Gloria de Ros y Dionisio Ridruejo en un viaje a Paris en el año 1962. |
Un ciudadano flotante.
Como
toda ciudad grande y de larga historia, con hondas cicatrices de lucha,
Barcelona cuenta, en la diferenciación de sus barrios, una larga historia
social, que incluye el desplazamiento sucesivo de sus grupos privilegiados a
espacios más libres, la ocupación de su antiguo centro por una población
mezclada y el voluntario o forzoso «apartado»
de lo que en otro tiempo se llamó «el
pueblo», mientras, en campamentos provisionales y precarios, acampa el
ejército de los que esperan una integración. No voy a contar esa historia
sabida; la historia que ha ido trasladando la calle Fernando a la Diagonal —y
ya la deja «abajo»— y que ha hecho
pintorescas y pobres las calles del barrio de la Ribera, o abigarradas, o
ambiguas las que serpentean de las Ramblas al Paralelo, mientras caían las
villas o torres apartadas en sus arboledas y se llenaban los que fueron campos
de hormigueros de cemento o de barriadas de lata. Hacia 1943 ese movimiento
estaba un tanto detenido y la zona vaga, mezclada, era más extensa que hoy. De
todos modos la ciudad era ya bastante compleja para que cada espacio debiese
ignorar a su vecino y el paseante, que, aprovechando su calma relativa, los
hubiera querido enlazar todos, resbalase por una superficie. Notoriamente las
diferencias extremas se veían acentuadas. El proletariado se alimentaba con
dificultad y estaba atemorizado. La alta burguesía se defendía de la ley de
beneficios extraordinarios y de la Fiscalía de Tasas gastando más de lo
corriente y cobrando más de lo aceptable, de modo que la espiral de los precios
se hacía endemoniada. La clase media vivía jadeando cuando rehusaba apicararse.
Y los grupos intelectuales —en los que necesariamente yo debía encontrar mi
medio— se resentían aún muy gravemente de la partición, de la diáspora y de las
escaseces, recelos y censuras que castigaban sus tareas.
Hasta
la conclusión de la guerra mundial —que aún duraría año y medio—, todo aquello,
a pesar de sus rudos contrastes, parecía tranquilidad si el pasajero iba de
prisa y no disponía de naves para entrar en cada casa. Lo que era mi caso. Por
ello nadie debe esperar que estos recuerdos puedan equivaler a un verdadero
testimonio de época. Sólo se testifica lo que se vive, y yo vivía en un cierto
estado de flotación y desarraigo, conducido por el azar. Lo que evoco son, por
lo tanto, retazos desunidos de una tela que sólo he podido reconstruir más Urde
estando cabos», como suele decirse. El plano de Barcelona me contaba lo que él
sabía: su génesis, pero no su íntima actualidad.
Con
esta digresión ya habrá comprendido el lector que mi confinamiento en San
Andrés de Llavaneras fue, desde sus comienzos, más elástico que el de Ronda.
El
gobernador, Correa Véglison —que tenía sus pujos de independencia—, vino a
verme a la casita del Maresme a los pocos días de mi llegada. Me dijo, con toda
claridad, que no pensaba gastar policía en mi vigilancia y que si se me ocurría
corretear por la provincia o pasearme por la ciudad él cerraría los ojos con
tal de que yo fuera un poco discreto. Por supuesto, aproveché la holgura para
dejar la casa de Pujol-Penella, que me arruinaba, y que al primero le convenía
tener libre para dar veraneo a unos amigos de Madrid que le ayudaban en sus
asuntos. Como en Llavaneras no había hospedaje fácil me fui a buscarlo a Arenys
y luego a Caldetas, donde apuré el último episodio de un negocio sentimental
que ya iba de capa caída, camino de convertirse, como Dios manda, en una leal
amistad con buenos recuerdos.
