JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO
Escritor y Premio Cervantes
«Tiramos
hacía el neanderthal, como la cabra tira al monte»
«Eremita
de la literatura, castellano viejo puro, excelso prosista», el hombre que
mejor retrató espiritualmente Castilla se desnuda
Texto ALFONSO ARMADA Foto EFE
«Tras
la lluvia, / en el jardín de arena. / un guijarro negro relucía / como el ojo
del mundo. / Y quizás lo era». El
poemilla, casi haikú, se titula «Guijarro» y brilla con luz propia en medio de
«Elegías menores», que José Jiménez
Lozano dio a una imprenta valenciana este mismo año. Nacido en el villorrio
abulense de Langa hace 72 años, «el solitario de Alcazarén» (otro pueblo a la orilla del mundo, pero
esta vez en Valladolid, donde vive desde hace algunas eternidades) tiene un
jardín con hierba y guijarros, sombra y tapia, pero sobre todo libros que
alumbran como candiles en las noches frías de Castilla y un fuego que nunca es
demasiado humano. Autor de cometas como «Sara de Ur» o la impagable «Guía espiritual de Castilla», a Pepe, como quiere que le llamen los que franquean la cancela de su
casa sin temor a los arrumacos del perrazo Otto ni al librepensamiento de su
dueño, hay que saber escucharle las paradojas claras y tolerarle el humo de los
cigarrillos que encadena como si además de su escritura incansable (novelas,
dietarios, ensayos, poemas) añadiera señales para los que ni leen ni quieren
escuchar. Se ríe con facilidad, y cuando se enfada con los desgarraduras de la
especie le da por la melancolía: «Tiramos más bien hacia el neandertal,
como la cabra tira al monte». Le gusta
prodigarse en la conversación, el artículo y el libro, pero para la entrevista
hay que atraerle como a un buey, haciéndose el interlocutor buey también, y si
tiene la suerte de frecuentar el toma y daca de la amistad, cuyo interés no se
mide en maravedíes, miel sobre hojuelas. Así, gracias al correo posando de
señor antiguo, se salvan incluso las versitas que van de Alcazarén a Nueva York
como si un niño saltara una tapia y un arco iris pasara por encima de los
páramos, la marea negra y todo el océano azul y tenebroso y sus perplejidades.
—¿Escribe Jiménez Lozano para los pájaros, para
los hombres de hoy o para el porvenir?
—Se supone que se escribe para un grupo de
lectores que, por las razones que sean, diríamos que están en la misma longitud
de onda, tienen similares preocupaciones, curiosidades, sentires, melancolías,
etcétera. Luego es otro asunto que se encuentre ese lector, y al fin y al cabo
el mismo que el que el escritor encuentre su libro. Son cosas tan regidas por
el azar o por toda una serie de circunstancias que a veces pueden resultar
enigmáticas. Al fin y al cabo como encontramos un amigo, un amor. Se escribe
para los muertos, dice Kierkegaard, en un determinado momento, pero no es caso
ahora de glosar esta afirmación que parece así a primera vista desconcertante,
pero parece que él tuvo a veces la idea de que escribía para lectores del
pasado, porque el mundo en que vivía no iba a interesarse por lo que decía. Y
una cosa así es más obvia quizás ahora mismo, en el digamos cambio o derrumbe
cultural de este momento. Pero, aun así, se escribe para los propios lectores,
las cuatro personas que no conoce el mundo, que diría Ezra Pound.
—Los periódicos le han acompañado en su
encarnadura de escritor. ¿Cree que siguen sirviendo para estimular el espíritu
comunitario y la conciencia del hombre, como quería Whitman, o bajan desbocados
por la degradación que dicta la televisión? Ferlosio dice que no hay nada como
un periódico para empezar el día y cabrearse con el mundo. ¿Participa de la
misma eucaristía?
