Juan
Ramón Masoliver no dejará un epistolario muy explícito. Sus cartas suelen ser
breves, con poca confidencia y ninguna digresión. Va derecho al asunto que las
inspira. De esta clase era la que recibí en Ronda el 4 de febrero de 1943.
Tocaba dos puntos: la imposibilidad, nada voluntaria, de publicar un libro mío
y la cordial invitación para que me trasladara a Cataluña, si me parecía que
allá iba a estar mejor, ofreciéndome su casa de Vallensana, o bien una que,
equipada y vacía, tenía en San Andrés de Llavaneras, con el mar a la vista, su
amigo Francisco Pujol Mas. A final de febrero me insistía de nuevo en el
ofrecimiento. Sin duda yo le habla escrito entretanto diciéndole que preferiría
la costa en caso de decidirme. Apenas conocía a Pujol. Sabía que Masoliver lo
había encontrado en San Sebastián durante la guerra y le habla hecho allí y en
Barcelona un sinnúmero de favores, como era sólito que Masoliver los hiciera a
diestra y siniestra, sin calcular su valor ni imaginar que pudieran tener
precio. Pujol, que era un personaje extraño, calculador pero también afectivo,
consideró que debía, a su vez, ayudar al amigo literato a hacer algo que le
gustase y se asoció con él para fundar la Editorial Yunque, que Masoliver
dirigiría. Fue la editorial que publicó —en una edición rigurosamente impar— mi
«Primer libro de amor». Estaba yo
descansando en el sanatorio del Brull —dos meses antes de concluir la guerra—
cuando entregué los originales, que la secretaria de Juan Ramón (Carmen
Ortueta, casada luego con Xavier de Salas) iba poniendo a máquina. Como los
originales eran autógrafos y yo soy un mal corrector de pruebas, la preciosidad
del libro —que se fecha en el 39— quedaría un poco malograda por las erratas.
En todo caso esa fue la ocasión de que yo medio conociese a Pujol e hiciera
alguna amistad con él. Yunque, por otra parte, empezó con mal pie, pues su
primer libro fue el notable «Tras las
águilas del César», de Luys de Santa Marina (un libro donde el estilismo
más apurado servía al tremendismo más crudo, lo que le sitúa como antecedente
precioso de un ciclo que había de venir más tarde), pero la censura recogió el
libro porque se pensó que ni los legionarios ni los moros querían verse en
aquel espejo veraz y resaltante. En cambio, tuvo éxito y queda para la historia
de nuestra poesía la cuidada y económica colección «Poesía en la mano», donde Masoliver intercaló una serie de textos
bilingües de poesía europea, poco o nada conocidos en España. En la época de
que estoy hablando. Masoliver se había arreglado con Pujol —poco aficionado a
perder dinero— para comprarle su parte. Pero no consiguió remontar la
editorial, si bien, incapaz de desánimo, se dedicó pronto a una nueva empresa:
la edición de una revista —«Entregas de
Poesía»— cuya colección constituye hoy una joya bibliográfica, pues nunca
existió otra mejor cuidada en el país. Pero no hay que anticiparse.
Yo
seguí en Ronda —irresoluto— hasta el mes de mayo. Entonces alguien —no
recuerdo quién— consiguió el «placet»
gubernativo para mi cambio de residencia. Día más o menos, llegaba a Llavaneras
sobre el 20. La casa prometida no estaba del todo a punto y faltaba, además,
una mujer que la cuidase. Entretanto me dieron alojamiento los suegros de
Pujol, que vivían en la «torre» de al
lado, limpia y sencilla, con su poco de jardín, su bosque de pinos y una al be
rea que servía para bañarse. Era en la parte alta y se dominaban abiertamente
el mar y el pueblo. La pareja de viejos era acogedora. Ella, grande y erguida,
llevaba la batuta. Tenía gusto por la buena cocina del país, las habitas
rehogadas, el pollo en «xanfaina»,
los arroces, la «carn d'olla», la «butifarra amb mongetes». Aunque era
diligente se quedaba con frecuencia estática o adormilada como si siempre
estuviera haciendo la digestión. Pero también debía tener sus «prontos». Él era una malva, cansado de
la brega, algo encogido, bondadoso y reminiscente. A aquella pareja le guardo
cariño. Especialmente al señor Teruel, que me contaba la guerra de Cuba —contra
los mosquitos o contra los mambises— con una simplicidad muy gráfica. Era
patética la historia de la repatriación. Volvían hacinados los pobres
soldaditos, en un barco de hierro, atacados muchos de ellos por la fiebre
maligna. Cada día había que echar al agua algunos muertos y así el barco iba
seguido de una estela de tiburones voraces. Al cabo de los años el señor Teruel
montó en Barcelona una pequeña fundición, se dedicó a la compraventa de
chatarra y tuvo la satisfacción de conseguir para su desguace aquel mismo barco
de la muerte que le habla devuelto vivo de su involuntaria aventura antillana.
