martes, 23 de mayo de 2017

"En la Cataluña de los 40" (II) de Dionisio Ridruejo (Destino, 2 jun. 1973)

Gloria de Ros y Dionisio Ridruejo en un viaje a Paris en el año 1962.
[V. "En la Cataluña de los 40 [1.], [3.] y [4.]]

Un ciudadano flotante.
Como toda ciudad grande y de larga historia, con hondas cicatrices de lucha, Barcelona cuenta, en la diferenciación de sus barrios, una larga historia social, que incluye el desplazamiento sucesivo de sus grupos privilegiados a espacios más libres, la ocupación de su antiguo centro por una población mezclada y el voluntario o forzoso «apartado» de lo que en otro tiempo se llamó «el pueblo», mientras, en campamentos provisionales y precarios, acampa el ejército de los que esperan una integración. No voy a contar esa historia sabida; la historia que ha ido trasladando la calle Fernando a la Diagonal —y ya la deja «abajo»— y que ha hecho pintorescas y pobres las calles del barrio de la Ribera, o abigarradas, o ambiguas las que serpentean de las Ramblas al Paralelo, mientras caían las villas o torres apartadas en sus arboledas y se llenaban los que fueron campos de hormigueros de cemento o de barriadas de lata. Hacia 1943 ese movimiento estaba un tanto detenido y la zona vaga, mezclada, era más extensa que hoy. De todos modos la ciudad era ya bastante compleja para que cada espacio debiese ignorar a su vecino y el paseante, que, aprovechando su calma relativa, los hubiera querido enlazar todos, resbalase por una superficie. Notoriamente las diferencias extremas se veían acentuadas. El proletariado se alimentaba con dificultad y estaba atemorizado. La alta burguesía se defendía de la ley de beneficios extraordinarios y de la Fiscalía de Tasas gastando más de lo corriente y cobrando más de lo aceptable, de modo que la espiral de los precios se hacía endemoniada. La clase media vivía jadeando cuando rehusaba apicararse. Y los grupos intelectuales —en los que necesariamente yo debía encontrar mi medio— se resentían aún muy gravemente de la partición, de la diáspora y de las escaseces, recelos y censuras que castigaban sus tareas.
Hasta la conclusión de la guerra mundial —que aún duraría año y medio—, todo aquello, a pesar de sus rudos contrastes, parecía tranquilidad si el pasajero iba de prisa y no disponía de naves para entrar en cada casa. Lo que era mi caso. Por ello nadie debe esperar que estos recuerdos puedan equivaler a un verdadero testimonio de época. Sólo se testifica lo que se vive, y yo vivía en un cierto estado de flotación y desarraigo, conducido por el azar. Lo que evoco son, por lo tanto, retazos desunidos de una tela que sólo he podido reconstruir más Urde estando cabos», como suele decirse. El plano de Barcelona me contaba lo que él sabía: su génesis, pero no su íntima actualidad.
Con esta digresión ya habrá comprendido el lector que mi confinamiento en San Andrés de Llavaneras fue, desde sus comienzos, más elástico que el de Ronda.
El gobernador, Correa Véglison —que tenía sus pujos de independencia—, vino a verme a la casita del Maresme a los pocos días de mi llegada. Me dijo, con toda claridad, que no pensaba gastar policía en mi vigilancia y que si se me ocurría corretear por la provincia o pasearme por la ciudad él cerraría los ojos con tal de que yo fuera un poco discreto. Por supuesto, aproveché la holgura para dejar la casa de Pujol-Penella, que me arruinaba, y que al primero le convenía tener libre para dar veraneo a unos amigos de Madrid que le ayudaban en sus asuntos. Como en Llavaneras no había hospedaje fácil me fui a buscarlo a Arenys y luego a Caldetas, donde apuré el último episodio de un negocio sentimental que ya iba de capa caída, camino de convertirse, como Dios manda, en una leal amistad con buenos recuerdos.
