miércoles, 7 de junio de 2017

Llucía Ramis entrevista a Cristóbal Serra (Institut d’estudis baleárics, junio de 2014)


"Nos mezclamos con la luz de un crepúsculo y nada más." 
Entrevista a Cristóbal Serra
Llucia Ramis
En 2004, la revista Quimera dedicó un monográfico a Cristóbal Serra. Entonces él tenía 82 años y nos entrevistamos por primera vez. Fui a su piso en la avenida Argentina, del que apenas salía, y me recordó que nació en una Mallorca sin conservatorio desde la que no se podía ir a Madrid en avión. No le gustaba el calor, y comentó que aquel verano aún era soportable. Exclamaba: “Mos africanitzam!”. Volvimos a entrevistarnos en 2011, otra vez en su casa, de la que ya no salía nunca, para el programa Això no és Islàndia. Volvimos a reírnos mucho. A nadie le sorprendió que muriera al final de otro verano, un año después, y sin embargo su muerte nos pilló desprevenidos.
Éste es un intento por conjugar ambas entrevistas, la quimérica y la de la isla. Porque, además de su risa, lo que más se echa en falta es su voz: esa manera tan propia y única de ver y contar las cosas, de explicar el mundo, que también es Mallorca.
—Usted ha escrito que las obras magistrales se encuentran más en la poesía que en la novela.
—Considero que hay muy pocas novelas perfectas. No es que haya leído muchísimas, pero sí bastantes. En cambio, algunos libros de poemas, unos más conocidos que otros —las Geórgicas de Virgilio son menos conocidas que la Eneida— me han parecido perfectos. Son obras que sólo pueden haber nacido del genio mediterráneo y del Mediterráneo. Hay que incluir también una serie de poemas que pertenecen a la modernidad, como Una temporada en el infierno de Rimbaud, o los libros de Blake. Las canciones de inocencia y El matrimonio del Cielo y el Infierno siempre me han parecido los poemas más perfectos, a los que habría que añadir algún otro. Por ejemplo, toda la obra de François Villon, para mí lo más logrado de la literatura francesa. En cambio, siempre encuentro en las novelas algún defectillo, un lunar o lunares. El Quijote me interesa muchísimo, pero no me interesa en cambio lo que Macedonio Fernández llama “los cuentos tontos del Quijote”. Me ocurre lo mismo con el Pickwick: siempre he tenido que salvar los cuentos para poder leer el Pickwick. Y así con muchas obras, como algunas de Dostoievski, que me resultan demasiado largas, un poco pesadas. Oscar Wilde decía que “los buenos novelistas son más raros que los buenos hijos”.
—¿Por eso trabaja en un género tan breve como el aforismo?
—Yo diferencio el aforismo de la máxima, porque la máxima es un género que se elabora y tiene un cuño característico más cercano al moralismo que el aforismo. Este último, en cambio, no tiene un asidero, es algo más desligado, está un poco más allá de todo; no diré más allá del bien y del mal porque esto no tiene por qué decirse. El aforismo tiene alas, es de carácter poético, es aéreo y no puede ser pomposo, siempre lleva implícito un “si es, no es” cómico. Estas características lo diferencian de la máxima, algo que no cree el Diccionario de la Real Academia Española, que los confunde. Para mí es fácilmente discernible una cosa de la otra. La cuna de este género vuelve a ser el Mediterráneo, donde hallamos a Heráclito, que se distingue de los simplemente presocráticos por ser el padre del aforismo.
—¿El aforismo es propio de los hombres solitarios?
—Hombre, pues a mí me parece que sí. Yo entiendo por “sabios solitarios” aquellos que han hecho de la soledad más interior una experiencia. Creo que los chinos son los verdaderos sabios solitarios, como Lao-Tsé o Chuang-Tsé, lo mismo que Heráclito. Toda la filosofía que llega después a Grecia ya no tiene estas características. Creo que el aforismo está ligado a estos autores que mencionaba y también a algunos místicos, como el alemán Angelus Silesius, que tiene aforismos extraordinarios, o San Juan de la Cruz.
—Ha mencionado a Lao-Tsé y Chuang-Tsé. ¿De dónde viene su interés por el pensamiento oriental?
—Como cuento en Las líneas de mi vida, la filosofía oriental empezó a interesarme a los treinta años. Bueno, en realidad ya me había interesado antes, pero no mucho, porque sólo había leído la filosofía de los literatos, como Schopenhauer o Montaigne. En cualquier caso, sentía un rechazo hacia los que eran muy sistemáticos porque no soy un hombre de los más lógicos, sino de los más ilógicos. No sé por qué, en el círculo del pintor William Cook conocí a una escultora muy amiga de la familia, Violeta Dreschfeld. Era una persona muy seria y me dejó una serie de libros orientales. Yo le dije: “Me interesa más Lao-Tsé que Buda”, así que ella me prestó más libros suyos; desde entonces empecé a interesarme por estos temas. Pero al mismo tiempo, interiormente, siempre he tenido la sensación de que en la filosofía oriental iba a encontrar unos libros afines a lo que yo más o menos pensaba o necesitaba.
—No le gusta discutir.
—Ahora mismo no tengo muy buena memoria, pero creo que fue en un libro de Schopenhauer donde leí que esto de la discusión es muy propio de la gente que se dedica a hacerlo vanamente en el café y opta por el blanco o el negro. Si uno dice blanco, el otro dice negro, siempre es igual y no hay más.
—Entonces, ¿huye de un pensamiento dialéctico?
—El único dialéctico que tolero es aquel dialéctico al que no tolera la mayoría de la gente: San Pablo (risas).
—Usted ha mantenido contacto con otro aforista español: Carlos Edmundo de Ory.
—Sí, me he escrito bastante con él. Creo que es uno de los más dotados para el aforismo. Bueno, después de Bergamín o, en ocasiones, Antonio Machado. Ory ha escrito muchísimos aforismos y yo creo que hay que huir de la plétora.
—Él comparó a Péndulo (de Péndulo y otros papeles) con Plume de Michaux, con su propio Kikirikí-Mangé, y con K de Kafka. ¿Son todos personajes en busca de la felicidad?
—Hombre, el personaje Péndulo no es muy feliz, más bien es un infeliz. No diré desdichado porque eso es más fuerte. Pero sí. Péndulo busca la felicidad aunque no la encuentra. A mí me pasa una cosa muy curiosa con la felicidad y la infelicidad: los surrealistas consideraban que esto de perseguir la felicidad era una cosa muy burguesa. Yo creo que es una tendencia innata. Lo que pasa es que algunos, cuando la consiguen, se aferran a ella de tal manera que se convierten en unos seres a los que simplemente llamamos “aburguesados”. Mira, pronto publicaré un librito donde cuento que se me dieron una serie de comunicaciones y así descubrí que soy un poco médium. Uno de los que se me presentó por vía telepática y me escribió muchísimas páginas que luego ya he olvidado fue Papini. El último libro que escribió se titulaba La felicidad del infeliz (La felicitàdell’infelice). Yo no estaba muy seguro de que me estuviera comunicando con Papini. Estaba como relajado y él utilizaba mi mano para escribir, y como veía que no era mi letra pero que se parecía mucho a la de Papini, que ya había visto escrita antes, pensé: es él. Bueno, en una de éstas me dijo: “A mí me pasa lo mismo que a usted; ambos tenemos la experiencia de la felicidad del infeliz”. Me quedé un poco aturdido.
—También tuvo esas “comunicaciones” con Juan Larrea.
—Sí, Juan Larrea se me presentó uno de esos días de septiembre en los que uno aún está amodorrado, porque el verano mallorquín amodorra. Yo tenía el pulso casi inerte, no debía saber muy bien qué escribir. De pronto vi que mi pluma se movía sin que yo hiciera nada voluntariamente. Entonces apareció el nombre de Larrea, unos dibujos, y se dio a cabo una comunicación que casi llegó a ser destemplada, cosa rarísima. Aquel hombre seguía siendo el mismo, con sus obsesiones. Y claro, como tenía sus obsesiones, yo decía: es Larrea, naturalmente. Y bien, a lo mejor le hice alguna pregunta inconveniente —porque los de acá con respecto a los de allá, a veces hacemos preguntas inconvenientes—, como las que le debí de hacer a Quevedo, con lo que se produjo una tempestad contra mí.
—¿Perdón?
—También tuve una comunicación con Quevedo y debí de hacerle una pregunta indiscreta. Él es un personaje de un genio terrible. ¡Hombre! Por los escritos y por lo que sabemos de él, tiene muy mal genio. Y respecto a mí… empezó a cubrirme de improperios.
—Cuando Juan Larrea hablaba del Apocalipsis, León Felipe le decía: “Juan, tú estás loco, pero yo te sigo”.
