El aire frío de Madrid crea una luz pulida,
mucho más que transparente. Place caminar dentro de ella si uno no se cura de
la gelidez y gusta, en cambio, de la transparencia.
He fijado una cita con Gabriel Albiac un
madrileño sábado invernal de 2006, en su estudio, para platicar sobre su
pensamiento político. Ya mientras acordábamos el encuentro me ha llamado la
atención su cordialidad a trompicones, fresca, grata. Ahora conversamos
largamente mientras por la ventana del techo abuhardillado columbro de vez en
vez la azotea del Edificio España, que se va oscureciendo, disgregando por
momentos: cae la tarde.
Al ir a iniciar la entrevista le comento a
Albiac el plan de la misma. Me excuso por adelantado ya que había abordado con
un cierto «academicismo»
tal preparación. (Dado que Albiac es uno de los filósofos españoles más
habituados a utilizar los medios de comunicación de masas, presupongo
apresurado que él preferiría un formato de entrevista más ligero, menos
académico y más «comunicacional».) Sensato, Albiac me garantiza que «el
ser académico no es ningún defecto», y he de otorgarle toda la razón.
Durante la entrevista se le nota cómodo, le
gusta ser entrevistado. A mí me gusta estar entrevistando a una de las mentes
más tónicas del hodierno pensamiento español. Ganador del Premio Nacional de
Literatura en 1988 por su ensayo La sinagoga vacía (Hiperión) —donde se las había con varias de las
figuras más heterodoxas del judaísmo español—, es nota internacionalmente la
especialización de Albiac en filósofos como Spinoza, Pascal y Maquiavelo. Desde
1988 es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente
colabora en la cadena radiofónica COPE, en el diario de internet Libertad
Digital y en el diario impreso La Razón, tras haber sido durante
largo tiempo columnista del diario El Mundo, así como más brevemente de Diario
16 y El País. Nació Albiac en 1950 en Utiel (Valencia), y no sólo
destacan entre sus ensayos obras del calado de Caja de muñecas (Destino
1995), Desde la incertidumbre (Plaza y Janés 2000) o su recentísimo Diccionario
de adioses (Seix Barral 2005), sino que se ha adentrado en diversas
ocasiones en el territorio de la novela (Ahora Rachel ha muerto,
Alfaguara 1994; Últimas voluntades, Plaza y Janés 1998; Palacios de
invierno, Seix Barral 2003).
Buen
conocedor de la mejor etapa del rock and roll, nada le empece a Albiac para
reconocerse aún hoy discípulo de ese peculiar marxista que fue Louis Althusser
(dentro de cuyo equipo de trabajo realizó su tesis doctoral). Ahora bien, quien
espere reencontrar en Albiac todos los manoseados tópicos de las izquierdas
divagantes, extravagantes o fundamentalistas (por utilizar la afortunada
taxonomía de su amigo Gustavo Bueno)
saldrá defraudado (y, a menudo, enrabietado: sólo hay que contemplar el
malhumor que exhiben muchos de sus pasados contrincantes en la polémica). Quien
desee recrearse durante un rato pensando saldrá, en cambio, vigorizado. Albiac,
en suma, resulta tan acogedor como sólo sabe ser la lucidez, tan hospitalario
en su estudio como minucioso en sus respuestas.
PREGUNTA
Me gustaría que comenzásemos, si le parece a usted bien, haciendo una suerte de
autobiografía intelectual. Pues una de las cosas que más llama la atención a
cualquiera de los que le leemos, don Gabriel, es que se pueden encontrar ideas
en apariencia muy disímiles escritas por usted (seguramente en circunstancias
asaz disparejas) a lo largo de su ya ancha trayectoria como pensador. Tal vez
una manera de poner en orden todo ese conjunto de nociones sea el ordenarlas
diacrónicamente; pues, ello, como mínimo, nos habrá de permitir el contemplar
la lógica socio-histórica de su sucesiva generación. Así pues vayamos, si me lo
permite, a los cimientos de su desarrollo intelectual: ¿Cómo surgió en usted la
vocación por la filosofía? ¿Qué le enganchó de los afanes filosóficos, y con
qué expectativas arrostró usted la tarea del pensar?
RESPUESTA —.
En realidad, mi propósito de dedicarme a la filosofía fue bien temprano. Hacia
los dieciséis años —que era el momento en el cual en este país, en mi época, se
empezaba a estudiar filosofía en el bachillerato— la filosofía me produjo una
enorme fascinación. Lo he contado muchas veces: para mí solamente había dos
opciones a aquella edad, y eran la filosofía o la matemática. En ambas
disciplinas me entusiasmaba lo mismo: el principio de rigor; la idea de que se
puede pensar de un modo riguroso en medio de un universo caracterizado por unos
usos del lenguaje extraordinariamente blandos. ¿Por qué escogí la filosofía y
no la matemática? No lo sé; probablemente porque en aquel momento pensé que
realmente el principio fundante de la razón podría de algún modo buscarlo ahí.
Quizás la única línea de continuidad que hay en toda mi vida intelectual es
precisamente esa: la voluntad (que en cierta manera yo creo que es una apuesta
ética) de no hacer jamás concesiones en el terreno del rigor, de buscar el
rigor por encima de todo.
P. —.
Esto suena un tanto wittgensteiniano, ¿no es cierto? E incluso me hace venir a
las mientes aquella frase de Otto Weininger con que Ray Monk inicia su biografía
de Wittgenstein: «Ética y lógica
son dos manifestaciones de una misma cosa: la obligación hacia uno mismo».
Parece que a estos dos vieneses también les hubo embargado la convicción de que
poseer un pensamiento lógicamente riguroso es, ante todo, una especie de
imperativo ético, una suerte de obligación...
R. —. Una
obligación absoluta, sin duda de ningún tipo. Pienso además que eso es lo que,
al fin y al cabo, queda de todas las retóricas y todas las (a veces no muy
claras) fantasías sobre la «función ética del intelectual».
P —. Y
bien, ¿por dónde empezó usted entonces a practicar ese rigor?
R. —. Desde
un primer momento a mí me fascinaba Platón. Supongo que a todos los que nos
dedicamos a la filosofía nos ha pasado: esa cosa tan extraña (que después,
además, con el paso de los años y a medida que le vas añadiendo conocimiento al
asunto, te vas dando cuenta de que es aún más dura de entender), esa cosa tan
extraña y tan sugestiva, decía, de que de algún modo toda la historia de la filosofía
esté ya en Platón: ¡Toda! En cierta medida te das cuenta de que el trabajo de
veinticinco siglos de filosofía ha consistido en ir haciendo pequeñas glosas al
texto platónico, pequeñas notas a pie de página. Fíjese en que (se trata de un
escrito que he utilizado en múltiples ocasiones) no creo que haya un texto
donde se puedan plantear mejor las paradojas de la relación con lo político de
la gente de mi edad (y son paradojas muy tajantes, a veces muy dramáticas en lo
personal) que un texto platónico, precisamente: «La Carta Séptima». Al
principio de ella, como recordará usted, Platón narra la paradoja de su juvenil
deseo de dedicarse a la política, y el modo en que acabó revirtiendo a la
filosofía: «Antaño, cuando yo era joven, sentí lo mismo que les pasa a otros
muchos. Tenía la idea de dedicarme a la política tan pronto como fuera dueño de
mis actos Pero llegado un determinado momento comprendí [...] que nada era
reformable en aquel terreno» y que sólo un largo rodeo a través de la filosofía
podría al menos hacernos entender por qué no era reformable.
P. —.
Bien, esto prácticamente nos induciría a preguntarle ya por el final de su
propio rodeo vital, don Gabriel; pero resistiré de momento la tentación y
seguiré concentrándome en los episodios iniciales de su vocación filosófica.
Entiendo, por lo que nos ha narrado, que usted en un principio sí que creyó
(como creyó Platón, como creyeron tantos otros miembros de su generación) que
el campo de la política era un campo al que podemos confiar nuestras mejores
esperanzas...
R. —. No hay que olvidar que estamos hablando del año 1966. Yo era
entonces una criatura de la dictadura; además una criatura, digamos, de los
aspectos más conflictivos de la dictadura: nací en una familia de tradición
netamente republicana; mi padre era un militar profesional de la República,
condenado a muerte en el 39; mi familia materna también mantenía esa
tradición... En suma, hacia la mitad de los años 60, para los que habíamos
vivido la dictadura como un infierno realmente inmerecido (pues, ¿por qué
diablos la gente de mi edad tuvo que heredar todo aquel horror y convertirse en
depositarios de toda la memoria de una guerra civil que no nos correspondió a
nosotros, pero que sin embargo tuvimos que interiorizar como parte de nuestra biografía?),
para nosotros, decía, (o al menos, para mí) había dos factores que eran
simultáneos: En lo político, un odio —yo diría que racional— contra la
dictadura, y una apuesta de gente que por entonces era muy joven (monstruosamente
joven) por la lucha a cualquier precio (y digo «a cualquier precio» pues
hubo gente de mi edad que pagó muy caro aquello); y en el terreno intelectual
lo que para mí no era sino el paralelo lógico de aquello: la lucha, la guerra a
muerte contra las formas de embrutecimiento depositadas en el lenguaje. Repare
usted en que por aquella época lo que yo, o más bien nosotros, podíamos llamar
revolución se correspondía con nuestra vibrante necesidad de volar, de hacer
saltar por los aires, una cotidianeidad invisible, sórdida —no, no se trataba ya
de lo político diferenciado de la vida privada: era la sordidez interiorizada
en cada acto...—. En fin, ni siquiera quiero hablar de esa época porque
verdaderamente parecería que estoy haciendo una caricatura. La necesidad de
volar aquello, en fin, era un principio de supervivencia: no se podía vivir
así. Y tampoco se podía vivir repitiendo las majaderías del saber común. La
liberación para mí estaba, pues, en ese doble plano: el plano de la intervención
política (que en mi caso, como en el de prácticamente toda la gente de mi edad y
de mi medio, se produjo muy pronto: hacia los diecisiete años, cuando llegamos
a la universidad) y el plano de la apuesta contra la interiorización del orden dentro
del lenguaje, dentro del discurso —y para mí eso era la filosofía—
P. ¿Qué clase de apuesta por la intervención política
fue la que usted emprendió entonces? ¿Comunista?
