domingo, 14 de mayo de 2017

Elémire Zolla: "Melville y el abandono del zodíaco" (y III) (Papeles de Son Armadans, julio-agosto 1962)


VI
Ismael ha sido borrado, su persona ha desaparecido, basta su mirada, atenta a lo que sucede a su alrededor, capaz de no interponer un vapor inoportuno entre sí y la realidad social en la que ha caído el microcosmos-Pequod. Ismael cede su puesto a las cosas mismas: el secreto para enriquecer vertiginosamente. Se le aparece, por lo tanto, todo lo real en un cascarón de nuez: la nave (no la ciudad o el jardín), la sociedad que se exprime sobre todo en la sociedad por acciones, es decir, en la combinación de la avaricia y del fraude, donde en nombre de una multitud de miserables ahorradores, un grupo de ordenados expertos del cálculo minucioso y oprimente rige la comunidad reducida a compañía de acciones. Pero quien encarna el espíritu de la sociedad accionaria es Ahab, el que magnetiza a la masa de los desarraigados, el que remueve el crisol de tradiciones astilladas y de felicidades hechas pedazos. En vano el hombre todavía humano, Starbuck, que siente aun reverencia y miedo hacia el candor de la naturaleza, contraría la dominación de la locura. El capitán Ahab, al final de la asamblea puede proclamar de verdad: «No soy yo el que os manda, sois vosotros quienes lo queréis.» El lío de las responsabilidades inextricables de la nueva sociedad industrial es creado, es un mecanismo semejante a las máquinas de las que se sirve: « ¡Mi rueda dentada se adapta a todas sus varias ruedas..., yo me precipito infaliblemente! Ahab ha sido segado por la hoz de Mobv Dick: la naturaleza en él está herida, enajenada, y para aplacar el dolor de la mutilación, para hacer cesar la rabia inconsciente cuando no obvia, el actúa: (XLI): Su intelecto natural, que había sido un agente viviente, se convirtió en un instrumento viviente
La relación entre el poder económico y el delirio ideológico se aclara así: «Es bastante probable que lejos de perder fe por causa de los síntomas tan oscuros en su actitud hacia otro viaje de caza, la gente calculadora de aquella isla prudente estuviese, por el contrario, inclinada a la idea que precisamente por esas razones él era aún más indicado y adapto para una empresa tan llena de furor y ferocidad. »
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* *
Antiguamente la naturaleza era reverenciada, hoy se la ataca sin contención habiendo desaparecido en ella toda traza de divinidad, esto es, de incognoscibilidad. Como el hombre toma actitudes de domador de circo con sus instintos y los tiene a raya con el látigo de la voluntad, del misino modo se hace domador de la naturaleza la cual, por lo tanto, se convierte en eje de ruedas, juego de elementos a explotar y nada más. ¿Cuál es el color de la ballena, de la naturaleza? El blanco. ¿Cuáles son las asociaciones del color blanco, del candor? Melville las enumera con minuciosidad, las encarnaciones ya tremendas, ya benignas del «mutismo y de la universalidad», de la extensión sin fin, del «místico cosmético, el gran principio de la luz.»
El capítulo sobre el candor es al mismo tiempo un encantamiento y una letanía: una operación cumplida de conocimiento por símbolos[1].
El conocimiento per figuras se acerca bastante más que las definiciones lógicas para explicar un universo apasionado, un cosmos viviente, es «una reveladora pantomima de acción», superior a «un doméstico capítulo de palabras ».
¿Cuál es el método seguido por Ahab para dominar la naturaleza? Él tiene que quitarle su cualidad esencial, la imprevisibilidad. Por eso construye una compleja carta de las migraciones de los cetáceos, como una red estadística e inductiva que debería delimitar, hacer previsible la naturaleza mediante «conjeturas racionales, casi certezas». El arma del hombre de ciencia y técnico moderno es el concepto de probabilidad y de promedio estadístico.
Mas para dominar la naturaleza, observaba Hegel, el hombre tiene que darse en alimento a sí mismo. De este modo Ahab siente en el sueño abrirse abismos de angustia. ¿Su causa?, la racionalidad misma que se convierte en su contrario, en terror sin fondo. «El principio o espíritu eterno viviente en él» era en la vigilia, «empleado por la razón discriminante como vehículo suyo o agente externo, en el sueño cobraba su revancha convirtiéndose en un buitre que es la criatura misma que él ha creado».
«Para alcanzar su objetivo. Ahab tenía que utilizar instrumentos» y por lo tanto explotar los mecanismos de la avidez y del miedo de la tripulación. La ballena blanca es la naturaleza que hay que convertir en mercancía, haciendo de ella valor de cambio: mutarla. Es decir: se finge que en ella no existe más que fuerza mecánica y se nos aparta de la pacífica convivencia con ella, mezclada de temblor reverencial. De este modo se pretende ignorar el aspecto idílico que tiene: «del mismo modo que este espantoso océano circunda la tierra verdeante, del mismo modo, en el alma del hombre hay una Tahití insular, llena de paz y de alegría, pero circundada de todos los horrores de la vida desconocida a medias. Es la misma alegoría que se lee en el diario de Hawthome: «El corazón humano representado alegóricamente como una caverna: en la entrada hay luz, y a su alrededor crecen flores. Se entra dentro y de repente poco después nos encontramos circundados de terrible oscuridad y de monstruos de varios tipos: parece el infierno. Nos quedamos helados, y se vaga durante mucho tiempo sin esperanza. Al final se hace una luz. Se avanza hacia ella, para encontrarse en una región que parece reproducir de algún modo las llores y la belleza solar de la entrada -pero todos perfectos- ... la oscuridad y el terror pueden yacer en lo profundo, pero más profunda es esta eterna belleza.»
