El escritor José Jiménez Lozano, en la ermita de la Lugareja de Arévalo (Ávila) |
J.
Jiménez Lozano: “Nadie está obligado a
sumarse a una crisis espiritual”
por
Daniel Capó Laisfeldt
Larga conversación con el premio
Cervantes a raíz de la publicación de sus nuevos diarios, Impresiones provinciales (Confluencias).
José Jiménez Lozano
(Langa, 1930) es uno de los escritores españoles más relevantes del último
medio siglo. Distinguido con el Premio Cervantes en el año 2002, la obra de
Jiménez Lozano toma cuerpo y anuncia su verdad precisamente en esa intersección
en la que se concretan las pequeñas verdades de los anhelos, las miserias, los
gozos y las alegrías del hombre. A raíz de la publicación de sus nuevos
diarios, Impresiones
provinciales (Confluencias), conversamos
con José Jiménez Lozano sobre su obra y los grandes temas que alumbran su
literatura.
-Su trayectoria como dietarista es larga, ya desde los lejanos Los Tres Cuadernos Rojos, un libro que
resultó seminal para la dietarística española. ¿Qué le incitó entonces a llevar
y publicar un diario y qué cree que aporta este género, en apariencia menor, a
la literatura de un país?
No tengo ni idea de por
qué se me ocurrió publicar lo que, en realidad no es un diario, ni un dietario,
sino pequeños apuntes o notas sobre la naturaleza, algo que me cuentan o que
leo o veo, pero no pensé nunca en aportar nada a la literatura. Por lo pronto,
no sé si son literatura exactamente. Me es más que suficiente con que, a quien
lea esas páginas, le interesen o le susciten una cavilación o una melancolía.
-En Los Tres cuadernos rojos aparecen
muchos de los temas que conforman la particular mirada de José Jiménez Lozano.
Una de estas ideas cruciales es el sentido casi artesanal del valor de la literatura.
Usted ha afirmado que “el escritor es
alguien que no tiene apenas nada propio, pues todo se le regala y se le da”.
Y también que la misión del escritor consiste en entregar de nuevo aquello que
ha recibido, de modo que formaría parte de una cadena. Si le entiendo bien, usted se refiere al
valor de una tradición que nos sustenta y de la cual nos alimentamos. ¿Hoy en
día, en cambio, asistimos a un eclipse de la tradición y me atrevería a decir
que también del sentido artesanal de la vida?
Efectivamente, he dicho
que al escritor se le concede todo, porque no es de la nada de dónde saca sus
historias o sus poemas, sino que, como decía Henry James, tiene el don “de imaginar lo desconocido por lo conocido,
de averiguar la implicación de las cosas, de juzgar el todo por una parte, la
cualidad de sentir la vida en general tan intensamente que va bien encaminado
para conocer cualquier rincón especial de ella”. Así parece que funciona un
escritor. Y también creo que de algún modo nuestra escritura es un eslabón de
una gran cadena, desde hace unos cuatro mil años.
Ciertamente ha habido una
siembra de liquidación del pasado, de nuestros pensares y sentires, como si
este pasado fuera el equivalente de los anuncios de un periódico de hace dos
meses. De tal manera que lo que usted llama el “sentido artesanal de la vida” suena al estilo normal del vivir,
heredado de siglos y no diseñado por ideólogos sociales. Y esto, a comenzar por
la utilización de la neolengua, y cualquier otro ataque a esos seis pies de
territorio o de yo de cada quien y cada cual sobre el que no debe mandar “ni canciller ni nadie”, como decía
Monsieur l´abbé de Saint-Cyran. Y hasta los señores de la Revolución Francesa
advirtieron muy convenientemente contra la intromisión de la política en la vida
diaria, porque fue entonces cuando se comenzó a hablar de política y a
polemizar sobre ella, en el comedor.
Por lo demás, un eclipse,
una crisis histórica si es que estamos en una de tantas crisis a las que hemos
estado convocados en los últimos cincuenta años- podrá estar ahí, pero nadie está
obligado a sumarse a una crisis espiritual, sino que, como decía Eric Voegelin,
en aquel su libro sobre El asesinato de
Dios y otros escritos políticos, por el contrario, cada uno está obligado a
abandonar estas perturbaciones, y por lo tanto no es obligatorio el adamismo
actual.
El mundo siempre ha
estado dando diez mil vueltas y dará otras diez mil, y muchas más, lleno como
está de demasiados filósofos demiurgos como ahora, con miles de ideas adámicas
a estrenar. Pero también estamos en este mundo quienes nos encontramos bien
viviendo nuestra pequeña vida y no en un mundo diseñado y rediseñado desde
años, o en “la Casa del señor Hegel”
que decía Martin Buber, pero yo no querría mezclar al señor Hegel en este
asunto.