R. —. Sí, comunista ya desde el primer momento. Entre otros motivos,
porque no había otra opción. Tenga en cuenta que, cuando yo llego a la
Universidad Complutense en 1967, apenas había leído a Marx. Sí que tenía un
cierto dominio (con todas las limitaciones propias de un chaval de 17 años) de
los clásicos: había leído a Platón, sentía una cierta fascinación por los
intelectuales franceses del período de entreguerras (que es una cosa que luego
en mí siempre ha permanecido) … pero sin embargo mi lectura de Marx era
superficialísima. Y claro, llegar a la Complutense era llegar a una especie de
«territorio liberado» dentro del franquismo (sé que son cosas que hoy
suenan a increíbles). Venías de la calle, donde te encontrabas una sociedad que
era una especie de monstruo anacrónico, de gran dinosaurio muerto de pie... y
de pronto entrabas allí y te encontrabas con un lugar en el que se vivía,
bueno, en algo que podríamos llamar un espacio semialucinatorio, como un
delirio: todo en la Complutense te remitía a una visión de la revolución, de la
destrucción del régimen, pero al mismo tiempo de experimentación de modos de
vida cotidiana fuertemente alternativos. Debo decirle que con el paso de los
años uno entiende que buena parte de aquello estaba hecho de mera alucinación,
o de delirio: pero también ese delirio podía tener efectos de potenciación, de
liberación personal y de apertura intelectual si sabías usarlo. Yo intenté
saber usarlos. Cierto es que nunca llegué al límite de riesgo político al que
llegaron buena parte de mis amigos; como contrapartida traté de reservarme (tal
vez sólo por incapacidad de hacer otra cosa) para el trabajo teórico,
intelectual.
En el 67 en
España no había alternativas; la única oposición al franquismo eran las
distintas variantes de los diferentes movimientos comunistas. El solo
pensamiento alternativo frente a esa especie de Nada en que se vivía era el
intento de recuperación, de relectura, de Marx. Yo en lo político desde el año
1967 me ligué al Sindicato Democrático de Estudiantes, que era la
organización de base del movimiento comunista hasta el estado de excepción de
1969. Me movía en el área de lo que era en esos años el maoísmo (el cual, junto
con el trotskismo, representaban entonces en la universidad española las dos
corrientes hegemónicas). Entre 1967 y 1970 yo estaba muy distante, como todos
los de mi edad, del Partido Comunista. Lo veíamos como un vejestorio, de
una pobreza conceptual terrible. Sin embargo más tarde entré en el Partido, en
1970, sin que se hubiera modificado ni un átomo mi concepción acerca de la
inanidad de su dirección política y de su concepción teórica. Recuerdo
perfectamente habérselo dicho a mis correligionarios ya en el momento de
entrada en el Partido: «Pienso que sois una banda de revisionistas impresentable»,
les dije, con la reconocible jerga de aquellos años, «...pero no hay otro
sitio».
La mayor
parte de mis amigos, con todo, sí que habían encontrado otro sitio: habían
construido sus propias organizaciones. Y la verdad es que ello me resulta admirable.
Aunque después con alguno de ellos haya tenido fuertes discrepancias y nos
hayamos distanciado, eso no modifica el pasado; y la verdad es que entre los
años 1967 o sobre todo 1969 (que es cuando se produce la reestructuración
política de la extrema izquierda española) y el final del franquismo, el que
cuatro chavales (de entre diecisiete y veintidós años), sin respaldo de ningún tipo,
sin organizaciones previas algunas, lograsen estructurar redes operativas
clandestinas... lo cierto es que resulta admirable. Sé que muchos de esos
muchachos acabaron enloquecidos, de acuerdo: pero eso es inevitable, la
clandestinidad enloquece (lo sabe cualquiera que trabaje en esas condiciones),
y no hay que reprochárselo a nadie... sólo hay que reprocharle el que luego no
sea capaz de readaptarse: el delirio tiene un límite.
Yo, sin
embargo, no me sentía en condiciones de dar ese paso que dieron muchos de mi
edad: proletarizarse, marcharse a las fábricas, entrar en la clandestinidad
(hubo gente que permaneció en la clandestinidad hasta el final del franquismo, ¡más
de ocho años!). Yo no tenía fuerza para eso. Desechada esa opción, quedaba el Partido
Comunista, aunque no estuvieras de acuerdo con su línea... y yo no lo
estaba. Pero no había otra elección: sólo habría quedado la escapatoria de
abandonar el espacio de lo político y, francamente, en aquella época, abandonar
el espacio de lo político me hubiera parecido indecente (ahora no, ahora es
otra cosa distinta).
P. —. Fue entonces cuando
se trasladó usted a Francia...
R. —.
Exacto, en 1972. Yo había publicado mi primer artículo teórico hacia 1970 ó
1971, no recuerdo ahora bien, y se lo había enviado a Louis Althusser, que era
en aquel entonces el punto de referencia central del marxismo serio: de hecho,
si se compara lo que era el marxismo europeo de antes y el de después de
Althusser, es fácil comprobar cómo este autor marcó una diferencia abismal
entre uno y otro. Es más, los mecanismos de desligamiento con respecto a esa
tradición marxista que se produjeron entre los intelectuales franceses de mi
generación pasan necesariamente a través de Althusser. Al fin y al cabo, por
decirlo de un modo sencillísimo, Althusser fue el primero que planteó
abiertamente que la manualística estaliniana había convertido los textos de
Marx en unos textos de carácter catequético, y había eclesializado el pensamiento
teórico. El intento de Althusser era pues, sencillamente, el de recuperar la
literalidad del texto, tratando al texto como tal; tratar, en suma, a Marx como
texto, y no como referente eclesial.
A raíz del artículo que yo le había enviado, Althusser me sugirió la
posibilidad de trasladarme a París y colaborar allí con su gente (él estaba ya
bastante enfermo, pero aun así seguía escribiendo), Comencé entonces a trabajar
allí en mi tesis doctoral, que versaba sobre el barajamiento de diversos
niveles de textualidad en El Capital de Marx. Aunque finalmente esa
tesis se leyó con un título bastante más rimbombante y absurdo, creo que el subtítulo
resultaba mucho más iluminador: «El Capital: Lectura y escritura».
Siempre lo he dicho y lo diré siempre: yo a Althusser en el terreno intelectual
(pero también en el político) se lo debo todo. Incluso hoy, cuando me he
alejado de los postulados políticos de aquellos años. Althusser nos enseñó a
todos algo absolutamente esencial: que hay que saber leer. Algo tan elemental
como eso. Y que no se puede desplazar la lectura correcta de un texto por la
superposición en él de elementos afectivos, que lo único a lo que nos conducen
es a acabar formulando disparates. En suma, esta enseñanza althusseriana me
sirvió para tres cosas. Primero, para no tener que pasar bajo la manualística
ortodoxa estaliniana en la cual se apoyaban todos los partidos comunistas
occidentales. Segundo, para saber considerar a la dirección de todos esos partidos
comunistas occidentales como una banda de incompetentes (en aquella época yo
pensaba que eran sólo incompetentes, hoy sé que eran algo bastante peor). Y
tercero (algo importantísimo para toda la gente de mi generación, y eso se lo
debemos a Althusser), no haber sentido jamás la menor afección hacia la Unión
Soviética: siempre tuvimos claro, antes de ser comunistas y mientras éramos
comunistas, que la URSS era el horror en estado puro, que no era más que lo que
en la época llamábamos «un capitalismo de Estado con estructura política
despótica».
Tuve esa
suerte: en una época en que no era tan fácil desplazarse por Europa como ahora,
y en que la gente de mi generación tuvo que hacerse con una formación
teórico-política autodidacta —lo cual a menudo conllevó una serie de vicios muy
difíciles de desarraigar a posteriori—, Althusser nos salvó a cuantos tuvimos
la fortuna de trabajar con él de todos esos menoscabos. Es él quien nos orienta
a mí y a una parte importante de los franceses de mi edad (o quizás algo
mayores —yo fui la generación más joven que llegó a trabajar con Althusser—)
hacia el siglo XVII, algo que nunca dejaremos de agradecerle. La idea de
Althusser, al fin y al cabo, es que el riesgo de la sacralización del discurso
de Marx, el riesgo de convertir su texto en un discurso salvífico (y, por lo
tanto, peligrosísimo: pues un discurso salvífico en el campo político se puede
convertir en lo que de hecho se había convertido Marx, en el estalinismo), ese
riesgo proviene de su continuidad con el discurso del idealismo clásico alemán,
que es un discurso esencialmente marcado por la teleología: y la teleología inevitablemente
genera teología. Por ello Althusser desde muy pronto, desde los primeros años
60, estaba planteando la necesidad de retomar al momento en el cual la
teleología todavía no había triunfado en el ámbito del pensamiento, el momento
en el cual se dieron hipótesis, de corte materialista, de pensamiento no
teleológico. Y ese momento es el siglo XVII: muy especialmente con Baruch
Spinoza, pero del mismo modo (y por muy extraño que parezca) con Blaise Pascal.
Creo que ese fue otro factor que conceptualmente nos salvó a todos, porque
cualquiera que haya pasado a través de Spinoza es muy difícil que luego vaya a
poder aceptar las «evidencias» de la teleología, del finalismo, del
soteriologismo, de todas esas cosas.
P. —. Me
gustaría que me ampliase un tanto el modo en que esos dos autores, Spinoza y
Pascal, a los cuales había llegado usted de la mano de Althusser, acabaron
incidiendo indeleblemente en su pensamiento.
R. —. De
acuerdo. Lo primero que todos leíamos de Spinoza con Althusser era el Apéndice
a la Parte Primera de su Ethica more geometrico demostrata: una
crítica al finalismo. En ese texto, prodigioso, Spinoza explica (además, con
una claridad meridiana) que todas las mistificaciones, todos los autoengaños en
los cuales se hallan presos los hombres provienen de uno solo, que es el que
genera todos los demás: la presuposición de la finalidad. Tal autoengaño es,
por lo demás, comodísimo, pues se halla inserto en nuestro mismo lenguaje: el
lenguaje ayuda a presuponerlo, es más, lo presupone él solo, pues basta con que
dejemos el lenguaje funcionar por sí mismo para que vaya construyendo
finalidades. Spinoza da a este respecto un ejemplo de gran sencillez, pero
inatacable, y que demuestra cómo la estructura del lenguaje se articula por
medio de conjunciones finales que, si uno las estudia con atención, repara
inmediatamente en que no poseen un valor conjuntivo sino retórico, abiertamente
retórico: el ejemplo de Spinoza es el de que «Se dice que los pájaros tienen
alas para volar, los hombres tienen ojos para ver...»; pero, si uno lo
medita, se da cuenta de que lo único que se puede decir es que los pájaros
vuelan porque tienen alas, no que los pájaros tengan alas para volar.
En fin, ese
Apéndice spinoziano —que hoy en día es muy fácil de analizar con los alumnos,
que no les presenta ninguna conmoción— en los años 60 ejerció una función
liberadora enorme. Pues precisamente nos venía a decir: ¡Cuidado! Cuando
usted está diciendo que la Historia tiene una finalidad, cuando usted está
diciendo que la actividad humana está orientada en función de un progreso, de
una vía ascendente, de lo que sea (lo que Hegel llamaba das Prinzip der
Entwicklung [el principio de desarrollo, o de evolución o de ascenso]),
lo que usted en realidad está realizando es una retórica inconsciente; la cual,
de facto, lo único que hace es proyectar su propio deseo bajo un disfraz de
realidad. Empecemos, entonces, a tratar de distinguir la realidad con respecto
al deseo, y eso nos permitirá tratar de entender por qué es justo ese deseo y
no otro el que se forma en el imaginario humano». Todo eso era esencial,
pues te libraba precisamente de toda aquella visión salvífica, de toda aquella
especie de Providencia sin Dios que era el marxismo de los partidos comunistas.