Fue
allí donde, en septiembre, iría a buscarme d´Ors —como dejé explicado— para
meterme en el berenjenal definitivo, ése que terminaría en bendiciones con
música de Bach y en felices responsabilidades para las que me encontraba tan
bien dispuesto como mal provisto. (Hay mujeres que se empeñan en hacer lo que
no les conviene. Gracias les sean dadas.) Seguí hasta octubre en Caldetas, sin
otro cuidado que corregir las pruebas de dos libros de versos —por fin
autorizados— y de mirar el mar. Un día vinieron a verme mi amigo Aurelio Valla
y José Mª Gironella. Habían escrito un drama algo simbolista, que leímos y
discutimos sin tasar el tiempo. Luego el uno escribiría versos y el otro novelas
de gran radio. A la sazón Gironella tenía aún su pequeña librería en Gerona y
era bastante tímido. Valla, que había estado conmigo fraternalmente parte de la
guerra, había perdido ya su acento inglés y estaba a punto de recatalanizarse
casándose (como es irremediable si se las conoce) con una muchacha del país,
inteligente y rica de humor, de la familia Viñamata, cuya hija mayor, luego
señora de Comas Valls, era también como una hermana mía.
En
fin, cuando el frio comenzó a insinuarse. Masoliver me dijo que me dejase de
gaitas (o de caracolas) y me fuese a Barcelona. Por de pronto a su casa, un
poco más tarde a unas habitaciones limpias y cómodas que un profesor del Liceo
Italiano dejaba en una casa de la calle de Gerona, cuidada por dos viejecitas
—señora y sirvienta— tan cariñosas como pulcras. Este régimen barcelonés duró
sólo hasta junio, pues era un régimen de «tapadillo».
En junio me casé en la Virgen del Pino y volví a Llavaneras, a una casa
alquilada, que es donde comienza el argumento de mi Diario de una tregua. La casa la obtuve por anuncio, y era de un
alemán ya muy hecho al país. No era cara y no era bonita, pero era grande y muy
cómoda, con el mar a cien pasos, y quedaba en la parte exterior del valle, donde
las laderas miran a Mataró.
Si
de Barcelona dijera yo una silaba menos que Cervantes —Dios me perdone la
inmodestia— sería un desagradecido. Aún después de marcharme a la calle de
Gerona seguía comiendo en casa de Masoliver, por lo menos un par de veces por
semana. La enjuta, pequeña, nerviosa, vibrante doña Luisa era una madre
universal de corazón inagotable. De los otros días de la semana, uno, al menos,
comía en casa de los Viñamata, otro en la de doña Montserrat Ribas y algunos en
la del matrimonio Salas. Cada casa es un mundo y los mundos de las tres
primeras casas tenían un estilo marcadísimo. El de los Masoliver era el de la
burguesía profesional y tradicional. El de los Viñamata el de la burguesía
holgada y bohemia. El de la señora Ribas el de la burguesía refinada o
aristocratizante. Pero los tres eran acogedores, naturales, cómodos. Si es que
mi adaptabilidad —que no es difícil— no llega a lo formidable.
En
la casa de Masoliver regia formalmente el patriarcado, aunque la vida —y el
mando o la batuta— lo llevaba la aragonesa de Hijar que era la «urdimbre afectiva» de aquel abejar
alegre en que se convertía el comedor de la casa los domingos. Don Narciso,
ingeniero jubilado que hacía aún algún trabajo a ratos perdidos, era tranquilo
y lacónico. Hablaba poco y bajo. Se movía lo indispensable. Y. como un buen
epicúreo, practicaba la ataraxia (la idea de que los epicúreos eran unos «puntos» de orgia es una invención de la
ignorancia contemporánea). Los hijos le besaban siempre la mano. Las hijas la
mejilla, muy suavemente. (Eran cinco varones y dos hembras, más una buena tropa
de nietos.) Él presidia desde una cabecera, en su sillón. Doña Luisa, a su lado,
en un ángulo, le servía el primero con una cierta ceremonia. Con todos los
Masoliver me encontraba en familia, aunque algunos (Rafael, Luis, María Jesús,
la hermana mayor y Juan Ramón) eran más alegres, efusivos y hasta ruidosos,
mientras los otros (la pequeña, Joaquín y Narciso) tiraban más al tono del
padre. La casa era una de las de la Rambla de Cataluña, con pasillo largo.