Fue allí donde, en septiembre, iría a buscarme d´Ors —como dejé explicado— para meterme en el berenjenal definitivo, ése que terminaría en bendiciones con música de Bach y en felices responsabilidades para las que me encontraba tan bien dispuesto como mal provisto. (Hay mujeres que se empeñan en hacer lo que no les conviene. Gracias les sean dadas.) Seguí hasta octubre en Caldetas, sin otro cuidado que corregir las pruebas de dos libros de versos —por fin autorizados— y de mirar el mar. Un día vinieron a verme mi amigo Aurelio Valla y José Mª Gironella. Habían escrito un drama algo simbolista, que leímos y discutimos sin tasar el tiempo. Luego el uno escribiría versos y el otro novelas de gran radio. A la sazón Gironella tenía aún su pequeña librería en Gerona y era bastante tímido. Valla, que había estado conmigo fraternalmente parte de la guerra, había perdido ya su acento inglés y estaba a punto de recatalanizarse casándose (como es irremediable si se las conoce) con una muchacha del país, inteligente y rica de humor, de la familia Viñamata, cuya hija mayor, luego señora de Comas Valls, era también como una hermana mía.
En fin, cuando el frio comenzó a insinuarse. Masoliver me dijo que me dejase de gaitas (o de caracolas) y me fuese a Barcelona. Por de pronto a su casa, un poco más tarde a unas habitaciones limpias y cómodas que un profesor del Liceo Italiano dejaba en una casa de la calle de Gerona, cuidada por dos viejecitas —señora y sirvienta— tan cariñosas como pulcras. Este régimen barcelonés duró sólo hasta junio, pues era un régimen de «tapadillo». En junio me casé en la Virgen del Pino y volví a Llavaneras, a una casa alquilada, que es donde comienza el argumento de mi Diario de una tregua. La casa la obtuve por anuncio, y era de un alemán ya muy hecho al país. No era cara y no era bonita, pero era grande y muy cómoda, con el mar a cien pasos, y quedaba en la parte exterior del valle, donde las laderas miran a Mataró.
Si de Barcelona dijera yo una silaba menos que Cervantes —Dios me perdone la inmodestia— sería un desagradecido. Aún después de marcharme a la calle de Gerona seguía comiendo en casa de Masoliver, por lo menos un par de veces por semana. La enjuta, pequeña, nerviosa, vibrante doña Luisa era una madre universal de corazón inagotable. De los otros días de la semana, uno, al menos, comía en casa de los Viñamata, otro en la de doña Montserrat Ribas y algunos en la del matrimonio Salas. Cada casa es un mundo y los mundos de las tres primeras casas tenían un estilo marcadísimo. El de los Masoliver era el de la burguesía profesional y tradicional. El de los Viñamata el de la burguesía holgada y bohemia. El de la señora Ribas el de la burguesía refinada o aristocratizante. Pero los tres eran acogedores, naturales, cómodos. Si es que mi adaptabilidad —que no es difícil— no llega a lo formidable.
