El
rostro de Juan Eduardo Cirlot, un rostro de escultura egipcia, a veces hierático
en una interrogación materializada, otras abierto al delirio de un sueño en voz
alta, aparece un momento —una página— en mi Diario
de una tregua. Cirlot tenía intensidad de persona y la sigue teniendo en el
recuerdo de los días que ese libro —y estos artículos— evocan. Lo trate
entonces mucho. Luego los encuentros fueron fugaces y casuales. Es, por lo
tanto, aquél —el de 1943 a 1946— el que desaparece (como posibilidad de recobro
y de pleno reconocimiento) cuando me dicen los periódicos que ha muerto. Estoy
en la edad en que las filas de los coetáneos se van aclarando, sepultando los
cuerpos trozos de nuestra propia vida.
De
las personas que acompañaron a Masoliver en la faena de sacar sus 24 Entregas
de poesía, Cirlot era el más vibrante y —¿cómo lo diría?— el más distinto. Era
descendiente de un oficial inglés que se quedó en Cataluña después de la Guerra
de la Independencia y la ascendencia anglosajona se le veía. Cuando lo conocí
profesaba y practicaba una estética al mismo tiempo esencialista e irracionalista.
Los nombres que se suceden en un ensayo sobre poesía son los de Mallarmé.
Valéry y Eluard y, entre los españoles, J. R. Jiménez, Aleixandre, Neruda y
García Lorca (el del Poeta en Nueva York).
Podía haber añadido a Breton y a Cernuda y, por otro verso —curiosidad
sincretista por la poesía oriental arcaica—, a Pound. Le interesaban los
enigmas y los sueños. En sus poemas hay cataratas enumerativas y asociaciones
de fuerte contraste. Perseguía una especie de metafísica sin lógica, que le
atraía hacia lo infinito desde algunos adjetivos. Parecía creer en la unidad de
las artes, y sus ejemplos musicales y pictóricos no faltaban nunca en aquellos
ensayos juveniles de estética. Un poema suyo lo recuerdo bien, porque me
impresionó. Era un canto a Abel, en el que el poeta tomaba la voz de Caín. El
subconsciente colectivo de aquellas artes bastaría para explicar la emoción que
el tema podía causar. De un modo peculiar —pues no faltaban en sus poemas
incluso reminiscencias parnasianas— era Cirlot un poeta surrealista de
personalidad considerable. Nunca abandonó del todo la poesía, aunque años
después —como es bien sabido— se dedicó especialmente a los estudios de arte
contemporáneo, campo en el que le debemos algunos buenos libros de análisis y
una obra informativa o enciclopédica de uso casi indispensable.
Era,
en el grupo que envolvía a «Entregas»,
un elemento de edad intermedia, cuatro años más joven que yo (lo que a los 30
se nota bastante) y seis más que Masoliver, pero casi diez más viejo que Mayans
o Vilanova, que eran los más jóvenes entre los presentes, pues la escala de edades
de los colaboradores forasteros o extranjeros fue mucho más larga.
Eran
responsables de la revista —con Masoliver— Femando Gutiérrez y Diego Navarro,
primero, y, después, también Manuel Segalá y Julio Garcés. Estos cuatro poetas
castellanos en Barcelona formaban grupo. Diego Navarro, un canario moreno y
menudo, era quizás el menos personal y Segalá el más alocado. Del primero no he
vuelto a saber. El segundo se fue a las Américas y dejó de dar señales de vida
durante largo tiempo. Era hijo del mejor traductor que Homero ha tenido al
castellano. También Julio Garcés emigró. Era soriano de estirpe y nacimiento.
Su familia poseía la ermita de San Polo y el Monte de las Ánimas, en el trozo
del tras-Duero que recuerda a Machado y a Bécquer. Escribió un buen canto a
Numancia que casi nunca veo citado en las antologías sorianas. Había dependido
mucho, en su arranque, de la influencia de Cernuda. En Barcelona sólo queda de
ellos, que yo sepa, el medio montañés, medio cubano, Gutiérrez, poeta de mi
misma promoción, que ha crecido, peldaño a peldaño, a una cota de alta calidad,
a pesar de haber sido atrapado por el exigente y fatigoso trabajo editorial,
como traductor, revisor de textos u organizador de antologías. Su deuda con
Cataluña la pagó bien en una excelente traducción antológica de Maragall,
operación enriquecedora que se refleja en su obra personal. Para todos los
poetas de mi quinta, el encuentro con Maragall o la vuelta a Machado ha sido
fecunda.
También
formaban grupo otros tres escritores, de los que ya he citado dos (los que se
asomaron a «Entregas») y que habían
comenzado por utilizar la revista «Alerta»,
que escudaba el SEU y era harto desenfadada y díscola: el universitario Antonio
Vilanova, el cual, como crítico, conocen bien los lectores de DESTINO,
Francisco Mayans, que se «pasó» a la
diplomacia y quizás escribe aún en secreto (su arranque primero, bajo la
influencia de Aleixandre, fue de calidad) y Néstor Luján, el más brillante y
cabecero de la triada, al que yo conocí con un libro de zéjeles debajo del brazo. El periodismo, en el que no voy a
descubrírselo a los lectores de esta revista, ha dejado oculto, como a un
Guadiana, al poeta vivo y exigente de gran imaginación que vino a buscarme un
día, con sus amigos, a mi cuarto de la calle Gerona, en el comienzo del 44.