Ahab ha renunciado a entrever más allá del horror mecánico el fulgor, o por lo menos el vislumbre de la paz órfica, de la Tahití o región de las cosas que resplandecen, perfectas en el mundo externo y más perfectas en el fondo del alma, ha convertido todo el universo en fuerza, renunciando a la luz natural, y la fuerza es pura imaginación, excluye el momento contemplativo, que está fuera de la fuerza.
El proceso trabajador dividido en especialidades es la explotación del objeto natural desnudado de todos sus atributos simbólicos, privado de su aura, ya no contemplado, sino sólo modificado: una ballena explotada es un ejemplo capital. No es por casualidad por lo que muchos capítulos de Moby Dick están dedicados a tal descripción, pero llenos de reverencia, pues: « ¡Oh Naturaleza y tú, alma humana! ¡Cómo se distienden vuestras analogías más allá de lo decible! No se mueve o vive en la materia el más mínimo átomo que no tenga su sutil correspondencia en el espíritu.» El trabajo, para Melville, es liturgia, desciframiento de símbolos en las operaciones materiales. ¿No es la fragante cabeza de espermacetis análoga al reino de las ideas platónicas? ¿No es ahogarse en ella tan arriesgado como sumirse en la contemplación? La parte más preciosa de la ballena es el esperma perfumado, la esencia libre del universo: el agua de vida, que pone en estado de éxtasis benigno y de gracia.
Mas tales operaciones le parecen inesenciales a Ahab, nada merece su empeño como no sea la operación máxima, el matar. Él es semejante al rey Ahab del Libro de los Reyes, que a despecho de los prodigios de Elías sobre el monte Carmelo (Elías hace que surja el agua y se encienda el fuego) está ligado al culto de Baal.
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¿Cuál es el drama secreto de Ahab? Lo dice él mismo en un monólogo (Crepúsculo), que ninguno de la tripulación le impida el paso, que todos se adapten como ruedas de un mecanismo: el drama del dictador. Pero Ahab es al mismo tiempo el dictador y el hombre moderno por excelencia, separado de la naturaleza; y de ello tiene consciencia, salvo que, como Baudelaire, exalta su desgracia como signo de elección: «Oh, había un tiempo en que, así como la aurora me incitaba noblemente, del misino modo el crepúsculo me traía alivio. Ahora ya no. Esta hermosa luz no alumbra más en mí: toda belleza me es angustia desde, que no puedo gozarla. Dotado de la percepción superior me falta la baja potencia del gozar: estoy condenado así del modo más sutil y perverso»;...
Como había escrito Goethe: « El cambio del día en noche, las estaciones, las llores y los frutos y todo lo demás que viene a nuestro encuentro de cuando en cuando para que podamos y debamos gozar de ello, estas son las verdaderas fuerzas dirigidas a la vida terrena. Cuanto más abiertos estamos a tales goces tanto más somos felices: si por el contrario esta variedad de apariciones nos baila ante los ojos in que tomemos parte en ella, si no somos receptivos ante tales sacras ofrendas, entonces se insinúa el gran mal, la enfermedad más severa: se considera la vida un peso repugnante.»
Ahab llama a lo que le falta «baja potencia de gozar» y quiere cortarse de la vida viviente: tenderse en un esfuerzo abstracto, desligado de todo contacto con la tierra y con el ciclo, ambos profanados. En una época se entendía la «percepción superior» precisamente como el profundizar de la relación con la naturaleza (hoy suena falso Lawrence Durrell cuando atribuye a un personaje la sensación del antiguo hombre cabalístico: « Recorriendo las calles de la capital estiva en el sol primaveral ante un mar límpido de nubes y alborotado —medio despierto y medio adormecido— me sentí como el Adán de las leyendas medievales: el cuerpo, compuesto de cosmos, de un hombre cuya carne era tierra, cuyos huesos piedras, cuya sangre agua, cuya cabellera hierba, cuyos ojos luz solar, cuyo aliento viento: y cuyos pensamientos nubes. Sin peso, como después de una enfermedad», en el comienzo del capítulo IV de Clea).
Hoy no se percibe más el cuerpo de uno en relación con el universo. A lo sumo hay que extraerlo todo del cuerpo de uno, extraer las razones de vivir en él, como los desgraciados hombres de la tripulación del Moby Dick que tratan de hacer la fiesta sobre cubierta.
Ellos no se dan cuenta de una maldición como ésta y fingen gestos que sólo tendrían sentido en una relación de comunión dialéctica con la naturaleza. En cambio, para Ahab la naturaleza es sólo el obstáculo contrapuesto al yo, una máscara de cartón que traspasar. Él no siente la naturaleza más que en el choque, en la oposición de su fuerza a la fuerza de la naturaleza (que no es propiamente una fuerza, ya que no tiene una conciencia que por contraste la haga aparecer como fuerza). Starbuck vive a medias entre el mundo de la comunión, del respeto y de la reverencia por la naturaleza y el nuevo mundo mecánico de Ahah, está dividido entre odio y obediencia hacia su jefe. Pero precisamente por su calidad intermediaria le es consentida la piedad, la desaparición partícipe de la desventura que Ahah vive enteramente y lleva a sus últimas consecuencias.