-La otra idea clave que recorre su obra es la mirada que se dirige hacia la
desgracia como fuente de sentido. Usted ha escrito, por ejemplo, que “la verdad sólo ha hecho su aparición como
desgracia e irrisión”. En sus Confesiones, la escritora rusa Marina
Tsvietaiéva anota algo muy parecido: “el
don” escribe “de reconocer el
sufrimiento de las cosas”. Quizás exista una tradición de la piedad en la
escritura que actúa como una memoria del bien. Del bien, diríamos, que subsiste
a pesar de todas las evidencias del mal en la Historia.
Ciertamente, como decía
Simone Weil, los seres de desgracia están más cerca de Platón de lo que jamás
pudo estarlo Aristóteles, y la medida de grandeza literaria era, para ella, las
muy contadas obras literarias capaces de demostrar la desgracia humana. Y, por
lo demás, es una evidencia que la verdad aparece en el mundo como una realidad
de debilidad y desgracia, y en cualquier confrontación lleva las de perder,
aunque ahora “una vez más el mundo al
revés” se comienza por negar que exista la verdad, y si alguien enuncia una
mera y humilde constatación de lo que de este modo estaría probado como verdad,
resulta que ello es una intolerable autoridad. Todo recuerda un poco aquellas
predicaciones del barroco que advertían que el hombre era menos que nada,
porque, si fuera nada, sería algo.
Y, en cuanto a la piedad
con la desgracia humana, puede recordarse que ya dijo Bajtin a sus jueces que
él tenía que reprochar su régimen político sobre todo un hecho: que no tenía
sentido de la desgracia ni de la piedad, que en último término cuenta como una
categoría del mero conocer la realidad. Y, en este sentido de la desgracia y de
la piedad se incluye también la presencia de la alegría y la ironía “a pesar de las evidencias del mal en la
Historia”, como usted dice. Para destruir a éste, en lo posible. Y, desde
luego, en homenaje de las víctimas. Una ironía puede devolverlas el honor, y
hasta presentizarlas, como cuando se decía que en los dominios de España no se
ponía el sol, y se añadía, tras un silencio como oracional: “Ni el hambre”.
-En sus memorias, John Lukacs nos habla de la mirada burguesa que, en cierto
modo fue la mirada del cristianismo entendida como una mirada sujeta a la luz
de la intimidad. Esa doble idea apunta en la dirección de la importancia de la
mirada velada y frágil para entender la sustancia de lo humano y que se
enfrenta a la mirada “sin lágrimas”,
que diría Chalier. ¿Cabe imaginar un mundo sin esa luz de la intimidad? ¿Un
mundo sólo alumbrado por los focos de neón?
No, no es fácil imaginar
un mundo sin intimidad y sin conversación y, aunque los grandes totalitarismos
dieron grandes pasos enormes en la liquidación de esa intimidad o recogimiento
en ?la sustancia de lo que es humano?, no pudieron abolirlo, precisamente por
esto: los momentos de revivencias, sueños y pesares o esperanzas, la
conversación, la confidencia y el momento de “in angulo cum libro” o el rinconcillo de leer y restañarse de los
esquinazos del vivir, son la sustancia misma del vivir.
Esto era lo que se
trataba con la supresión de los cafés en Viena o Praga, donde eran media vida
social, exactamente como con las censuras de ciertos libros y la politización
de la escritura. Y, por ejemplo, cuando alguien quiso interceder por Romano
Guardini para que no se le quitara la cátedra, argumentando que no hablaba
nunca de política, la autoridad competente contestó: “Precisamente por eso”
Esa autoridad, del
régimen nazi en este caso, sabía muy bien que la cultura de un pueblo debía
confundirse con la del Estado y toda la existencia humana debía ser regida o
interpretada por la política, fuera de ésta sólo la nada.
-En su último diario, Impresiones provinciales,
usted escribe “La gente de mi edad ha
asistido como en primera fila a toda este deflecamiento o reniego cultural de
Europa, y a la politización de la burbuja posmoderna, y a todas sus
prohibiciones culturales y existenciales y hasta de lenguaje dentro de ella. Y
a las liquidaciones de los herejes sambenitados de distintas maneras”. Me
gustaría preguntarle por este reniego cultural. ¿Qué le ha sucedido a Europa
para caer en este proceso de auto-odio? ¿Se trata de una consecuencia del
triunfo de las filosofías de la sospecha y de la corrección política o hay algo
más?
