir y venir, sus picotazos, la emulación de su actividad
aparentemente enloquecida, de algo sirvieron, sin duda alguna. El caballo no lo
creyó así porque no notó alivio alguno en el peso. El caballo querría—y bien
claro se aprecia en su respuesta—que la avispa se hubiese echado a la espalda parte
de la carga del carro. La avispa reveló mayor sensatez al no pretender ni por un
momento que el caballo volase.
Tengo un profundo placer
en rehabilitar al maltratado insecto y ofrezco este juicio de revisión a
quienes opinan que el pensamiento tiene voz de bajo profundo y menosprecian el
alado esfuerzo civilizador de la gracia.
Cuando el humor se
debilita o desaparece pasa una sombra sobre la vida de los pueblos, porque es
él quien la interpreta y la corrige con más afable simpatía, y quien nos
sugiere las visiones con que encubrimos su fealdad, y hasta quien nos presta la
sonrisa con que afrontamos muchos dolores inevitables.
Ignoramos qué nos traerá
la literatura posterior a la guerra, pero si en ella sobrevive el humorismo
diremos que se ha salvado algo muy importante de la ternura humana, entre
tantos odios y tantas espantosas violencias ; diremos que, en medio de la
salvaje furia que trastornó y destruyó delicadas concepciones de la moral y del
arte, quedó flotando aún algo que representa siglos y siglos de experiencia, de
sufrimiento y de depuración de los espíritus; que por todo eso es el humorismo
patrimonio de razas viejas y de literaturas muy cocidas al fuego lento de la
Historia, cuando los hombres han llegado ya a descubrir que el contradictor en
cuyo pecho se clava una bala, resucita, pero si se atina a clavarle una certera
burla, no se levanta más.
Y con esto, insisto otra
vez, no me refiero al simple buen humor, padre de un a hilaridad que no
necesita comprender nada, puesto que nada propone a la inteligencia, sino a
aquel del que dijo Carlyle, con palabras que cerrarán mejor que las mías este discurso:
«El humor verdadero, el
humor de Cervantes o de Sterne, tiene su fuente en el corazón más que en la
cabeza. Diríase el bálsamo que un alma generosa derrama sobre los males de la
vida, y que sólo un noble espíritu tiene el don de conceder. El humor —añade el
gran filósofo— es, pues, compatible con los sentimientos más sublimes y
tiernos, o, por mejor decir, no podría existir sin tales sentimientos.»