P. —. Y,
por lo demás, casa perfectamente con aquello que usted ha empezado
describiéndome: aquel afán vocacional suyo por introducir rigor en nuestros
lenguajes.
R. —.
Efectivamente, y por ello Althusser me fascinó y nos fascinó cuando empezamos a
leerlo, en el 68; yo en aquel momento sentía un desprecio absoluto hacia los
pensadores marxistas del siglo XX. Me ayudó mucho en aquel contexto un artículo
que sigo pensando que es soberbio: se trata de Matérialisme et révolution[4]
, de Jean Paul Sartre, escrito hacia 1946; el cual es paralelo de uno de
los ensayos más antiguos de El grado cero de la escritura, de Roland
Barthes. Ambos versan acerca de la
interiorización en los pensadores marxistas oficiales franceses de todos los
tópicos más difuntos de una especie de idealismo en grado plano, reconvertido
en una nadería, y del cual era epítome privilegiado el que durante mucho tiempo
ejerció de «ideólogo» estalinista del Partido Comunista Francés, Roger
Garaudy (quien, por cierto, hoy es islamista). Era precisamente Garaudy el
autor de varios pasajes en los que Barthes detecta ese «punto cero» al
que había llegado la literatura francesa de posguerra; y fue precisamente
Garaudy quien se encargó de expulsar de tal Partido a todos los discípulos de
Althusser hacia el año 66 —si no logró expulsar al propio Althusser fue sólo
porque el secretario general del Partido en esa época, Waldeck Rochet, se lo
impidió personalmente--. (Resulta, por lo demás, fantástico este Garaudy: todo
un paradigma del filósofo funcionario, del comisario político —y uno de los
seres más indecentes de todo el siglo XX—.)
P. —. Hablaba usted antes de que, justo cuando
logramos comprender que el discurso teleológico no es más que una trampa del
lenguaje (por cierto, esta idea de que haya ciertas «metáforas
desorientadoras» presentes en el lenguaje no deja de recordarme de nuevo a
Wittgenstein, pero dejemos esto de momento estar), justo cuando entendemos
gracias a la filosofía (spinoziana, por ejemplo) que el finalismo no es más que
una proyección con la que nos autoengañamos, confundiendo deseo y realidad,
justo entonces también entendemos cuál es ese deseo que subyace a tal
autoengaño. ¿A qué deseo se refiere?
R. —. Al
deseo de supervivencia de la religión. La salvación es una categoría ligada a
determinadas tradiciones religiosas. ¿Qué se trata de obtener mediante esa
identificación con el lenguaje de las finalidades? Pues una especie de acogida
en el seno materno, una especie de consuelo: el consuelo más fantástico. Pero
lo primero que se tiene que entender cuando hacemos filosofía es que los
consuelos están prohibidos. Spinoza lo dice mediante una fórmula que yo creo
que es definitiva: Hay en la mente humana dos elementos que son los generadores
esenciales de toda servidumbre; uno de ellos lo reconoce inmediatamente todo el
mundo como tal, y es el miedo; pero el otro, que es tan poderoso y aún más
terrible que el miedo (pues es menos identificable), es la esperanza. ¿Por qué
miedo y esperanza son los dos elementos de toda servidumbre? Porque ambos son a
la postre lo mismo: la proyección hacia el futuro para renunciar al presente.
El miedo es la paralización de la acción que se produce ante la expectativa de
que en el futuro sucederá algo terrible. La esperanza es exactamente lo mismo,
pero supliendo el factor de lo terrible por el del beneficio: la esperanza es
la renuncia al presente en función de un futuro que será fantástico.
Naturalmente, cualquiera que hubiese estudiado la tradición del estalinismo
sabe perfectamente que esa, la esperanza, fue la gran máquina de autoengaño de
toda una generación de militantes comunistas (que, he de decirlo, llegó a
reunir, en algunos momentos del siglo XX, a lo mejor tanto de la
intelectualidad como de la ciudadanía europea). Sólo se explica aquel
autoengaño monstruoso, y de monstruosas consecuencias, como una cesión del
presente en manos de un futuro más o menos inescrutable, pero que uno llegaba a
creerse que vendría dado por algo así como una orientación general de la
Historia. Y esa es también la perspectiva de las grandes religiones, las
religiones de salvación.
Las
consecuencias de todo ello pueden ser terribles. Quien lo narra espléndidamente
es Arthur Koestler en El cero y el infinito[6].
Recordemos que el narrador de esa obra, Rubashov, es el último superviviente de
la vieja guardia de la revolución bolchevique; y que mientras es interrogado va
reconstruyendo mentalmente la fotografía (ya eliminada, de ella sólo resta el
polvillo negro que queda en toda pared cuando retiramos un cuadro que en ella
ha estado mucho tiempo) del comité insurreccional de 1917. Al reconstruir esa
imagen, Rubashov se da cuenta de que sólo quedan vivos dos antiguos miembros de
todo aquel comité: uno es Stalin, y el otro es él. Y él ni siquiera puede justificarse
frente a su depuración, porque él mismo ha sido un depurador. Hay un pasaje
fascinante en la novela, cuando Rubashov aduce la idea que en la cabeza de esos
personajes de la fotografía había más sabiduría que en todos los catedráticos
de todas las universidades europeas juntas: «Todas nuestras ideas eran
impecablemente correctas, y sin embargo todos nuestros resultados han sido
monstruosos». Y bien, eso es la novela. Nos permite ver cómo una visión
providencialista, finalista de la Historia, puede distorsionar la sabiduría
hasta convertirla en pura atrocidad.
P. —. ¿No había, empero, cierta esperanza (en la
política, en cambiar las cosas, en un mundo mejor) también en ustedes, los que
luchaban contra Franco aun sin haberse creído las catequesis estalinistas?
R. —. Claro
que la había. Pero llegado el momento, lo que hay que hacer es ser capaz de
desmarcarse de ella Y Althusser nos sirvió más tarde a tal efecto. Me temo que
un porcentaje muy alto de la militancia de aquella época no llegó nunca a ese
punto y guardó siempre una especie de subsuelo salvífico, religioso, que
naturalmente nunca era admitido abiertamente... pero que estaba ahí. Y yo creo
que es ese subsuelo el que explica que, por ejemplo, ya en los años 80 ó 90
toda esa gente de mi generación (todos ellos de tradición materialista,
explícitamente no religiosa) de pronto se sintiesen fascinados por cosas tan
abiertamente primitivo-religiosas como la teología de la liberación o las
tonterías esas de los zapatistas...
P. —. ... O incluso el
islamismo...
R. —. Bueno,
ahí yo creo que lo que nos encontramos es ya otra patología. Pues ahí sí que se
puede diagnosticar toda una crisis de identidad completa. Al fin y al cabo, en
la tradición apocalíptica cristiana sí que podías, si eres comunista, reconocer
un conjunto de valores coincidentes con los tuyos. En cambio, la fascinación
por el islam, en gentes de una generación como la mía (que es la que propició
la plena integración de las mujeres en la sociedad), sólo se explica como una
quiebra terrible.
P. —.
Hablando de la conexión del teleologismo con las grandes religiones del Libro,
ello me recuerda al otro autor que antes mentó usted como fundamental adalid en
contra de la concepción soteriológica de lo político: Blaise Pascal. Pues, al
fin y al cabo, Pascal era un ardiente cristiano: ¿cómo puede, al mismo tiempo,
sernos útil con miras a eliminar todo finalismo, toda Providencia, del ámbito
de la política?
R. —. Hay
que mirar a Pascal en el contexto, yo diría, del jansenismo en general.
Althusser, fíjese, no le dedica ningún estudio específico, pero le hace
continuas referencias en su obra (por ejemplo, en un texto muy interesante, su Philosophie
et philosophie spontanée des savants),
pues no en vano él era un gran lector de Pascal: ahora sabemos, porque tenemos publicados
parte de sus inéditos, que durante los dos o tres años que estuvo recluido en
un campo de encierro para militares (durante la Segunda Guerra Mundial), el
único texto académico que Althusser manejó fue el de la obra completa
pascaliana, en la edición de La Pléiade. Pues bien, lo que ya Althusser
subrayaba (y yo estimo que hoy deberíamos subrayar aún mucho más) es lo
siguiente: Que aquella idea del jansenismo de trazar una barrera infranqueable
entre la esfera de lo religioso y la esfera de lo mundano, naturalmente, coloca
al cristiano en la posición de que su única verdad sea la de pasar del otro
lado —y tender a ese momento último en que su alma se convierte en Dios—; pero
eso tiene una contrapartida que en los jansenistas es igualmente sagrada: pues,
si bien es absolutamente cierto que la razón no tiene nada que decir en el
campo de la religión, es entonces exactamente igual de cierto que el discurso
religioso no tiene nada que decir en el ámbito del análisis racional. De hecho,
sería degradante, además, para lo religioso el ponerse a esa altura: pues el
campo del conocimiento racional es un ámbito de juegos que se autocodifican, un
campo de juegos autocodificados que no contienen realidad sino normas de regulación
interna; y, por supuesto, si ante lo que estamos es ante un campo de juegos
autocodificados, entonces ya desde el inicio la idea de una finalidad global de
lo mundano desaparecerá por completo.
Tenemos
ahora esta primavera un congreso en París justamente sobre Pascal y Spinoza
(algo que desde hace años teníamos pendiente el grupo de aquellos que, tras
trabajar con Althusser, acabamos estudiando a Spinoza: Balibar, Moreau sobre
todo... gente clave para la renovación de los estudios spinozianos
particularmente en los años 80 y 90); y puede ser divertido.
P. —. ¿Conocía Spinoza a Pascal?
R. —. No. Pero la problemática de ambos es la problemática del Barroco.
Porque ¿qué es lo que descubre el Barroco (y ahí el papel de la Compañía de
Jesús es esencial)? Lo que descubre el Barroco es que la subjetividad se puede
tallar a la medida. No es que se pueda influir en ella: eso se ha sabido
siempre. No; lo que el Barroco descubre (y nosotros consumamos: por eso yo
siempre digo que nosotros somos el confín del Barroco) es que la subjetividad
es una red de representaciones imaginarias, y que las representaciones
imaginarias son artesanalmente regulables. Eso la Compañía no sólo lo descubre,
sino que propone una aplicación magistral de ello: piense, de hecho, en toda la
concepción arquitectónica de la Compañía; en la Roma barroca, por ejemplo, que
es la Roma de la Compañía. La Roma barroca es toda ella un gran vía crucis en
el cual el fiel va pasando continuamente a través de un espacio escénico sin
salir un solo momento de escena; el fiel va pasando de iglesia en iglesia hasta
llegar al Vaticano, y todas ellas se hallan en un ámbito de construcción, de
representación de realidad.