VII
El capítulo CXVIII se intitula El Cuádrante.
Se acerca la estación del Ecuador, Ahab está midiendo la latitud mientras el sol se recrudece: «la desnudez inalterada de los rayos es parecida a los esplendores insoportables del trono de Dios», dice una frase que parece sacada del Zohar. Ahab está con «su instrumento de astrólogo en el ojo» mientras el Parsi de la tripulación fija el sol «subyugado, con una terrestre apatía».
Pero de repente Ahab cae en una meditación:
«¡Oh signo del mar! ¡Alto y potente Piloto! Tú me dices en verdad dónde estoy: ¿mas puedes tú darme el menor indicio de dónde estaré? ¿Dónde está Moby Dick?». Luego, mirando el cuadrante y moviendo uno tras otro sus numerosos instrumentos cabalísticos, vuelve a pensar y murmura: «¡juguete tonto!, juguete pueril de soberbios almirantes, de comodoros y capitanes, el mundo se jacta de ti, de tu sagacidad y de tu poder; pero, ¿qué puedes tú hacer después de todo, sino decir el pobre, el mísero punto, y no una jota de más, donde a ti mismo y a la mano que te rige os es dado estar en este vasto planeta? — maldito, oh juguete vano, y malditas sean todas las cosas que alzan los ojos del hombre a ese cielo cuya viveza no hace más que quemarlos... Nivelados por naturaleza al horizonte de esta tierra están las miradas del hombre, no erguidas sobre su coronilla, como hubiera sucedido de haber Dios querido que el mirara hacia el Firmamento. Maldito cuadrante... no guiaré nunca más mi camino por ti: la brújula plana del barco y el cómputo plano del soleómetro, serán los que me conduzcan, y me mostrarán mi posición sobre el mar. » A la vista del capitán que renuncia al cuadrante y lo pisotea, pasa sobre la cara del adorador del fuego celeste, del Parsi, un guiño y una resignada desesperación, mientras Stubb murmura: «He oído a Ahab hablando entre dientes, —alguien me echa estas cartas en mis manos de viejo y jura que yo debo jugarlas y nadie más. — ¡Qué me lleve el diablo, Ahab, vive en el juego y muere alegre!».
Ahab es un adorador del fuego que no quiere ya dirigirse según el curso zodiacal del sol determinado por el cuadrante o gnomon. Él adora el fuego infernal y no el celeste.
Los héroes solares de las mitologías representan la superación de la naturaleza palustre, matriarcal, que le parece «fangosa» al hombre civil. Apolo, Hércules, Mitra son héroes solares cumplidos, mientras Dionisio es una conciliación del agua con el fuego, de la vida animal y natural y estática con el conocimiento. El pasaje del matriarcado a la solidaridad olímpica está representado por héroes claudicantes como Edipo. El contacto con el fuego es ambivalente, puede ser contacto con una furia suicida o con una pureza contemplativa, y los personajes cojos, señalados por el fuego, representan el carácter siniestro del contacto. Melville en una fea poesía pone en relación la antigua adoración del fuego con la ciencia moderna, su descendiente:

AL NUEVO BEATO DEL FUEGO

Persa, te alzas en llamas
de climas sacrifícales
donde los aduladores impetran
y el hombre postrado inclina la frente,
se une a los ritos que abrieron las huellas
a todos los cultos de entonces en adelante.
Poder por excelencia,
tiene razón fu rayo dominador.
expulsado de los llanuras de Asia
donde estallaron las jabalinas
de hordas que se difundían
guiadas por el pastor Caín.
Entre terrores aniquilantes
vinieron conquistadores desde el Indo,
multiplicándose la estirpe de lira lima,
y llegaron con el curro falcado
transmitiendo su púrpura a occidente.
Químico, tú nutres y crías
en climas de oriente toda hierba embrujada
que da ímpetu al sueño
transmitido por mitos y creencias
huríes e infiernos: delirantes letanías
hasta el extremo Calvino.
Aunque tu luz
en el alba del tiempo desperdigase
la estirpe turbada del caos,
¿nunca tus lanzas laminadas
huirán Anarquías peores, fraudes y temores
transmitidos por la mala hierba del hombre?
Mas la ciencia todavía creara
una emanación más vasta
y un poder más allá de vuestro juego
apagando las sombras que no sabes meter en fuga,
e, iluminando todo secreto.
dilucidará tu rayo.


El persa a quien se dirige la poesía es quizás el Fedallah del Moby Dick, que se está, burlón y turbado, ante Ahab, representante de la emanación más vasta del fuego, la ciencia. Que la conclusión es irónica lo demuestra la cancioncilla que termina el canto The Convent Roof en Clarel:

Flamen, Flamen, descarta el manto
y la gloriosa mitra:
la duda profana el día.
Mira, entre olorosos vapores,
como la pira fúnebre del rey de las especies,
muere, el fuego zoroastiano
sobre vuestras aras en ruinas:
el poder, el poder de los Magos está extinguido
y Mitra abdica el sol.
Lo que condena a Ahab es su adoración puramente demoníaca del fuego, su repudio del sol, su renuncia a guiar su curso sobre la posición del sol en el zodíaco.
Las doce categorías-símbolos del zodíaco son abandonadas por Ahab, y se verifica la maldición que Shakespeare presagiaba para el hombre que hubiese abandonado el eje que no vacila, el firmamento, en la famosa alocución de Ulises en el Troilus and Cressida; el poder, lobo universal, lo devorará todo y luego se devorará a sí mismo, pues no reconocerá nada que tenga valor eterno, ni siquiera las órbitas de los astros y las fábulas que están relacionadas con los doce signos, y celebradas, en los años litúrgicos, en la labor agraria. Sobre ese orden no dirigirá su curso.