—Suele pasar cuando alguien se refiere a los estados místicos. Los libros no tienen un carácter completamente místico, no puedes mantenerte siempre sobre la cuerda floja del misticismo. Es necesario apelar a verdades naturales, como hizo Lao-Tsé, por ejemplo. Porque Lao-Tsé era un místico. Lo que pasa es que, a pesar de ser chino, tenía sentido del humor. Somos místicos a trechos, un místico total es un insoportable. Yo creo que siempre es algo fugaz: buena prueba de ello son las ráfagas de poesía extraña que tuvo San Juan de la Cruz. Si lees su prosa, llega un momento en el que sencillamente dices: “Basta, basta”. La prosa de San Juan de la Cruz es de una densidad que abruma. Y tampoco aporta tanta luz. Yo creo que es muy difícil conseguir la luz plena. Se habla de iluminación, se habla de esto y de lo otro, pero son sólo palabras, después de todo.
Conocí a un místico al que yo llamaba “el místico de Manacor”, un tío que había sido militar pero que no participó en la Guerra Civil. Cuando terminé la carrera de Derecho, coincidí con este señor, que estaba en la misma pensión en la que nos alojábamos muchos mallorquines, y él se presentaba como un gran místico que conocía el brahmanismo y que tal y que cual. ¡Imagínate tú un militar que conoce el brahmanismo! Y además decía estar iluminado. Yo entonces leía El libro de Job y él me decía: “¡Pero si Job ha perdido la iluminación!”, y yo le contestaba: “Hombre, claro que la ha perdido”. A mí no me parecía que el militar estuviera iluminado, pero él se creía mucho más que Job. Un día me confesó: “Esto de la iluminación no es nada, yo lo que persigo es la liberación”. Es decir, que según las doctrinas brahmánicas, la liberación es todavía más difícil, la salvación de los cristianos es poca cosa.
Todo esto constituye un lenguaje que a nosotros, los mortales que vivimos en esta condición temporal, si no tenemos una experiencia muy diáfana, se nos antoja un poco inhumano. Yo creo en el claroscuro y lo único que podemos considerar es que nos mezclamos con la luz de un crepúsculo y nada más. Por esto, casi sin darme cuenta, soy un poco relativista. También creo en el azar. Léon Bloy, al que he traducido, cree en lo absoluto y dice que todos los que creen en el azar son unos cretinos. ¡Hombre! Tampoco me siento un cretino por creer en el azar. Usted puede creer en todo lo absoluto, pero no me diga que porque yo creo en el azar soy un cretino (risas). Los que somos del Mediterráneo no podemos ser de otra manera, no sé. Esto es una cosa casi ancestral.
—La ironía es constante en todas sus obras. Usted ironiza hasta con la Biblia.
—No es que no me tome la Biblia en serio, lo que pasa es que lo hago de una manera muy distinta a la de un testigo de Jehová o a la de algunos amigos míos. Me tomo El libro de Jonás como Coleridge, que en sus diarios ponía: “Esto es un monodrama y una burlería”. Bueno, pues, ¿por qué es una burlería?, me pregunto yo. León Felipe, en Ganarás la luz, dice que Jonás es un “poeta payaso” y tiene razón. Yo pensé: “Esta payasería triste de Jonás a veces se parece un poco a la mía”.
El personaje me interesó y escribí la historia. La empecé en verano porque había una cosa en Jonás que me afectó muchísimo. Yo de niño vivía en el Puerto de Andratx. Entonces no estaba asfaltado, era un pueblo de pescadores, un puerto delicioso. Pero cuando se producían los huracanes de polvo de agosto, cuando aparecía el xaloc -que es el siroco-, teníamos que cerrar todas las puertas porque aquello era… Se caldeaba de una forma tremenda, había nubes de polvo por todas partes… Yo tenía la sensación de que Jonás había padecido esto mismo, puesto que el siroco también aparece en el poema de Jonás, en el “viento solano”, que dicen. Esto me creó una imagen. Y luego, cosas raras mías, me dio por darle una mujer. Porque yo me decía: si no tiene esposa, el librito no tiene sentido.
—Pero, ¡menuda mujer! Cuando Jonás se va, ella se alegra.
—Claro, claro. Hay algunas que a veces se alegran. ¡Pobre Jonás! Jonás tiene una experiencia amorosa un poco amarga. Las mujeres no creen en la profecía. Lo digo en el epílogo: no se toman en serio a los profetas y, claro, ella lo trata de profetilla de tres al cuarto. A veces las mujeres tratan así a los hombres, ésta es la historia que yo escribí. Para las personas muy serias… Mira, hay personas que tienen fe y personas que se creen ungidas por la fe. Yo, con las que tienen fe, muy bien; pero las personas ungidas por la fe, éstas son demasiado respetables y consideran que estos escritos son irreverentes, pero no es que lo sean; al menos no es lo que me propongo. A mí que me expliquen la historia a su modo, que yo haré lo propio.
—Usted apunta que la ironía de Jonás está presente desde las primeras páginas, “pero más se acusa a medida que se acerca al final de sus días”. Enrique Vila-Matas ha dicho que la ironía es la tragedia vista desde la distancia. ¿Cree que todos formamos parte de este artificio?
—Yo creo que sin esa distancia respecto a los hechos de nuestra vida no puede existir la ironía. De la misma manera que tus familiares no te toman muy en serio porque la vida familiar crea un distanciamiento. Pasa lo mismo con los monaguillos en las iglesias: no es que sean unos irreverentes, pero como tienen un trato constante con la vida sacramental y ven continuamente tanta liturgia y tanta cosa y tanta ceremonia, se acaban convirtiendo en unos anticeremoniáticos. Vamos a reculones. Nos distanciamos de la experiencia y de ahí viene la ironía. Lo que pasa es que si uno se entrega a ella y ésta está dominada por el cinismo puede convertirse en una mala cosa. Yo creo que la mía no está impregnada de cinismo. En algunos sí lo está, y entonces sucede como lo que decía Kierkegaard: que la ironía puede destruir como se destruye el hígado de las ocas de Estrasburgo. Porque se hincha.
—Ha traducido a Michaux, a Melville, a Jonathan Swift, Lear, Confucio… ¿Qué busca un traductor? ¿Busca otra manera de escribir?
—Bueno, un traductor es sencillamente como una persona que se sube a un burro o a un caballo, y tienes que ir trotando de una manera distinta a la del escritor. Algunos creen que se debe traducir literalmente, pero no es así. Tienes que estar un poco loco. Yo hice una traducción de Lear y una señora de la editorial Plural, de México, dijo que era un desastre. ¡Y no era un desastre! Porque si la cosa era absurda, yo tenía que hacerla aún más absurda. Ella se molestó mucho porque puse la palabra “chicorrotico”. No le gustaba. ¿Y por qué no voy a poner chicorrotico? Los editores consideraron que en mi traducción no había nada que tuviera que ver con el texto original. Y dije: entonces lo he hecho muy bien. Un traductor es un autor, ni siquiera un coautor. Es un autor.
—La figura de Buda se ha comparado muchas veces con la de Jesucristo.
—Yo he escrito muchas veces que todo esto del budismo es un poco funerario, en el sentido de que tiene una tristeza especial. No le encuentro humor. Y en cambio, encuentro humor en el Nuevo Testamento. Nietzsche no lo encontró, pero yo sí. Constantemente Jesús va diciendo unas cosas terribles a sus enemigos. Tenía expresiones violentas.
—De hecho, usted escribió un libro sobre Jesucristo basándose en las Visiones de Anna Katharina Emmerick, y otro sobre Jonás. Unido a las traducciones de Léon Bloy y William Blake, ¿qué superioridad tiene la literatura profética sobre la que no lo es?
—Bueno, son procedimientos de los que no se han sacado todas las consecuencias que creo que podrían sacarse. Yo lo hice con el Libro de Jonás, un profeta que quedó descontento. Me gustan los profetas breves, como Oseas, profetas menores. Perdona, pero son los que más atacan a las mujeres (risas).
—¿Y tiene algo que ver que le gusten con que ataquen a las mujeres?
—Hombre, ¡no! (risas)
—¿Los profetas aciertan?
—Hombre, yo creo que sí. Cuando hablan de las mujeres, se ve que las mujeres no estaban muy conformes con ellos, ni ellos lo estaban con las mujeres.
—Tradujo el Espejo de Astrología de Max Jacob, y debo confesarle que soy Tauro. ¿Qué dice Max Jacob sobre las mujeres Tauro?
—¡Ya lo sabes! Una editora, que ahora no diré quién es, tenía que publicar este libro. Era Tauro, y cuando vio lo que decía Max Jacob sobre las mujeres Tauro, dijo que no. Las Tauro tienen mala fama. Si tú lees el libro aquel de Chaucer, ves que las mujeres que aparecen allí tienen… en fin... son… en una palabra: tienen una conducta que para cierta gente es reprobable moralmente.
