MILOVAN DJILAS Y LA LIBERTAD
LA Yugoslavia donde nació Djilas, de estirpe campesina,
hace sesenta y tres años, era una sociedad dictatorial, casi feudal. Sus
primeros recuerdos de la vida entre el campesinado de Montenegro son de
violencia, opresión y desesperación. Ya desde su primera juventud manifestó un
apasionado interés por transformar aquella sociedad injusta y primitiva. El
marxismo no parecía precisamente la mejor ideología, pero era la única que
ofrecía alguna explicación, alguna esperanza de cambio radical.
En la Universidad de Belgrado alcanzó celebridad como
poeta y escritor de relatos breves, y se convirtió en miembro fundador del
Partido Comunista estudiantil. En 1933 fue detenido, torturado y encarcelado
durante tres años junto con muchos de sus camaradas. La cárcel le confirmó en
su fe marxista. Y luego, en 1941, llego la terrible guerra con Alemania. De
aquella guerra surgiría la revolución que iba a establecer una sociedad justa,
unida y sin clases. Djilas, que llevaba mucho tiempo soñando con ella, había
pasado a ser, junto con su amigo Tito, uno de los lideres de los guerrilleros
en la lucha contra los alemanes. Murieron un millón de yugoslavos, la décima
parte de la población. Su padre, su hermana y dos de sus hermanos fueron
asesinados.
En el Gobierno comunista que siguió a la revolución
victoriosa, Djilas fue la segunda gran figura, inferior solamente al mariscal
Tito. Era el ideólogo del Partido; el poeta rebelde estaba en el poder, y la
nueva sociedad en marcha. Pero no pasaría mucho tiempo antes de que Djilas
empezase a tener dudas sobre la práctica del marxismo. Los intentos de Stalin
para intimidar a Yugoslavia le sublevaron, y pronto empezó a distanciarse de
sus propios camaradas. Al comenzar la década de los cincuenta, la ruptura parecía
inevitable; en 1954 dejó su cargo en el Gobierno y en el Comité Central. Quedó
aislado. Entonces empezó a exponer en público su opinión acerca de que el
comunismo habría traicionado al pueblo y establecido sobre los hombres un poder
burocrático aún más opresivo que el del mundo donde él mismo habla crecido.
Inmediatamente, sus antiguos amigos y camaradas le detuvieron y encerraron en
prisión durante un año. Le preguntó si cuando estaba en la cárcel, había
llegado en algún momento a lamentar el haber adoptado la posición que adoptó.
—No, no lo lamenté; hubo un tiempo difícil, cuando
llevaba ya mucho tiempo en mi celda —veinte meses— y temí que me drogaran con
algún medicamento para quebrantar mi voluntad. Y también tuve graves problemas
nerviosos, pero eso fue durante el segundo trimestre. No, me sentía totalmente
en paz. Hubiera podido permanecer allí hasta el fin de mis días sin sentir
absolutamente ninguna molestia.
—¿Cree que era inevitable que acabase usted en la cárcel?
—Realmente no fue algo accidental. Yo era responsable de
mi destino. Supuse que si me detenían era porque tenía que ser así.
—¿Es posible que, precisamente por ser usted un rebelde y
un intelectual, y por estar en aquella curiosa posición, cerca de la cabeza del
Estado, tuviera que terminar forzosamente peleando con esa cabeza del Estado, y
que su temperamento le impulsaba a pelear con él?
—Mi temperamento me hacía estar constantemente en
conflicto con la situación, con la estructura social y con la estructura del
Partido. Siempre había algún conflicto tratando íntimamente de encontrar nuevos
caminos, y todo eso. Pero, de cualquier modo, creo que mi participación en la política
no fue mala para mí. Hizo más profundos algunos conocimientos, algunas
opiniones, algunos sentimientos sobre el lado trágico de la vida humana, sobre
los conflictos sociales, sobre el destino nacional. Si, por ejemplo, hubiese
terminado mi vida sin este conflicto, habría sido una vida más o menos trivial.
La vida convencional de cualquier luchador o funcionario comunista.
—¿Se refiere usted a la lucha con Rusia o a la lucha con
el Gobierno?
—A la lucha con Rusia. Porque la disputa con mi Partido
fue consecuencia de aquélla. Realmente empezó con la lucha con Stalin.
—Asi, pues, usted piensa que el hecho de permanecer en
prisión nueve años, su resultado, su importancia, es mejor que haber vivido una
vida trivial.