Contando esas cosas el señor Teruel era un épico de los buenos —de los de la
raza de Per Abat—, que saben que los hechos fuertes no necesitan adorno
retórico. Su habla era insegura porque su cortesía con el huésped castellano le
«obligaba» a usar una lengua que no
le era propia; pero, además, era frecuente que se comiese la primera sílaba de
algunos sustantivos usados con pronombre. Masoliver, que estaba en la «torre» a cada paso, sostenía que ese
vicio era típicamente morisco. Lo fuera o no lo fuera, apenas Masoliver había
hecho la observación cuando entró el señor Teruel donde estábamos y, de un
tirón, habló de un cerrojo y una falleba llamándolos sin vacilación «el rojo» y «la lleva».
Mientras
se encontraba una mujer para el servicio yo solía, para no molestar a los
viejos, irme a trabajar a «mi» casa,
que en rigor no era propiedad de Pujol sino del periodista Penella de Silva,
que andaba por América y se había dejado allí sus muebles y parte de sus
libros. Pujol la tenía como en prenda y disponía de ella libremente. Apareció,
por fin, la sirvienta pedida, una extremeña tremenda que inició la escalada de
la sisa, primero con cautela y luego vertiginosamente, hasta el punto de que la
nueva instalación me salía más cara que el hotel Victoria. A los pocos días
Masoliver se venía conmigo trayendo un maletón de libros y un rimero de
carpetas de prensa. Se disponía a escribir un libro. Yo también. Yo escribía en
un despacho pequeño de la planta baja, él en un cuarto de la alta y los dos nos
atábamos a la máquina (es la única época de mi vida que he intentado escribir
con ese demonio) nuestras seis u ocho horas al día. El proyecto de Masoliver
era sumamente interesante, aunque nada sencillo. Trataba de escribir una
verdadera historia de las complejas y sucesivas situaciones históricas del Golfo
Pérsico y del mar del Bósforo, y ello de manera que el libro pareciese la
crónica periodística de un episodio de la segunda guerra mundial: él envió de
un barco turco de abastecimiento que los judíos orientales destinaban a sus correligionarios
de Grecia y que, sorteando el bloqueo alemán y con el timón roto, iba pasando
por todos los ángulos, entrantes e islas de la zona, antes de llegar a su
destino con una carga que, al final, resultaba un montón de nueces rancias y de
higos secos medio podridos. Naturalmente, en el relato iban interviniendo
recuerdos de la Grecia clásica y la Persia de Ciro; de Bizancio y el imperio
sasánida, de la ortodoxia y el Islam, de las cruzadas y los almogávares, de los
búlgaros invasores y los cristianos sirios, custodios de la cultura antigua; de
los turcos y los griegos modernos y de sus largos siglos de contenciosa
convivencia Fantasmas de flotas hundidas dos mil años atrás acompañaban a la
nave sin rumbo. La isla de los Perros aullaba a su paso. Submarinos y motoras
con torpedos la acechaban por todas partes. Masoliver no llegó a escribir más
que un primer capítulo prologal. Pero su aversión a la obviedad y a la explicitud
fácil convertían aquella prosa, trabajada y bastante noble, en una especie de
sinfonía verbal casi ininteligible, de tal manera era todo —en tomo al relato
central— tácita y alusiva erudición. Era necesario que volviera a escribirlo,
poniendo las claves más en claro y las historias menos en sobreentendido. Y
ello le desanimó. Su imaginación navegaba ya por otros mares. Tampoco —esta es
la verdad— saqué yo mucho fruto de mi trabajo, que era una especie de extraña
novela épica situada en una Nowgorod transformada en fantasma.