—Una conducta alegre.
—Sí, sí. Más que alegre. Viene de antigua tradición. Se ve que las mujeres Tauro, junto con las Escorpio, son las que están más dotadas para el sexo.
—Octavio Paz dijo que usted sabe sonreír y que eso le aparta de los hombres modernos.
—Bueno, yo creo que es una frase un poco eufemística. ¿Qué pasa con los hombres modernos? ¿Es que Paz cree que se caracterizan por tomarse más a pecho los grandes problemas? Me parece que quiere decir que no me tomo nada como si fuera una tragedia, como si yo fuera un hombre alejado de Dios o algo así. No me tomo en serio la muerte de Dios. Me imagino que debe ir por ahí. En el libro Augurio Hipocampo me he planteado qué es lo que caracterizaba a Jesús. Porque lo de Jesús, ¿era mordacidad?, ¿era ironía? Yo creo que sí. Leyendo los Evangelios y luego mirando un cuadro de Rouault —que siempre me han impresionado mucho— vi sencillamente que el pintor había captado una mueca irónica en los labios de Jesús. Y esta mueca irónica aparece realmente en los Evangelios, porque me parece que Jesús va lanzando, si no pullas, sí ironías. Creo que es ironía, y no sonrisa. Me parece que con esta frase, Paz atenuó un poco la cosa. Paz, lo mismo que Breton, no tenía sentido del humor. En una carta que me mandó, me dijo que leyera la Antología del humor negro. ¡Hombre! Como si no la hubiera leído ya.
—Creo que en esa misma carta apunta que “el humor es la venganza del espíritu contra el amor”.
—¿Y a ti no te parece un poco solemne? Eso indica que no se ha percatado de lo que significa la esencia del humor. Breton hace una antología del humor negro y descarta a los españoles. ¡Pero si alguna cosa tienen los españoles es humor! ¡O mal humor, como diría Unamuno! Porque “malhumorismo” ha habido mucho. No humor malo, sino “malhumorismo”, todo junto. Si coges El Lazarillo, y no digamos El Quijote… por todas partes hay mal humor. ¡Y cómo no va a haberlo en una tierra como la nuestra, con una historia como la nuestra! Es que España es un país que ha segregado mal humor. Y después resulta que te ponen a Picasso y a Dalí. ¡Hombre, porque estaban de moda! Pero Dalí era un poco como los andaluces, que enseguida hacía el chiste.
—¿Y cómo es el humor mallorquín?
—El humor mallorquín es sencillamente disparatado y es el que se encuentra en Ses Rondaies. No es sólo un humor popular, sino que es propio de la idiosincrasia de la isla. Naturalmente, está pasado por el matiz de la sacristía, quién lo duda, porque quien hizo las rondaies fue Antoni Maria Alcover. Pero, al mismo tiempo, indica que el mallorquín es un pueblo de desbaratats, un pueblo de disparatados. En el fondo practican el nonsense. Las canciones mallorquinas son a menudo disparatadas. Yo recuerdo una… Bueno, cuando era pequeño siempre me quejaba de los oídos y mi abuela me cantaba esta canción que habla de Sant Vicent Ferrer, no sé si la has oído alguna vez: “Sant Vicent Ferrer/ treia aigua amb un paner/ i no en vessava cap gota, / tres monges dins una bota/ que pareixien avellanes, / tres ninetes catalanes/ que ballaven dins un plat”. Y yo, encantado. Esto son nonsenses.
Para mí, lo mejor de la literatura española es el disparate. Por eso me gusta El Quijote, que es un gran disparate, o El licenciado Vidriera. Lo disparatado en la literatura española es lo mejor. Tal vez algunos dirán que otra vertiente es la mejor, pero para mí es ésta.
—¿Conoció a Juan Perucho?
—Perucho era demasiado serio para ser disparatado. Le tengo una gran estima, fue una persona estupenda, pero es un hombre que pudo ejercer de juez, y yo no hubiera podido ejercer de juez. ¡Y eso que terminé Derecho! En la carrera tuve mucha suerte, porque encontré unos profesores que debían de ser tontos y creyeron que había aprendido algo, y que servía para eso, pero no. Había un profesor de Derecho Civil que decía cosas divertidas y yo a lo mejor repetí lo que estaba en sus apuntes, me tuvo una especial estima y me aprobó dándome unas notas extraordinarias. Este señor me hacía mucha gracia porque decía: “Miren, todas estas instituciones son tan inútiles como las tetillas en el hombre”. Es la verdad, ¡tanta ley! Perucho era demasiado serio. Y fuera de España… Lewis Carroll era más serio que Edward Lear, pero Lear me gustó porque era el disparate puro, el desbarat total, como algunas rondaies mallorquines. Las rondaies me gustan porque tienen un lenguaje dadá.
—¿Se considera dadaísta?
—Bueno, en Viaje a Cotiledonia lo soy un poco, porque invento palabras. Un día, revisando unos textos dadaístas —que tengo muchos— encontré una palabra que era nada menos que “ruc”. ¡Un ase, un asno! Un ruc, ruc, ruc. Y ahí ponía “ruc”, en el poema. Porque rucio, en mallorquín, es ruc. Es dadá puro.
—Hablemos del asno.
—Para mí el asno es el todo. Como para la Biblia. Dicen que es porque lo insertó San Jerónimo y que no está en el texto hebreo. Puede ser, pero no es que lo insertara, yo creo que puso al asno en las primeras líneas de la Biblia, en latín. De hecho pone que Dios creó “iumenta et reptilia et bestias terrae”. Lo especificó, pues es un animal profético. Una vez tuve la paciencia de leerme la Biblia subrayando todas las veces que aparecía el asno, y me salió ciento cincuenta veces. Después resultó que no había hecho muy bien el cálculo, porque encontré el libro—Para los momentos de ocio— de un inglés que se llamaba Don Lemmon y era un tipo raro. Éste también había hecho el cálculo, y me parece que el asno en la Biblia le había salido ciento ochenta veces. Bueno, yo soy un mal matemático.
Aunque, ciento cincuenta, ciento ochenta, es más o menos lo mismo.
—Pero, ¿quiere decir que hay gente que se entretiene contando cuántas veces aparece el asno en la Biblia?
—Por lo menos, Don Lemmon y yo (risas).
—El maxilar del asno es el primer arma que utiliza el ser humano, lo que le convierte precisamente en hombre.
—Sí, eso sucede en el Neolítico, porque antes, cuando hacía mucho frío, en el Paleolítico, no había asnos. Tenemos dibujos de caballos porque los caballos sí son resistentes, lo cuento en El asno inverosímil. El asno necesita el calor. ¿Y dónde se ha criado como si fuera su medio natural? Pues en los lugares calurosos de África, y no digamos también en España. Somos un país elegido por los asnos, qué duda cabe. Lo interesante es que, a medida que yo he ido estudiando el asno, aparecían datos que me arrojaban muchísima luz sobre la Biblia, sobre todo el pueblo hebreo, sobre los cristianos. Me di cuenta de que está siempre muy asociado a todo esto. Es un animal asociado a la cruz, sobre el lomo tiene la llamada cruxnigra. En cambio, no es un animal relacionado con los musulmanes porque los musulmanes, precisamente, no creen que Cristo muriera crucificado. Es curioso; ellos le tienen manía. Es un animal crucífero. Además, la paciencia característica del asno también liga con esa cruz que cargamos todos.
—¿Y por qué razón un animal tan útil, tan servil…?
—Bueno, somos nosotros quienes lo hemos convertido en servil. Hemos reducido a la servidumbre a todos los animales.
—¿Pero por qué está tan maltratado?
—Precisamente yo he estudiado sobre su malditismo. En El asno inverosímil trato de seguir “las sombras del asno sobre la tierra en pretéritas edades”. Y entonces nos encontramos con el pueblo judío y con la Biblia, donde hay una cantidad extraordinaria de datos asnales, asininos, asinarios… lo que tú quieras. Pues bien, hay toda una fábula que empieza con el misterio del asno. En un momento dado, pongo (y lee): “Quizá éste sea el capítulo más revelador de cuantos aquí se vienen tratando, pues pretende demostrar que en el antiguo mundo mediterráneo no hay animal que esté tan ligado como el asno al curso de la vida histórica. El asno, por geórgico, será consagrado a Ceres, a Vesta, a Dionisos. En Egipto quedará para siempre vinculado al maléfico Set. En Israel, no digamos: está tan entretejida la crónica del pueblo hebrero con el asno que son indisociables, hasta el punto de que el antisemitismo, que data de la vieja Roma, achacó al pueblo hebreo la idolatría asnal”.