—Sí, así es. No es bueno estar tanto tiempo en la cárcel,
pero si me pidiera usted que eligiese entre ella y callarme, escogería
inmediatamente, y sin lugar a dudas la prisión.
STALIN: LO ESENCIAL PARA ÉL ERA EL AMOR Y LA
PASION POR EL PROPIO PODER
COSA extraña —o tal vez no—, la desilusión de Djilas con
el comunismo comenzó cuando conoció a Stalin en Moscú, en 1944. Más tarde
escribiría una relación clásica de sus conversaciones con él. No hacía mucho
tiempo que los soviéticos habían sido recibidos en Belgrado como heroicos
libertadores, cuando las relaciones entre ambas potencias comunistas empezaron
a agriarse. Stalin quería imponer a Yugoslavia las mismas condiciones de
control político y explotación económica que regían sus relaciones con los
demás Estados de la Europa oriental. Con gran riesgo, Tito y Djilas se negaron.
Seguían dispuestos a luchar hasta la muerte. Djilas recuerda sus primeras dudas
respecto a Stalin.
—Naturalmente, ya sabrá usted que yo le contemplaba como
a un semidiós, sí, como un dios. Pero lo más interesante era que aquel dios,
aquel ideal absoluto personalizado, hablaba en términos ordinarios, estaba vivo
y bien vivo en su manera de hablar, de resolver problemas, y en otros muchos
aspectos. Eso me dio la impresión, probablemente porque soy escritor, de que
era un hombre convencido de que nadie sabía que él no era realmente Dios.
—Sentía gran admiración por él, ¿verdad?
—Sentía una admiración absolutamente enorme, incluso
incontrolada. Es probable que el mundo impusiese aquella admiración, la que
antes había sentido yo por el Partido, porque en vísperas de la guerra el
partido yugoslavo estaba totalmente entregado a la línea de Stalin en política
—a su política exterior y su política general de manera absoluta. Hoy día no
puedo decir que fuese estalinista, ni tampoco que no lo fuese. Stalin era para
mí lo mismo que el comunismo, que el marxismo. Por tanto, encarnaba todo aquel
progreso; Marx, Engels, la revolución marxista, el comunismo, el estalinismo
estaban personificados en Stalin y se identificaban con él. Casi estoy diciendo
que era estalinista. Pero, para mí, Stalin no representaba nada que fuese
contrario al comunismo, al marxismo.
—Pero ¿qué fue lo que por primera vez le desilusionó?
—Lo primero que me desilusionó fue la llegada del
Ejército Rojo a Yugoslavia. Yo tenía en mi mente un Ejército Rojo idealizado,
pero descubrí que aquel Ejército era más o menos como el del otro lado, si no
peor. Como ya sabe por mi libro, hice algunas observaciones en una reunión de
los miembros del Comité Central con los representantes del ejército soviético
en Belgrado. Ya había hecho otras en relación con el comportamiento de los oficiales
soviéticos y demás. Se mostraron tan irritados que me pareció fuera de lo
normal; si hubiese hecho las mismas observaciones, por ejemplo, a los
representantes de cualquier otro ejército, la reacción habría sido bastante
diferente. Reaccionaron como una gran potencia, rechazando de plano cualquier
discusión, cualquier crítica. Incluso empezaron a acusarnos a algunos de
nosotros, especialmente a mí, de ser enemigos de la Unión Soviética y cosas por
el estilo. Aquella fue mi primera desilusión; sorpresa, no desilusión. Pero,
naturalmente, en 1945 fui con Tito a la Rusia soviética, volví a ver a Stalin y
él lo apaciguó todo.
—Le perdonó.
—Sí, perdonó. No lo dijo así, pero estaba claro que era
lo que pensaba.
—En sus conversaciones con Stalin, ¿obtuvo alguna
impresión de cuáles eran sus ideales? Quiero decir que, aparte del poder, ¿le
pareció un hombre que se preocupase por el comunismo, por el socialismo, del
mismo modo que Usted, un idealista, lo habla hecho?
—Ahora pienso en todo esto de diferente manera. Entonces
pensé que no le interesaba realmente la teoría del marxismo ni del socialismo.
Quiero decir que era como un escritor que estuviese escribiendo sobre ello.
Creo que el poder, el poder absoluto, era para él el camino por donde debía
marchar un país socialista y comunista para llegar a ese ideal absoluto de una
sociedad comunista sin clases. Era dogmático, pero no mucho.