La iglesia
jesuita barroca está concebida precisamente con esa misma finalidad: con una
fachada que teatraliza y, a continuación, con un espacio vacío en el cual la
palabra repercute lo que la teatralización exige. Naturalmente eso, que primero
aparece ligado a la idea misma de la propaganda fidei, a continuación se
materializará en los propios usos estéticos del barroco: unos usos para los
cuales es capital la certeza de que no importa la realidad de la obra estética,
sino el efecto de realidad que la obra produce en quien la ve. Por eso yo, en
el Diccionario de adioses, utilizo el ejemplo (que también suelo usar en
clase) de la iglesia de Sant'lgnazio en Roma. ¿Por qué es esa iglesia (para mí
mucho más que la del Gesù) el arquetipo de la estética jesuítica? —Y tengamos
en cuenta que la iglesia de Sant'lgnazio tenía que ser el centro de la Roma
jesuita, porque era efectivamente la iglesia del fundador...— Pues bien, cuando
uno entra en Sant'lgnazio, al principio esta parece una iglesia como las demás,
con su bóveda, sus columnas, su cúpula; uno va avanzando por su nave central y
de pronto se da cuenta... ide que no hay cúpula! De que lo que hay es el
artesonado imaginario del efecto visual producido por una cúpula. No importa la
realidad del objeto; lo que importa es el efecto que esa realidad produce en el
fiel. Por ello evidentemente la Compañía, a la hora de realizar ese trazado,
utilizó al más grande matemático jesuita de aquellos tiempos —y uno de los más
grandes matemáticos del siglo XVII—, Andrea Pozzo, con el fin de que pudiese crear
precisamente tal certeza visual.
No es un
azar en absoluto que Spinoza fuera óptico, ya lo creo que no. Porque de hecho
la óptica es uno de los saberes que revolucionan el siglo XVII: es la
comprensión de que el ojo no es un espejo de la realidad, sino que el ojo
estructura sistemas de imágenes conforme a determinadas reglas de distorsión; y
que esas reglas de distorsión pueden ser reguladas. De algún modo lo que
Spinoza hace en su Ethica es transferir el hallazgo de los ópticos (él
mismo trabajaba como óptico, pero además estaba en contacto con los principales
ópticos de la época —con los Huygens, por ejemplo—), transferir todo eso al
ámbito de la metafísica; y entender que al igual que el ojo es construido por
los sistemas de imagen, del mismo modo la subjetividad es construida por
sistemas de imagen trabados. Conocer cuál es la matemática, la geometría de
esos sistemas de composición, permite al óptico no sólo hacer hipótesis
razonables acerca de la realidad que estamos viendo sino también, y esto es
esencial, entender el funcionamiento del propio ojo, con lo cual llegará a ser
capaz de corregir lo corregible; pues bien, exactamente de igual modo, el
conocimiento de los mecanismos que forjan las ilusiones imaginarias de la subjetividad
no sólo nos va a permitir entender que lo que estamos diciendo es una
distorsión de lo real, sino al mismo tiempo comprender cuáles son las causas
que nos llevan a hacerlo así y, por lo tanto, poder de algún modo introducir
elementos, si no eliminadores de la distorsión (porque ello sería absurdo), sí
por lo menos correctores.
P. —.
Ahora bien, dado que no existe (según esta perspectiva spinoziana, y corríjame
si me equivoco) ningún modelo predefinido de lo que sería una «buena subjetividad»,
un prototipo al cual todos los sujetos nos tuviésemos que amoldar, ¿cuál ha de
ser entonces el sentido de esa manipulación de las distorsiones?
R. —. La
potenciación. El ejemplo que da Spinoza es el siguiente: estamos viendo el
disco solar y lo vemos como un disco de unos veinte centímetros de diámetro; y
eso lo ve exactamente igual la más ignorante portera del último poblacho de una
sociedad primitiva y el más refinado astrónomo de la sociedad más avanzada. Lo
que ven es lo mismo; ahora bien, aquel que conoce cuáles son los mecanismos que
hacen que lo que no es un disco de veinte centímetros se vea como un disco de
veinte centímetros, ese puede regular todo lo que le relaciona con tal hecho de
modo más favorable, de una forma que le permita potenciarse más que aquel otro
que, por el contrario, piensa que lo que está viendo es ese disco. Todo lo que
efectuamos, pues, con la subjetividad no es en modo alguno reajustarla según
algún modelo; eso sería completamente absurdo, porque no hay ningún modelo de
subjetividad: la subjetividad es ese coágulo de elementos imaginarios que
pueden o potenciar o despontenciar. Y la apuesta ética es la apuesta por la potencia
que, dice Spinoza, es la apuesta por la alegría, por la laetitia. Todo
lo cual resulta muy lucreciano; de hecho creo que Spinoza es el último avatar
del epicureísmo...
P. —. Me
gustaría retomar el hilo, don Gabriel, que habíamos dejado hace un rato: el de
lo que provisionalmente llamamos su «autobiografía intelectual». Ese
hilo nos había conducido ya hasta su estancia en París, junto a Althusser, en
torno a 1972. ¿Cuánto tiempo permaneció usted en París y cuál fue su evolución
intelectual y política posterior a aquella estancia?
R. —. En
París permanecí de manera estable solamente un año. Al cabo de ese período, los
archivos franquistas se dieron cuenta de que se habían equivocado al darme un
pasaporte. Es de recordar aquí aquella cosa tan bonita que decía Agustín de
Foxá de que el franquismo era una dictadura muy atenuada por la incompetencia.
Yo ya debo mi existencia a esa tremenda incompetencia, pues aunque a mi padre
lo condenaron a muerte en 1939 (fue uno de los primeros juicios militares de la
posguerra), lo cierto es que por un cúmulo de azares y de incompetencia no fue
fusilado, y al cabo de un año se le notificó que se había producido un fallo de
trámite. Pues bien, mi segundo fruto de esa incompetencia franquista resulta de
un curioso hecho: mi segundo apellido es muy raro, no me llamo «López»
sino «Lópiz». Cuando a mí me fichó la policía, en enero del 68, debieron
de redactar mal la ficha, y durante mucho tiempo debí de salvar mi pasaporte
precisamente por ello. Pero no obstante, ya en 1972, cuando estaba en París, se
debieron de dar cuenta del asunto y me notificaron que se habían retirado mis
exenciones del servicio militar (tenía una lesión en el hombro) y que debía
volver a España.
Siempre he
pensado que cometí el peor error de mi vida volviendo, pero, en fin, mi padre
era ya muy anciano y realmente yo era la única familia que a él le quedaba
aquí. Tuve, en todo caso, mucha suerte al volver, dado que la gente de mi edad
disfrutó en España de grandes ventajas académicamente hablando: en aquel
entonces había muchos puestos de trabajo libres en la universidad (cosa que la
gente de la edad de usted ha tenido ya más difícil; y los que acaban ahora su
licenciatura tienen prácticamente imposible). Ello significó que para mí la
vuelta a España fue prácticamente equivalente a mi entrada como becario de
investigación en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense.
Además, pude seguir manteniendo una fluida relación con el grupo de París (no
sólo porque mi familia contase con una casa allí, sino también porque durante
la dictadura París fue siempre la retaguardia de la oposición, o mejor dicho,
del PCE).
Esa vinculación mía con París ha dado lugar a avatares de lo más
pintorescos. Por ejemplo, en el libro de Antonio Damasio En busca de Spinoza,
que usted estuvo hojeando antes en mi biblioteca, se hace una referencia a mi
ensayo La sinagoga vacía... en su versión francesa, como si ese un original
galo —es más, el traductor, algo despistado, ha añadido una nota que viene a «precisar»
que «existe una traducción española de esta obra en...»—. O, por
ejemplo, dentro del Reading que editaron en la Universidad de Minnesota sobre
los trabajos acerca de Spinoza en el área del marxismo europeo, se incluye una
parte de La sinagoga vacía... asimismo como obra francesa. Lo cual es
divertido y, a decir verdad, me trae al fresco. Yo he sido siempre muy
transversal en eso de las identidades, si le soy sincero. Además, lo que para
mí es claro es que, sin esa relación mía con el mundo académico francés a
partir del inicio de los 70, hubiera perdido como mínimo muchísimo más tiempo
para formarme.
De modo que
los últimos años de la dictadura los pasé como becario de investigación. La
tesis la leí en 1975, unos meses antes de la muerte de Franco, lo cual en la
Complutense era un tanto curioso: una tesis sobre El Capital de Marx,
allí, con el añadido (sabido por todo el mundo) de que en realidad yo con quien
la había preparado era con Althusser... pues la verdad, venía a resultar un
tanto raro.
Seguí en el
PCE hasta muy poco después de acabar la dictadura; creo que hasta el 76, no
quisiera equivocarme. En todo caso se puede fijar la fecha con mucha claridad,
pues coincidió con el momento en que se reunió el comité de Roma del PCE y se
disolvió su estructura de células para pasar a una estructura más convencional.
Abandoné entonces el PCE sin ningún conflicto; de hecho, recuerdo habérselo
comentado abiertamente a quien fuera entonces mi responsable: «Mira, yo
entré aquí como instrumento de lucha, pues para mí este era el único
instrumento operativo de lucha en el que creía que se podía hacer algo; una vez
desaparecida la estructura militante, en fin, ya no creo que tenga sentido mi permanencia»
...
P. —.
¿Cómo vivió usted el momento de la transición española desde la dictadura hasta
la democracia? ¿Cómo la vio entonces y cómo la ve ahora?
R. —. Como
una derrota absoluta. Además me parece que ya estamos mayorcitos como para que
nadie siga jugando a ocultarse lo que sucedió entonces. Y lo que sucedió entonces
fue que sencillamente todas las claves sucesorias esenciales del franquismo se
completaron herméticamente. No me refiero con esas «claves sucesorias» a
lo que Franco personalmente pensase: una vez desaparecido Franco, eso ya carece
de importancia. A lo que me refiero es a lo que la lógica del franquismo
exigía. Y esta exigía claramente la configuración, en primer lugar, de una
monarquía ligada a la fijación de sucesión establecida por Franco y, en segundo
lugar, exigía la normalización de esa monarquía dentro de las condiciones
mínimas requeridas por Europa —pues era ya perfectamente claro entonces que la
economía española era una economía moderna; es absurdo olvidar que la gran
mutación en ese sentido, la gente aún lo recuerda, se produjo entre 1961 y
1973; de modo que no había más opción que integrarse en la Europa moderna—a La
alternativa por la cual nosotros habíamos apostado (un acontecimiento
revolucionario que remitiese a alguna forma de replanteamiento de una república
más o menos radical o en el límite de una socialdemocracia), bueno, eso se fue
al garete prácticamente durante los primeros meses de la transición. Yo a
partir de ese instante opté por estar completamente al margen de la esfera de
lo político. Y sé que ello puede sonar hoy un tanto irónico, el que yo desde
entonces me mantenga fuera de lo político: pero es que lo que yo trato de hacer
en el terreno de la teoría es precisamente una analítica de lo político, y una
analítica de la desfundamentación de lo político en las sociedades contemporáneas.
De hecho, creo que, de una forma u otra, otro de los elementos de continuidad
en todo aquello que he escrito es también ése —dentro de las grandes
variaciones que hay a lo largo de mi evolución intelectual—.
P. —. ¿A
qué se refiere usted con la idea de «desfundamentación» (de lo
político)?