El historiador Tácito, por ejemplo, también atribuyó a los hebreos la adoración del asno porque fue un asno quien encontró agua en el desierto para el pueblo hebreo, que estaba sediento, y no fue, en cambio, la vara de Moisés. Por eso dice que los hebreos rendían culto al asno. Parece ser que había una adoración asnal entre los hebreos que luego fue atribuida a los cristianos. Como los cristianos eran considerados judíos por los paganos de Roma, pasaron igualmente por adoradores del asno y hasta se les puso un mote: “onocritas”. Y Tertuliano, que en el Siglo II escribió la apología contra gentiles en defensa de los cristianos, se muestra airado por esta acusación de adoración asnal que les han colgado. Dice que los cristianos no adoran la cabeza del jumento. En mi libro aparecen toda una serie de datos, entre los que se encuentran cosas como el famoso “crucificado del Palatino”. Yo lo tengo enmarcado y en él aparece un asno crucificado, lo que indica que… (busca entre las páginas de El asno inverosímil para dar con las palabras exactas, mientras comenta: “Lo peor de ser un ilógico es que no puedes guiarte por la lógica…”). Bueno, no importa: el crucifijo de Palatino es sencillamente una mofa contra los cristianos. En él aparece un asno crucificado de espaldas. Luego te lo enseño.
—Con esas orejas y esos rebuznos… el asno es un poco desproporcionado, ¿no?
—Con el cristianismo, los santos padres se ensañan con el animal. La Patrística está llena de misterios contra los asnos porque parece ser que les causaba horror el tamaño descomunal de lo que era sólo un don de la naturaleza de los asnos. En tiempos de Roma, Heliogábalo exaltó su rebuzno, en cambio a los Santos Padres les parecía un “horrísono ardor amoroso”. Y después de los tiempos de Roma, el asno está asociado a la brujería. Yo también lo estudio con la melancolía porque naturalmente el asno es un animal muy melancólico, y luego ya llega la cosa popular.
En fin, el pueblo siempre lo ha escarnecido. La gente docta se ha metido siempre con el asno y algunos lo han atacado porque dicen que está asociado a la alquimia. Y es que, en realidad, el asno es pura materia. Y la materia es un escándalo en el hombre. Para los que están muy espiritualizados, o los que pretenden que el hombre sea enteramente espíritu, la materia es un escándalo. Pero tenemos que pechar con ella, y el asno representa esta brutalidad de la memoria.
Además es un animal saturnino, paciente, lento, tardo, reflexivo… Yo lo estudio en relación con todas estas cosas: la melancolía, la alquimia, la brujería. Descubrí su relación con la Biblia por un libro de Mirabeau. Él estaba recluido en la Torre de Vincennes, me parece, cuando la Revolución. Se le ocurrió coger una Biblia dentro de la cárcel y fue subrayando todos los lugares donde la Biblia es evidentemente erótica. Y claro, habla mucho del asno y de las prácticas de ciertas mujeres hebreas que están sancionadas por la Ley del Deuteronomio. Es muy curioso.
—¿Se considera, como el asno, paciente y constante a la hora de escribir?
—Si me he dedicado a la enseñanza es sencillamente porque soy un hombre paciente. Tienes que aguantar las burradas de muchos alumnos. Yo tuve que aguantar muchísimas, en una época determinada, sobre todo en el instituto, donde daba francés. Sustituía a don Francesc de B. Moll, y así él tenía más tiempo para dedicarse a lo suyo y a mí me restaba tiempo para lo mío. Los alumnos eran muy malos y yo era demasiado bueno. Y por demasiado bueno, siempre me hacían alguna burrada.
—¿“Burrada” en el sentido asnal?
—No, en este caso utilizaremos otro término: “Se ponían borricales”.
—Sus obras “casi completas”…
—Tú lo has dicho, casi, porque luego he seguido publicando. Les he hecho una mala jugada a los editores. Ellos quisieron poner “obras completas” y yo les dije que no lo pusieran porque no eran completas… pero bueno.
—Usted tiene una obra extensísima…
—¡Ah! Menos mal que dices “extensísima”, porque hay varios tíos que dicen que no he escrito casi nada. ¡Pero si he escrito incluso de asnos!
—Esas obras casi completas llevan el título de Ars Quimérica, en honor a Ramon Llull.
—Yo estoy más en la línea de Ramon Llull que en la de los demás autores que han escrito en mallorquín. Si la literatura mallorquina tiene a alguien universal es él, a pesar de que algunos lo consideren catalán. Yo no lo considero ni catalán ni mallorquín, lo veo como uno de tantos judíos conversos. El apellido Llull es completamente hebreo. Aquí se mantuvo así, pero en la rama de Cataluña era Amat. En Mallorca, Llull se palatalizó; es una palabra hebrea que significa “escalera de caracol”. De aquí su natural comprensión por todo lo cabalístico, por la alquimia, por tantos aspectos, diríamos, un poco herméticos o esotéricos. Ramon Llull es el único mallorquín y el único catalán que podemos adscribir al surrealismo. Se anticipa a la modernidad. En esto estoy de acuerdo con los surrealistas, que lo consideraban uno de los suyos.
A mí lo que más me interesa es su literatura. Y lo que menos, todo lo que se ha derivado de su filosofía. La lengua catalana tiene en Ramon Llull a un escritor genial, y me parece que la literatura mallorquina en general no ha ido por este camino. En ninguna época: ni ahora ni antes. En este sentido, Llull queda como una figura solitaria. Resulta curioso que, por más que se haya hecho en su nombre, casi siempre ha sido para ir en contra de su interés. La Escuela Luliana, los lulianos… todos estos no han conseguido popularizar a Ramon Llull. Pero tampoco han conseguido popularizarlo en el tinglado de las letras catalanas. No ha habido forma, porque Llull no es popular, está clarísimo. Lo mencionan mucho, pero lo leen poco.
Por lo demás, su vida es interesantísima, como es natural con sus luces y sus sombras. Es un personaje muy controvertido dentro de la isla: aquí hubo Inquisición y los dominicos estaban en su contra. Los que le apoyaban estaban más a favor del Llull filosófico y tuvieron la enemistad de los tomistas y los dominicos o “dominicanes”, como les llamaban ellos. Además, lo pusieron en el “Índice” y sus obras estuvieron allí hasta el Concilio de Trento. En el “Índice”, el famoso inquisidor Eymerich escribió una serie de cosas que dan que pensar, porque en un momento dado le dice: “Tú, que no sabes latín”. ¿Y cómo puede ser que no supiera latín, si muchas de las obras de Ramon Llull aparecen en esta lengua? ¿Será que se las han adjudicado? También le dice: “Tú, hijo de mercader catalán”. O sea, que Llull no es aquél que nos decían que pertenecía a la nobleza, sino que su padre formaba parte del estamento mercantil. Después tuvo un enemigo que le dijo: “Tú, que no has servido para el agio mercantil”. Y quizá porque no servía para eso se dedicó a sus elucubraciones. Realmente no debía ser un hombre muy práctico. Ramon Llull, como muchos de nosotros, debía ser muy musarañero, ¿o no?
—Aun así, ha habido varios intentos para canonizarlo.
—Llegó un momento en el que Llull se desentendió de la familia y, como diríamos en el lenguaje jurídico, su mujer pasó a ser la administradora de los bienes, y él quedó… no recuerdo cómo se dice… Estudié Derecho y no recuerdo la palabra exacta. Con lo cual, todo se conjuga: “No serviste para el agio mercantil”. Estas vidas de Ramon Llull que todos conocemos son vidas en las que se quiere diseñar una existencia que sirva para hacer un santo, pero luego resulta que no llegó ni a beato. Nunca consiguieron su beatificación, ni mucho menos la canonización. De hecho, se llegó a quitar su nombre de los cepillos de las iglesias, y también las imágenes y cuadros en lo que él aparecía. El responsable de esto fue el obispo Guerra, que le dio mucha guerra.
La beatificación de Llull se intentó hasta el último de los Austrias, y me parece que ahora también lo han intentado algunos pocos, sin éxito. Y es que, en la curia de Roma, Llull se gana la opinión de ser un hombre barbado, un homo barbatus, un barbón de mucho cuidado. Tenía ideas revolucionarias. Resultaba un desaforado, y hasta él mismo se hacía llamar lo foll. Por lo visto, existió un tal Martín Serra, un predicador al que no he leído nunca, que escribió unos poemas muy raros en su contra. Uno de ellos se titula Es Balindrango. Por lo visto, Ramon Llull era un poco como los hippies y vestía de una manera un poco desaliñada. En lugar de ropas normales debía de llevar un balindrango, y por eso el poema se llama así.
—¿Y usted se considera desaforado?
—Yo, con mis años, he perdido mucho fuelle. Cuando era más joven, a lo mejor era capaz de vestirme de cualquier manera, pero ahora sería incapaz de hacerlo; tengo un sentido muy acusado del ridículo. Antes no lo tenía tanto.
—Jonathan Swift viajó a Liliput, Balnibarbi, Laputa…
—¡A Laputa! ¡Jo jo jo!
