1
Hay
una vida anterior a esta vida, o un mundo sui
generis que es previo respecto a este mundo (el único mundo existente en el
que gozamos, o sufrimos, la condición de ser, unos con otros, contemporáneos).
A
ese primer mundo se refiere T. S. Eliot al comienzo de Burnt Nortorn, el primero de los Cuatro Cuartetos. En él sólo es
posible una contemporaneidad en el genesíaco registro del Mito. Sólo existe un
tiempo compartido por dos personajes, la madre y el homúnculo encerrado en su
seno. Protagonizan el paradigma de toda intersubjetividad; antes, mucho antes
de que adquieran sentido las dialécticas hegelianas de la lucha a muerte y del
señorío y de la servidumbre, o del acceso al universo del lenguaje, o a la idea
existencialista (de Heidegger, de Albert Camus) relativa a la caída, la chute, o al ser «arrojado al mundo»; o
en términos mítico-religiosos, a la expulsión del edén paradisíaco, cuya
reducción fenomenológica nos conduce a la vida intrauterina.
La
fuente de la intersubjetividad remite a esa cueva matricial en la que tiene
lugar el primitivo «ser con», para decirlo
en terminología heideggeriana: la trama que la madre va componiendo con el
homúnculo, ese ser vivo que alberga en sus entrañas. Ambos forman una unidad
sustancial de cuerpo y alma, y a la vez un comienzo de diferenciación radical.
Constituye
la raíz y el fundamento de todo amor, con su inevitable línea de sombra. Ubi caritas et amor/ Deus ibi est, donde hay
caridad y amor/ allí está Dios, para decirlo con la voz del canto llano. El
Dios Amor se encama en ese idilio tan decisivo, y tan tergiversado por voces
integristas de todos los bandos, de manera que en esa unión, patrón y
fundamento de toda unión, se produce la emergencia y el paulatino crecimiento
de ese ser vivo que no es, desde luego, pura naturaleza.
No
lo es ni siquiera en sus estadios primerizos, albergado dentro del saco
amniótico que constituye su envoltura, sustentado a través del cordón umbilical
que le nutre de la sangre materna, protegido por el líquido salado de amarilla
transparencia.
Un
prejuicio demasiado cartesiano reparte la distinción del homúnculo respecto al
recién nacido en dos ámbitos ontológicamente diferenciados, la naturaleza
(culminante) y la cultura (balbuciente), la zoología (que en el homúnculo
acaba) y el mundo humano (que en el recién nacido irrumpe), como si pudiera
pintarse una línea roja separadora, de nítidos y gruesos trazados, entre el
reino animal y la condición centáurica y fronteriza que nos es propia y común.
2
¿En qué sentido este apunte antropológico abre un ámbito fecundo de tanteo
ensayístico y de posible investigación con referencia a la música?
Quizá
sugiere el entendimiento de una condición —la nuestra— que se inicia bastante
antes del nacimiento, y que debe ser comprendida en unidad procesual, sin
cortes que acarreen una diferenciación ontológica abismal.
No
se trata de que de pronto un organismo perteneciente al reino animal se
transmute en un viviente que es también inteligente, o que un tránsito radical
tenga lugar desde el infans —animal
que no dispone del lenguaje— al homo
loquens o al homo symbolicus.
Se
trata, más bien, de un ser viviente que va alcanzando forma fronteriza —humana—
siempre de manera anticipada; un ser antes del ser que se manifiesta en la vida
intrauterina, antes de que se establezca la adecuación del existente a su
mundo.
3
Ya
en los primeros días tras su nacimiento logra el recién nacido distinguir el
timbre de voz de su madre. Cuando, en medio de diversas voces que le hablan, la
voz materna le interpela, inmediatamente se gira hacia ella. Distingue el
timbre vocal que es específico de quien le ha llevado en su seno. El timbre del
sonido de su voz se le revela con evidencia. Esta comprobación ha sido
atestiguada por muchos estudios.
Constituye
el movimiento reflejo del infante hacia un sonido que le es familiar, y que le
es beneficioso, con la connotación que implica de albergue hospitalario, de
provisión de alimentación, o de expectativa de emoción vinculante. Esa voz
sugiere al recién nacido una conexión viva con el micro-mundo en que vivía
protegido.
En
pleno proceso de transformación del líquido amniótico en un medio vasto y con
límites difusos —donde se cambia el agua salada por el aire atmosférico— el
bebé, en el experimento citado, recaba el primer reconocimiento sonoro-musical,
el timbre y la cualidad de la voz, o la inflexión y matiz específico, que
adscribe, sin vacilación ni duda, a la cualidad prosódica de la voz materna.
Este
dato nos proporciona un indicio de la significación e importancia que el sonido
adquiere desde el principio. O que ya en ese incipit existencial del ser-en-el-mundo
del infante algo llega del «otro mundo», de ese primer mundo pre-liminar,
cargado de señales vivas a través de la percepción auditiva. Algo atraviesa el
portón y deja oír «la música no oída
oculta en los arbustos» (T. S. Eliot), o los ecos de ese «primer mundo» que desde allí resuenan.
Allí,
en ese ámbito prenatal, se fue gestando ese oído musical en sus más arcaicos
orígenes.
4
La
formación del oído musical exige una dramática transformación, una verdadera
metamorfosis. Tiene que producirse la compleja, perturbadora y peligrosa
mutación de un oído adiestrado a la proto-audición acuática (navegación y
odisea del homúnculo en el interior de su envoltura), en un oído apto para
discernir las ondas sonoras en el medio vibratorio elástico que constituye el
aire atmosférico. Eso no se produce de manera sencilla. Requiere un período de
adaptación al nuevo medio del órgano auditivo, con todas sus complejidades.
Pero
antes de consumarse esa transformación ha debido producirse la gestación de ese
órgano de filtraje que constituye el aparato auricular del homúnculo.
Algunos
sonidos de voz soprano, convenientemente
amortiguados, derivarían de la voz materna transmitida a través de su cuerpo
convertido en caja de resonancia, en instrumento musical sui generis, en violoncello
viviente. El instrumento se correspondería con el tamaño del tronco torácico
femenino, con las costillas como protección y filtro, con la pelvis como
sustento del porte erguido de la mujer embarazada.
Se
ha dicho, sobre todo en la teoría de Jacques Lacan, que el lenguaje se
instituye «en el nombre del padre», en esa órbita paterna y falo-crática que
exige la creación de un imaginario constituido a través del «estadio del espejo», ámbito de las
identificaciones.
Pero
existe un mundo anterior, previo en sentido lógico y simbólico: ese ser antes del ser que evoca Platón en su
leyenda de Er, al final de La República,
y que las filosofías de la existencia eludieron del modo más imperdonable.
Se
trata de un pre-mundo que goza de significación sonora. Si el lenguaje es signo
de identidad de la voz paterna, la música procede de un «matriarcado acústico» (Alfred Tomatis, Peter Sloterdijk) que se le
anticipa y adelanta. La música da cauce articulado a la voz que desde lo
matricial resuena.
EUGENIO
TRÍAS
ABC 11/4/2010. p 3
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