El dogmatismo podría explicar muchos aspectos de Stalin y
del estalinismo, pero creo que lo esencial era el propio poder en sí, el amor y
la pasión del poder.
—¿Cuáles fueron las principales razones que motivaron su
desavenencia con el mariscal Tito y la destitución de su cargo?
—Probablemente nada de ello hubiera sucedido de no ser
por el conflicto con Stalin. Dicho conflicto liberó al mismo tiempo mi cerebro.
Mientras Stalin vivió, nosotros, el grupo de dirigentes en torno a Tito,
trabajamos estrechamente unidos, amigablemente y sin diferencias serias entre
nosotros. Pero a la muerte de Stalin, otros camaradas y yo empezamos a
desarrollar ideas nuevas que nos permitieran realizar un socialismo más libre y
abierto, ideas nuevas en autoadministración y otras materias. Poco después de
morir Stalin, todo esto empezó a detenerse, y tuve que afrontar la cuestión de
si continuar por mi camino, esto es, de acuerdo con mis convicciones, o bien
acomodarme a aquel estado de estancamiento. Para mí fue una decisión
psicológica e intelectual de lo más difícil. No llegué a ella repentinamente,
sino de manera lenta, a través de diferentes influencias y demás. Creo que si
hubiésemos continuado, o si yo hubiera estado convencido de que continuaríamos
con la democratización, cualquier democratización, aun la más lenta de todas,
no habría actuado a mi manera propia.
ME HABIAN PEDIDO QUE ME ARREPINTIESE Y YO NO
ESTABA DISPUESTO A HACERLO
—PERO, ¿estaba convencido de que era imposible?
—Estaba convencido de que habíamos triunfado contra
Stalin. Pero no habíamos cambiado lo esencial, ni habíamos tenido la intención
de cambiarlo. Y me dije a mí mismo que eso significaba que íbamos a ser
simplemente una variante del mismo sistema.
—Bien, estaba muy cerca de Tito y de Ranković. Los tres
habían vivido juntos toda la lucha, la revolución y la guerra. ¿Le resultó muy
difícil romper con ellos como individuos?
—Aquella ruptura personal fue lo más difícil.
Probablemente no menos difícil que el esfuerzo intelectual para comprender
algo. Lo interesante en el caso de los comunistas de aquel período (ahora, la
situación es más fácil, más liberal que por entonces) era que cuando uno se
separaba del Partido, inmediatamente se encontraba en un vacío. Sin amigos, sin
nadie, porque habíamos vivido demasiados años como una familia separada, como
una secta, y de pronto uno se veía desgajado. y al mismo tiempo sin contacto
con el pueblo. Yo caminaba sólo por las calles de Belgrado, y es probable que
mucha gente me mirase como a alguien que acabase de salir del patíbulo.
—¿Hicieron Tito, Ranković y
sus demás colegas verdaderos esfuerzos para convencerle de que siguiera en el
Gobierno?
—Al principio, Ranković y Kardelj lo intentaron, pero
Tito no. No se encontraba en Belgrado. Había salido de viaje, pero era
imposible convencerme porque, en efecto, me habían pedido que me arrepintiese,
y yo no estaba dispuesto a hacerlo.
—¿Perdió usted la fe en el marxismo como filosofía?
—Sí, absolutamente.
—¿Qué motivó tal cosa?
—Yo no soy antimarxista.
—Pero, ¿por qué dejó de creer en el marxismo?
—En la cárcel, leyendo muchos libros, pensando, y a
través de mi experiencia personal. Quiero decir con esto que fui perseguido.
Por ejemplo, me acusaron de estar en contra del socialismo, de ser partidario
del capitalismo, de que era el jefe de una contrarrevolución. Nada de eso era
cierto. Y empecé a preguntarme, «¿por qué?». ¿Había algo erróneo en el
marxismo mismo, puesto que sabía que también ellos eran marxistas, como yo? Y
llevando mis pensamientos aún más allá, descubrí algo equivocado en el
marxismo. Entonces, ¿por qué no soy antimarxista? Creo que el marxismo es un
fenómeno histórico que ha desempeñado un gran e importante papel, pero, lo
mismo que toda teoría política y social, debe llegar algún día a su fin. No es
eterno.
—Decía usted que el marxismo, como teoría, no es tan
eficaz como generalmente supone la gente en los países comunistas o socialistas.