—En los años 60, usted viajó a Cotiledonia, donde regresaría en el 89.
—Sin el albaricoque, yo no hubiera creado Cotiledonia. Mi padre era médico, y su hermano, farmacéutico. Yo era muy mal matemático, pero mi tío sabía llevar muy bien las cuentas, y yo iba a que me diera clases, a ver si me convertía en matemático. Y mi tío me dijo: “Home, però si tu ets un albercoc. Ets un cotilèdon!”. Y se me quedó lo del cotiledón, y dije, ya está. Existe una tradición en Cataluña, y en todos los países, por la cual alguien que está un poco así, y además es un poco lelo, es un cotiledón. Cuando “regresé” a Cotiledonia, estaba de peor humor. Cada vez me gusta menos. Lo han complicado demasiado. Está desatracada de lo que yo considero una especie de tradición en el mundo.
—¿Cuál es esta tradición?
—Tengo una concepción parecida a algunos de los que han hecho una crítica de la sociedad y tienen un sentido más tradicional que progresista. Yo no soy progresista, ya lo sabes.
—Cotiledonia, ¿es Mallorca o es el mundo?
—En ciertos aspectos es Mallorca, pero es el mundo al mismo tiempo.
—Porque para usted Mallorca es el mundo.
—Sí, sí. He salido poco porque siempre he estado trabado por una serie de circunstancias y porque, físicamente, no lo parece pero he tenido de todo. No he salido de Mallorca, no me he exclaustrado. Éste es mi claustro materno. Mis lecturas me han permitido salir, pero tal vez he leído más de la cuenta, más libros de lo que tocaría.
—Hábleme un poco de las “líneas de su vida”.
—Bueno, dicen de mí que no me confieso mucho. No es que tenga muchas cosas inconfesables, y si las tuviera, no las contaría, porque no quiero que los demás hurguen en mi vida. Yo siempre digo lo mismo: no me gusta pozar en aguas turbias. Y menos sacar agua que no sea cristalina.
Cuando me publicaron Augurio Hipocampo en francés, el traductor del libro lo vendió a Internet, a la editorial digital Olympo, y allí me exigieron que escribiera una nota sobre mi persona. Lo hice directamente en francés y entonces dije cosas que nunca antes había escrito. Al poco tuve noticia de que esa página iba a desaparecer en breve, así que pagué no sé si cinco o seis euros, y compré mi propio libro en la edición para Internet. En ella se incluye el texto que escribí sobre mí mismo. Te lo voy a leer (y traduce): “Nací en Palma de Mallorca, que hicieron grande los romanos, los moros, los judíos, los cristianos y en nuestros días los turistas. Mi destino me impuso vivir aquí más de medio siglo. Esta ciudad rodeada de murallas ha sido para mí una ciudad amurallada. Toda mi juventud y una parte del otoño de mi vida me he sentido ahogado, y he reclamado oxígeno para escapar a la indiferencia general hacia la literatura y el espíritu. Durante largos años de mutismo en este ambiente provincial petrificado, he soñado sin imágenes y sin palabras, y he llevado una vida un poco al margen. De cara a la sociedad, me vi obligado a pagar un pesado tributo: la enseñanza. Esta manera de subsistir me sumergió en la rutina pedagógica, una de las peores que existen. De ella proviene en parte la angustia que reflejan mis primeros libros, y que no me ha abandonado. Alrededor de mí flora un aura neurótica. Venturosamente, y aunque se ha manifestado en algunos miembros de mi familia, en mi caso no se ha convertido en auténtica locura”.
Esto lo digo porque tenía un tío que hacía las meditaciones de la muerte. Y cuando era pequeño, mis tías me decían: “Sube, sube y verás; tienes que ser bueno, como tu tío”. Y yo le veía haciendo esas meditaciones de la muerte. ¡A ver si no va a ser un poco neurótico!
—A mí me lo parece.
—¡Está bien, está bien! Sigo: “Yo he hecho lecturas de todos los órdenes, algunas para distraerme y otras para descubrir a aquellos que quizá saben: Blake, Lao-Tsé, Chuang-Tsé. He leído la Biblia y he recopilado, casi, casi, a los humoristas de todas las épocas. Creo hasta tal extremo en el humor que no concibo una religión desprovista de esta elipsis”. ¿Ves como sí que me pinto, aquí? Luego dicen que nunca hablo de mí. “Esta creencia encierra el nonsense, el sinsentido, que toujourstombe juste, y he hecho mía la expresión española ‘absurdo como un templo’. En cierta manera, soy un autodidacta. Como muchos de los mortales, he jugado nada menos que a perderme toda mi vida”.
—¿Por qué?
—Suelen decírmelo. En la revista El Ciervo pusieron que siempre bordeo el infierno, entonces yo digo: “Soy un orillero del infierno”. Siempre he jugado un poco a perderme. (Sigue leyendo): “En lo más íntimo de su ser, todo hombre abrirá un puro deseo de perdición eterna sin darse cuenta. Por esta razón, a mí me ha gustado tanto el juego de la literatura. Una confesión melancólica: yo no he tenido tiempo de convertir a la literatura en un oficio, pero he consagrado muchos momentos a amarla. Me gusta el lenguaje por encima de todo, y venero a quienes por la palabra han sido graves o divertidos, y desconfío de toda literatura contemporánea que haya roto totalmente con el pasado”. Esto es lo que escribí. ¿Se corresponde a lo que me has preguntado?
—Sí. También ha escrito que “si llegas a viejo y no estás aleccionado, mereces a todas luces la condenación”. Antes de preguntarle si se ha salvado… ¿se considera viejo?
—Hombre, yo de espíritu no soy viejo. Pero luego me miro al espejo y recuerdo lo que decía mi padre, médico: “Esto es una enfermedad”. Se refería al hecho de ser joven dentro de la vejez. A lo mejor tenía razón, vete a saber. Por el espíritu me siento igual que siempre, aunque un amigo psiquiatra asegura que me he aplacado mucho, y que antes era un desorbitado y ahora estoy más dentro de la órbita.
—¿Y está aleccionado?
—Yo creo que sí, al menos un poco. Estoy instruido. Una de las cosas que me dijo Papini es que él se había salvado. En vez de salvado me gusta más a salvo, es más comprimido.

Estudis Baleárics (ieb) 104. La Sociedad del Asno Bermejo.
Homenatge a Cristóbal Serra (1922-2012).
Institut d’estudis baleárics, junio de 2014, pp. 153-168.

martes, 6 de junio de 2017

Josep Pla entrevista a Ramón Gómez de la Serna (Destino, 1958)


Calendario sin fechas
Por José Pla
Ramón Gómez de la Serna en Buenos Aires
ME he encontrado con Ramón Gómez de la Serna en Buenos Aires, exactamente en el vastísimo café que ocupa los bajos del Hotel Richmond, calle de Florida. Con el escritor estaba su esposa, la escritora argentina de raza judía Luisa Sofovich. La pareja estaba en un rincón un poco al reparo de la turbamulta que circulaba, entraba y salía del establecimiento.
¡Querido Pla, cuánto tiempo sin verle! Siéntese. ¿Qué quiere usted tomar? Le sugiero mi bebida preferida: el coctel de los negreros del sur de los Estados Unidos: whisky, champaña y esta hierba puesta en remoto en el líquido, una hierba intensamente perfumada que parece hierba-buena. La tomo con paja. Es muy bueno. ¿Y qué me dice usted? Yo vivo en la nada, en la pura nada. Es la palabra que nos gusta más a los españoles Todo es nada. Nada. Vivo solitario, recluido. A veces paso tres semanas sin salir de casa. No quiero ver a nadie. He ido a ver al embajador, que ahora es Alfaro Polanco, poeta que fue recibido en Pombo hace muchos años. Fui a ver al embajador para pedirle permiso de no ir a la Embajada y relevarme de las obligaciones que tenemos contraídas con Cristóbal Colón. Trabajo, por la noche como siempre Y de pie, como siempre. En eso soy tradicionalista. Le diré que acabo de recibir una carta de Camilo José Cela. Si, Cela me ha escrito. Me dice que debo entrar en la Academia. Me ha sorprendido Yo no sé si debo entrar en la Academia. En la Academia se muere mucho, se muere dentro, mucha gente. ¡Lagarto! No podría ocultarle que en la docta corporación hay unos personajes de una enorme ancianidad verdaderos lamas del Tíbet. Pero también hay personas más jóvenes. Y estos son los que mueren en la Academia. Yo no sé dónde moriré. Probablemente aquí. Tengo la absoluta convicción que no vendrá nadie a mi entierro. Lo que usted oye: nadie. Es decir vendrá detrás del féretro uno de estos perros que asisten a los entierros que no son concurridos, a los entierros solitarios. También barrunto que Marañón, que está en todo, tiene el proyecto…
Ramón Gómez de la Serna está sentado rígidamente en la silla, con un aire de muchacho modosito. Lleva una corbatita de lazo y un traje gris. En otros momentos de su vida estuvo, más gordo, más gordinflón. Ahora parece contener menos viento. El pelo, lacio y sedoso, se le ha vuelto del color del cabello que tenía Ricardo Calvo, un color de pelo de jamona, reiteradamente teñido de rubio azafrán. La carne de la cara es fresca y sonrosada, carne de bebé un poco entrado en años. De tarde en tarde sopla la cañita. La presencia del alcohol le aviva los ojos y a veces parece que la lengua no le cabe totalmente en la boca. Está muy animado, habla sin cesar y, sin embargo, se desprende de su figura un aire de fatiga y de tristeza. Parece como si estuviera cansado de perseguir la agudeza. ¿Para qué? Todo es nada. La señora Sofovich, morena, pálida, de cabello negro, admirable dentadura, come cacahuetes, almendras y avellanas y tiene delante un jugo de tomate helado. Cuando Ramón dice uno cosa divertida, se ríe estentóreamente.