Seguramente de trata en
gran el triunfo de esas filosofías en las clases dirigentes europeas que luego
se ha extendido y democratizado como la última conquista de la recién
descubierta verdad de la que a la vez se dice que no existe. Y esta verdad-no
verdad destruye toda la herencia intelectual, estética y moral europea, que
comienza a renegarse y a odiarse. Y un reniego y odio y autodesprecio tales de
la vieja Europa se han convertido hasta en cédula acreditativa de pertenecer a
la “intelligentsia”, y desde luego de
ser modernos, y esto es todo un halago para muchos.
Y luego también está ahí
esa especie de cansancio del vivir que se da en sociedades con experiencia del
vivir fácil, desahogado y tedioso que busca aventura, como lo dicen las palabras de aquel pequeño rey godo,
Teodorico, refiriéndose a los romanos
decadentes: “Los romanos idiotas
quieren ser bárbaros, pero los barbaros inteligentes quieren ser romanos”.
Dulces suicidios, doradas eutanasias, eróticos delirios de un banquete de
Trimalción, o de cualquier otro poderoso, al final de los cuales se sacaba un
esqueletito humano para poner una cierta pimienta en el aburrimiento digestivo.
-El eclipse de Europa va de la mano de la
crisis del cristianismo como elemento vertebrador de la cultura y de la
sociedad. Usted vivió en primera persona y con cierto optimismo el aggiornamento del Vaticano II. ¿Qué
lectura hace de la evolución del catolicismo en este último medio siglo y su
obsesión, a favor o en contra, con el zeitgeist
de la época?
El cristianismo, aparte
de una fe, es un cultura que hizo Europa: el mundo de los evangelios, más los
judíos, más los griegos, más los romanos, más todo lo que ha producido este “totum” y su devenir. Sólo hace falta
recordar el modo de ser protestante o papista. Vidas y expresiones artísticas y
hasta de cocina tan distintas. Y el hombre racionalista, cristiano o no, pero
igualmente europeo. No se puede arrojar todo esto por la ventana sin que se cometa
una necedad o una locura, y sin terribles consecuencias de todo tipo.
Es en el siglo XVIII
cuando las minorías sociales rectoras se desprenden con alegría del
cristianismo, porque han pensado que el cristianismo, y todas las religiones,
son unos fantasmas culpables de toda violencia e irracionalidad. Ellos
encendieron una palmatoria, como dice Jacques Lacan, y los fantasmas se
disiparon, y así este racionalismo, iluminista pero no cognitivo, acabó por
triunfar ampliamente.
Más adelante, vino la
cuestión de la ciencia y de la historia como catapultas contra el cristianismo,
o la exégesis bíblica Y, como dice el profesor Pierre Chaunu, hasta la Biblia ha
quedado muda, y puede hablarse de que de la inerrancia bíblica se ha pasado a
una inerrancia de la Ciencia, que es “una
inerrancia de geometría variable de verdades sucesivas”. Y el caso es que
los señores cristianos parece que han quedado muy satisfechos y contentos.
Pongamos luego, como
alegórico el recuerdo del Viernes Santo de 1913, en que un tío abuelo por
cierto de Jean Paul Sartre, abandonó Europa para irse a África. Se llamaba
Albert Schweitzer y era médico, teólogo, pastor y gran intérprete de Bach, que
dijo de sí mismo que “familiarizado con
el miedo, el odio y la falta de fe disfrazada de religiosidad que impregnan el
continente” europeo, decidía irse a vivir en África “un cristianismo sin palabras”.
Luego todo transcurrió,
en la relación entre Iglesia y mundo, en mejor o peor vecindad, o un dejar de
lado las cosas, durante bastante tiempo; incluso si, desde luego, estuvo ahí el
problema del modernismo cerrado en falso, y por fin llegaron, con el Vaticano
II, los aires de un gran optimismo. Pero entonces comenzó una especie de
apresurado “ralliement” o
aproximación al espíritu de los tiempos, y toda una serie de interminables
repliegues: “como un ejército en retirada”,
según me dijo varias veces en los años ochenta un prelado español muy amigo,
hoy ya difunto.
