domingo, 28 de mayo de 2017

"Juan Eduardo Cirlot, mi primer encuentro" por Juan Perucho (ABC, 27 de junio de 1997)


Juan Eduardo Cirlot en 1958 por Leopoldo Pomés.

EL cielo se matizaba con líricas ensoñaciones, con mágicos trapecios balanceantes, donde solían posarse la «Áurea Picuda» y la «Avutarda géminis» cuando, resonantes de silbos y gorjeos, terminaban por entonar su melodía inaudible. En ella se exaltaba la belleza olvidada del mundo, que sólo los poetas conocen en su fuero interno. Juan Eduardo Cirlot y yo, después de contemplarlas, nos mirábamos con asombro, enmudecidos por la emoción del canto.
¿Cuándo y dónde conocí a Cirlot? Fue después de nuestra Guerra Civil, cuando regresé del Ejército e ingresé en la Universidad. Allí, en torno de la revista «Alerta», nos juntamos Antonio Vilanova, José María de Martín, Néstor Luján, Nani Valls y Francisco José Mayans. Fue justo antes de pasar al semanario «Destino», cuando nos agrupábamos alrededor de Juan Ramón Masoliver, que, junto a Femando Gutiérrez y Diego Navarro, había fundado «Entregas de poesía». En ellas hizo Juan Eduardo Cirlot sus primeras armas junto a otros poetas, como Julio Garcés, que me dedicó su libro «Poesía sin orillas» de este modo memorable: «Para Juan Perucho, en esta soledad caliza, triste y destrozada de Barcelona. Son las diez y media de la noche». Sin embargo, en ese momento, alternaba Cirlot dichas tareas con sus investigaciones musicales y fue antes del «Preludio para cinco instrumentos de cuerda» (1948), «Suite otoñal», «Himno para piano» y «Concertino para un cuarteto». Era miembro del Círculo Manuel de Falla (1946) y Nani Valls me hablaba de él y de su seriedad, solemne y taciturna, y de ser discípulo del maestro Ardévol. Luego escribiría una monografía sobre Stravinsky (1949), todavía con la impresión que le produjo un concierto dado en Barcelona (15 de marzo de 1935) por el compositor. En el prólogo a su libro, escribía: «A la gloire de Dieu». Sí, a la gloria de Dios sonaban «aquellos ritmos sometidos exactamente a la medida». ¿A qué medida se refería, exactamente?
Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 9 de abril de 1916) era lo que corrientemente se llama un buen mozo. Alto, de rostro atractivo, educado, culto. Tenía, sin embargo, un aire reservado, un poco siniestro.
Su sonrisa no era fácil, y no digamos su risa. Se tomaba la vida como un acto trascendental, sin duda a través de las rígidas enseñanzas de la época (creía profundamente en lo sobrenatural) que le impartieron en su infancia los padres jesuitas del colegio de lujo al que se refiere Leopoldo Azancot. En el ámbito cerrado de su bachillerato, y del que «por sus extraordinarias dotes, es rey», se formó. Más tarde, en su juventud primera, sintiéndose poeta, Alfonso Buñuel le introduce en el surrealismo (Zaragoza, 1940). A partir de este momento, inició el camino real de la gran poesía, una de las más grandes, según mi criterio, y hasta ahora no adecuadamente valorada, y no obstante vigente, en el último tercio español de nuestro siglo. Veía las cosas de un modo diferente, y así se sucedían los crepúsculos ardientes, las calmadas luces de las auroras, la frialdad de las noches, los soles dorados de los mediodías, y ese tiempo que gira y semeja un reloj que, a fuerza de moverse, sobre el mismo círculo, parece parado. Se ha dicho con razón que los viajes alteran el significado y el valor del tiempo. Pero no siempre es posible viajar. «Es urgente lanzar un puente entre unas horas de idéntico cuidado. Se puede, desde luego, ir al cine, al teatro, a presenciar un deporte, pero todo eso, a la postre, es ir a ver la vida de los demás en la ficción de las tablas, en la pantalla, en la lucha por conseguir un triunfo que no es nuestro sino del que lo ultima. Cansa, a veces, ver tantas soluciones logradas por los demás, a costa de una escenografía, un argumento y unos fotogramas» («Ferias y atracciones»). Pero estaba, sin embargo, Bronwyn (Rosemary Forsyth):
«Cuando te contemplé ya estaba muerto,
muerto como las hierbas, aunque crecen,
como los mares muertos, que son rocas.
Sólo lo que es eterno está en la vida,
aunque lo blanco eleva su belleza
sobre las formas grises de lo negro
y simula existir donde el no ser
extiende sus certezas transitorias:
Bronwyn, tu claridad no eternamente»
Era, naturalmente, un fantasma vislumbrado a través de la vida, a través de los sueños, a través de «La Quête de Bronwyn» (ahora «que está en la imprenta») y era para sus lectores, muy pocos entonces, la esencia de, la feminidad encarnada en unas presencias sonámbulas que se encuentran en la película «El señor de la guerra», de Franklin Schaffer. El tema de Bronwyn introducía la doncella céltica del siglo XI que, de imagen de mujer, «se transforma, para mí, en Daena o Fravashi, luego en la misma Stekinash y más tarde, ahora, en una noción envolvente que me coge sin que pueda en modo alguno intentar definir de qué clase de «presencia» se trata. Evocar su imagen es remontar hacia atrás el curso del tiempo (desde 1971 a 1966 fecha del comienzo del ciclo de «Bronwyn») y este retroceso puede simbolizar un anhelo más amplio de retorno y recomienzo, con el reconocimiento de un substancial error en mi existencia y en mi pensamiento. ¿Podrá mi reiteración poética concitar los poderes que me encadenan? Por lo menos, sirve de bruma gris y dorada- en la que sumergir, y ocultar, los peores parajes de un padecimiento. En este poema no hay puntos de referencia ni puede haberlos. Sólo hay ambiente, metamorfosis constante, vaguedad sistemática, atonalismo espiritual y sentimental -para dar una correspondencia con cierta especie de música-, siendo la conservación de la «forma», en verso y estrofa, la única manera de poner un dique al carácter informal de mi impulsión lírica. Dique cuya función no es impedirme ser lo que soy, sino permitirme serlo aun en el exterior del abismo objetivo» (Prólogo a «Bronwyn», página 335 de «Poesía de J. E. Cirlot 1966-1972». (Madrid, 1974). Son, éstas, palabras verdaderamente misteriosas y erráticas.
Cuando hojeé el «Dietario apócrifo de Octavio de Romeu» (Eugenio d’Ors) me di cuenta que mi amigo descubría el significado de una mariposa en el suelo y que se preguntaba qué significaba, qué cosa era el latido de una mariposa, suponiendo que existiera y qué cosa era el suelo, la tierra que pisamos. Otras veces descubrirá su mano, solitaria y terrible, girando en el vacío, libre como una garra o como una flor (se la cortó gravemente con los cristales del tren ante la ciudad, medieval y sombría, de Carcasona. Me preguntó por qué no había puesto su nombre al relatar el hecho en un escrito mío).
En la interioridad de su ser, de su yo, se preguntaba: ¿dónde empieza el sujeto y acaba el objeto? Una mano, ¿qué es: objeto o parte del sujeto?

ABC 27/6/97. p 40

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