Jalonado de pequeños cuartos y las cabeceras más amplias: la de la calle donde
estaba el despacho y la del patio interior (que, según Cerdá, debiera haber
sido jardín), donde estaba el comedor con una galería. Los muebles eran del
tiempo de la boda, gastados y de estilo incierto. Casa de muchos chicos y, por
lo tanto, baqueteada, aunque doña Luisa estaba siempre en faena. Doña Luisa era
de esas personas que se graban en el corazón, vivaz, abierta, que lo mismo
echaba un piropo que una regañina y tenía, en su austeridad, el don activo de
caridad que se encuentra tan pocas veces. No me extraña que Juan Ramón haya
sido con ella un modelo de hijo hasta el punto de instalarse en su cuarto para
cuidarla cuando le acometió la enfermedad larga y dolorosa que acabaría con su
fibra. Las sobremesas en casa de Masoliver, con tanta animación, no era raro
que acabasen con la cena.
La
casa de los Viñamata era también alegre, pero de otro modo. Su directora —doña
Paula— era viuda del antiguo cónsul de Austria (aunque barcelonés), que yo
apenas había entrevisto en vida y era un humorista. Ella tocaba el piano con
facultades y con vocación y llevaba la bohemia artística en la sangre. Era
grande, casi majestuosa, y de joven debió tener esplendor. En la casa
dominaban, aunque no hasta el exceso, los muebles isabelinos y los modern style, ricos en general, con un
poco de desorden. El culto por la humorada, la frase aguda, la burla divertida,
dominaba el ambiente, que era de una gran independencia de todos respecto a
todos, aunque las dos pequeñas de la casa —irónicas, alegres, sensibles— eran
como gemelas inversas: la coqueta y la osada. Lo que la gente se divertía con
la palabra en aquella casa no es para ser dicho.
En
la casa de Montserrat Ribas —Ratín— dominaba una cierta displicencia, con
rameado de curiosidad literaria y murmuración de sociedad. La casa estaba
fundada en las antigüedades bien elegidas. El servicio, entre familiar y
distanciado. La mesa refinada, como para una cierta falta de apetito. Era un
piso grande del Paseo de Gracia. La dueña de la casa tenía encanto y manejaba
diestramente los sobreentendidos mundanos, las frases y las boutades de contraste. Era inteligente y
también lo eran sus dos hijos, hembra y varón, que caían el uno por el lado de
la indolencia y la otra por el del desplante. Pero aquí no me detendré mucho,
pues se tratarla ya de aquellas «pláticas
de familia» que le parecen extemporáneas al personaje de don José Zorrilla.
Xavier
de Salas (que se ocupaba de los museos de Cataluña) y su mujer, Carmen Ortueta,
hablan colaborado conmigo en Burgos, y seguí frecuentándoles, como ya dije,
durante mi estancia en El Brull. A Xavier lo conocía desde 1935, fecha en que
ya opositaba a una cátedra de Historia del Arte. Era amigo de Samuel Ros y es
el que me habla presentado en San Sebastián a mi futura mujer, algo pariente
suya. La casa que habitaban en la calle de Lauria era nueva y estaba llena de
cuadros y de libros. Allí venían con frecuencia Masoliver y Martin de Riquer, y
alguna vez Luys de Santa Marina, Janés y otras personas del mundo literario.