En la casa de Masoliver regia formalmente el patriarcado, aunque la vida —y el mando o la batuta— lo llevaba la aragonesa de Hijar que era la «urdimbre afectiva» de aquel abejar alegre en que se convertía el comedor de la casa los domingos. Don Narciso, ingeniero jubilado que hacía aún algún trabajo a ratos perdidos, era tranquilo y lacónico. Hablaba poco y bajo. Se movía lo indispensable. Y. como un buen epicúreo, practicaba la ataraxia (la idea de que los epicúreos eran unos «puntos» de orgia es una invención de la ignorancia contemporánea). Los hijos le besaban siempre la mano. Las hijas la mejilla, muy suavemente. (Eran cinco varones y dos hembras, más una buena tropa de nietos.) Él presidia desde una cabecera, en su sillón. Doña Luisa, a su lado, en un ángulo, le servía el primero con una cierta ceremonia. Con todos los Masoliver me encontraba en familia, aunque algunos (Rafael, Luis, María Jesús, la hermana mayor y Juan Ramón) eran más alegres, efusivos y hasta ruidosos, mientras los otros (la pequeña, Joaquín y Narciso) tiraban más al tono del padre. La casa era una de las de la Rambla de Cataluña, con pasillo largo. Jalonado de pequeños cuartos y las cabeceras más amplias: la de la calle donde estaba el despacho y la del patio interior (que, según Cerdá, debiera haber sido jardín), donde estaba el comedor con una galería. Los muebles eran del tiempo de la boda, gastados y de estilo incierto. Casa de muchos chicos y, por lo tanto, baqueteada, aunque doña Luisa estaba siempre en faena. Doña Luisa era de esas personas que se graban en el corazón, vivaz, abierta, que lo mismo echaba un piropo que una regañina y tenía, en su austeridad, el don activo de caridad que se encuentra tan pocas veces. No me extraña que Juan Ramón haya sido con ella un modelo de hijo hasta el punto de instalarse en su cuarto para cuidarla cuando le acometió la enfermedad larga y dolorosa que acabaría con su fibra. Las sobremesas en casa de Masoliver, con tanta animación, no era raro que acabasen con la cena.
La casa de los Viñamata era también alegre, pero de otro modo. Su directora —doña Paula— era viuda del antiguo cónsul de Austria (aunque barcelonés), que yo apenas había entrevisto en vida y era un humorista. Ella tocaba el piano con facultades y con vocación y llevaba la bohemia artística en la sangre. Era grande, casi majestuosa, y de joven debió tener esplendor. En la casa dominaban, aunque no hasta el exceso, los muebles isabelinos y los modern style, ricos en general, con un poco de desorden. El culto por la humorada, la frase aguda, la burla divertida, dominaba el ambiente, que era de una gran independencia de todos respecto a todos, aunque las dos pequeñas de la casa —irónicas, alegres, sensibles— eran como gemelas inversas: la coqueta y la osada. Lo que la gente se divertía con la palabra en aquella casa no es para ser dicho.
En la casa de Montserrat Ribas —Ratín— dominaba una cierta displicencia, con rameado de curiosidad literaria y murmuración de sociedad. La casa estaba fundada en las antigüedades bien elegidas. El servicio, entre familiar y distanciado. La mesa refinada, como para una cierta falta de apetito. Era un piso grande del Paseo de Gracia. La dueña de la casa tenía encanto y manejaba diestramente los sobreentendidos mundanos, las frases y las boutades de contraste. Era inteligente y también lo eran sus dos hijos, hembra y varón, que caían el uno por el lado de la indolencia y la otra por el del desplante. Pero aquí no me detendré mucho, pues se tratarla ya de aquellas «pláticas de familia» que le parecen extemporáneas al personaje de don José Zorrilla.
Xavier de Salas (que se ocupaba de los museos de Cataluña) y su mujer, Carmen Ortueta, hablan colaborado conmigo en Burgos, y seguí frecuentándoles, como ya dije, durante mi estancia en El Brull. A Xavier lo conocía desde 1935, fecha en que ya opositaba a una cátedra de Historia del Arte. Era amigo de Samuel Ros y es el que me habla presentado en San Sebastián a mi futura mujer, algo pariente suya. La casa que habitaban en la calle de Lauria era nueva y estaba llena de cuadros y de libros. Allí venían con frecuencia Masoliver y Martin de Riquer, y alguna vez Luys de Santa Marina, Janés y otras personas del mundo literario.