VIII
En Moby Dick está representado el hombre nuevo, que no es como Ahab, demoníaco, el hombre que el medio ha transformado en fin: el carpintero que le vuelve a hacer la pierna de madera a Ahab: hombre de una estolidez sin alma, preparado en todo, indiferente a todo, para quien los dientes son pedazos de marfil, las cabezas poleas de jaula, los individuos árganos, el mismo una rueda que emite un zumbido cuando habla, su cuerpo mismo una garita.
En Mardi se describía, apariencia sensible que es símbolo de la distorsión donde se divide el medio de la finalidad, la fábrica inglesa del siglo diecinueve. Los peregrinos que buscan la felicidad en la tierra (es decir, Yillah, la mujer «angelicada») llegan a Dominora, Inglaterra:
«Enderezando nuestros pasos hacia el vallecito, rugiente entre las rocas divisamos un torrente que bajaba de los montes. Pero antes de que aquellas aguas llegaran al mar, pagaban un tributo de vasallos. Dobladas por conductos y fosos, empujaban gruesas ruedas, dando vida a diez mil colmillos y dedos, cuya presa no había fuerza que la resistiese, y cuyo toque era, sin embargo, blando como aterciopelada pata de gatito. Con brutal potencia transportaban ingentes pesos, semejantes a trompas que abaten hipopótamos, y sin embargo sienten los batidos de alas de una polilla. De cada vertiente de los alrededores aventando hacia afuera en cada vuelta maravillosos partos, incesantes como los ciclos que giran en el cielo. Alto murmuraba el telar, volteaba como fulgor la lanzadera, rugía roja la tétrica fragua, resonaban yunque y muzo, pero no se veía un mortal.
«¡Ah de la casa, mago, sal del antro!»
Mas sordos fueron los husos, como los mudos que sordamente sirven al sultán.
«¡Ya que hemos nacido, queremos vivir!» leímos sobre una bandera purpúrea que velaban las nubes purpúreas, a la vanguardia de una muchedumbre con birretes rojos, que corrió ante nosotros, salidos del vallecito. Seguían otras: negras o manchadas de sangre: «Mardi pertenece al hombre. »
«Abajo los propietarios de tierras. »
«Ya llegó nuestro turno. »
«¡Vivan los derechos! Mueran las vejaciones. » « ¡Pan, pan! ».
«Aprovechad la marea untes que se retire.»
Son páginas escritas en el año 1848. La muchedumbre va guiada por tres máscaras, que la llevan hacia los palacios, pero están atentas a desperdigarla entre fosos y selvas, de modo que pueda ser atacada y rota por los guardias del rey.
El instrumento se alza como un gigante; se evoca a su creador pero en su lugar aparece la muchedumbre de los hombres enloquecidos por sus efectos. ¿Quién es el mago? La respuesta nos la da Melville en el cuento The Bell-Tower, donde narra del gran artífice leonardesco Bannadonna, que crea un artefacto perfecto destinado a caérsele encima. Es un cuento que tiene elementos figurativos como sólo el surrealismo volverá a traer en sus paisajes de pedazos de cosas acampados en los desiertos (y no es casualidad que fuera Marx Ernst quien ilustró Mardi). ¿Cuál es el pecado de Bannadonna? El mismo que el del doctor Rappaccini de Hawthorne, el haber reducido la ciencia a crueldad experimental. ¿Cómo creo Bannadonna su artefacto mecánico, su Golem?
¿Atento a «resolver la naturaleza, a insinuarse furtivo en ella, a intrigar más allá de ella, a procurar que algún otro la redujese a su mano?» No. «Esto no había sido su finalidad; sí en cambio, sin pedir favores a otros elementos o seres, rivalizar con ella él solo, superarla; dominarla. Se doblaba por conquistar. Para él el sentido común era teúrgia, la maquinaria, milagro: Prometeo, el nombre heroico del maquinista, y el hombre el verdadero Dios». El mago es el hombre de ciencia moderno, que no se preocupa de solve nature or steal into her, según la sutil idea de los visionarios metafísicos por quienes entre las fuerzas mecánicas más sutiles y la más ruda vitalidad animal se puede descubrir un germen de parecido: y tampoco de intrigue beyond her, o sea, operar como los alquimistas según las afinidades entre el mundo interior del hombre y el exterior, y tanto menos a procure someone to bind her, es decir, a solicitar la intervención de Dios como sanguine theosophists. El verdadero mago es el filósofo del sentido común burgués, John Locke. Para él el hombre es una tabula rasa que recibirá con mortuoria pureza, con pasividad de momia, la impronta de las sensaciones. ¿Cuál es el modelo de una tal representación del hombre? Melville lo indica en Tartarus of Maids: el papel que sale de una fábrica en un desolado vallecillo inglés es la papilla mezclada por muchachas tísicas, y sale blanca, lista para cualquier uso, de su sufrimiento, como esperma por matrices. Porque Melville cree en la sutil correspondencia entre procesos físicos humanos y mecanismos, y discierne en Locke la degradación del hombre a la brutalidad maquinal. Hace eco a las profecías de William Blake. En Blake tienen origen las imágenes mismas de Melville:

Vuelvo los ojos a las escuelas y universidades de Europa v allí veo el telar de Locke, cuya trama lúgubre se intensifica en el bramido de las ruedas de agua de Newton; negro el paño
abarca, descendiendo en corazas fúnebres, todas las naciones: obra cruel
de muchas ruedas diviso, rueda sin rueda, 
con ganchos tiránicos
que se mueven violentas las unas contra las otras, no como las del Edén
que, rueda dentro de rueda, en libertad, giran en armonía y paz.

