Gershom
G. Scholem: Un encuentro con la inteligencia
Pocas
veces una ciudad está tan asociada para mí a un hombre como Jerusalén y Gershom
G. Scholem. La ciudad milenaria alzada entre el cielo y la tierra, auténtico axis mundi, lugar último y primigenio de
mi estirpe vivía ligada a la fantástica imagen de ese mago de la inteligencia
llamado Gershom G. Scholem. Había oído su nombre en boca de otro mago, Borges,
y más tarde comprobé como el poeta lo utilizaba para rimarlo con Golem. Esa es
la primera visión, la superficial, la anecdótica, quizá la nostálgica. La otra
visión llegó años más tarde en París, cuando con avidez desgarré nervioso los
cuadernillos de «Les grands courants de
la mystique juive». Después llegaron los demás «La Kabbale et sa symbologique» y «Les origines de la Kabbale». La maestría del genio me llenó de
abrumadora admiración. Las palabras "Zohar" o "Luria" convocaron en mí toda esa
enorme herencia espiritual que yo ignoraba y que sin embargo me pertenecía por
derecho propio por las dos fuentes primordiales de mi origen: la España del
esplendor y la mística judía. Scholem trascendió así sus tratados eruditos y se
hizo un personaje relevante de mi mitología particular. Cuando escribí mi
primera novela («El laberinto de Sión»)
en un supremo intento de destruir revelándolos todos los fantasmas de mi
adolescencia no pude menos que dedicársela silenciosamente. Él lo supo entonces
y me lo agradeció con unas líneas escuetas que predecían un encuentro bajo esos
árboles olorosos que dan su sombra al barrio de Rehavia, en la Jerusalén
moderna que se mira en las cercanas murallas otomanas. Y el encuentro llegó en
los albores de este verano. Scholem trastocado en el profesor Shalom,
presidente de la Academia de Ciencias de Israel, me recibió en su piso de catedrático
universitario retirado. No muy alto, septuagenario, los ojos azules
chispeantes, transforma reserva instantáneamente en cordialidad. Su recuerdo
trepa hasta 1919, el año en que se doctora en matemáticas en la universidad de
Berna junto al que sería su gran amigo: Walter Benjamin. Acababa la guerra
europea y Scholem en una revelación decide dedicar todos sus esfuerzos al
estudio de la Kábala. Walter Benjamin le sigue de cerca, se interesa por sus
investigaciones guiado por la intuición más que por el conocimiento. «Benjamin —dice Scholem— sólo había leído un libro de un alemán
cristiano que era el único libró en lengua alemana interesante que sobre la Kabala
existía en ese tiempo». Benjamin inicia entonces una serie de consultas que
se continuaran cuando Scholem abandona Alemania para residir en Jerusalén, a
mediados de la década del veinte, correspondencia que continuará hasta la
mágica muerte de Benjamin en 1940. Parecería que Scholem estudiara y escribiera
un poco para Benjamin y así lo testimoniará la dedicatoria del primer gran
libro “Les grands courants de la mystique
juive». «Yo quería haber dedicado mi
libro a Benjamin en vida, pero desafortunadamente se concluyó meses después de
su muerte». Las palabras de la dedicatoria son sencillas: «A la memoria de Walter Benjamin (1892-1940).
El amigo de toda la vida, en el que el genio estaba unido a la penetración del
metafísico, el talento exégeta del crítico y a la erudición del sabio. Muerto
en Port-Bou (España) en el camino de la libertad.»
Scholem
me insiste con auténtica pasión: «La
influencia del misticismo judío está siempre presente en Benjamin, Es el gran
telón de fondo de su pensamiento, incluso en la época más marxista. Fíjese, la
prueba más evidente es que entre dos textos marxistas yo encontré una página
autobiográfica de un gran misticismo y de una gran oscuridad. En un homenaje a
Benjamin que se va a publicar pronto en Frankfurt he analizado y explicado ese
complicado fragmento que de otra manera se hubiera perdido inexorablemente, ya
que es totalmente indescifrable para quienes no tengan las claves precisas.
