viernes, 26 de mayo de 2017

Entrevista de Daniel Capó Laisfeldt a José Jiménez Lozano (Nueva Revista, Mayo 2016)


El escritor José Jiménez Lozano, en la ermita de la Lugareja de Arévalo (Ávila)
J. Jiménez Lozano: “Nadie está obligado a sumarse a una crisis espiritual

por Daniel Capó Laisfeldt

Larga conversación con el premio Cervantes a raíz de la publicación de sus nuevos diarios, Impresiones provinciales (Confluencias).

José Jiménez Lozano (Langa, 1930) es uno de los escritores españoles más relevantes del último medio siglo. Distinguido con el Premio Cervantes en el año 2002, la obra de Jiménez Lozano toma cuerpo y anuncia su verdad precisamente en esa intersección en la que se concretan las pequeñas verdades de los anhelos, las miserias, los gozos y las alegrías del hombre. A raíz de la publicación de sus nuevos diarios, Impresiones provinciales (Confluencias), conversamos con José Jiménez Lozano sobre su obra y los grandes temas que alumbran su literatura.

-Su trayectoria como dietarista es larga, ya desde los lejanos Los Tres Cuadernos Rojos, un libro que resultó seminal para la dietarística española. ¿Qué le incitó entonces a llevar y publicar un diario y qué cree que aporta este género, en apariencia menor, a la literatura de un país?

No tengo ni idea de por qué se me ocurrió publicar lo que, en realidad no es un diario, ni un dietario, sino pequeños apuntes o notas sobre la naturaleza, algo que me cuentan o que leo o veo, pero no pensé nunca en aportar nada a la literatura. Por lo pronto, no sé si son literatura exactamente. Me es más que suficiente con que, a quien lea esas páginas, le interesen o le susciten una cavilación o una melancolía.

-En Los Tres cuadernos rojos aparecen muchos de los temas que conforman la particular mirada de José Jiménez Lozano. Una de estas ideas cruciales es el sentido casi artesanal del valor de la literatura. Usted ha afirmado que “el escritor es alguien que no tiene apenas nada propio, pues todo se le regala y se le da”. Y también que la misión del escritor consiste en entregar de nuevo aquello que ha recibido, de modo que formaría parte de una cadena.  Si le entiendo bien, usted se refiere al valor de una tradición que nos sustenta y de la cual nos alimentamos. ¿Hoy en día, en cambio, asistimos a un eclipse de la tradición y me atrevería a decir que también del sentido artesanal de la vida?

Efectivamente, he dicho que al escritor se le concede todo, porque no es de la nada de dónde saca sus historias o sus poemas, sino que, como decía Henry James, tiene el don “de imaginar lo desconocido por lo conocido, de averiguar la implicación de las cosas, de juzgar el todo por una parte, la cualidad de sentir la vida en general tan intensamente que va bien encaminado para conocer cualquier rincón especial de ella”. Así parece que funciona un escritor. Y también creo que de algún modo nuestra escritura es un eslabón de una gran cadena, desde hace unos cuatro mil años. 

Ciertamente ha habido una siembra de liquidación del pasado, de nuestros pensares y sentires, como si este pasado fuera el equivalente de los anuncios de un periódico de hace dos meses. De tal manera que lo que usted llama el “sentido artesanal de la vida” suena al estilo normal del vivir, heredado de siglos y no diseñado por ideólogos sociales. Y esto, a comenzar por la utilización de la neolengua, y cualquier otro ataque a esos seis pies de territorio o de yo de cada quien y cada cual sobre el que no debe mandar “ni canciller ni nadie”, como decía Monsieur l´abbé de Saint-Cyran. Y hasta los señores de la Revolución Francesa advirtieron muy convenientemente contra la intromisión de la política en la vida diaria, porque fue entonces cuando se comenzó a hablar de política y a polemizar sobre ella, en el comedor. 

Por lo demás, un eclipse, una crisis histórica si es que estamos en una de tantas crisis a las que hemos estado convocados en los últimos cincuenta años- podrá estar ahí, pero nadie está obligado a sumarse a una crisis espiritual, sino que, como decía Eric Voegelin, en aquel su libro sobre El asesinato de Dios y otros escritos políticos, por el contrario, cada uno está obligado a abandonar estas perturbaciones, y por lo tanto no es obligatorio el adamismo actual.