Querido Pla, he de comunicarle una noticia. Mis libros no se venden. No se venden nada, cero: lo que le digo, cero. Si supiera usted el número irrisorio de ejemplares que se venden de mis libros, tendría un disgusto y porque usted es un viejo amigo no se lo digo. Le decía que barruntaba que Marañón, que está en todo, desearía que me dieran uno de estos premios que ha instituido March ¿Pero cree usted que yo debo de tener uno de estos premios? A mí, en realidad, no se me da el dinero. Es un hecho incuestionable, axiomático, definitivo. Una vez me contrataron o dar unas conferencias en Santiago de Chile, en la Universidad de Santiago. Para llegar tuve que atravesar los Andes, ¿me entiende usted? ¡Digo los Andes! Yo he pasado los Andes, sí señor, ni más ni menos. Doy las conferencias y resulta que la consignación que había para ellas había sido invertida en la calefacción de la Facultad de Farmacia. No. No se me da el dinero. Otra vez fui a Mendoza a dar en la Universidad de allá otras conferencias. La primera versó sobre Edgar Allan Poe. Cuando lo terminé, me llamó el rector y me dijo que mi peroración había sido un elogio excesivo del alcoholismo y que convenía que me reportara… La conferencia no había tenido nada de esto. ¿Pero cómo hablar de Poe sin hacer una referencia al alcohol que el poeta ingirió en su vida? De aquí nacieron unas diferencias, tuve que modificar mi plan y substituir el alcohol por el consomé y el caldo de gallina. No. El dinero no se me acerca. Pasan los días, los años, ha pasado lo vida y el dinero continúa siendo para mí un mero pretexto de conversación. Me piden colaboración los diarios y revistas, mando los artículos, ilusionado, voy al correo con mi señora a certificar la carta, los artículos se publican y luego ni me mandan el dinero. Por fortuna mi amigo Ramos, jefe de prensa de la Embajada me ha ayudado en estos asuntos tan complejos. ¡Qué excelente persona es Ramos! ¡Cómo le quiero! ¡Cuántos favores me ha hecho! Y aquí me tiene usted. Hecho un español de cuerpo entero: soy una mezcla de prócer, de mendigo y de pícaro. Es lo que somos todos, en definitiva. Yo vivo ahora, prácticamente, de América. Escribo para la cadena de periódicos de la señora Maurin, de Nueva York, y coloco algún artículejo en Bogotá o donde se tercia. Me mandan algunos dólares. Cuando el peso baja me dan más dinero, ¡Qué curioso! Continúo siendo caprichoso: a veces me enamoro de alguna cosa absurda y la compro a pesar de mis aprietos. Aquí tengo un piso lleno de cosas fantasmales y divertidas. Viajo poco por la Argentina. En la Pampa hay demasiado polvo, en verano hay mosquitos y a veces te le mete a uno un bicho debajo de la piel, sin que uno se dé cuanta. Es cuando el bicho está dentro que las cosas suceden. Me precio de tener vista. A veces paso con mi señora delante de una vidriera y le digo: «Este objeto tiene valor». Al día siguiente, volvemos a pasar: el objeto ha desaparecido. Los libros, la venta nula de los libros es obsesionante. Y. sin embargo, tengo en Alcoy un amigo empeñado en editar mis obras completas, cuatro volúmenes de más de mil páginas coda uno, papel de biblia. Yo le digo: «¡Por Dios no lo haga. No publique mis obras completas. Se arruinara de una manera total y definitiva. No publique mis libros por los clavos de Cristo!» Y sin embargo está dispuesto a ello. ¿No es extraño? Absolutamente indiscernible. También parece existir el proyecto de sugerir a los escritores que escriban artículos pidiendo mi regreso a España. Pero en España ¿cómo podremos defendernos? ¿Se pretende someterme a la prueba de vivir del agua del Lozoya y del aire del cielo? Se escriben artículos sobre mí, pero mis libros no se venden; están siempre en depósito, sumidos en un sueño eterno. Por fortuna, pude ir a España hace pocos años y esto lo debo al Generalísimo. Parece que en Consejo un ministro preguntó si yo debía ir y que el Generalísimo contestó que sí. Fuimos muy bien recibidos. Nos dieron los billetes y unas pesetas. Fuimos agasajados. Fuimos a Barcelona y a Madrid. Barcelona es la rubia y Madrid la morena. Todo magnifico. Estando en Madrid, considere indispensable ir a dar las gracias a Franco. Se lo dije a Rocamora ¿Pero cómo hacer sin ropa protocolario decente? Pasé por encima de todo, alquilé un chaqué, un chaleco, unos pantalones y un sombrero y me presenté en El Pardo, decente. Comprenderá: tenía que hacerlo. Era lo menos que podía hacer. E1 Generalísimo me dijo que pensaba fundar una escuela para mandar gente culta a América. La idea me pareció bien. Fue una entrevista memorable, de la que guardo un grato recuerdo. Pero los escritores, ¡qué pena! ¡Haber tenido que alquilar un trate para ver al Generalísimo! Nuestra pobreza es excesiva. Sitges me gustó mucho. Creo que podría vivir en aquella ciudad. Me encantó, además, el clima. Pero observe, en el curso de nuestro viaje, que si los primeros días de nuestra estancia estuvimos rodeados de gente, a medida que fueron pasando los días, el grupo se fue adelgazando y disolviendo. El interés, sospecho, fue decreciendo. Cuando tomamos el barco de Bilbao, para regresar aquí, nadie nos despidió. Nos marchamos en una soledad total, completa. Todo es nada, amigo Pla. Vivo en la nada, en una nada de unas proporciones inmensas.
Todavía habla largo rato Ramón Gómez de la Serna en el café del Richmond. Se celebraba una fiesta familiar en las mesas de al lado. El ruido era excesivo.
Es —dijo Ramón— una despedida, je, je, de soltero...
Y después me fui con un estado de ánimo lóbrego, de una pesadumbre difusa y vastísima.

Destino, 1958. Nº 1071, p. 12.

lunes, 5 de junio de 2017

Entrevista a Claudio Magrís (ABC Cultural. 24 de febrero de 2001)

Claudio Magrís retratado por Antonio Ortuño
Claudio Magrís: «Las utopías con receta para la felicidad son erróneas»
El escritor italiano Claudio Magrís pública «Utopía y desencanto», un volumen de ensayos que repasa las esperanzas y desilusiones del mundo moderno. La literatura, la política o la condición humana son algunos de los temas analizados por el que es uno de los más lúcidos intelectuales europeos.
Javier Rodríguez Marcos
Para Claudio Magrís (Trieste. 1939), la risa es una de las mejores formas de compañía. Así, para este hombro fronterizo que ha construido su propia obra en la frontera de los géneros literarios, la ironía sólo tiene un límite: el dolor ajeno. Tal vez por eso, en pocos escritores se cumple como en él la idea de que la bondad es una variante de la verdad.  
Después de libros ya clásicos como Danubio o Microcosmos -a medio camino entre la memoria, la historia, la novela y el libro de viajes- y de narraciones como Otro mar o Conjeturas sobre un sable (todos ellos publicados por Anagrama), Magrís reúne en Utopía y desencanto (Anagrama) una impagable colección de ensayos y artículos que, de la política a la pura actualidad periodística, repasa temas como el nacionalismo, la educación, la identidad, el papel de los intelectuales o la precaria pero indestructible condición humana. Y, por supuesto, la literatura. Sin entrar en los rigores de sus libros sobre el mito habsbúrgico en la literatura centroeuropea o sobre el exilio judío pero siguiendo la estela de libros como El anillo de Clarisse (Península) o Ítaca y más allá (Huerga & Fierro), el Magrís ensayista recorre la obra de Primo Levi, Borges, Jünger, Thomas Mann, Goethe o Ivo Andric con una inteligencia que hace buena una frase de Nietzsche que le gusta especialmente: «Somos profundos, volvamos a ser claros».