Santa
Marina era otra de mis referencias barcelonesas, aunque ésta me venia del
inmediato pasado político. Me atrevería a sugerir que este montañés obstinado
(mezcla españolísima de tradicionalista y anarquista con todos los truenos del
nacionalismo heroico en la mano) era una paradoja. Pues la verdad es que
hablando parecía un fanático y actuando resultaba un liberal. No creo que —con
la excepción, quizá, del marqués de Lozoya en Segovia se haya dado en el campo
nacionalista de la guerra una persona que más salvamentos o «quites» haya hecho a personas que
corrían el riesgo de la represión. De Lozoya se contaba en Segovia este chiste:
Cuando un expediente parecía estar «listo»
para pasar al consejo de guerra, el instructor oponía un reparo: «No, no está completo: falta el “aval” del marqués de Lozoya». Eficaces o
ineficaces, Santa Marina despachó en Barcelona centenares de avales. Y la cosa
tenía mayor mérito si se piensa que él se habla pasado la guerra en la cárcel
con tres penas de muerte encima. Un contraste parecido se da también en su
literatura, que pasa de un puritanismo lingüístico casi arcaizante —aunque
noble— a un lirismo de evocación (el de sus papeles de recuerdo) verdaderamente
suave y coloquial. Figura exterior crispada, nervuda, «ardorosa», con temple interior afectuoso, humano, casi tierno. En
cualquier caso su obstinación militante (que a mí me resulta extraña) merece, a
su vez, un aval que nadie tiene que extenderle: el de su espartana sobriedad y
su ascética recusación de todo provecho. Conmigo siempre fue bueno y cordial.
Cuando nuestras diferencias de criterio y valoración empezaron a ser muy grandes,
me decía: «Eres un borrico», con la
misma afectuosa cordialidad con que, unos años antes, me llamaba «camarada». ¿Quijotismo? Yo creo que si,
y de buena ley. Y lo mismo creía —lo hablamos poco antes de su despedida para
la muerte— su antiguo amigo Max Aub.
Algo
del corte de Luys tenía Riquer en aquel tiempo. Incluso una cierta fascinación
por el mundo anarquista. Pero él estaba muy trabajado por la ductilidad
mediterránea. Riquer ha hecho luego, como es bien sabido, [una] obra importante
de erudito, y de erudito provenzalista y catalanista. Está en lo suyo. Y lo
mucho que en ese año, y aun después, hablé con él no quedó en saco roto. Tanto Santa
Marina como él eran buenos guías para las lecturas de loe clásicos y para las curiosidades
de la historia.
Por
supuesto, cada una de mis referencias barcelonesas previas «daba» a un cierto panorama. Por Masoliver
«salía» —ya lo dije— al grupo de
DESTINO (Vergés, Teixidor, los Nadal. Agustí aún, y más tarde Tristán la Rosa,
cuyo último libro habré de comentar, y, claro es, Pla y Brunet). Pero también
al grupo de poetas que le ayudaba en sus «Entregas
de Poesía» (Cirlot acaba de irse y no pasaré su muerte en silencio), así
como al Sitges de González Ruano y a la tertulia de la fina poetisa genovesa,
luego amiga muy querida, Ester de Andreis, donde encontraría algunos de los
escritores catalanes oficialmente marginados. Por Santamarina al grupo de
novelistas de Luis de Caralt y al del vital e inolvidable Janés, que le debía
el «quite» a tiempo. Por los Viñamata
al doctor Puigvert y a Ramón de Campmany que, a su vez, me conducirla a Sagarra,
a Soler Vicens y a Foix, el primero y más original de los surrealistas
peninsulares. Por la familia Ribas —mi futura familia— a un cierto tipo de sociedad
«divertida» y también a ciertos
artistas; círculos en los que yo mismo tenía ya algunos amigos. En el estudio
de uno de esos artistas —el malogrado Santasusagna— encontraría a una de las
personas —Oriol Anguera— que venían de las catacumbas del idioma proscrito y
que tanto me ayudarla a entender ciertas cosas. Por el circulo de d´Ors al
grupo de Villanueva, donde reinaba el grabador Ricart. Pero esas y otras muchas
referencias (incluso obtenidas por puro acto de presencia) exigen tiempo y
espacio. Irán viniendo. Sin olvidar alguna pequeña bajada «a los infiernos», esto es, al mundo de los negocios vagos o
fantásticos, que entonces constelaban el cielo social de Barcelona de estrellas
fugaces.
Destino, Año XXXV, No. 1861 (2 jun. 1973), pp. 8-9.
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