«Entregas» prestó mucha atención a la
poesía italiana, francesa y portuguesa —que daba sin traducción, por lo
general— y a la inglesa y alemana, y también (Riquer por medio) a la
provenzal-catalana de los trovadores. De los madrileños más notorios publicó,
sobre todo, a Aleixandre (no aparecen Rosales, Vivanco y Panero, ni Dámaso
Alonso, ni Gerardo Diego), a Carmen Conde, a García Nieto, a Victoriano Crémer
y a mí. Los otros poetas eran, en su mayoría, residentes en Barcelona. Pero
faltan —con la sola excepción de Carles Riba, que estaba aún fuera de .España—
los catalanes modernos y, claro es, su lengua (el poema de Riba era en
italiano). Como esta exclusión no era ni podía ser criterio de los editores de
la revista, el dato canta con elocuencia el estado de ostracismo a que la
literatura vernácula se encontraba sometida en aquellos años. Y, sin embargo,
los poetas estaban allí, a la mano, trabajando sin el aliciente de pasar a la
letra impresa. Fue larga la cuarentena de las letras catalanas (toda la década
de los 40 y buena parte de la siguiente), sin libros, sin revistas, sin escena,
sin actos orales. Una parte estimable de sus escritores quedaban en el
destierro. Otra parte, no mucho menos, profesaba el silencio, laborando sólo
para una comunicación de círculo secreto en el que no era fácil penetrar. Una
parte, en fin, echó mano del bilingüismo, que todo catalán culto o simplemente
urbano domina. Se ha disputado mucho sobre la utilidad —y hasta sobre la
lealtad— de este recurso. Yo, que no tengo en la materia títulos de juez pero
si de testigo, creo, con gratitud, que estos escritores que se decidieron a
usar en exclusiva su segunda lengua, en la imposibilidad de usar la primera y
más propia, mantuvieron la evidencia del valor del movimiento literario catalán
y dieron testimonio de la existencia de los que callaban o vivían lejos,
impidiendo que los extraños nos olvidásemos de esa realidad.
Ahora
bien, en el caso de la poesía la cosa era más complicada. Siempre ha habido en
Cataluña —antes, entonces y después— algunos catalanes que han sido poetas en
lengua castellana. No me refiero a Cabanyes y a su época, sino también la
posterior a la «Renaixença». No es de
extrañar, ya que, sobre todo en Barcelona, que el catalán ceda al castellano en
la tradición de no pocas familias —todas las casas a que me referí en mi
artículo anterior eran castellanoparlantes por opción— en las que, claro es, la
que vale como segunda lengua para los más se convierte en primera. Esta opción
es frecuente, por ejemplo, en las familias de matrimonio mixto, especialmente
cuando la castellana de habla es la madre. (Luego ese núcleo de opción
castellanoparlante iba a aumentarse por la ausencia de una escolaridad en
catalán, hasta que, no hace tanto tiempo, se ha producido la reacción.) En la
época de que hablo, sin embargo, los poetas iniciados en la lengua vernácula no
tendrían ya posibilidad de acomodo. Decir que el catalán es en Barcelona la
lengua de los asuntos cotidianos e íntimos y el castellano la de los asuntos
públicos y los temas intelectuales me parece un error de información. El
bilingüismo no comporta ni siquiera equivalencia. Se tiene una primera lengua —para
todo y, desde luego, para pensar desde su estructura— y otra para alargar la
comunicación. Lo que si sucede es que algunas familias urbanas de Cataluña —sin
contar las foráneas, que no son pocas— tienen como primera lengua el
castellano, y así, cuando producen escritores, los producen en esa lengua. Era,
creo yo, el caso de Cirlot y de los otros poetas no forasteros que he
mencionado, como lo sería después, por ejemplo, el de los escritores de «Laye» y del grupo de Barral. En algunos
casos la opción es de cambio; voluntaria y seguramente costosa. Recuerdo a d'Ors
Y señalo a la inversa, la de escritores formados en castellano que optan ahora
voluntariamente por la lengua del país Pero, repito, la opción no es lo
frecuente ni lo fácil De los poetas nacidos «en catalán» y notorios en la época de que hablo, casi ninguno, que
yo sepa, pudo —ni quiso— cambiar de lengua, salvo quizá para un trabajo de
circunstancias. Pudieron hacer periodismo y hasta ensayismo en castellano, y
muchos lo hicieron a sabiendas —como diría Rubió— de que aun hablando en
castellano comunicaban el estilo del pensar catalán; catalanizaban. Pero en la
obra de creación la cosa era más difícil y en la poética casi imposible. Por
eso los poetas castellanos residentes y los castellanizantes ocuparon el mayor
espacio, incluso en una revista tan abierta intencionalmente como «Entregas», en tanto que, vedada su
lengua, los catalanes puros escribían para ellos mismos o para pocos, con el
alivio de alguna edición que, de vez en cuando, llegaba de fuera. Cómo me
relacioné con ese mundo sumergido es lo que voy a recordar en seguida.
Destino,
Año XXXV, No. 1862 (9 jun. 1973), pp. 26-27.
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