—El periódico es un invento ilustrado que
quería extender el conocimiento de la realidad a la mayor parte posible de las
gentes. Y Hegel pensaba que para el hombre racional era una especie de oración
matinal que traía la buena nueva de los logros históricos del espíritu
universal. Y ciertamente, digamos que hay como una corta edad de la inocencia
del periodismo y de la publicidad, pero enseguida se vio que aquel invento
podía servir para la lucha política y económica, y todo se estropeó bastante. Y
luego se ha estropeado mucho más cuando efectivamente las técnicas de
tutilimundi o circo donde se ven cosas de mucho morbo y atractivo que son las
de la televisión. Ni se sabe cómo han pervivido pareciéndose todavía algo a
aquella idea ilustrada. Quizás lo único que podía hacerlos ganar la batalla es
negarse a esas imitaciones, y volviendo a aquella seriedad ilustrada, ya que no
pueden hacerlo a su inocencia. Por lo demás yo no espero mucho del mundo, y en
realidad los periódicos no me producen mucha sensación con lo que cuentan de él
y no suelo empezar el día con ellos.
—De Fray Luis a Jonás, de Santa Teresa a Simone
Weil, de Pascal a Spinoza. Con ellos se sienta a pensar en las mañanas y tardes
de Alcazarén. ¿Qué tienen estos compañeros de viaje que le siguen a lo largo de
los días y los años?
—No exactamente. Esos señores y señoras y otros
por el estilo son muy viejos amigos, y se charla con ellos. Es lo que nos
enseñaron que había que hacer.
—¿Qué trae en el zurrón su libro más reciente
en el que habla de Jonás?
—Se trata de una fábula cuyo protagonista es
esta fascinante figura bíblica. Se trata de que los lectores vivan con Jonás
como yo he vivido un tiempo y que les cuente cosas. Jonás creo que no llevaba
equipaje, sólo un bastón, pero todo un bastón, y con él se paseó por Nínive,
quiso venirse hasta Tarsis, y anduvo por el mundo del mar y su trasmundo.
—¿Piensa a medida que escribe o escribe para
poder pensar?
—No sé si entiendo bien la pregunta. Si se
escribe un ensayo o un artículo, se trata ciertamente de un proceso racional y
se controla racionalmente, y hay que pensar lo que se escribe. Si se escribe un
relato se ve y se oye, y el control racional queda más bien limitado -lo que no
es poco-. No hablar uno mismo, que el cristal que se interpone entre lo que se
narra, y luego se leerá, y lo que se escribe sea lo más delgado posible, y, sí
es de aire, mejor.
—¿Este ser humano de ahora no tiene candil o es
que la historia ni enseña ni alumbra?
—En realidad tenemos candiles y hasta luminosas
hogueras, pero somos como somos, no sólo no nos regimos por la razón que diría
Spinoza, sino que tiramos más bien hacia el neandertal, como la cabra tira al
monte. Es un deslizadero más fácil que subir desde el neandertal, un camino que,
por iluminado que esté, es cuesta arriba.
—¿Sigue siendo España un enigma histórico o
hemos de echar el cierre a la funesta manía de interrogamos sobre la identidad
de una península demasiado abarrotada de historia?
—Sí, es realmente singular lo que ocurre con
España, parece un ente de ficción siempre «in faciendo». Quinientos años lleva
ahí está España como comunidad sociopolítica y cultural, pero por lo visto está
mal hecha, y cada cual tiene su proyecto como si fuera el del chalet, lo que
resultaría divertido y chusco si se tratase de esquemas en el papel, y en este
país de arbitristas ha habido muchas gentes fantasiosas que los han producido
verdaderamente pintorescos, pero nunca trataron de llevarlos a la práctica.
Eran ingeniosas y maravillosas propuestas, pero es que ahora, por lo de las
posibilidades de la tecnología, se propone llevarlos a la práctica y a cuenta
de todos. Parece algo exagerado, y hasta siniestro, temiendo en cuenta que
algunos de esos esquemitas vaso experimentaron y mejor no recordarlo. El asunto
es tan trágico y tan cómico que éste es el único país del mundo en el que hasta
su mero símbolo, la bandera, causa traumas existenciales a muchos españoles,
según se dice, y desde luego años enteros ha habido en que no se podía decir
España. ¿Y les suena España a algo serio a las jóvenes generaciones? La verdad
es que se ha hecho todo para hacer este mismo nombre despreciable. Me temo que
lo vamos a pagar amargamente.
—Atentados terroristas contra Nueva York,
vientos de guerra en el Golfo, siembra de cadáveres en Palestina... ¿Es la
marea negra de la Costa de la Muerte una metáfora de algo además de su
literalidad espantosa?
