Jurado del Premi Ossa Menor de 1951. De izquierda a derecha:
Salvador Espriu, Joan Teixidor, Josep Pedreira, Jaume Bofill i Ferro,
Marià Manent, Josep Janés, Josep M. de Sagarra y Tomàs Garcés.
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Los poetas mudos
Dejé
en suspenso, en el paso anterior de estas evocaciones, mi experiencia de
curioso explorador de la poesía catalana puesta en su paréntesis cuaresmal. De
los poetas que la continuaban cultivando en su «huerto cerrado», creo que fue a Foix al primero que conocí.
Pertenecía ya a la generación —correlativa a la del 27 en Castilla— cuyos
miembros no iban vestidos o caracterizados «de
artistas» —aunque lo eran en estado puro—, ni de «personajes», sino que, en atuendo y en actitudes, querían
confundirse con el hombre corriente. Visto por fuera y sin oírle hablar, Foix
era el confitero de Sarriá bien acomodado que circunstancialmente era «además». Hablando, bastaban cinco
minutos para verle brillar por el lado del ingenio o por el del humor y la
paradoja, con los que «castigaba» a
su complementario, el comerciante conservador. No profesaba el catalanismo
político, aunque si el literario. Era un hombre bien educado, lleno de mesura,
que casi desconcertaba si se le había leído, porque su escritura es la de mayor
y más complicada imaginación, la de palabra más atrevida e inventora de la
península, como ya dejé dicho o sugerido.
Luego
conocí a Sagarra, corpulento, con cabeza romana, zumbón y agudo. Había tomado
yo contacto —como dije atrás— con Ramón de Campmany que mandaba, por entonces,
en la vieja e ilustre editorial de Montaner y Simón, establecida con grandes
talleres en la calle de Aragón. Campmany era grande y un poco blando, con un
cierto énfasis que correspondía a su figura; pero también era muy afable y muy
generoso. Había llevado a la editorial su taller de grabador (no el de pintor,
que reservaba en casa), y allí pasaba buena parte del día mordiendo planchas y
haciendo pruebas con el tórculo para sus ediciones de bibliófilo. Montaner y
Simón había sido uno de los grandes editores del fin de siglo, y sus ediciones
de aquella época son admirables y expresan el modernismo con tanto relieve como
la «manzana de la discordia» del
Paseo de Gracia. Ahora estaba medio parada, viviendo de sus fondos y editando
algunas colecciones pequeñas y primorosas, de gusto romántico; así salieron un
Santillana y un pequeño Cetina, de Soler Vicens, o una nueva «Bien plantada», un nuevo «Pablo y Virginia», o una nueva «Carmen» con grabados de época
encantadores y encuadernaciones muy finas.
Campmany
se avino a publicar mi inédito En la
soledad del tiempo (libro de libros, que luego he tenido que castigar y
desmembrar para dejarlo medio presentable), pero a condición de iniciar con él
una colección que yo dirigiría. Para mí, vincularme a un trabajo regular era
entonces —invierno del 44— más importante que publicar unos poemas. Pero la
colección «Ariel» —que fue, desde el punto
de vista de su «maqueta» y su
realización tipográfica, impecable— no pudo sostenerse. Salieron mi libro y uno
de Poesías completas, de González
Ruano, y pasó a la imprenta el Soria, de Gerardo Diego, pero no llegó a
componerse. Los otros que había comprometido ni siquiera llegaron a tanto. La
colección no era viable y la editorial entraba, por otra parte, en una fase de
revisiones y cambios que me excluían hasta más ver. Pero, repito, mis estancias
en la editorial me permitieron conocer a Sagarra, así como a Soler Vicens, y al
fantástico mallorquín Estelrich, que tenía que ver con la empresa. A Soler
Vicens lo recuerdo con cariño. Tenía un rostro semítico que respiraba bondad y
una memoria infalible para la poesía. Procedía del sector moderado y burgués
del catalanismo y se consolaba del silencio forzoso de su lengua recitando, de
una sentada, cientos de versos de Verdaguer. A Estelrich lo traté menos. Era la
brillantez misma, con una gran cultura. Sagarra, por su parte, estaba entre dos
fuegos, pues si era conformista en política, no dejaba de sentirse sumergido y
agraviado como escritor catalán. Su alivio era el sarcasmo. Conmigo fue siempre
cordial, aunque yo no le ocultaba mis preferencias por Riba y hasta por Carner.
