Juan Eduardo Cirlot en 1958 por Leopoldo Pomés. |
EL cielo se matizaba con líricas ensoñaciones, con mágicos trapecios balanceantes, donde solían posarse la «Áurea Picuda» y la «Avutarda géminis» cuando, resonantes de silbos y gorjeos, terminaban por entonar su melodía inaudible. En ella se exaltaba la belleza olvidada del mundo, que sólo los poetas conocen en su fuero interno. Juan Eduardo Cirlot y yo, después de contemplarlas, nos mirábamos con asombro, enmudecidos por la emoción del canto.
¿Cuándo
y dónde conocí a Cirlot? Fue después de nuestra Guerra Civil, cuando regresé
del Ejército e ingresé en la Universidad. Allí, en torno de la revista «Alerta», nos juntamos Antonio Vilanova,
José María de Martín, Néstor Luján, Nani Valls y Francisco José Mayans. Fue
justo antes de pasar al semanario «Destino»,
cuando nos agrupábamos alrededor de Juan Ramón Masoliver, que, junto a Femando
Gutiérrez y Diego Navarro, había fundado «Entregas
de poesía». En ellas hizo Juan Eduardo Cirlot sus primeras armas junto a
otros poetas, como Julio Garcés, que me dedicó su libro «Poesía sin orillas» de este modo memorable: «Para Juan Perucho, en esta soledad caliza, triste y destrozada de
Barcelona. Son las diez y media de la noche». Sin embargo, en ese momento,
alternaba Cirlot dichas tareas con sus investigaciones musicales y fue antes
del «Preludio para cinco instrumentos de
cuerda» (1948), «Suite otoñal», «Himno para piano» y «Concertino para un cuarteto». Era
miembro del Círculo Manuel de Falla (1946) y Nani Valls me hablaba de él y de
su seriedad, solemne y taciturna, y de ser discípulo del maestro Ardévol. Luego
escribiría una monografía sobre Stravinsky (1949), todavía con la impresión que
le produjo un concierto dado en Barcelona (15 de marzo de 1935) por el
compositor. En el prólogo a su libro, escribía: «A la gloire de Dieu». Sí, a la gloria de Dios sonaban «aquellos ritmos sometidos exactamente a la
medida». ¿A qué medida se refería, exactamente?
Juan
Eduardo Cirlot (Barcelona, 9 de abril de 1916) era lo que corrientemente se
llama un buen mozo. Alto, de rostro atractivo, educado, culto. Tenía, sin
embargo, un aire reservado, un poco siniestro.
Su
sonrisa no era fácil, y no digamos su risa. Se tomaba la vida como un acto
trascendental, sin duda a través de las rígidas enseñanzas de la época (creía
profundamente en lo sobrenatural) que le impartieron en su infancia los padres
jesuitas del colegio de lujo al que se refiere Leopoldo Azancot. En el ámbito
cerrado de su bachillerato, y del que «por
sus extraordinarias dotes, es rey», se formó. Más tarde, en su juventud
primera, sintiéndose poeta, Alfonso Buñuel le introduce en el surrealismo
(Zaragoza, 1940). A partir de este momento, inició el camino real de la gran
poesía, una de las más grandes, según mi criterio, y hasta ahora no
adecuadamente valorada, y no obstante vigente, en el último tercio español de
nuestro siglo. Veía las cosas de un modo diferente, y así se sucedían los
crepúsculos ardientes, las calmadas luces de las auroras, la frialdad de las noches,
los soles dorados de los mediodías, y ese tiempo que gira y semeja un reloj
que, a fuerza de moverse, sobre el mismo círculo, parece parado. Se ha dicho
con razón que los viajes alteran el significado y el valor del tiempo. Pero no
siempre es posible viajar. «Es urgente
lanzar un puente entre unas horas de idéntico cuidado. Se puede, desde luego,
ir al cine, al teatro, a presenciar un deporte, pero todo eso, a la postre, es
ir a ver la vida de los demás en la ficción de las tablas, en la pantalla, en
la lucha por conseguir un triunfo que no es nuestro sino del que lo ultima.
Cansa, a veces, ver tantas soluciones logradas por los demás, a costa de una
escenografía, un argumento y unos fotogramas» («Ferias y atracciones»). Pero estaba, sin embargo, Bronwyn (Rosemary
Forsyth):
«Cuando te contemplé ya estaba
muerto,
muerto
como las hierbas, aunque crecen,
como
los mares muertos, que son rocas.
Sólo lo que es eterno está en la
vida,
aunque
lo blanco eleva su belleza
sobre
las formas grises de lo negro
y simula existir donde el no ser
extiende
sus certezas transitorias:
Bronwyn,
tu claridad no eternamente»
Era,
naturalmente, un fantasma vislumbrado a través de la vida, a través de los
sueños, a través de «La Quête de Bronwyn»
(ahora «que está en la imprenta») y
era para sus lectores, muy pocos entonces, la esencia de, la feminidad
encarnada en unas presencias sonámbulas que se encuentran en la película «El señor de la guerra», de Franklin
Schaffer. El tema de Bronwyn introducía la doncella céltica del siglo XI que,
de imagen de mujer, «se transforma, para
mí, en Daena o Fravashi, luego en la misma Stekinash y más tarde, ahora, en una
noción envolvente que me coge sin que pueda en modo alguno intentar definir de
qué clase de «presencia» se trata.
Evocar su imagen es remontar hacia atrás el curso del tiempo (desde 1971 a 1966
fecha del comienzo del ciclo de «Bronwyn») y este retroceso puede simbolizar un
anhelo más amplio de retorno y recomienzo, con el reconocimiento de un
substancial error en mi existencia y en mi pensamiento. ¿Podrá mi reiteración
poética concitar los poderes que me encadenan? Por lo menos, sirve de bruma
gris y dorada- en la que sumergir, y ocultar, los peores parajes de un
padecimiento. En este poema no hay puntos de referencia ni puede haberlos. Sólo
hay ambiente, metamorfosis constante, vaguedad sistemática, atonalismo
espiritual y sentimental -para dar una correspondencia con cierta especie de
música-, siendo la conservación de la «forma», en verso y estrofa, la única manera de poner un dique al carácter
informal de mi impulsión lírica. Dique cuya función no es impedirme ser lo que
soy, sino permitirme serlo aun en el exterior del abismo objetivo» (Prólogo
a «Bronwyn», página 335 de «Poesía de J. E. Cirlot 1966-1972».
(Madrid, 1974). Son, éstas, palabras verdaderamente misteriosas y erráticas.
Cuando
hojeé el «Dietario apócrifo de Octavio de
Romeu» (Eugenio d’Ors) me di cuenta que mi amigo descubría el significado
de una mariposa en el suelo y que se preguntaba qué significaba, qué cosa era
el latido de una mariposa, suponiendo que existiera y qué cosa era el suelo, la
tierra que pisamos. Otras veces descubrirá su mano, solitaria y terrible,
girando en el vacío, libre como una garra o como una flor (se la cortó gravemente
con los cristales del tren ante la ciudad, medieval y sombría, de Carcasona. Me
preguntó por qué no había puesto su nombre al relatar el hecho en un escrito
mío).
En
la interioridad de su ser, de su yo, se preguntaba: ¿dónde empieza el sujeto y acaba
el objeto? Una mano, ¿qué es: objeto o parte del sujeto?
ABC
27/6/97. p 40
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