R. —. A que
lo político, que nace con la revolución de 1789, se configura (y creo que en mi
último libro, Diccionario de adioses, este es uno de sus goznes teóricos
esenciales) como sucedáneo de la religión. La política que surge en 1789 es una
política ligada, por un lado, a la muerte de Dios y, por otro, a la
eclesialización de lo humano-histórico en el lugar en que antes había estado lo
religioso-trascendente. Tal cosa se comprueba, por supuesto, de un modo
sencillísimo entre 1789y 1794, donde se percibe de manera clara la fuerte
necesidad de los dirigentes revolucionarios (Robespierre, muy especialmente) de
reconstruir modelos eclesiales: llegan incluso a proponer una «religión»
de la razón, un calendario festivo que parangone el antiguo santoral católico,
etcétera.
Ese
planteamiento, empero, tiene un ciclo más largo que duraría, en realidad, desde
1789 hasta (por dar una fecha, con todo lo simplificadoras que estas suelen
resultar) el año 1989. Es el ciclo de lo político como sucedáneo de lo
religioso. Ahora bien, aunque en 1989 ese ciclo se cierra, toda la gente de mi
generación que hubo pasado por la práctica de lo político desde finales de los
años 60 tuvo claro, en realidad, ya a partir de mediados de los 70, que lo
político se había convertido en una gran máquina de distorsión, una gran
máquina de mistificación del conocimiento y de lo real. Yo eso creo haberlo
captado desde muy pronto, si bien, naturalmente, mis primeros textos son muy
confusos a ese respecto. Pero cada vez he ido comprendiendo mejor (y pura mí es
esa hoy una noción de una nitidez absoluta) que la función de la filosofía
reside en una cierta resistencia a lo político, en la medida en que lo político
siempre necesita establecer sentidos, siempre necesita establecer consensos,
siempre necesita establecer finalidades. Ahí reside la tarea de
desfundamentación que la filosofía tiene encomendada. Por eso le comentaba yo a
usted antes que no creo que se pueda encontrar un texto que describa mejor a
nuestra generación que el viejo escrito epistolar de Platón, donde se explica
precisamente tal cosa.
P. —. De
alguna manera, pues, la fe religioso-eclesial en lo político, que tuvo cierta
congruencia en algunos momentos de la Historia, habría perdido ya toda
plausibilidad después de 1989; y, sin embargo, aún nos toca estar rodeados de
muchísimos «creyentes» o «militantes» en tan peculiar iglesia...
R. —.
Efectivamente. A mí me parece que desde mediados de los 70 ya prácticamente
todos nosotros íbamos trabajando en el sentido de mostrar que aquella vieja fundamentación
pseudorreligiosa de lo político había dejado de ser sostenible. Ahora bien,
1989 nos muestra, como en un experimento histórico, que todo aquello
simplemente cae a plomo. Yo tuve la inmensa suerte de que en ese año el
periódico El Mundo me enviase a Berlín durante el momento de la Caída
del Muro. Había estado ya diez años antes en el Berlín Oriental y había
recomido la Alemania del Este; también conocía Rumanía, si bien aquello era ya
la variante monstruosa del régimen, claro. Ahora bien, dejando a un lado las
variantes monstruosas, lo que de pronto percibías allí en el 89 era algo que,
cuando había estado diez años antes, en 1979, ya sospechabas: que allí no había
nada, que todo estaba flotando en el aire, que no había nada. Lo fascinante de
la Caída del Muro, es decir, de la caída del Este, es que es una caída en el
vacío: no es una voladura, sino que ocurre como en esas películas de dibujos
animados en que un personaje va corriendo, se sale del barranco, sigue
corriendo en el aire y de pronto se detiene, dirige su mirada a derecha e
izquierda, mira luego abajo y cae: no hay nada.
P. —.
Claro. Pero entonces, según su análisis, desde 1989 tendría que resultar mucho
más fácil la tarea desfundamentadora de la filosofía frente a lo político, ¿no
es cierto?
R. —. La
verdad es que esa tarea nunca resulta sencilla. Porque cuando uno pierde una
certidumbre, la tentación es la de tratar automáticamente de buscar otra, como
sea. La tentación es culpabilizar, tratar de comprender aduciendo cosas como
que «esto ha sido así porque ha habido tales responsables que con su maldad han
hecho que todo esto fuera así» ... Yo no digo, naturalmente (sería absurdo
negarlo), que Stalin no fuera malísimo, que Hitler no fuera malísimo. Pero no
se puede explicar ni el estalinismo ni el nazismo en función de lo malos que
eran Hitler o Stalin: no se puede, del mismo modo que sería necio intentar
explicar las dinámicas propias del franquismo en función de la bondad o maldad
del general Franco. Ahora bien, es cierto que cuando las cosas se caen hay dos
posibilidades: o bien quedarte con los ojos abiertos y decir «¡Caray, qué
trompazo que nos hemos dado!», o bien negar la realidad. Y eso ha pasado
siempre. Y también hay que entender (o al menos yo lo entiendo) que gentes de
determinada edad no puedan hacerlo: no se le puede pedir —o sólo se le puede
pedir en casos muy excepcionales— a una persona de sesenta o setenta años que
en un momento dado diga: «He arruinado mi vida». Aunque ha habido gente
que lo ha hecho: y yo los conozco. Con todo y con eso, a cuantos teníamos menos
de cuarenta años en el 89 sí que se les puede exigir.
¿Qué es
doloroso? Claro que es doloroso. Sobre todo porque podríamos decir, con razón,
que nunca fuimos cómplices de la Unión Soviética: y es que de hecho habíamos sido
antisoviéticos desde mucho antes de llegar a 1989. Pero eso da, a la postre,
igual. Pues incluso siendo antisoviéticos habíamos seguido manteniendo
simbólicamente ese sistema de demarcación entre dos grandes universos en
conflicto; y aunque uno personal, o incluso públicamente, hiciese gala de
antisovietismo, todo aquello formaba parte de un modelo de reproducción que en
último término beneficiaba la existencia de aquel modelo monstruoso.
Yo de todo eso, si bien ya lo sabía teóricamente, me di cuenta físicamente
en el verano del año 1979, cuando estuve durante un mes estudiando alemán en
Berlín Oriental. Al volver, escribí tratando de explicar algo que resultaba muy
difícil de explicar (probablemente, de hecho, no lo logré; muchos me
contestaron, en consecuencia, aduciendo que todo aquello era un disparate):
traté de explicar que, al lado del control social que existía en el Berlín
comunista en nada menos que un 1979, el control policial que yo había conocido
durante los años de clandestinidad en el franquismo resultaba un juego de
niños. Entre otras cosas, naturalmente, porque puede haber estructuras
clandestinas en sociedades en las cuales se distingue entre lo público y lo
privado —ya que lo clandestino se instala precisamente en esos elementos de
intersticio entre ambos—; pero en sociedades en que no hay espacio privado, no
hay lugar ni para la clandestinidad
P. —. Voy
a serle sincero, don Gabriel: siento muchos deseos de preguntarle más acerca de
este punto, para que siguiese usted profundizando en él. Pero la verdad es que
me da la sensación de que nos hemos saltado en su relato un período histórico
que no me gustaría que dejásemos de lado. Se trata del período del gobierno del
PSOE en España entre 1982 y 1996. Recuerdo que la primera vez que le vi a usted
en televisión, en un debate presentado por el periodista Luis Herrero, se
refirió a esa época con una expresión no escasamente contundente: dijo usted
que el «felipismo» era...
R. —. ...la
forma superior del franquismo. Sí, aquello le costó a Luis Herrero la
cancelación de su programa. Y para mí significó, vaya, mi «momento de gloria»:
merecer el primer editorial del diario El País, que imploraba ¡que nunca
más se permitiese a un sujeto como yo aparecer en televisión!
R —. Sí,
creo recordar que incluso hubo un debate en el Congreso de los Diputados al
respecto. En todo caso, ¿qué quería usted decir con esa frase?
R. —. Bien,
para mí era algo bastante elemental, y además traté de argumentarlo en ese
mismo programa, utilizando elementos textuales y de la práctica política de la
época. Para empezar, hay que remitirse a lo obvio: el Partido Socialista no
había existido prácticamente durante los años de la dictadura, y mucho menos
durante los años finales de la misma, que eran los que yo viví. De modo que el
PSOE es reinventado mediante una inyección de dinero (concretamente, de la
socialdemocracia alemana, y probablemente también de Estados Unidos) sobre una
base bien comprensible en la época: la experiencia portuguesa había enseñado
que no se podía permitir bajo ningún concepto que se efectuase una transición a
la democracia con el Partido Comunista como única fuerza política
hegemónica. De modo que había que inventar otra opción como fuera. Y bien, la
formación política de todas estas gentes de la primera generación del Partido
Socialista Obrero Español era una formación política de tradición netamente
franquista. Cuando uno contempla a todo ese grupo de personas, se detectan en
ellos dos cosas que priman de forma palmaria: en primer lugar, una incultura faraónica,
inconmensurable, una cosa de estas que le dejan a uno estupefacto; y, en
segundo lugar, un sistema de categorías políticas que era directamente heredado
de las ideas del proteccionismo, la asistencia social y el paternalismo
franquista (con, naturalmente, las pequeñas correcciones retóricas al uso).
Todos ellos se habían formado en el Frente de las Juventudes falangista, todos
ellos habían llevado camisa azul en algún momento. Y la camisa azul se les traslucía
constantemente. Recuerdo a un viejo republicano que me decía: «Vaya, a mí la
verdad es que esto de González, no sé... en ocasiones le oigo por televisión, y
si prescindo de la imagen o me pongo de espaldas, ¡me da la sensación de estar
oyendo de nuevo a Solís!.
Y no es sólo que, efectivamente, ambos hablasen igual, sino es que además
decían lo mismo.
Esto hace emerger en el Partido Socialista de los años de
González la hipótesis (que era, por lo demás, sumamente verosímil) de que si
conseguían consolidar bien ese modelo, asentar esa traslación del control
paternalista de la sociedad, podrían muy fácilmente articular algo que yo en
aquel momento solía llamar «el PRI a la española» (recuerdo haber hecho
alguna vez cierto chiste sobre si habría que llamarlo PRI Sociedad Anónima,
pero eso ya son maldades.. Mas es cierto: ese era el modelo. Y cuando González
en aquellos tiempos dice que necesitan un plazo, no sé si de cuarenta o de
cincuenta años (algo, en todo caso, desmesurado), para completar su proyecto,
lo está diciendo ciertamente en serio. Yo pienso que el PSOE de esos años ve la
política desde una idea (aunque ellos nunca lo piensen explícitamente así, pero
sin duda era el referente que funcionaba en sus cabezas) afín a la del
Partido-Movimiento; algo que es mucho más que un simple partido político: pues
éste y el Estado se funden, y lo hacen en un control completo de la sociedad.