La criatura mitológica de Blake, Los, tiene el valor de mirar bien, con perfecta atención, la fragua, y finalmente le descubre la esencia:

Cuando Los abrió los hornos
vio que todas las cosas desgraciadas eran sus mismos afectos
y sus deleites; entonces cayó enfermo y su alma en él expiró.

La maquinaria no es ya el símbolo rodante de la eterna paz, sino una rueda que difunde a otras ruedas su movimiento, es rueda y línea infinita al mismo tiempo: símbolo de muerte viviente. Esto vieron Blake y Melville.
La naturaleza se convierte en el medio de la afirmación del hombre, el hombre se reduce por medio de los fines oscuros de la naturaleza. ¿Cómo librarse?
La cuestión era incluso biográfica en Melville, es decir, se trataba de su propia vida: ¿Qué sentido tenía haber padecido, después de los reveses de la fortuna debidos a las crisis de la primera industrialización de América, la más oscura miseria, el haber tenido que embarcarse en naves horrendas infestadas de tripulaciones desarraigadas y brutales: el haber luego divisado la fulgida belleza de las islas del Sur, oasis de gracia y de alegría en el mundo dominado por el espíritu comercial (oasis que Engels en El Origen de la familia señalará como meta y retorno de la humanidad después de la fase comunista) para luego volver una vez más al oprobio de la vida sobre los balleneros, el haber tenido que afrontar todavía la soledad y la miseria en la patria? Eran pruebas que le habían madurado. Pero entonces, ¿qué enseñanzas se encontraban encerradas en esos símbolos? Los trascendentalistas podían enseñar a alejarse de la oscura realidad nueva sumergiéndose en la naturaleza pánica, distinguiendo símbolos de la armonía universal en cada particular, aun en los más triviales (en el humo del cigarro el ritmo de expansión y retracción: de emanación y retorno al centro). Melville rechaza con desdén la facilidad de esta receta. ¿Cómo se puede borrar el dolor con la contemplación?
Aferrar los símbolos necesarios era su misión, pero no consolarse o consolar. Tenía que comprender, no buscar restauro. ¿Qué significa una nave que navega hacia las ballenas? ¿Qué significo la industria de la explotación de la ballena en manos de los emprendedores cuáqueros de Nantucket? ¿Qué significa ser muerto en el trabajo? ¿Qué es lo que impulsa a los hombres a esa empresa?
No le bastaban el conocimiento discursivo, las fórmulas filosóficas, y se burló de los filósofos en Mardi. Ni le bastaba la solución política de los males, el credo democrático, igualmente despreciado.
¿Qué sentido tenía el tiempo si no existía un punto arquimédico fuera de él? ¿Y cuál podía ser ese punto sino la eternidad?
Por consiguiente todo lo que existe en la tierra debe ser figuración de la eternidad y de la tentativa de alcanzarla. Todo tiene un sentido, sólo si puesto en relación con la iluminación.
*
* *
¿Cuál es el horizonte en el que se mueve el hombre?
El horizonte que ciñe el mar: «ondulado como la vasta serpiente de mil pliegues que envuelve al globo» es, pues, la serpiente que se muerde la cola, el uroboros, el cumplimiento: Dios que es circunferencia, cuyo centro está en cada lugar. La esfera es semejante a la conciencia en cuyo ámbito se mueve el hombre, y Melville, en Mardi se declara «aplicado a la esencia de las cosas, al misterio que está más allá, a los amagos de llanto que demasiada risa provocan, a lo que está bajo la apariencia, a la perla preciosa que se halla dentro de la tosca ostra... Hay un mundo de maravillas dentro de la esfera de la conciencia espontánea..., un misterio en lo obvio y sin embargo algo obvio en el misterio».
«En un retiro impenetrable duerme el universo, redondo, ceñido por el zodíaco, cercado por el horizonte, envuelto por el mar, fajado de escolleras, enclavado entre montañas, anidado entre pérgolas, recinto de realezas, cerrado prietamente en sus propios brazos, abrazado n sí mismo..., pulpa entre cáscara y cáscara, centella la más secreta del rubí, semilla entre nidos de jugo en la naranja de dorada cáscara, rojo hueso real del femíneo melocotón; inspirada esfera de las esferas.»