El mundo siempre ha estado dando diez mil vueltas y dará otras diez mil, y muchas más, lleno como está de demasiados filósofos demiurgos como ahora, con miles de ideas adámicas a estrenar. Pero también estamos en este mundo quienes nos encontramos bien viviendo nuestra pequeña vida y no en un mundo diseñado y rediseñado desde años, o en “la Casa del señor Hegel” que decía Martin Buber, pero yo no querría mezclar al señor Hegel en este asunto.

-La otra idea clave que recorre su obra es la mirada que se dirige hacia la desgracia como fuente de sentido. Usted ha escrito, por ejemplo, que “la verdad sólo ha hecho su aparición como desgracia e irrisión”. En sus Confesiones, la escritora rusa Marina Tsvietaiéva anota algo muy parecido: “el don” escribe “de reconocer el sufrimiento de las cosas”. Quizás exista una tradición de la piedad en la escritura que actúa como una memoria del bien. Del bien, diríamos, que subsiste a pesar de todas las evidencias del mal en la Historia.

Ciertamente, como decía Simone Weil, los seres de desgracia están más cerca de Platón de lo que jamás pudo estarlo Aristóteles, y la medida de grandeza literaria era, para ella, las muy contadas obras literarias capaces de demostrar la desgracia humana. Y, por lo demás, es una evidencia que la verdad aparece en el mundo como una realidad de debilidad y desgracia, y en cualquier confrontación lleva las de perder, aunque ahora “una vez más el mundo al revés” se comienza por negar que exista la verdad, y si alguien enuncia una mera y humilde constatación de lo que de este modo estaría probado como verdad, resulta que ello es una intolerable autoridad. Todo recuerda un poco aquellas predicaciones del barroco que advertían que el hombre era menos que nada, porque, si fuera nada, sería algo.

Y, en cuanto a la piedad con la desgracia humana, puede recordarse que ya dijo Bajtin a sus jueces que él tenía que reprochar su régimen político sobre todo un hecho: que no tenía sentido de la desgracia ni de la piedad, que en último término cuenta como una categoría del mero conocer la realidad. Y, en este sentido de la desgracia y de la piedad se incluye también la presencia de la alegría y la ironía “a pesar de las evidencias del mal en la Historia”, como usted dice. Para destruir a éste, en lo posible. Y, desde luego, en homenaje de las víctimas. Una ironía puede devolverlas el honor, y hasta presentizarlas, como cuando se decía que en los dominios de España no se ponía el sol, y se añadía, tras un silencio como oracional: “Ni el hambre”.

-En sus memorias, John Lukacs nos habla de la mirada burguesa que, en cierto modo fue la mirada del cristianismo entendida como una mirada sujeta a la luz de la intimidad. Esa doble idea apunta en la dirección de la importancia de la mirada velada y frágil para entender la sustancia de lo humano y que se enfrenta a la mirada “sin lágrimas”, que diría Chalier. ¿Cabe imaginar un mundo sin esa luz de la intimidad? ¿Un mundo sólo alumbrado por los focos de neón?

No, no es fácil imaginar un mundo sin intimidad y sin conversación y, aunque los grandes totalitarismos dieron grandes pasos enormes en la liquidación de esa intimidad o recogimiento en ?la sustancia de lo que es humano?, no pudieron abolirlo, precisamente por esto: los momentos de revivencias, sueños y pesares o esperanzas, la conversación, la confidencia y el momento de “in angulo cum libro” o el rinconcillo de leer y restañarse de los esquinazos del vivir, son la sustancia misma del vivir.

Esto era lo que se trataba con la supresión de los cafés en Viena o Praga, donde eran media vida social, exactamente como con las censuras de ciertos libros y la politización de la escritura. Y, por ejemplo, cuando alguien quiso interceder por Romano Guardini para que no se le quitara la cátedra, argumentando que no hablaba nunca de política, la autoridad competente contestó: “Precisamente por eso

Esa autoridad, del régimen nazi en este caso, sabía muy bien que la cultura de un pueblo debía confundirse con la del Estado y toda la existencia humana debía ser regida o interpretada por la política, fuera de ésta sólo la nada.

-En su último diario, Impresiones provinciales, usted escribe “La gente de mi edad ha asistido como en primera fila a toda este deflecamiento o reniego cultural de Europa, y a la politización de la burbuja posmoderna, y a todas sus prohibiciones culturales y existenciales y hasta de lenguaje dentro de ella. Y a las liquidaciones de los herejes sambenitados de distintas maneras”. Me gustaría preguntarle por este reniego cultural. ¿Qué le ha sucedido a Europa para caer en este proceso de auto-odio? ¿Se trata de una consecuencia del triunfo de las filosofías de la sospecha y de la corrección política o hay algo más?