También a su mujer, la escritora Marisa Madieri, le gustaba esa frase. Su recuerdo es, precisamente, el único tema que ensombrece el tono de la voz de este germanista que afirma sentirse «amputado» desde que ella falleció en 1996. De ese año es «La canoa y la muerte», un artículo recogido en Utopía y desencanto que, sin nombrarla, parece no hablar de otra persona, ni de otra cosa que de la Involuntaria pero cruel indiferencia de los supervivientes.
Antes de dictar una conferencia sobre el impensable futuro del hombre y de presentar su último libro, Claudio Magrís, que acaba de escribir una breve pieza dramática, ha recorrido la ruta de Don Quijote.
-¿En La Mancha se ha sentido más cerca del utópico Don Quijote o del desencantado Sancho?
-Antes que nada hay que decir que un libro es sólo un libro. Es cierto que es importante dar testimonio de la vida, pero sin olvidar nunca que lo verdaderamente importante es esa vida. La verdad es que tal vez sea algo ridículo -como de niños que quieren ver los campos de batalla- ir a conocer los escenarios de la literatura, pero me gusta ver mundo y, en este caso, comparar el paisaje con la novela. Ver la llanura y los colores, el blanco, el añil, la maravillosa tierra roja al lado de la Cueva de Montesinos. Puede que la literatura sea también parte del mundo del modo en que lo son, por ejemplo, las hojas.
-¿El paisaje -y el pensamiento, como usted recuerda- está de parte de Sancho?
-Lo del pensamiento es una idea de Adorno. Respecto al paisaje, éste se comprende mejor yendo del lado de Sancho y de su forma de madurez. Desde que mi padre me la dio a leer a los catorce años, siempre me ha gustado mucho la Vida de Don Quijote y Sancho, de Unamuno. La he releído estos días y creo que él comprende muy bien a Don Quijote, pero no tanto a Sancho. Llega a sugerir que Don Quijote podría haber andado solo. Yo creo que no. Y eso que opino como Dostoievski, que decía que si la humanidad al final no pudiese enseñar a Dios más que a Don Quijote, diría con él basta. En cualquier caso, el final de la novela pertenece completamente al escudero, que es en quien continúa la vida.
-La utopía corregida por el desencanto.
-El desencanto corrige, efectivamente, la utopía, templa su furia y refuerza su parte de esperanza porque la protege de sus aspectos más débiles e inocentes.
-¿Después de la experiencia del siglo XX no da miedo el carácter colectivo y total de las utopías?
-Es cierto que cuando uno piensa en la suerte o en la felicidad piensa en sí mismo, pero la propia vida no es pensable como una hermosa flor en medio de un campo de desperdicios. La salvación, por usar un término religioso, es siempre individual, es cierto, y tenemos derecho a ser egoístas, pero esa salvación es también, no colectiva, coral. Si se destruyera la ciudad en la que vivimos nos afectaría, indudablemente. Lo mismo pasa con el mundo, si bien la distancia nos vuelve indiferentes. La utopía de la que hablo no es una utopía social colectiva como solución impuesta. To das las utopías que pretenden tener la receta para la felicidad ajena son totalitarias e insensatas, erróneas. Es lo que sucedió a todas las Ideologías que creyeron estar ya en la tierra prometida y haber llegado al paraíso. Por eso la utopía necesita del desencanto.
Deberíamos actuar como Moisés, que sabe que nunca llegará a la tierra prometida pero que no renuncia a caminar hacia ella. La utopía nos recuerda que, aunque no haya recetas milagrosas, el mundo no sólo debe ser administrado, sino cambiado, y mejorado. Y esto no debería darnos miedo. De hecho, el final de las utopías globales totalitarias es una especie de liberación, precisamente porque cuando se sabe que no hay una solución definitiva se puede pensar libremente.
-Es usted optimista.
-No lo sé. Pero siempre me he sentido muy alejado de aquéllos que pretendieron que el mundo se arreglara de hoy para mañana, de una vez por todas, y que surgiera un nuevo hombre en el paraíso social, un nuevo Adán, y que, como no fue así, se convirtieron inmediatamente en cínicos reaccionarios que escupen sobre cualquier modesto sueño de mejorar la situación. Son como niños que un día descubren que sus padres no son santos y los rechazan, cuando no debería ser más que una nueva razón para quererlos. Me siento lejos del cortocircuito entre la idolatría y el cinismo blasfemo. Trato de acercarme a las ideas sin adorarlas y sin demonizarlas. Por eso creo que la relación entre utopía y desencanto puede ser una forma de madurez y de consciencia.
-¿La literatura es tal vez el último espacio inocente?
-Cualquiera que haya leído a Kafka sabe cuánta culpa puede haber en la literatura. Kafka sabía perfectamente que la literatura le alejaba del territorio de la muerte y le permitía comprender la vida, pero dejándole fuera. Igual que le permitía comprender la grandeza del padre judío, modelo de hombre, pero no le permitía, precisamente, serlo. La literatura es una forma de la utopía porque es una elaboración de un mundo posible que, además, nos avisa de que la manera en la que existe ahora la realidad no tiene por qué ser la única posible. La literatura habla en condicional: «Si...» Habla no sólo de lo que puede ser sino de lo que pudo haber sido, de los momentos en los que pudimos cambiar el curso de nuestra vida y de aquéllos en los que todo existe potencialmente, como en la vida de un niño. Lo que la vida y la Historia sofocan y olvidan lo recuerda a veces la literatura. Alguien ha dicho que a mí me gustan los «futuros abortados». En cierto modo es así, pero no porque me interesen las infinitas posibilidades abstractas de ser, sino porque me interesa lo que, concretamente, pudo haber sido si la Historia o la vida hubieran tomado otra dirección. Así surge mi primer relato, Conjeturas sobre un sable, en el que la literatura enmienda a la Historia. Por ese juego le dije a Borges que escribiera algo sobre ello, y él me dijo que lo hiciera yo. Así es que se perdió una obra maestra y no sé muy bien lo que se ha ganado.
-¿Sólo en la literatura tiene la vida sentido pleno?
-En la literatura habla una voz que nos dice que la vida no tiene sentido, pero en esa misma voz hay al menos un eco de ese sentido que se niega.
-Para introducir sus reflexiones sobre el futuro ha recurrido a una frase de un personaje de Microcosmos: ¿A quién representa usted?
-Para ese personaje es una forma irónica de decir «usted no sabe quién soy yo». Una pregunta así sólo tiene sentido precisamente si no hay respuesta. Por lo que tiene que ver con el sentido de la vida, sólo tiene valor en cuanto que búsqueda de ese sentido.
-¿Usted representa a alguien?
-Uno apenas puede representar a los seres que le son imprescindibles, aquéllos cuyos destinos se han cruzado con el nuestro y ya forman parte de él, aquéllos ante los que se avergüenza cuando hace alguna estupidez: la persona que ama los hijos, los amigos... A mí al menos no se me pasa por la cabeza representar ninguna idea por pequeña que sea, ni política ni de ningún tipo. Además, uno vilmente querría no representar, sino ser siempre representado, porque entonces no arriesga nada. Por eso recuerdo como una etapa de tranquilidad absoluta el servicio militar, que hice ya viejo, bueno, a los veintisiete años: ya estaba casado, mi padre había muerto, mis hijos habían nacido... Entonces uno pensaba: «Me manda el coronel. Pierda o gane no puede sucederme nada».
-Como quien piensa en Dios.
-Sí. Es algo sobre lo que reflexionaron grandes escritores centroeuropeos, como Kafka o Walser, que sintieron de ese modo la inconsciente tranquilidad de servir y obedecer.
-¿Tampoco cuando fue senador sentía representar a nadie?
-Aquellos años coincidieron, por cuestiones personales, con los más difíciles de mi vida... pero dejemos esto aparte. Mi participación en la política se debió a un sentido de deuda ética que siempre he tenido -por mi padre, la Resistencia...- y que, al menos una vez en la vida, intenté pagar. Por otro lado, esa especie de dolor moral me encaminó a algo que va completamente contra mi naturaleza. Ni yo ni mis amigos habíamos puesto jamás los pies en la sede de un partido. A mí me gusta más ir a la playa que a la Asamblea, pero todos pueden ir a la playa y en un momento dado alguien tiene que ir a la Asamblea, contra todo principio de placer.
-¿Se siente desilusionado?