Melville renuncia al pensamiento discursivo de su tiempo y a la narración realista (o mejor, diría Borges, nominalista) y se abandona a la asociación sobre los símbolos.
El símbolo es el zodíaco, el horizonte.
La primera contemplación del zodíaco está en Mardi:
«Así como el sol por divino indujo gira por la elíptica, enhebrando Cáncer, León, Piscis y Acuario, así yo, por místico impulso, me veo lanzado a este progreso veloz entre los atolones, cintura de blancas escolleras alrededor de Mardi.
¡Lector, escucha! He viajado sin mapa; con el compás y la sonda no habríamos encontrado estas islas de Mardi. Quien se echa con valor tira todas las gumeras [sic], y alejándose de la brisa común que vale para todos, hincha las velas con su aliento
La búsqueda de la verdad como descubrimiento requiere que se esté solos ante el mundo; la iluminación no es colectiva por naturaleza. Hay que abandonar todo concepto conocido, hay que ignorar toda conciencia muerta para encontrar lo que vive y da vida. Hay que morir para renacer: hay que ser divinidad solar. Esto es, que se viva como el sol a través del zodíaco.
Ésta es la raíz de la sabiduría según el Epinomis de Platón.
Ahab clava al palo mayor un doblón ecuatoriano, del Ecuador o cintura de la tierra, con un zodíaco que ciñe tres montes.
Cada miembro de la tripulación lo interpretará como pueda. El sol es como el cristal del mago que refleja al contemplante, y su periplo en el año a través de los signos significa que el hombre no debe vivir en paz sino en el sufrimiento, pues ha nacido en el dolor. Stubb, que es el hombre reducido a jugador, que acepta la vida como partida, leerá en el zodíaco lo que le sucede al hombre engendrado en la lujuria del aries, impulsado hacia adelante por la cornada del toro, desgarrado entre los gemelos virtud y vicio, pero atacado por la espalda mientras se debate entre los dos por el cangrejo o cáncer, que arrastra hacia atrás en donde el león asesta un golpe de garra y da un mordisco; la virgen restaura con el primer amor, pero con la balanza, la felicidad que ella ha prometido se muestra ausente, y entonces el Escorpión hiere, y el arquero asaetea y el acuario inunda hasta que se encuentra paz mortal entre los peces.
Pero no es ciertamente este, jocoso o macabro, el zodíaco que irradia de los tatuajes del puro salvaje Quiqueg. Mas Quiqueg no sabría ya interpretar los signos que lleva tatuados sobre el cuerpo.
Ninguno en la nave, es decir, en la sociedad, sabe qué es el destino del hombre: el zodíaco se ha vaciado de sentido.
La pérdida del zodíaco es la pérdida que grava sobre el hombre por culpa de Bannadonna, de Newton y de Locke.
La blasfemia de Stubb que se burla del destino del hombre marcado en los cielos con bravata de jugador es mucho más tremenda que la blasfemia de Ahab que bautiza su arpón in nomine diaboli.

ELÉMIRE ZOLLA [Traducción: Enrique de Rivas]
Papeles de Son Armadans, Año VII, Tomo XXVI. Núm. LXXVII,
Madrid-Palma de Mallorca. Agosto, MCMLXII, pp. 132-153.

Ilustraciones de Rockwell Kent

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[1] La fuente se halla quizás en los escritos mistéricos antiguos. (Plutarco sugirió el título mismo de la divagación sobre el tiempo y la duración en Pierre, intitulada Ei, ei, ei, que es la respuesta del iniciado al «conócete o ti mismo» o sea «tú eres» dirigido al dios). Así lo declara J. J. Bachofen: «El blanco es inimitable, mientras que del negro se puede decir como de la púrpura: ¡Oh vestiduras engañosas, oh colores engañosos! ». La iniciación enseña qué es lo que es vestidura y no máscara, (Versuch über die Grübesymbolik der Alten, Basilen, 1859). La fuente más cercana pero menos significativa es la Narrative of Gordon Pym, donde Poe describe los horrores del blanco.

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