Naturalmente, eso requiere dos dispositivos importantes: hablábamos
antes del miedo y la esperanza a los que se refería Spinoza. Pues bien: con
respecto a la esperanza, yo alguna vez cité (creo que también en aquel debate
televisivo al que hemos aludido antes) el pasaje de Hitler en las
conversaciones con Rauschning acerca de la
corrupción: «No se meta usted con la corrupción», venía a decir Hitler,
«pues la corrupción es un elemento central de la consolidación del Partido
como Estado. Yo siempre digo a los míos: enriqueceos... pues ése es el modo de
que todos estemos en situación de dependencia los unos con respecto a los otros».
Aquella famosa frase del ministro de economía socialista Carlos Solchaga sobre
el enriquecimiento en España viene a ser un calco de esta sentencia hitleriana.
Se trata de una corrupción que prometió —y que, ciertamente, generó— toda una
nueva casta social.
P. —. Me parece ésta una idea muy sugerente: la
corrupción no como una especie de sustracción desde el espacio público hacia el
campo de lo privado, sino como un mecanismo más de control del propio espacio
público.
R. —. Por supuesto: ya desde los clásicos del pensamiento político, la
corrupción se ha considerado siempre como una erza constituyente, no lo
olvidemos. De esa potencia constituyente proviene su importancia en el ámbito
político. Recordemos, por ejemplo, cómo se realiza toda la revolución burguesa
en Gran Bretaña por contraposición al modelo francés: se trata de la idea,
sencillísima y por lo demás inteligentísima, de que, puesto que no tenemos
fuerza para destruir el Ancien Régime... comprémonoslo. No tenemos
suficiente fuerza pero sí suficiente dinero. Y lo que se efectúa es esa
traslación (muy bien analizada, además, por los historiadores de ese momento de
ascensión burguesa): «Hagamos por vía comercial lo que los franceses
tuvieron que hacer cortando cabezas; nos va a salir más barato y, como podemos
pagarlo, no va a haber ninguna dificultad». Efectivamente, los modelos de
consolidación de las sociedades burguesas en Europa desde finales del siglo
XVIII han sido siempre dos: la revolución como mitología constituyente, y la
corrupción como erza constituyente.
Aquí, en la
España del gobierno socialista de Felipe González, se genera eso mismo. Y ello
permitirá, entre otras cosas, el control (muy importante, por lo demás) de
aquellos aparatos del Estado franquista que habían quedado intactos tras la
Transición. No es un azar que el centro de gravedad de la corrupción
institucional durante los años de González fuera el Ministerio del Interior:
que hubiera dos ministerios del Interior, el ministerio real y el ministerio
sumergido, con dos presupuestos, el real y el sumergido. No era casual: el
gobierno socialista entiende que hay un sector en el cual no se ha efectuado
ningún tipo de modificación durante la transición; que eso no se puede, o no se
quiere, volar; y que por lo tanto la única opción que queda es comprarlo.
Cuando uno analiza lo que han sido las cuentas del Ministerio del Interior
durante los años del exministro José Barrionuevo en particular, pero también
del exministro José Luis Corcuera, es exactamente eso lo que se percibe. Y
naturalmente ese centro de la corrupción funcional de las instituciones se
prolonga después en el resto del Estado. Pues si uno va a establecer la
identificación entre Partido y Estado, eso significa que el Partido no puede funcionar
tan sólo con los presupuestos legalmente establecidos para un partido político,
los cuales no dan ni para cañamones; lo que habrá que hacer es lograr que los
negocios del Estado reviertan en las finanzas del Partido. Cierto que al final
una parte de esos casos terminaron en los tribunales; pero, no nos vamos a
engañar, lo que terminó en los tribunales fue una fracción mínima de lo que
realmente significó el gran aparato de la corrupción.
Todo eso por un lado; pero, por otra parte, existía todavía un factor
más que no se había resuelto desde los últimos años del franquismo, y era el
del terrorismo en el País Vasco. Ahí el PSOE apostó por la peor opción de entre
todas las posibles; una opción que cualquiera que no fuese imbécil tenía que
entender que sólo serviría para producir el efecto contrario: el efecto de la
consolidación del entorno de ETA. Se trataba de la opción del terrorismo de
Estado, del GAL.
Los años del
terrorismo de Estado y de la corrupción fueron, pues, una verdadera tragedia
para este país. Como dijimos antes, el PSOE lo reconstruyeron una panda de parvenus
que le quitaron su partidito a un grupo de viejecitos que vivían allá en
Toulouse; bien, pero, pese a todo, ese partido seguía siendo visto por una
parte de la ciudadanía española como un referente de orden moral. Lo terrible
que produce el PSOE a los muy pocos años de su llegada al gobierno con Felipe
González es la certeza en toda la sociedad de que moral y política se excluyen
mutuamente; y que se excluyen de un modo frontal y absoluto. Esa especie de
envenenamiento de la conciencia ciudadana, a la que se transmite la idea de que
aquí lo que hay que hacer es «arramblar» con todo cuanto se pueda, pues todo lo
demás no es sino un cuento chino, produce un efecto de desmoralización en la
sociedad española que no se curará fácilmente. Es la conciencia de un
enfangamiento atroz de lo político.
P. —. A
pesar de esas secuelas (ciertamente terribles, por otra parte) que está usted
mencionando, lo cierto es que, en todo caso, aquel proyecto fuerte, aquel
proyecto de identificación absoluta entre el Estado y el Partido Socialista,
al menos sí que quebraría más tarde, en 1996.
R. —. Sí,
fue un proyecto que quebró. Y yo pienso que tuvimos cierto papel todos aquellos
que ya en los años anteriores habíamos venido dando la batalla contra el asunto
del GAL, y conseguimos que ello terminase en los tribunales, lo cual fue todo
un acontecimiento. Recuerdo que, cuando empezamos con aquello (cuatro muertos
de hambre que por aquel entonces éramos), jamás habríamos imaginado que
pudiésemos llegar a tal punto. Fue importante eso, así como los dislates
económicos que realizó el PSOE en los años 90, que jugaron un papel importante
para que su propia clientela se desmoronase.
Naturalmente,
ante lo que nos encontramos hoy, y que a mí me parece altamente preocupante, es
ante lo que yo creo que es el intento de retomar aquel viejo proyecto del
Partido-Estado, pero en circunstancias que no permiten ya que todo ello
funcione por sí solo (ya no basta con mantener la inercia propia del régimen
del general Franco). Hoy se intenta realizar lo mismo pero por una vía
tremendamente pragmática y, a mi parecer, con costes muy altos, prácticamente
suicidas. Pues ahora lo que resulta necesario es proceder a una voladura de
todas las estructuras del Estado que sean necesarias para conseguir el efecto
de la exclusión de toda aquella forma de perspectiva política que no sea la
articulada dentro de aquella hipótesis de Movimiento, de Partido único, que
creo que sigue siendo la gran tentación del PSOE. El cálculo, pues, que está
haciendo el señor Rodríguez Zapatero es el cálculo más arriesgado que se ha
realizado en España desde la transición, y sería el siguiente: En primer lugar,
la identificación Partido-Estado solamente puede producirse garantizando una
permanencia de ciclo largo como mayoría parlamentaria. Esa permanencia, a su
vez, únicamente es viable sobre la base del barrido —o, al menos, el encierro
en una zona marginal— del partido que puede aparecer como una alternativa: el
partido de la oposición. Sólo hay un modo de efectuar esa marginación de manera
estable: mediante la alianza estratégica (no meramente táctica) entre el PSOE y
los partidos de carácter nacionalista; alianza que, en caso de consolidarse de
manera estable, otorgaría efectivamente una mayoría cómoda.
Ahora bien,
no hay que olvidar algo: y es que los partidos nacionalistas no son idiotas;
nos podrá gustar o no lo que hacen, pero idiotas no son. Y los partidos
nacionalistas han entendido que ésta es una ocasión histórica, única, que jamás
antes han tenido ni volverán a tener después: la ocasión de un Estado que
necesita, y que necesita de un modo aritmético, absoluto, su apoyo
incondicional. Y naturalmente, en política, cuando uno se sabe imprescindible,
se hace pagar al contado. Lo que el Partido Socialista parece no
entender (o, si lo entiende, entonces resulta aún peor) es que ese pago al
contado lo que implica es la desaparición o, al menos, la fuerte quiebra de la
estructura nacional sobre la cual el Estado ha venido funcionando en España a
lo largo de los dos últimos siglos. Y que, por cierto, una voladura de ese tipo
no es simplemente un acontecimiento político, o no únicamente un acontecimiento
moral, o histórico, sino también un acontecimiento económico, que entre otras cosas
puede generar (o me sentiría tentado a decir que generará inevitablemente) la
bancarrota del Estado, sin más.
P. —. Eso
me recuerda que en su último libro, el Diccionario de adioses, uno de
esos adioses va dedicado a España y a Europa. ¿De veras piensa usted que tanto
España como la cultura europea están en nuestros días agonizando?
R. —. Sí,
así lo creo. En mi libro citaba un texto, que a mí me gusta mucho, de Francesco
Guicciardini, en el que se venía a decir que, bueno, todo es mortal, tanto las
naciones como los individuos. Ahora bien, no nos dolamos por la nación cuando
esta muere, pues a la nación no le va a doler. No obstante, los que tenemos la
mala fortuna, la desdicha —prosigue Guicciardini— de que nos toque vivir en ese
período, tenemos que saber que el Estado no se cae en el aire: el Estado se cae
encima de nuestras cabezas. Y que, naturalmente, quienes saldremos hechos cisco
de este hecho somos todos. Pues el Estado no es sólo un acontecimiento,
insisto, político, moral, histórico; el Estado es también un acontecimiento
económico. Y (volviendo al caso español sobre el que estábamos hablando),
romper un Estado significará romper un mercado nacional. ¿Alguien se da cuenta
de lo que significa eso para una economía moderna? ¿O de lo que significa
romper un sistema de imposición de escala también nacional?
P. —.
¿Apostaría entonces usted por una preservación del Estado, pero sin una nación
detrás de él que lo sustente?
R. —. No,
simplemente no apostaría. En esto yo pienso que debemos ser muy cautos y no
andar haciendo apuestas. El análisis (no la apuesta) en que nos encontramos en
estos momentos es el de que tanto España como Europa (por razones distintas)
atraviesan por un período extremadamente crítico: en lo que atañe a la primera,
como ya hemos dicho, no existe la menor garantía de que la estructura de la
nación, tal como la hemos conocido en los últimos dos siglos, vaya a mantenerse
en la década que viene, y ello encerrará con seguridad altísimos costes de todo
orden; en lo que atañe a Europa (y esta es una hipótesis con la que yo vengo
jugando desde hace mucho tiempo), nuestro continente no sobrevivió a la crisis
de 1914-1919, y ello se revela en la absoluta incapacidad que desde entonces ha
tenido Europa para defenderse absolutamente de nada. Cuando uno piensa en la
Segunda Guerra Mundial, uno tiene que entender que, en lo que respecta a la
Europa continental, esa guerra acabó en menos de dos semanas: lo que tardan los
tanques alemanes en llegar desde la frontera belga hasta el Atlántico. Lo que a
partir de entonces prosigue hasta 1945 es la guerra entre Alemania y Gran
Bretaña (con el posterior apoyo de Estados Unidos) y la ruptura del pacto
germano-soviético; pero lo que llamamos Europa, en el sentido limitado del
término, no movió un solo dedo para defenderse del nazismo: como, por lo demás,
tampoco lo está moviendo en estos momentos para tratar deponer coto a una
agresión militar extraordinariamente importante, que es la del ascenso del
yihadismo, unida a la aparición de algo que en las sociedades modernas parecía impensable,
el retorno a formas de guerra religiosa que creíamos extintas.