Allí estudio todos los elementos que influyeron en la vida y en la obra de
Benjamin, quien siempre se resistió a cualquier tipo de asimilación.
Contrariamente a muchos de los intelectuales judíos contemporáneos, tanto
franceses como alemanes que se acercaron a la Iglesia por distintas razones.
Benjamín, sin embargo, fue siempre hostil a perder su identidad.»
Scholem
se muestra interesado en alertarme contra quiénes según él quieren deformar la
auténtica imagen de Walter Benjamin para transformarlo en un ortodoxo del
marxismo. «No confié nunca de ellos.
Benjamín no podía ser nunca un dogmático y mucho menos un político. Dudé
también de las traducciones, cuando encuentre algo oscuro en su pensamiento
asígnelo a la torpeza del traductor, nunca a Benjamín.» Scholem no dejará
de repetirme toda la tarde: «Debería
saber Vd. alemán. Qué lástima que no lea el alemán».
Pero
balanceando su tesis me dice enseguida: «No
interprete Ud. mal. Benjamin no era tampoco un cabalista. Ni siquiera un
estudioso avanzado. Nunca aprendió el hebreo. Siempre me prometía,
«estudiare el año que viene», pero ese
año nunca llegó en la biografía de Benjamin. El sin embargo gustaba bromear
acerca de la Kábala. Una vez me vino a ver muy asustado Adorno para preguntarme
si era verdad lo que decía Benjamín, que era imposible comprender el primer
capítulo de su libro sobre el barroco alemán sin conocer profundamente la
Kábala. No era verdad. Yo entendí lo que Benjamín insinuaba, pero no era
verdad. Era un juego de Benjamin. Le gustaba jugar con los periodistas y con
los amigos. Nada más.». Por fin abandonamos su enorme despacho tapizado de
numerosos lomos negros para entrar en una habitación más pequeña, llena de
libros, en la que Scholem guarda sus recuerdos más queridos, en ese templete de
la nostalgia están los libros originales de Benjamin dedicados con letra menuda
al amigo Scholem, allí están las cartas, los papeles de Benjamin, las ediciones
múltiples de sus obras en distintas lengua. Scholem muestra religiosamente esos
trofeos de amistad que testimonian la enorme admiración que se rindieron
mutuamente los dos genios. Quizá Scholem sólo admira a Benjamin. Quizá Benjamin
sólo admiró a Scholem.
Marcos-Ricardo Barnatán y Borges (Madrid,1973). |
EL
FANTASMA DE MEYRINK
El
nombre de Meyrink está ligado al de Scholem por medio de ese aprendiz de hombre
apodado «el Golem». Meyrink escribió
la célebre novela expresionista que unió a su vez sus nombres con el de Jorge
Luis Borges. Los tres forman un triángulo cuyas puntas se apoyan en Viena, Jerusalén
y Buenos Aires. Un triángulo que es la forma esencial de todo lo que existe,
según el Zohar. Triángulo que
repetimos en la conversación, pero en el que Scholem se reemplaza por Benjamin
en un desacostumbrado arranque de modestia.
Muchos
incautos han creído que la novela de Meyrink estaba basada en la leyenda
cabalística de Praga y que se ajustaba a las bases de la Kábala tradicional,
cuando en realidad se trata de un mero aprovechamiento de una idea mínima que a
su vez está deformada. «El Golem» de
Meyrink no tiene ningún valor cabalístico. Se trata de una fantasía». Scholem
sonríe e insiste: «Desconocía la Kábala. Sólo recogió algo que estaba en el
espíritu de la época». Scholem prefiere los cuentos de Meyrink, tanto los que
ironizan sobre la burguesía alemana, como los marcadamente fantásticos. «Debería leer esos cuentos Ud. que estudia a
Borges. Yo creo notar una atmósfera parecida en los cuentos de Borges, en la
imaginación y en el tono, sólo que Meyrink es mucho más humorista.».
