sábado, 15 de febrero de 2025

"Una tarde en Milán" de Víctor Alba (Pueblo, 8 de noviembre de 1980)


Trabajadores en la antigua fábrica Olivetti de Ivrea

UNA TARDE EN MILÁN

SI los rusos invadieran un día Suecia, devolviendo la «visita» que les hiciera en el pasado Gustavo Adolfo, lo primero que harían los agentes de la KGB acompañantes de las tropas invasoras, sería sin duda, detener a los miembros de la Academia Sueca y llevarse a Moscú los archivos de la misma, especialmente los referentes a la concesión anual del Premio Nobel de Literatura.

Pocas cosas ponen tan furiosos a los agentes de la KGB como el tener que ocuparse de lo que no entienden. En eso son como todos los policías del mundo. Y la Academia Sueca les proporciona de cuando en cuando un motivo de exasperación y, con él, mucho trabajo.

La cosa empezó a finales de los años cincuenta, con el Premio Nobel de Literatura a Boris Pasternak, que los jerarcas del Kremlin le prohibieron que aceptara.

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Luego hubo un momento de satisfacción, con el premio a Mijaíl Shólojov. Pero la KGB no pudo descansar, porque pronto surgieron, clandestinamente, estudios que probaban que Shólojov no era el autor verdadero de los mejores de sus libros, sino que habían sido copiados de manuscritos de. un muerto. Como Sholojov formaba parte del grupo dirigente, la Policía tuvo que consagrarse a impedir la circulación de esa denuncia.

Después vinieron el Premio Nobel a Solzhenitsin y el de la Paz —que no concede la Academia Sueca, pero eso poco les importa a los Policías—, a Sájarov.

Cada vez, la cosa significó trabajo para los agentes de la KGB. Porque, quiérase o no, un premio Nobel en un país con dictadura es siempre político y significa, si el premiado es un perseguido o un ignorado, un bofetón para ella.

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Hablar de amistad con un personaje súbitamente famoso puede tomarse por fanfarronería o por el deseo de bañarse en la gloria ajena. Por esto, déjenme decir, de buenas a primeras, que no soy amigo de Czesław Miłosz, el último premio Nobel de Literatura. Posiblemente ni recuerde que existo. Fuimos, simplemente, conocidos una tarde en Milán, en un autobús que nos conducía de vuelta a la ciudad.

Asistíamos los dos a una conferencia internacional [del Congreso] sobre la libertad y la cultura [(celebrado entre el 12 y el 17 de septiembre de1955)]. Estaban Silone, Garosci, de Jouvenel, Aron, Nabokov, el músico; Araquistaín, Arciniegas y unas docenas más de escritores que, en aquellos años de Guerra Fría, encontraban difícil llegar al lector, porque siempre había quien, por interés o fanatismo, trataba de bloquear la difusión de sus obras, y a menudo lo lograba.

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Hubo una visita colectiva a las fábricas Olivetti, no lejos de Milán. Recorrimos los talleres, los campos deportivos, los clubs de cultura y recreo, los comedores, las casas de los obreros. Olivetti, rechoncho, rubio, gesticulante, iba de un grupo a otro. Estaba orgulloso de que su fábrica tuviera un alto nivel de producción y diera a sus obreros un nivel de vida superior al de cualquier otra empresa italiana. En cómodo y hasta lujoso, nos hacía pensar en las ciudades de empresa, las «company towns», del siglo pasado en ciertos países.

En el autocar, de vuelta, me encontré sentado, por azar, al lado de un polaco de cejas como matorrales, ojos muy claros y una sonrisa casi infantil. Era Miłosz. Había escapado de Polonia pocos meses antes, publicado algunos ensayos sobre la situación intelectual en su país, y hablado en la conferencia, poco y sin acrimonia, de la incompatibilidad de poesía y dictadura. Poco después se publicaría un libro, El pensamiento cautivo, que en castellano no encontró editor y que finalmente publicó la Universidad de Puerto Rico.

Hablamos, durante el viaje, sobre todo de la desilusión que tendría Olivetti si supiera lo que pensábamos de su “experimento social”, de lo deprimente que debió ser para los obreros encontrarse su vida tan bien organizada, y de lo deprimente que resultaba para nosotros que los obreros no se sintieran deprimidos por ello.

Polonia era como aquello, me dijo Miłosz, en pobre y en grande, en todo el país. Ahora, si acaso recordara lo conversación, podría agregar que por fin los obreros se dieron cuenta de lo deprimente que era tenerlo todo organizado... pero caro.

(Iberia Press-Ala.)

Víctor ALBA, PUEBLO 8 de noviembre de 1980, p.9

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