Seguramente de trata en gran el triunfo de esas filosofías en las clases dirigentes europeas que luego se ha extendido y democratizado como la última conquista de la recién descubierta verdad de la que a la vez se dice que no existe. Y esta verdad-no verdad destruye toda la herencia intelectual, estética y moral europea, que comienza a renegarse y a odiarse. Y un reniego y odio y autodesprecio tales de la vieja Europa se han convertido hasta en cédula acreditativa de pertenecer a la “intelligentsia”, y desde luego de ser modernos, y esto es todo un halago para muchos.

Y luego también está ahí esa especie de cansancio del vivir que se da en sociedades con experiencia del vivir fácil, desahogado y tedioso que busca aventura, como lo dicen  las palabras de aquel pequeño rey godo, Teodorico, refiriéndose a los romanos  decadentes: “Los romanos idiotas quieren ser bárbaros, pero los barbaros inteligentes quieren ser romanos”. Dulces suicidios, doradas eutanasias, eróticos delirios de un banquete de Trimalción, o de cualquier otro poderoso, al final de los cuales se sacaba un esqueletito humano para poner una cierta pimienta en el aburrimiento digestivo.

-El eclipse de Europa va de la mano de la crisis del cristianismo como elemento vertebrador de la cultura y de la sociedad. Usted vivió en primera persona y con cierto optimismo el aggiornamento del Vaticano II. ¿Qué lectura hace de la evolución del catolicismo en este último medio siglo y su obsesión, a favor o en contra, con el zeitgeist de la época?

El cristianismo, aparte de una fe, es un cultura que hizo Europa: el mundo de los evangelios, más los judíos, más los griegos, más los romanos, más todo lo que ha producido este “totum” y su devenir. Sólo hace falta recordar el modo de ser protestante o papista. Vidas y expresiones artísticas y hasta de cocina tan distintas. Y el hombre racionalista, cristiano o no, pero igualmente europeo. No se puede arrojar todo esto por la ventana sin que se cometa una necedad o una locura, y sin terribles consecuencias de todo tipo.

Es en el siglo XVIII cuando las minorías sociales rectoras se desprenden con alegría del cristianismo, porque han pensado que el cristianismo, y todas las religiones, son unos fantasmas culpables de toda violencia e irracionalidad. Ellos encendieron una palmatoria, como dice Jacques Lacan, y los fantasmas se disiparon, y así este racionalismo, iluminista pero no cognitivo, acabó por triunfar ampliamente.

Más adelante, vino la cuestión de la ciencia y de la historia como catapultas contra el cristianismo, o la exégesis bíblica Y, como dice el profesor Pierre Chaunu, hasta la Biblia ha quedado muda, y puede hablarse de que de la inerrancia bíblica se ha pasado a una inerrancia de la Ciencia, que es “una inerrancia de geometría variable de verdades sucesivas”. Y el caso es que los señores cristianos parece que han quedado muy satisfechos y contentos.

Pongamos luego, como alegórico el recuerdo del Viernes Santo de 1913, en que un tío abuelo por cierto de Jean Paul Sartre, abandonó Europa para irse a África. Se llamaba Albert Schweitzer y era médico, teólogo, pastor y gran intérprete de Bach, que dijo de sí mismo que “familiarizado con el miedo, el odio y la falta de fe disfrazada de religiosidad que impregnan el continente” europeo, decidía irse a vivir en África “un cristianismo sin palabras”.

Luego todo transcurrió, en la relación entre Iglesia y mundo, en mejor o peor vecindad, o un dejar de lado las cosas, durante bastante tiempo; incluso si, desde luego, estuvo ahí el problema del modernismo cerrado en falso, y por fin llegaron, con el Vaticano II, los aires de un gran optimismo. Pero entonces comenzó una especie de apresurado “ralliement” o aproximación al espíritu de los tiempos, y toda una serie de interminables repliegues: “como un ejército en retirada”, según me dijo varias veces en los años ochenta un prelado español muy amigo, hoy ya difunto.