De
todos los libros de Gustav Meyrink Scholem prefiere una inquietante novela que
me recomienda con entusiasmo: «El ángel de la ventana del oeste». Me dice: «Es un gran libro. Una novela mística grande.
Yo la he recomendado siempre como la gran obra de Meyrink. Sin embargo en uno
de mis últimos viajes a Alemania sufrí un gran golpe. Un profesor de literatura
me demostró con los documentos necesarios que la novela que yo tanto estimo no
fue escrita por Gustav Meyrink sino por un erudito escritor alemán que llegó a
un acuerdo con Meyrink años antes de su muerte. Parece que Meyrink ya estaba
enfermo y tenía la idea de esa novela, pero no las fuerzas para escribirla. Un
místico alemán de gran erudición la escribió para Meyrink con la condición de
cobrarla él. Meyrink era famoso. La novela fue un gran éxito y Meyrink murió al
poco tiempo.»
LA
SOMBRA DE BORGES
Y
el triángulo comienza a cerrarse. Scholem se detiene en Borges. La primera vez
que leyó a Borges fue por mediación de Roger Caillois, el primer traductor de
Borges al francés: «Me mostró un poema
que él había traducido y donde Borges me citaba. Me pareció curioso verme
citado en el poema, y me pregunté con cierta ironía si Borges na me citó nada
más que porque mi nombre rima con Golem». Después conoció las versiones
francesas, inglesas y alemanas de la obra del gran escritor argentino. «Su literatura es apasionante.», dice
definitivo. Scholem gusta ser lapidario cuando algo le desagrada. Del «Lamento de Portnoy» le pidieron su
opinión y el escribió una sola palabra: «Repugnante».
Quiero
conocer la opinión del especialista sobre la auténtica influencia de la Kábala
en la obra narrativa de Borges. Scholem vuelve a sonreír y comienza a hablar
con sinceridad: «Creo que las primeras
influencias cabalísticas de Borges no eran muy serias. Él debe haber leído a
los ocultistas franceses e ingleses del tipo de Papus. Además claro está de la
atmósfera del Golem. Su literatura utiliza elementos cabalísticos pero gran
parte de esa literatura estaba ya escrita antes de leerme a mí. A mí me leyó
más tarde, cuando casi toda su obra estaba ya escrita. El poema «El Golem» está fechado en 1958 y los cuentos de «El
Aleph» y «Ficciones» se publican entre 1940 y 1950.» Le
recuerdo que su artículo «Una vindicación
de la Cábala», incorporado a «Discusión»
está fechado en 1931, y la ya vasta erudición de Borges ignora entonces el
nombre de Scholem que ya se dedicaba a desvelar misterios desde hacía doce
años. Scholem comienza a recordar los viajes de Borges a Israel, las dos
visitas que realizó a su casa. «Estuvo
aquí mismo dos veces. La última vez casi totalmente ciego. Es un hombre
extraño, una extraña mezcla de naif y sofisticado.» La sombra de Borges
está presente en la habitación.
La
palabra de Scholem prosigue su murmullo. Olvida una palabra francesa, se
levanta y busca en el diccionario con minuciosidad. Vuelve. Saca libros de una
estantería, sus libros traducidos al francés, al inglés, al italiano, al alemán
o al hebreo (según la lengua original), y hasta una versión japonesa. Me regala
un par de libros. La noche del viernes huele a jazmín en Rehavia.
MARCOS R. BARNATÁN
Papeles de Son
Armadans (Los días sobre la tierra),
Madrid - Palma de
Mallorca, Marzo, MCMLXXIII, Año XVII
Tomo LXVIII. Núm. CCIV, pp. XXXVIII-XLV.
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