Durante el Concilio
mismo, recuerdo las ironías de una
escritora italiana, que aseguraba que no veía la razón de las Curias de
Juan XXIII y Pablo VI en buscar algún tipo de entendimiento con una modernidad
ya herida de muerte y con un marxismo real al que le quedaban poco más de
veinte años. Y ahora podemos comprobar la exactitud de aquel diagnóstico, y
entender los sarcasmos de otro escritor, Evelyn Waugh, en su guerra en defensa
del esplendor y la belleza de la antigua liturgia, frente al arzobispo de
Westminster, el cardenal Heenan, y frente a Roma. Aunque pronto comprobó que
había perdido: “El Concilio Vaticano ha
podido conmigo. Todavía no me he rociado de gasolina y no me he prendido fuego,
pero tengo que aferrarme tenazmente a la fe sin ninguna alegría”, dijo.
Aunque, ciertamente, ya no vivió mucho más para ver otras tristezas, como el
también eximio escritor Julien Green nos confesó.
-Ernst Jünger, al final de su vida, escribió un libro titulado La Tijera, donde reflexiona sobre los
efectos empobrecedores de la poda sobre el lenguaje y la cultura. En una de las
notas de su diario que se encuentran al principio de Impresiones provinciales podemos leer un párrafo que va en línea
con el ensayo de Jünger. Así, usted señala que “la persona humana ha sido rebajada y minimizada a una sola dimensión:
la de su condición ciudadana. [?]. Significa
que el hombre no tiene sino una naturaleza política, y por eso cuenta. No como
persona ni como hombre. Hombre y persona quedan confiscados y socializados por
la política”. Yo le preguntaría, ¿en qué se distingue la persona del
ciudadano? Y también, ¿al politizar en exceso la vida no nos estaremos
adentrando en un mundo definido por las categorías schmittianas, que solo
distingue entre los amigos y los enemigos?
Si se afirma que la
naturaleza del hombre es esencialmente política, estamos en pleno
totalitarismo, como hemos comentado más arriba, pero la llamada democracia
burguesa considera que ser ciudadanos es la condición social del hombre, más
racionalmente reconocida, pero que el hombre primero es hombre y luego
ciudadano. Aunque ahora parece que volviéramos a aquella identificación entre
hombre y ciudadano y, por lo tanto, ya estuviéramos en una vía más de
liquidación de lo humano e imperio de la política.
Respecto al idioma del
totalitarismo o que lleva a él, hay que decir que es el llamado “lenguaje de madera” y también el
lenguaje “políticamente correcto” que
nos permite denominar a la pena de muerte “defensa
suprema de la vida” y “reordenación
urbana” a expulsar a los menos adinerados de su tradicional hábitat, et. Ya
Tucídides, cuando la guerra de Corcira, en el Peloponeso, hizo notar que debían
llamarse asesinatos a los que habían sido asesinatos.
-Una última cuestión, de raíz casi sapiencial. Al final de su vida le
preguntaron al director de orquesta Sergiu Celibidache si había esperanza. Él
contestó: “¡Por supuesto! El jardín de
Dios es inmenso y siempre fértil. Siempre habrá música”. Para José Jiménez
Lozano, ¿cuál es la clave de la esperanza?
En principio podría
decirse que la esperanza es un mal, un recurso, la sierpe escapada de la caja
de Pandora y, por tanto, que toda esperanza humana es un sueño como mucho, y
que la esperanza es solamente teológica. Pero, si parece una evidencia la
pequeña bondad humana de la que hablaba Vassili Grossman, y se nos testimonia
en los peores momentos, también hay entre los hombres una esperanza, la
indestructible esperanza del almendro que se obstina milenio tras milenio en ofrendar su flor aunque será casi siempre amortecida por el hielo. Es una esperanza contra toda esperanza como la de Abram, y es lo que nos constituye como hombres más que ninguna otra cosa. Y esto debe resultar inexplicable para
quienes, siglo tras siglo, juegan con la esperanza humana y se ríen de ella,
como de la confianza de quienes entraban en la cámara de gas antes de que se
supiese que no eran una ducha. Debió de resultar algo de mucha risa y jolgorio
ver cómo los convocados a la ducha confiaban.
Hobbes pensaba que
sabemos que somos iguales porque nos podemos matar, pero no es menos cierto que
una prueba de esa igualdad radical del género humano es que tenemos esperanza y
podemos matar la esperanza de los demás y reírnos de ella. Pero también
comprobar que es indestructible, incluso machacada o reducida al absurdo. Es la
esperanza contra toda esperanza de Abram, que hizo reír a Sara. Y Péguy decía
que la esperanza era como una niña, pero sólo ella, absolutamente sólo ella,
puede empujar la Historia, y esta realidad es un hecho bruto y material, que
Ernst Bloch se encargó de hacer notar a los señores liberales y a sus propios
compañeros marxistas.
Mayo 2016 - Nueva Revista número 157.
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