P. —.
Algunos autores han postulado que la raíz de esa incapacidad de defendernos
estaría en el nihilismo rampante que nos circunda.
R. —. En
términos depuro análisis, las posibilidades de supervivencia de Europa son
escasísimas. En primer lugar, hay que tener en cuenta que el gran desarrollo
económico de Europa después de 1945 se efectúa sobre la base de la reducción,
prácticamente al mínimo, de los costes de inversión militar. No es esta una
cuestión menor: esos costes militares significan una parte importantísima de
los presupuestos de un Estado moderno. Esa operación se pudo llevar a cabo en
la medida en que Europa contaba con el paraguas militar —y, en el fondo, de
todo orden— de Estados Unidos. Naturalmente, eso tiene una contrapartida: y es
que Europa no tiene capacidad militar autónoma prácticamente para nada. En un
momento, además, en que una de las tendencias (no sé si hegemónica, pero, en
todo caso, muy importante) de la Europa de los últimos años es la de la fisura
de la alianza con los Estados Unidos, ello deja a Europa en una situación
cuando menos problemática. Lo he apuntado ya en alguna ocasión: el hecho de que
Irán pueda tener misiles para bombardear con armamento nuclear Israel puede,
evidentemente, preocupar a Israel; ahora bien, los israelíes hace ya años que
se tomaron las molestias de hacerse con un paraguas antimisiles razonablemente
sólido, mientras que Europa no. Y, desde luego, un misil que llegue desde Irán
hasta Tel Aviv puede llegar exactamente igual hasta Sicilia y, con muy poco más
de tecnología, a todo el Sur de Europa.
Europa no
tiene, en estos momentos, prácticamente estructura militar. Y, sobre todo (y
quizás también en función de ello), Europa lleva una serie de años tratando de
negarse la realidad, de no ver lo que está pasando. Hace poco he leído un libro
de Alan D. Dershowitz[12],
profesor en Harvard, sobre el ascenso del yihadismo en el mundo. Y creo que
tiene razón en lo principal: según él, la responsabilidad básica de ese ascenso
es fundamentalmente europea; aparte de la complacencia en 1979 con la
instauración del régimen de los ayatolás en Irán, habría otro factor
significativo (que, curiosamente, ahora está muy de moda debido a razones
cinematográficas anecdóticas), como es el atentado de Múnich en 1972 y la
respuesta europea a éste. La tesis de Dershowitz es que, tras ese atentado,
Europa prefiere una vez más, como siempre, rendirse antes de sufrir el riesgo
de volverse a ver atacada. Y, efectivamente, es después de ese atentado cuando
todos los países europeos empiezan a admitir delegaciones oficiales de la OLP
en sus capitales, y empiezan a financiar económicamente a la OLP
En este tipo
de asuntos ocurre siempre lo mismo: allá donde no hay una respuesta firme, lo
que se está propiciando es el ascenso de elementos incontrolables. Europa pensó
que podía blindarse respecto de esto y que, de algún modo, Israel pagaría la
cuenta (o, al menos, por delegación, Estados Unidos). Y aún en el día de hoy es
muy alto el porcentaje de europeos que se niegan a aceptar lo evidente: y es
que el objetivo primero del yihadismo es ni más ni menos que Europa, entre
otros motivos porque es en Europa donde existe la mayor concentración de
población islámica fuera de los territorios islámicos tradicionales, árabes y
asiáticos.
P. —. De
algún modo volvemos entonces a aquello que usted señalaba al principio de
nuestra conversación: lo que tendríamos aquí sería una prueba más de la
carencia de ese rigor en el análisis de la realidad que usted consideraba como
un imperativo ético.
R. —. En efecto. Europa viene negándose la realidad desde 1919.
P. —. Y,
por lo tanto, no sería preciso reclamar aquí ningún tipo de esperanza (algo así
como «apostemos por defender Europa contra viento y marea»), sino que
bastaría con pedir que, al menos, no nos engañemos sobre la realidad que
tenemos ante nuestros ojos.
R. —.
Cierto. Europa se está suicidando. Y nadie puede impedirle que se suicide.
Tiene todo el derecho de hacerlo. Pero que no se diga que está haciendo otra
cosa, que está «construyendo el futuro» o algo así. Simplemente, se está
suicidando.
P. —. Si
me lo permite, don Gabriel, voy a plantearle ahora una pequeña paradoja que se
me ocurre tras todo lo que llevamos charlado. En una declaración suya de no
hace mucho tiempo afirmaba usted que «el fin del Estado-nación no puede sino
regocijarme».
¿No resulta esta frase un tanto contradictoria con lo que me ha ido exponiendo
hasta ahora en esta entrevista?
R. —. Bueno,
eso era una hipérbole. Por supuesto, a mí el Estado no me es simpático: a
ningún ciudadano, a ningún individuo le puede ser simpático el Estado; entre
otras razones, como dice Spinoza en su Tratado Político, porque el Estado es un
individuo colectivo que concentra en sí tal cúmulo de potencia, que cualquier
individuo que pudiera levantarse contra él acabaría siendo apisonado. Por ello,
lo que caracteriza al Estado moderno es el intentar acotar zonas de autodefensa
ciudadana frente a esa omnipotencia del Estado: sin ellas quedaríamos inermes.
Por eso yo afirmo, naturalmente, que a mí el Estado me cae antipatiquísimo;
ahora bien, sé perfectamente (como sabe Spinoza, y como sabe cualquiera que no
sea imbécil) que entre los distintos Estados hay formas más habitables y otras
menos habitables. Yo eso mismo lo he comentado varias veces con mis viejos
amigos de tradición izquierdista que nunca han querido entenderlo: «Mira,
entre Israel y los países colindantes hay para nosotros, para ti y para mí, una
diferencia esencial», les he dicho, «y es que en cualquiera de los
países colindantes nos hubieran fusilado antes de llegar a los 19 años, y en
Israel no. Será una diferencia mínima; pero ya, en el punto en el que estamos,
tendremos que ponemos a defender también esas diferencias mínimas».
Para mí en ese
juego de la autodefensa ciudadana, de limitar la capacidad demoledora de las
grandes máquinas de concentración de poder, se juega todo. La única zona de
libertad que tenemos es ésa: en la que logremos limitar el poder. En un modelo
como el islamista en el que, no ya el Estado en este caso, sino la Umma,
la comunidad de los creyentes, es la potencia que se impone sobre cualquier
tipo de contenido individual, desde luego la libertad se ve fuertemente
menguada. Basta con leerse el Corán (hemos llegado a un momento que haría
sumamente necesario que la gente se lo leyese): allí comprobaríamos que la pena
impuesta por el Corán hacia los ateos es la de ejecución inmediata; hacia los
monoteístas no islámicos, la pena reside en diversas formas de opresión.
P. —.
¿Cree usted que el terrorismo islámico estaría, como ha aventurado André
Glucksmann [14],
transido de nihilismo?
R. —. No.
Ese me parece un grandísimo error de Glucksmann, aparte de que implica una
utilización metafórica de los términos con la cual hay que tener mucho cuidado.
El nihilismo clásico, es decir, aquel que en la política europea hace
referencia a los nihilistas rusos, proviene de una tradición fuertemente
intelectualista, que lo que plantea es justamente la voladura de todos los
sistemas de certidumbre y de solidez. (Por cierto: yo no estoy defendiendo eso,
pues ya sabemos a qué conduce: basta con leer Los diablos, de Dostoievski.)
Por el
contrario, el yihadismo, o el islamismo en general, defienden exactamente lo
contrario: el islamismo (e incluso podríamos decir que el islam mismo) abogan
por un sistema teocrático, donde no hay espacio para nada que no sea la
certidumbre, y la certidumbre más perfecta. Yes que, a diferencia de los otros
libros de las religiones monoteístas, que aparecen como escritos por hombres
que interpretan la palabra de Dios (y que por lo tanto requieren exégesis: una
cosa maravillosa, pues es precisamente en ese campo de la exégesis donde uno
puede buscar fisuras, campos de fuga, etcétera), con el Corán no ocurre eso: el
Corán es un objeto que existe en el cielo, con anterioridad por lo tanto a su
dictado, y que Dios luego dicta a una sola persona y en un solo ámbito
temporal. Otros libros sagrados son esencialmente narrativos, y por consiguiente,
en cuanto tales, juegan continuamente con la alegoría y con la metáfora; el
Corán, en cambio, es fundamentalmente normativo, con lo que su punto de fuga
posible es prácticamente igual a cero,
P. —. Don
Gabriel, en cierto sentido me da la sensación de que en esta entrevista hemos
ido trazando un recorrido que iría desde lo más particular (su propia evolución
intelectual, sus maestros y su época de juventud) hasta asuntos cada vez más y
más generales (la corrupción política, el terrorismo, el rol del Estado-nación,
el islam). Para ir concluyendo, pues, me gustaría que me dijese usted algo
sobre ese otro asunto general (tal vez, el más general de todos) que es la
globalización hodierna. Y tal vez podríamos tomar pie para ello de las tesis
del libro Imperio, de Toni Negri y Michael Hardt[15]
. Según éstas, en nuestros días estaríamos viviendo una situación
imperialista en la cual, sin embargo, la potencia imperial no resultaría
identificable con ningún Estado-nación concreto.
R. —. Esa
idea de Imperio me parece una noción extremadamente inteligente. Con
excepción de las páginas finales del libro (que me parecen un tanto postizas:
me refiero a esas páginas sobre Francisco de Asís, etcétera...), a mí Imperio
me parece un muy buen libro. Y, sin embargo, creo que el segundo volumen, Multitud,
en el que Hardt y Negri trataban de prolongar las tesis de Imperio añadiendo
sus propias propuestas programáticas[16] ,
resulta mucho más deficiente.
En
definitiva, lo que Imperio venía a decir es que la construcción de la
economía en nuestros días (la economía del Imperio) no es equivalente a la de
los modelos del imperialismo del que habló Lenin o a la del colonialismo
clásico, con una potencia centralizada que expande su capital y hace revertir
sus ganancias hacia el centro; sino que lo que caracteriza la estructura actual
de la economía mundial es la «economía-mundo», en la que el Imperio no
es localizable como espacio físico. Cuando apareció el libro de Negri y Hardt,
yo insistí en que aquello era un mentís muy bien construido de los
infantilismos existentes en los movimientos antiglobalización (si bien es justo
en este sentido en el que la segunda parte, Multitud, me parece que deja
mucho que desear).