Cuando le conocía estaba embarcado en una de sus heroicas traducciones (creo
que la de la Comedia) y traía ya
entre manos su vasto poema de Montserrat.
Pero
hubo otro lugar de encuentro al que también me he referido: la casa de la
poetisa genovesa Ester de Andreis (también aparece, con su glicina y su
almendro, en una página de mi Diario)
que, en aquel año, preparaba la edición de su primer y delicado libro, Attimi, y unas traducciones de la Barryt
y de Catherine Mansfield. A primera impresión, Ester parecía un ser
angélicamente embobado, con una sensibilidad receptiva casi floral. Luego se
iba viendo la persona de reflexión segura, que ella disimulaba abriendo mucho
los ojos, como con asombro, y dejando sonreír a su boca un poco desbordada. Y,
sobre todo, la persona de nervios vivos y voluntad obstinada. Era, se lo dije
una vez, la mujer frágil o de mala salud más vigorosa que he conocido nunca. No
le interesaba la vida intelectual por presunción. No buscaba un «salón» de adorno. Ella estaba en el ajo;
pertenecía a aquella vida y de ella estaba hecha la suya en buena parte.
Durante años, la casa de Ester de Andreis, en Ganduxer, 55, ha sido punto de
reunión para una porción de escritores catalanes, forasteros y transeúntes. (En
aquella casa, por ejemplo, conocí yo a Vicente Aleixandre).
Entre
el 43 y el 44 los visitantes más asiduos eran los poetas de «Entregas», incluidos Cirlot y Riquer, y
tres de los catalanes de nombradía con los que yo tenía amistad sin remedio: Teixedor,
al que ya conocía, pues fue puntal temprano de DESTINO, Mariá Manent, que
trabajaba en la Editorial Juventud, y el patriarca —aún joven entonces— Jorge
Rubió, que, despojado de su cátedra y de su biblioteca, mantenía su dignidad
con un sosiego, una ausencia de resentimiento y una sencillez de estilo
literalmente superiores. Como hombre de mucho y verdadero saber, don Jorge
—suave el gesto, el acristalado mirar inquisitivo— opinaba poco y escuchaba
mucho. Nunca le oí palabra vana ni frase arrogante. Pero cuando comunicaba un
dato o emitía un juicio, con media voz cortés, quedaba al descubierto su
entidad magistral. Hombre de cortesía, paciencia y bondad, se le sentía, a
veces, la borrasca crítica y reprimida detrás de la frente, al oír una inepcia
o presentarse un tema polémico: era un gesto y bastaba. Hoy Rubió está en el
centro de la vida cultural catalana y el respeto le rodea por todas partes.
Sobrevive, robustamente y casi solo, a la generación de los «seniors» de la comunidad.
Fino
hasta la exquisitez —empezando por la figura pálida, coronada por un cabello
precozmente cano—, era y sigue siendo el otro de los catalanes de nación y
lengua fieles a la reunión: Manent. Su sensibilidad se había probado
traduciendo y estudiando a muchos poetas ingleses y a algunos poetas chinos. Su
poesía tenía delgadez de materia, vibración de sensibilidad e intensidad de
sentimiento. Ofrecía, en su modo de hablar, un cierto contraste con Teixidor,
poeta de contenida pero dolorida pasión, cuya conversación de tímido es, por intermitencias,
de tono vivo —mientras ladea y echa atrás cabeza y pecho, como si contestase a
un reto—, en tanto que Manent hablaba con una cierta monotonía cadenciosa,
igual, interrogante o confidente. Por Manent conocí a Garcés, poeta de
cancionero con reminiscencias de provenzalismo, como los poetas andaluces de
cancionero —Alberti, Lorca— resuenan a los medievales castellanos.