Por
otra parte, hablábamos. De cómo era Masoliver no necesitan los lectores de
DESTINO que yo les hable. Por otra parte, no hace mucho se publicó en estas
páginas el breve retrato que escribí de él en mi «Diario de una tregua», que empieza un año más tarde de las fechas a
que me vengo refiriendo. Ya dije que mis conversaciones con Masoliver fueron
casi siempre tan amistosas como polémicas. De los temas de que más
frecuentemente hablábamos —aparte las conversaciones de distensión que con él
son siempre divertidas, sin más escollo que el de la embarullada celeridad de
su locución— uno era polémico por esencia: la guerra mundial, todavía sin
resolver, y sus implicaciones ideológicas. Los otros eran más apacibles: la
poesía y la historia. Son los tres temas que mejor recuerdo, porque son los que
—en mis balances— acusan una mayor influencia del espíritu de este amigo
ilustrado y despilfarrador. Creo que en mi dedicación preferente a las lecturas
históricas —y filosóficas—, en los nutritivos años que siguieron, tuvo buena
parte la mucha afición y el considerable conocimiento que sobre la materia tenía
mi interlocutor más frecuente. También de poesía aprendí mucho con él. Masoliver
había sido amigo de su tocayo, el Juan Ramón lírico, y había vivido en Rapallo
con uno de los poetas más interesantes (y sobre todo, con uno de los críticos
de poesía más agudos) del siglo: el americano Pound, de cuyos «Cantos pisanos» tenía Masoliver uno de
los pocos ejemplares leídos que habla entonces en España. Mis lagunas en poesía
francesa no eran enormes. En la italiana eran considerables. En la provenzal
casi completas. En la inglesa y la alemana vastísimas. Masoliver sabía y
entendía y si yo no he sacado más provecho de los muchos horizontes que él
comenzó a abrirme en aquel tiempo sólo es mía la culpa. Pero, naturalmente, el
martilleo más duro se instalaba en el campo de la política. Yo era entonces un
«desenganchado», pero no un «converso». Por el contrario, mí
desenganche era el de un «puro» de la
revolución nacional-sindicalista y ello llevaba consigo el otorgamiento de un
crédito a la «Joven Europa», que, en aquellos meses, se estaba llevando ya la
tempestad, Masoliver no había simpatizado nunca con el fascismo, salvo, quizás,
en el momento de su primerísima hora italiana, él, casi adolescente, escribía,
en «El Sol». Era tradicionalista, monárquico
y liberal a la inglesa, aunque quizá poco demócrata. En la conmoción española
tomó partido, pero el hecho de que prefiriese calarse la boina roja en v es de
ponerse la camisa azul —no doctrinariamente tradicionalista— era un dato
bastante significativo. Yo le había conocido de la mano de Eugenio Montes;
amigo y buen amigo de los dos, que ha dado hablando dimensiones intelectuales y
literarias más ricas que escribiendo, como el mismo Masoliver, y que instalaba
sobre un fino escepticismo confidencial sus concesiones estéticas al
doctrinario que se le iba por la pluma. Los tres nos encontramos en Salamanca
como miembros de una comisión que debía poner «en prosa» unos estatutos escritos en jerga por el ingeniero
González Bueno y otros miembros del secretariado del nuevo falangismo con
etcéteras. Montes dejó en aquel texto alguna frase lapidaria. Masoliver no se
ocupó mucho del asunto. Algo más tarde vino —con su secretaria Carmen Ortueta—
a aumentar el cupo relevante de catalanes que se ocupaban en los servicios de
propaganda que yo dirigía. Ya entonces discutíamos. A pesar de lo cual —o a
causa de ello— le envié de delegado a Barcelona, puesto en él que no duró mucho
tiempo. Me perece que aún no mediaba el año 40 cuando emprendió el vuelo y
volvió a su trabajo de corresponsal de prensa para «La Vanguardia». Anduvo por el Oriente Medio, por Grecia, por los
Balcanes, por la Europa central y volvió con una imagen desastrosa de la
experiencia nazi. Fue la de su regreso, la época de su mayor participación en
la revista DESTINO, cuya curiosa peripecia suelo yo resumiría en una especie de
chiste. Iniciada como publicación falangista (con Ignacio Agustí a la cabeza), DESTINO
fue introducido en los hogares catalanes, como si dijéramos, con las bayonetas.
Pero, de pronto, cuando los suscrito res de compromiso se decidieron a leerla
se llevaron la gran sorpresa: «Coi, però
si aquesta es roba nostra!». DESTINO pasó pronto a ser empresa privada —yo
mismo favorecí la conversión— y adquirió una fisonomía liberal, aliadófila y
moderadamente catalanista. Tanto que no dejó de acusarse el despecho oficial y
alguna vez llegó a ser tarto su local por los jóvenes de la ortodoxia. Así lo
encontré a mí llegada a Barcelona, cuando la gente pasaba por alto el editorial
de trámite y leía preferentemente, a los dos colaboradores que te daban el
tono: el liberal laico Pla y el liberal papista Brunet. Entre los otros
colaboradores —Nadal, Vergés, Masoliver, Teixidor— no faltaba siquiera un
republicano notable con pseudónimo: el agudísimo y recientemente desaparecido
Antonio Espina.
Sobre
la materia de la guerra y de su desenlace, discutimos Masoliver y yo durante
algunos años. El llevaba las de ganar: su información era completísima y de
primera mano. Mi obstinación estaba, sobre todo, apoyada en el amor propio y en
esa inclinación a la fidelidad a la que algunos españoles son proclives
especialmente «cuando llegan las de
perder». Y entonces ya llegado. Cuando en 1949 nos encontramos los dos
nuevamente en Italia, las discusiones sobre esas materias habían terminado. Estábamos
de acuerdo, aunque cada uno a su manera.
Pero
el relato se prolonga casi sin empezar. Lo que Masoliver fue para mí en el
ámbito específico de la Cataluña de loa 40 quedó anunciado desde el principio y
rebasa el cuadro de lo que su compañía fue para mi pequeña biografía
intelectual. Fue mi introductor. Iré contando, sin mayores prisas que las
exigidas por el papel, los espacios barceloneses por donde fui pasando, unas
veces de su mano, otras suelto y por mi propia cuenta.
Destino,
Año XXXV, No. 1860 (26 mayo 1973), pp. 47-48.
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