Santa Marina era otra de mis referencias barcelonesas, aunque ésta me venia del inmediato pasado político. Me atrevería a sugerir que este montañés obstinado (mezcla españolísima de tradicionalista y anarquista con todos los truenos del nacionalismo heroico en la mano) era una paradoja. Pues la verdad es que hablando parecía un fanático y actuando resultaba un liberal. No creo que —con la excepción, quizá, del marqués de Lozoya en Segovia se haya dado en el campo nacionalista de la guerra una persona que más salvamentos o «quites» haya hecho a personas que corrían el riesgo de la represión. De Lozoya se contaba en Segovia este chiste: Cuando un expediente parecía estar «listo» para pasar al consejo de guerra, el instructor oponía un reparo: «No, no está completo: falta el “aval” del marqués de Lozoya». Eficaces o ineficaces, Santa Marina despachó en Barcelona centenares de avales. Y la cosa tenía mayor mérito si se piensa que él se habla pasado la guerra en la cárcel con tres penas de muerte encima. Un contraste parecido se da también en su literatura, que pasa de un puritanismo lingüístico casi arcaizante —aunque noble— a un lirismo de evocación (el de sus papeles de recuerdo) verdaderamente suave y coloquial. Figura exterior crispada, nervuda, «ardorosa», con temple interior afectuoso, humano, casi tierno. En cualquier caso su obstinación militante (que a mí me resulta extraña) merece, a su vez, un aval que nadie tiene que extenderle: el de su espartana sobriedad y su ascética recusación de todo provecho. Conmigo siempre fue bueno y cordial. Cuando nuestras diferencias de criterio y valoración empezaron a ser muy grandes, me decía: «Eres un borrico», con la misma afectuosa cordialidad con que, unos años antes, me llamaba «camarada». ¿Quijotismo? Yo creo que si, y de buena ley. Y lo mismo creía —lo hablamos poco antes de su despedida para la muerte— su antiguo amigo Max Aub.
Algo del corte de Luys tenía Riquer en aquel tiempo. Incluso una cierta fascinación por el mundo anarquista. Pero él estaba muy trabajado por la ductilidad mediterránea. Riquer ha hecho luego, como es bien sabido, [una] obra importante de erudito, y de erudito provenzalista y catalanista. Está en lo suyo. Y lo mucho que en ese año, y aun después, hablé con él no quedó en saco roto. Tanto Santa Marina como él eran buenos guías para las lecturas de loe clásicos y para las curiosidades de la historia.
Por supuesto, cada una de mis referencias barcelonesas previas «daba» a un cierto panorama. Por Masoliver «salía» —ya lo dije— al grupo de DESTINO (Vergés, Teixidor, los Nadal. Agustí aún, y más tarde Tristán la Rosa, cuyo último libro habré de comentar, y, claro es, Pla y Brunet). Pero también al grupo de poetas que le ayudaba en sus «Entregas de Poesía» (Cirlot acaba de irse y no pasaré su muerte en silencio), así como al Sitges de González Ruano y a la tertulia de la fina poetisa genovesa, luego amiga muy querida, Ester de Andreis, donde encontraría algunos de los escritores catalanes oficialmente marginados. Por Santamarina al grupo de novelistas de Luis de Caralt y al del vital e inolvidable Janés, que le debía el «quite» a tiempo. Por los Viñamata al doctor Puigvert y a Ramón de Campmany que, a su vez, me conducirla a Sagarra, a Soler Vicens y a Foix, el primero y más original de los surrealistas peninsulares. Por la familia Ribas —mi futura familia— a un cierto tipo de sociedad «divertida» y también a ciertos artistas; círculos en los que yo mismo tenía ya algunos amigos. En el estudio de uno de esos artistas —el malogrado Santasusagna— encontraría a una de las personas —Oriol Anguera— que venían de las catacumbas del idioma proscrito y que tanto me ayudarla a entender ciertas cosas. Por el circulo de d´Ors al grupo de Villanueva, donde reinaba el grabador Ricart. Pero esas y otras muchas referencias (incluso obtenidas por puro acto de presencia) exigen tiempo y espacio. Irán viniendo. Sin olvidar alguna pequeña bajada «a los infiernos», esto es, al mundo de los negocios vagos o fantásticos, que entonces constelaban el cielo social de Barcelona de estrellas fugaces.
Destino, Año XXXV, No. 1861 (2 jun. 1973), pp. 8-9.

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