Y es que
proponer una antiglobalización en nuestros días me parece similar a aquello que
defendían los luditas en el momento de la revolución industrial. Es ahí donde
la crítica de Marx resulta impecable: rompiendo máquinas no va a ser como se
solucione la situación de los obreros, pues ese anhelo de dar marcha atrás está
abocado al fracaso; así sólo se puede ser ridículo y, a fin de cuentas,
extremadamente malvado, pues si bien el desarrollo de la técnica puede estar
creando actualmente problemas en un sector determinado del artesanado, a la
postre eso es lo que nos va a posibilitar vivir en unas condiciones económicas,
si no mejores, sí como mínimo menos malas. En lo que concierne a la
globalización, resulta igualmente de una maldad impensable la obsesión por
retomar a economías nacionales cerradas. Pues una lección histórica importante
de los últimos tiempos es la siguiente: que ha sido sólo gracias a la
mundialización de la economía como se les ha permitido a grandes zonas del
mundo, que hasta hace poco estaban hundidas en el más craso subdesarrollo,
experimentar un salto económico descomunal (pensemos especialmente en amplias
zonas de Asia). La telemática y la universalización de los modelos informáticos
han conseguido que, con muy pequeñas potencias, uno pueda penetrar en áreas de
mercado que, hasta hace muy pocos años, estaban reservadas a países con unos
recursos económicos monumentales.
Naturalmente,
esto requiere, en primer lugar, de una gran capacidad de adaptación a los
nuevos modos de producción (fundamentalmente inmateriales, como en el ejemplo
de la innovación telemática); pero también precisa de un fortísimo cambio de
mentalidad a la hora de situarse en la esfera de lo productivo. De hecho, uno
de los motivos de la crispación loca (en el límite del delirio) de los países,
no tanto islámicos, sino de los países islámicos árabes, durante los últimos
veinte o quince años reside en este factor. Si uno toma en términos relativos
las economías del Sureste asiático por comparación a las de países como Argelia
o Egipto en aquellos tiempos, uno percibe entre ellas una distancia abismal:
pero una distancia favorable a esos Estados árabes islámicos. Hoy esa relación
se ha invertido —y lo ha hecho, incluso, con respecto a países asiáticos
también musulmanes, como Indonesia, donde reside la mayor cantidad de población
islámica—. De modo que la pregunta durante estos últimos años en todos los
países árabes es: ¿Qué maldad deliberada, qué conspiración ha podido producir
esto —que nuestras economías, ligadas a la producción nada menos que del
petróleo, no hayan hecho nada más que hundirse desde mediados de los años 70,
mientras que países que por aquel entonces estaban en un pozo, hoy se
encuentren entre los más desarrollados del mundo—? Este planteamiento parece
infantil, pero se puede encontrar frecuentemente justo en estos términos. Y la
respuesta recurre por lo general a la noción de una conspiración «judeocristiana»,
apoyada fundamentalmente en Israel y Estados Unidos, que se ha propuesto con
vehemencia mantener al mundo árabe en una situación de subdesarrollo, con un
boicot constante y un rechazo sostenido.
P. —. Esto me recuerda un comentario que hace poco
tuve ocasión de escuchar al catedrático de Filología Árabe en la Universidad
Autónoma de Madrid, Serafín Fanjul, el cual aseveraba que una de las palabras
que más se repiten en los medios de comunicación árabes es precisamente esa: «Conspiración».
R. —. De
hecho, hay varios sitios de internet donde se puede consultar ese mismo
extremo: por ejemplo, en http://www.memri.org. Yes que en efecto no existe, si
no, otra manera de vender esa idea a la gente.
P. —. Me parece que todo
esto enlaza perfectamente con algo que no quería dejar sin preguntarle, pues le
ha ocupado muchos esfuerzos. Se trata de su opinión sobre la cuestión judía. De
hecho, usted piensa que no existe tal «cuestión judía», sino más bien una
«cuestión judeófoba», ¿no es cierto?
R. —. A mí el
judaísmo es un asunto que me ha interesado desde muy pronto. Entre mis primeros
intereses (desde los quince o dieciséis años) estuvo Jean-Paul Sartre; y entre
aquellos libros suyos que realmente me produjeron una revelación teórica se
encuentra lo que, para mí, es una de sus obras maestras: las Réflexions sur
la question juive, que, por cierto, hace poco se ha vuelto a traducir. Y la tesis de Sartre es
justamente ésa también: no hay cuestión judía, sino cuestión antisemita o judeófoba,
como se la quiera llamar. Las fobias no son algo que surja injustificadamente:
el antisemitismo clásico, el europeo (pues, evidentemente, en el caso islámico
el asunto adquiere otros tintes), es algo que emerge vinculado a la formación
de la modernidad europea, al modo mediante el cual se produce la identificación
de lo europeo frente a aquello otro que, estando dentro de Europa, parece sin
embargo como una amenaza hacia ella.
El
mecanismo, al fin y al cabo, es clásico: Freud analiza maravillosamente estos
mecanismos de identificación (no con respecto al antisemitismo, sino en
general) en sus trabajos de entre 1914 y 1919, los más relacionados con la
pulsión de muerte. Y es que la pulsión de identidad es lo mismo que la pulsión
de muerte. La pulsión de identidad es aquello que yo me invento cuando algo en
mí razona diciéndome lo que soy: pero esa identidad no es más que un «cuento
chino». Tú no eres una identidad, sino un nudo de lenguas, un nudo de
representaciones que se pueden desanudar en cualquier momento. Naturalmente,
con respecto a esto hay dos posibilidades: La primera consiste en entender que
ese desanudamiento, que esa no substancialidad del sujeto, que ese carácter no
idéntico del mismo es precisamente el punto de quiebra en el cual se puede
introducir la libertad; pues la libertad no es más que eso precisamente que me
permite jugar con las diferentes ficciones de identidad en que se mueve mi yo
—y saber que son ficciones—. Ahora bien, una segunda posibilidad resulta más problemática:
se trata de sentir cierta crispación sobre la identidad. ¿En qué consistiría
ésta? Residiría en haber admitido que algo en mi yo huye continuamente, y
entonces alimentar el deseo (letal, por lo demás) de retornar a lo idéntico, a
lo que era yo antes de que el yo fuese esta multiplicidad. Y eso sólo se puede
hacer mediante un mecanismo que creo que Freud analiza majestuosamente, y que
es el mecanismo de las fobias. Pues únicamente al construir una red de fobias
sólidas, frente a las cuales sea preciso blindarme, puedo recuperar esa
estabilidad total del yo: yo soy lo que no es ese otro.
Sarre
analiza, pues, tal mecanismo con respecto a los judíos de una forma magistral
en el texto que ya hemos aducido; y lo hace de una manera que resulta paralela
a la de otra de sus grandes obras, que a mí me gusta muchísimo, Saint Genet,
comédien et martyr,
en el cual hace lo mismo exactamente en el plano individual: ¿De dónde viene la
importancia de la obra de Jean Genet? Precisamente de esa necesidad de ir
construyendo un paradigma negativo frente a la sociedad que aparece ante el
individuo como una amenaza permanente.
Para mí,
desde la primera vez que leí a Sartre me fue absolutamente clara la tesis que
él mantenía: que en las sociedades actuales hemos comprendido hasta qué punto
el antijudaísmo es la fobia básica que busca una identificación (búsqueda que
es idéntica a la pulsión de muerte); y, por ello, que después de Auschwitz
todos somos judíos... o bien todos somos un horror.
Por lo
demás, en lo que concierne al conflicto israelo-palestino, hay que tener varias
cosas claras: Palestina, si en la guerra de 1948 hubiesen vencido los países de
la Liga Árabe, hubiese desaparecido. Pues en esa guerra estos países se
levantan no sólo contra la existencia del Estado de Israel, sino también,
simultáneamente, contra la existencia del Estado palestino previsto por la
partición de las Naciones Unidas. Además, en lo que concierne a esa línea de
confrontación, como comentábamos antes, hay para mi algo absolutamente patente:
puede que sea sólo un pequeño matiz, pero ese pequeño matiz es que Israel es el
único Estado garantista de la zona; el único Estado en el que quien desee
pensar de un modo laico, sin más, puede existir. La defensa del único polo de sociedad
garantista del Cercano Oriente me parece un elemento que debería haber sido
esencial, y por su propio interés, para la Europa de la segunda mitad del siglo
XX. Yesa Europa se encuentra ahora con que la situación que ella misma ha
generado en el Cercano Oriente ha pasado a ser incontrolable. Lo que se ha
producido hace unos días, por ejemplo, en las elecciones palestinas, donde ha
vencido Hamás, ha sorprendido a otros, pero a mí no: era de una lógica
inapelable; una vez que en el 2000 la OLP o Yasir Arafat más específicamente,
se negó en redondo a acometer el acto de constitución nacional (que entre otras
cosas hubiera implicado la formación de un ejército nacional y el desarme de
los grupos irregulares; con todos los aspectos amargos que, en suma, supone
siempre la construcción de un Estado-nación), entonces la única vía que quedaba
abierta era ésta: pues, si no hay Estado-nación, lo que hay es Umma, es
islam.
P. —. A
modo de balance final de todo lo dicho, don Gabriel: ¿Qué tareas piensa usted
que son los nodos cardinales que quedan por pensar ahora en lo político?
R. —. Lo antipolítico.
P. —. Lo antipolítico. Hoy
como siempre.
R. —. Hoy
más que nunca. A mí es lo que me preocupa. Desde que acabé el Diccionario de
adioses no hago más que darle vueltas, tomar notas. Y todavía no le
encuentro una línea expositiva clara. Pero es lo que he tratado siempre de ir
haciendo en mis columnas, y aún más en los últimos tiempos. El ciudadano está
acosado cada vez más por una dinámica invasiva de lo político como imposición
de Estado. Y yo pienso que hoy la salvación del ciudadano pasa por saber acotar
las líneas de defensa y las líneas de impenetrabilidad. Del mismo modo que las
sociedades modernas se articularon sobre el muro establecido entre el espacio religioso
y el espacio político, yo creo que hoy cada vez más debemos ir fundamentando
cuáles son las líneas de demarcación que dejen espacio para algo que, por lo
demás, el primero que lo formula es Louis Antoine Saint-Just, cuando afirma
aquello tan bello de que la vida privada es el territorio sagrado del
ciudadano, y que el Estado no debe ni rozarlo. Es éste un proyecto muy
limitado: al contrario de aquello que podíamos pensar hace veinte o treinta
años, cuando se trataba de establecer grandes modelos salvíficos, hoy el asunto
es meramente defensivo. Pero esa defensa hoy en día es una cuestión de
supervivencia.
P. —. ¿Cabría llamar a tal
defensa «liberal»?
R. —. No lo
sé. Y, sobre todo, no me gustaría etiquetar. Para pensar, y más para hacerlo en
un momento como el actual, en el que creo que nos hemos quedado flotando en el
aire, hay que tratar de ir produciendo análisis concretos, y tal vez alguna vez
le podamos dar un nombre a todo ello. Pero dejémoslo sin nombre de momento.
Miguel Ángel Quintana Paz, Cuaderno
gris, nº. 9, 2007 8, págs. 61-88