-No, porque los problemas psicológicos de uno no deben tenerse en cuenta a ese respecto. Por otro lado, es legítimo criticar unos u otros aspectos de la política, por supuesto, pero me siento muy lejos de aquellos «profesionales del pesimismo» que dicen sentirse desencantados de la política. La política no es algo que uno ponga en relación con su sensible alma. La política es el desempleo y las cuestiones de la vivienda. Yo quise pagar el tributo una vez en la vida aunque fuese a disgusto, al menos por esa idea de responsabilidad kantiana que lleva a hacer lo contrario de lo que a uno le apetece.
-¿Es cierto que fue elegido sin hacer campaña?
-Si. Eran años de gran cambio en Italia, con la aparición de Berlusconi. Mucha gente no sabía qué votar. Mis amigos formaron un movimiento pero olvidaron inscribirse, con lo que yo resulté ser el único inscrito. Por eso fui elegido sin campaña. Si no, habría perdido. En el Senado trabajé en distintas comisiones, pero pertenecía al Grupo Mixto como Lista Magrís, lo que, irónicamente, supone una interesante cuestión de identidad. Ni Trotski habría soñado algo similar en términos de representación directa. De hecho, durante las frecuentes crisis de gobierno acudí a las consultas del presidente de la república porque nadie podía representarme.
-¿Cómo recuerda aquellos años?
-Hubo momentos muy duros, pero ahora recuerdo aquello incluso con gratitud. Hablando en términos generales, las cosas que se hacen por imperativo moral -sean acertadas o erróneas, y no digo que yo actuara de forma acertada, simplemente describo- se hacen siempre a disgusto. Yo preferiría no tener que ayudar a alguien que ha sido, por ejemplo, agredido en plena calle. De entrada preferiría que no lo hubiera sido. Después, aunque esperaría tener, por supuesto, el valor de ayudarle, preferiría que lo ayudase otro. Uno debe estar preparado para hacer ciertas cosas, pero es preferible no tener que hacerlas. Es un poco como la salud. Cuando algo nos duele, nos preocupamos por ella, pero es mejor que no nos duela. No hay que tener vocación de héroe. Algo falla cuando uno piensa demasiado en la moral. Hay cosas a las que no conviene darles muchas vueltas.
-¿Como a la identidad?
-Si. La identidad sólo es productiva cuando no se piensa en ella. No hay cosa más estéril, sea para una persona o para un país, que estar afirmándose continuamente, porque uno siempre se afirma negando a otro. Además, la identidad no es un dato inmutable, sino un proceso en el que uno se aleja paulatinamente de los propios orígenes. No conviene confundir la identidad con el narcisismo.
-¿Después de su experiencia política cree que queda espacio para el compromiso de los intelectuales?
-De entrada, no creo que exista una categoría de sacerdotes laicos que administren los sacramentos de la inteligencia y que comprendan las cosas mejor que los demás.
Muchas veces la gente de a pie aplica mejor el puro sentido común. De hecho, el siglo XX ha demostrado que grandes escritores pueden ser al mismo tiempo nazis o estalinistas. Ésa es una contradicción irresoluble. Lo que llamamos ciencias humanas no siempre han hecho a los seres más humanos. Podemos amar a Céline como escritor, pero no hay que dejar de reconocer que no sólo se equivocó, sino que dijo verdaderas barbaridades y estupideces muy poco inteligentes. Lo mismo cabría decir de Pirandello, que, por ejemplo, mandó un telegrama de felicitación a Mussolini después del asesinato de Matteoti, el socialista. Y qué decir de los que iban a Moscú a presenciar las ejecuciones.
-¿Qué hacer entonces?
-Uno no debe hacer las cosas pensando «soy un intelectual», sino sencillamente, hacer lo que sabe lo mejor posible. Además, en cualquier cosa que hace uno pone todo lo que es, lo que sabe y lo que le gusta: sea un tratado de filosofía, una novela de aventuras o un western. Un escritor no tiene por qué saber y opinar de todo. Debe ocuparse -sobre todo cuando la crisis de la razón ha dado lugar a una especie de racionalismo supersticioso- de colocar el verbo y los complementos en su lugar justo. Ya es bastante, porque colocar el acusativo correctamente es una de las formas de que no se confundan las víctimas y los verdugos.
-Usted participó en política por una idea de responsabilidad, y este concepto, como el de jerarquía de valores recorre Utopía y desencanto. Utiliza sin empacho ideas por las que alguno podría tacharle superficialmente de conservador.
-Es cierto que atacar la ley tiene mejor prensa que defenderla, pero sólo las leyes protegen a los débiles de los fuertes. Cuando todo vale ya se sabe quién será el vencedor. Es la ley de la selva. En el fondo, en toda desacralización hay algo de conformismo disfrazado. Por lo demás, la palabra conservador es muy ambigua. Si hablamos de un programa político habría que especificar cuál. Todos tendemos a ser conservadores porque lo primero que queremos es conservar, a toda costa, la vida, aun cuando eso pueda costar algunas muertes. Conservar la vida y conservarla como es. Y éste es el gran pecado: identificar las cosas que existen con las únicas posibles, negando al mundo la posibilidad de cambio.
-Que se da queramos o no.
-Siempre cuento al respecto algo que pasó en noviembre de 1989 en París y que sirve además para explicar la «clarividencia» de los intelectuales. Durante un encuentro de pensadores, escritores y artistas de la Europa del Este que se celebraba mientras tenían lugar las primeras manifestaciones en las calles de Berlín un director de cine dijo en su intervención: «Todo es posible. No sabemos qué va a pasar, pero una cosa es segura: el Muro se mantendrá durante años». Dos días después caía. Por otra parte, no creo que la responsabilidad sea conservadora o revolucionaria. No es más que una forma de hacer cuentas con la realidad y con los propios actos, porque algunos quieren transgredir las leyes pero no pagar las consecuencias de esa transgresión, como el que encuentra gran placer en tirar basura al suelo sólo porque lo prohíbe un cartel pero se niega a pagar la multa.
-Dedica usted algunos ensayos a la educación. ¿Con qué autoridad enseñar hoy?
-Creo que sólo se puede enseñar indirectamente. Es ridículo decirle a nadie: «Id y sed buenos». La grandeza, de nuevo, de la literatura está precisamente en que se aleja de los dogmas. Uno puede ser más viejo que sus alumnos. haber leído algo más y saber algo más que ellos, pero siento mucha antipatía por la figura del maestro que quiere crear en torno a sí un grupo de secuaces, esa figura que es una parodia del maestro religioso. El maestro no debe convertir a nadie a sus ideas. Debe ayudar al otro a descubrir su propia verdad. Por eso me gusta esa fábula en la que un rabino, hereje, camina cada sábado junto a un antiguo discípulo suyo, ortodoxo, y le advierte de que van a sobrepasar el límite de pasos permitidos por la ley. Yo conozco a Meshner, uno de los más grandes alpinistas actuales. Él no debe pretender llevarme a ocho mil metros, porque me muero y él no sería un maestro, sería un delincuente. Él conoce las montañas mejor que yo y debe indicarme qué altura es buena para mí, pero no tratar de llevarme a la suya.
-Otra de sus preocupaciones es que más que a la era del «superhombre» estamos llegando a la del «ultrahombre».
-Por primera vez en la historia estamos frente a la posibilidad concreta de influir sobre la evolución, sobre la naturaleza del hombre. Y a una velocidad increíble. Esto puede crear dimensiones verdaderamente inquietantes. Clonar a seis gemelos iguales a mi abuelo cambia el puesto de las generaciones, los sentimientos, el sentido de la familia y sus representaciones artísticas (¿Cómo escribir entonces Los Buddenbrooks?) Aceptamos que nuestros antepasados fuesen monos, pero nos resistimos a aceptar que nuestros descendientes puedan ser diferentes de nosotros hasta al punto de que hoy mismo no podamos ni siquiera imaginarlos.
-Porque ahora ya no depende todo de la naturaleza.
-La ciencia siempre ha manipulado la naturaleza, pero lo que ahora se pone en cuestión es el humanismo, la centralidad del hombre, aquello que Konrad Lorenz, el naturalista, llamaba el «chovinismo de la humanidad» frente a una naturaleza en la que no somos más que una especie entre tantas. Puede que ése sea el único sentido en el que yo soy todavía bastante chovinista. Por más que me gusten los animales. Siempre tengo presente a Buffetto, mi conejo de Indias, que era un gran lector, literalmente, un devorador de Nietzsche.
-¿Por fin nihilistas?
-Estamos es una situación análoga a la de la gran crisis del Mundo Antiguo. Entonces el cambio radical encontró la fuerza de la centralidad del cristianismo, pero hoy no tenemos algo parecido. Durante mucho tiempo se pensó que podía serlo el socialismo, pero esto se reveló como falso. Con todo, el socialismo no fue capaz de dar buenas respuestas, pero planteó preguntas que todavía nadie ha respondido. No obstante, si algo hemos aprendido es que no hay recetas milagrosas. ■

ABC Cultural. 24 de febrero de 2001. pp 7-10.