Durante el Concilio mismo, recuerdo las ironías de una  escritora italiana, que aseguraba que no veía la razón de las Curias de Juan XXIII y Pablo VI en buscar algún tipo de entendimiento con una modernidad ya herida de muerte y con un marxismo real al que le quedaban poco más de veinte años. Y ahora podemos comprobar la exactitud de aquel diagnóstico, y entender los sarcasmos de otro escritor, Evelyn Waugh, en su guerra en defensa del esplendor y la belleza de la antigua liturgia, frente al arzobispo de Westminster, el cardenal Heenan, y frente a Roma. Aunque pronto comprobó que había perdido: “El Concilio Vaticano ha podido conmigo. Todavía no me he rociado de gasolina y no me he prendido fuego, pero tengo que aferrarme tenazmente a la fe sin ninguna alegría”, dijo. Aunque, ciertamente, ya no vivió mucho más para ver otras tristezas, como el también eximio escritor Julien Green nos confesó.
-Ernst Jünger, al final de su vida, escribió un libro titulado La Tijera, donde reflexiona sobre los efectos empobrecedores de la poda sobre el lenguaje y la cultura. En una de las notas de su diario que se encuentran al principio de Impresiones provinciales podemos leer un párrafo que va en línea con el ensayo de Jünger. Así, usted señala que “la persona humana ha sido rebajada y minimizada a una sola dimensión: la de su condición ciudadana. [?]. Significa que el hombre no tiene sino una naturaleza política, y por eso cuenta. No como persona ni como hombre. Hombre y persona quedan confiscados y socializados por la política”. Yo le preguntaría, ¿en qué se distingue la persona del ciudadano? Y también, ¿al politizar en exceso la vida no nos estaremos adentrando en un mundo definido por las categorías schmittianas, que solo distingue entre los amigos y los enemigos?

Si se afirma que la naturaleza del hombre es esencialmente política, estamos en pleno totalitarismo, como hemos comentado más arriba, pero la llamada democracia burguesa considera que ser ciudadanos es la condición social del hombre, más racionalmente reconocida, pero que el hombre primero es hombre y luego ciudadano. Aunque ahora parece que volviéramos a aquella identificación entre hombre y ciudadano y, por lo tanto, ya estuviéramos en una vía más de liquidación de lo humano e imperio de la política.

Respecto al idioma del totalitarismo o que lleva a él, hay que decir que es el llamado “lenguaje de madera” y también el lenguaje “políticamente correcto” que nos permite denominar a la pena de muerte “defensa suprema de la vida” y “reordenación urbana” a expulsar a los menos adinerados de su tradicional hábitat, et. Ya Tucídides, cuando la guerra de Corcira, en el Peloponeso, hizo notar que debían llamarse asesinatos a los que habían sido asesinatos.

-Una última cuestión, de raíz casi sapiencial. Al final de su vida le preguntaron al director de orquesta Sergiu Celibidache si había esperanza. Él contestó: “¡Por supuesto! El jardín de Dios es inmenso y siempre fértil. Siempre habrá música”. Para José Jiménez Lozano, ¿cuál es la clave de la esperanza?

En principio podría decirse que la esperanza es un mal, un recurso, la sierpe escapada de la caja de Pandora y, por tanto, que toda esperanza humana es un sueño como mucho, y que la esperanza es solamente teológica. Pero, si parece una evidencia la pequeña bondad humana de la que hablaba Vassili Grossman, y se nos testimonia en los peores momentos, también hay entre los hombres una esperanza, la indestructible esperanza del almendro que se obstina milenio tras milenio en ofrendar su flor aunque será casi siempre amortecida por el hielo. Es una esperanza contra toda esperanza como la de Abram, y es lo que nos constituye como hombres más que ninguna otra cosa. Y esto debe resultar inexplicable para quienes, siglo tras siglo, juegan con la esperanza humana y se ríen de ella, como de la confianza de quienes entraban en la cámara de gas antes de que se supiese que no eran una ducha. Debió de resultar algo de mucha risa y jolgorio ver cómo los convocados a la ducha confiaban.

Hobbes pensaba que sabemos que somos iguales porque nos podemos matar, pero no es menos cierto que una prueba de esa igualdad radical del género humano es que tenemos esperanza y podemos matar la esperanza de los demás y reírnos de ella. Pero también comprobar que es indestructible, incluso machacada o reducida al absurdo. Es la esperanza contra toda esperanza de Abram, que hizo reír a Sara. Y Péguy decía que la esperanza era como una niña, pero sólo ella, absolutamente sólo ella, puede empujar la Historia, y esta realidad es un hecho bruto y material, que Ernst Bloch se encargó de hacer notar a los señores liberales y a sus propios compañeros marxistas.


Mayo 2016 - Nueva Revista número 157.

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