Mis
conocimientos de la poesía catalana gran entonces muy incompletos. No diré que
a Verdaguer, a Maragall o a Costa y Llobera no me los tuviese leídos. E incluso
a Sagarra y a Carner. Y al muy próximo Teixidor. Pero a los otros hube de ir
descubriéndolos en esos años y a algunos con dificultad de comprensión a causa
del fraseo que, con frecuencia, se me escapaba, porque la poesía no es la prosa.
A
Salvat Papaseit y a Espriu, por supuesto, tardarla diez años en encontrarlos en
texto. A los de voz más íntima o popular —Manent, Garcés, Clementina Arderiu—
los estaba leyendo entonces. A Bofill y Matas (¡nada menos!) no lo había
entrevisto. A Alcover lo conocía mal. A los jóvenes nada. A Riba me lo hizo
leer Oriol Anguera, a quien, como ya dije, conocí en el estudio de
Santasusagna. Pronto nos vimos los tres con frecuencia, en la mesa del doctor
Puigvert, que nos convocaba a almorzar frecuentemente. (Almuerzos, he de
decirlo, para personas de buen apetito, pues la cocina de aquella casa era
amplia y castiza). Puigvert era muy acogedor y discreto y muy calmo, aunque
seguramente podía tener sus cóleras, ya que no hay prueba de nervios que
equivalga a la del quirófano. Anguera era una persona algo enigmática y muy
polémica. Ya he dicho que vivía en estrecho contacto con los rescoldos del
catalanismo marginado y que, gracias a él, supe de verdad en qué ciudad vivía.
Él me prestó las «Estances», que leí
con dificultad no inferior a la que me había costado Foíx, cuya originalidad me
deslumbraba. Pero de Riba he hablado ya.
Cuando
no se entiende del todo una cosa —el detalle de la literatura catalana se me
abría a mi entonces con apuros— se tiende al remediavagos, a veces iluminador,
de las literaturas comparadas. Me obstinaba en buscar las correlaciones de este
costado de la poesía peninsular con la castellana o española (tomada en el
sentido más amplio, abarcando también a los hispanoamericanos). Pero las
correlaciones se me desmentían a cada paso. A Verdaguer o Costa y Llobera, ¿qué
correlatos darles? ¿N. de Arce? ¿Bécquer? No valía. ¿A Alcover y Maragall
Unamuno y Machado? ¿A Carner, Juan Ramón? ¿A Sagarra un cierto Rubén y los
modernistas epigonales? No era eso. ¿A Riba, Guillén? Era un poco más posible.
Ninguna comparación iluminaba gran cosa, salvo el comprender hasta qué punto la
peculiaridad lingüística condiciona incluso a la imaginación. Esto es algo que,
si no se exagera, se ve con evidencia dedicándose a esos juegos comparativos.
Pero en realidad hay que partir del hecho de que cada cual es cada cual, y que
lo único aconsejable es la lectura directa y lealmente crítica del texto que se
quiere entender. ¿Cómo se puede —para poner sólo un ejemplo— comparar un poema
escrito en una lengua con pocos sustantivos y adjetivos monosílabos con un
poema de otra lengua que los tiene en abundancia? Cuando cosas tan decisivas
como corazón, tiempo, cuerpo, pecho, mundo, se pueden llamar cor, temps, cos,
pit, mon, ¡se juega con ventaja! No hay, pues, otra correlación temática y
formal que la que procede de una misma determinación por la situación histórica
y el medio cultural «in extenso».
En
lo demás, las equivalencias que se busquen serán siempre más que dudosas. No
hay duda que Maragall «se parece», en
ideas y sentimientos, a Unamuno y Machado, y que Riba tiene puntos comunes con
Guillén. Pero el parecido será remoto en casos como Verdaguer, Costa o Sagarra,
o en otros como un Manent y un Garcés, que resultan tan diferentes a un Alberti,
un Lorca o un del Valle. No se trata del valor —mejor, peor—, sino de
identidad. De aquellos años oscuros para la poesía catalana —para su
presentación, no para su laboreo, que fue hondo—, saqué, buceando, una moraleja
de curiosidad y respeto. Hoy todo está a la luz, gracias a Dios. Entonces «aún era de noche» y sólo podía encontrar
algo quien llevase lazarillo al lado y un poco de luz en el pecho.
Destino,
Año XXXV, No. 1863 (16 jun. 1973), p. 43.
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