—No me gustan nada las metáforas y no sólo en
poesía, y tampoco las explicaciones que no pasan por la mínima prueba de
falsabilidad, y mucho menos las ideológicas y los catecismos omnicomprensivos.
He nacido ya muy tarde como para creer en los humanitarismos o idealismos
baratos sobre la historia de los hombres, que tan siniestros se han revelado, y
no soy un politólogo que se supone que podría contestarle con un serio y fino
análisis de toda esa situación. Hay también en este caso demasiados arbitristas
que saben lo que hay que hacer, no voy a añadir una receta más. Sólo se me
ocurre recordar que, en tiempos de los dos terribles y despreciables
totalitarismos del siglo XX, que añadamos entre paréntesis han dejado tantas
mañas en las democracias avanzadas, tantos pensares y sentires siniestros en todos
nosotros y la famosa redentora modernidad, creo que fue Ionesco el que dijo
aquello de que la historia se presentaba bajo la forma de dos vestidos con
uniforme a la hora del lechero -algo que por cierto también le dijo a
Mandelstam un comisario al prevenirle de las consecuencias de algunos de sus
versos-, pero ahora parece haber cambiado aquella forma de su presencia y se
encama en colosales brutalidades. Como si, acostumbrados como estamos a la
barbarie informativa, a la basura y los desechos, y a la presencia diaria de la
violencia, se nos hubiera embotado el alma y necesitáramos algo más fuerte.
—Su siglo ha sido el XX, con su gran cosecha de
atrocidades y hallazgos maravillosos. Asoma la patita el siglo XXI y parece una
pata vieja. ¿No tenemos cura o cuando Macbeth dice la vida no es más que un
cuento narrado por un idiota que nada significa habla en realidad en nombre de
los asesinos y los poderosos, no de los que padecen la historia, los humildes
que no tienen voz para la imprenta y para los anales?
—La historia es como siempre, sólo que con un
par de realidades altamente importantes que son el sustrato de Auschwitz y el
Gulag: tecnología sofisticada y burocracia eficaz, como dice muy lúcidamente el
señor Zygmunt Bauman en un estudio sobre el Holocausto. Y lo terrible es que a
alguien pueda ocurrírsele echar mano de ellas para sus fines y con los
pretextos que sean, que siempre serán los de hacemos más felices. Esto es algo
más que un cuento contado por un idiota y sí significa, aunque precisamente lo
moderno es afirmar que no significa nada precisamente, lo que es todavía más
desasosegante: el crimen y el horror no significan nada.
—Parece probado que ni la alta cultura ni las
bellas artes nos vacunan contra el mal. Usted sigue escribiendo poemas breves
como oraciones o haikús. ¿Son una forma de entendimiento o de consuelo?
—Yo no estoy tan seguro de que la alta cultura
y la belleza no significan nada frente a la maldad. Desde luego no estamos en
tiempos de las grandes sensibilidades y exquisiteces medievales de los tiempos
más oscuros en los que el verdugo no se atrevía a atormentar en la cámara de
tortura con una virgencita gótica por delante, y la echaba un paño negro a la
cabeza. Pero lo cierto es que el arte y la cultura profunda nos hacen mucho más
ineptos para la barbarie. «¡Éstos a la cocina!», decía Durruti de los
intelectuales anarquistas. Permítame esta «boutade». Este es un tema mayor de
nuestro tiempo en el que nos llena de vergüenza la actitud de la
«intelligentsia», que decían los camaradas. Sería para hablar largo y es muy
deprimente. Aunque claro está que, antes de seguir hablando con una simple
decencia de cultura, hay que ventilarlo.
—Se habla mucho de la memoria, tanto para
denostarla como para convertirla en efigie, aforismo y llave de marear. ¿Cree
que hemos enterrado en falso los fantasmas de la guerra civil o le da terror
empezar a remover viejos cementerios y fosas comunes olvidadas?
—Hay cosas que ni deberían nombrarse, por pura
civilidad siquiera.
—¿Y qué hablaría con don Quijote y Sancho si
asomaran una tarde a la tapia de su jardín de Alcazarén?
—Lo que se terciara.
ABC, 13 de diciembre de 2002, pp. 52-53
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