—No creo en el marxismo. El marxismo no existe realmente
en ninguna parte. No existe el comunismo en la Europa del Este; son diferentes
sociedades burocráticas. En el pasado, Marx lanzó algunas ideas, y el marxismo
fue bueno para la revolución, para las luchas, pero más tarde se creó una
sociedad bastante diferente sobre la base de aquellas ideas. En la sociedad
burguesa francesa, por ejemplo, que se basó en las ideas de Diderot y Rousseau,
la diferencia es grande. Quiero decir que en el futuro, en las generaciones por
venir, esas sociedades de la Europa oriental serán economías mixtas como las
que ahora existen en Occidente. En cierto modo, si en dichas sociedades hay
alguna libertad política o espiritual, rápidamente llegarán a una economía
mixta como en Occidente. No quiere decir esto que vaya a ser así. pero
potencialmente existe la posibilidad.
—¿Entró usted en la política como aventurero y escritor
de creación?
—Sí, pero más tarde que los propios acontecimientos, y
después de haber pensado en ellos. Porque mientras hay lucha, esa lucha es la
realidad, más o menos la más vieja de las realidades. Sí, cruda y cruel, pero
al mismo tiempo inevitable. Y, en la guerra y la revolución, la muerte es la
función de este proceso
—¿Piensa usted que la muerte es una función inevitable?
—No se puede imaginar el proceso sin ella. No estoy
hablando de trivialidades como «ellos nos mataron y por eso debemos matarles a
ellos», ni «fue una lucha por el poder», y cosas parecidas. En esencia, estamos
hablando desde el punto de vista intelectual y humano. Pero más tarde, pensando
en ello, recordé, y aún recuerdo ahora, ciertos acontecimientos que no fueron
buenos, que no son tan favorables para mi conciencia.
A LA LARGA NO PUEDE DECIRSE QUE HITLER O
STALIN TRIUNFARAN REALMENTE
—¿Y CUÁNDO se mataba a la gente...?
—Recuerdo que en algunos casos pudimos haber evitado la
matanza, o haber resuelto las cosas de otro modo. Pero nos presionaban unas
cuantas razones prácticas menores. Decíamos, por ejemplo: «Tenemos que darnos
prisa», o «Nos presiona una ofensiva enemiga», o bien «De este modo convenceremos
a nuestros soldados de nuestra causa». Esta es la razón por la que le he dicho
que la muerte era una función de la acción como tal. Una revolución es una
desgracia para cualquier país. Sé que de vez en cuando tiene que haber
revoluciones en todos los países y todas las naciones, pero no por eso deja de
ser una desgracia para cualquier país y para cualquier nación.
—¿Qué otra cosa cabe imaginar una revolución o una
guerra? ¿Hay otros momentos, en su opinión, en los que esté justificada la
violencia en una lucha política?
—Desde mi punto de vista, la violencia se justifica
solamente contra enemigos que hagan ellos mismos uso de la violencia. En ningún
otro caso. Esto me lleva a un concepto más amplio de mi pensamiento. Creo que.
como proposición general, todo hombre político tiene derecho, o ¿debe tenerlo,
a utilizar medios que correspondan a los que use el enemigo? Esto implica que,
si el enemigo se abstiene de utilizar ciertos medios, todavía compromete al
hombre político a adherirse a determinados principios morales. Si el político
no tiene una norma moral, su política no puede ser moral ni ética. Donde no hay
moralidad en una política no puede haber éxito. A la larga no puede triunfar.
Recuerde que ni Stalin ni Hitler triunfaron realmente. Hitler fue derrotado, y
hoy podemos ver lo que ha sido de Stalin y del estalinismo. Desde luego,
mientras Stalin estuvo vivo triunfó en mayor o menor medida, pero todos sabemos
lo que está pasando ahora que ha desaparecido. La Humanidad entera le maldice.
—¿Qué circunstancias en una sociedad cree usted que justifican una revolución, una revolución sangrienta?
—Se debe considerar el caso de cada revolución por
separado. La yugoslava, la albanesa, la rusa: básicamente, fueron revoluciones
de tipo nacional. Esto es lo primero. En segundo lugar, no existe la historia
como tal, sino solamente nuestra visión de la historia. Depende de la
apreciación de cada cual de la revolución armada. Creo que, en muchos aspectos,
la revolución yugoslava estuvo justificada. No en todos los aspectos, pero sí
en muchos. Estuvo justificada, ante todo, porque salvó al Estado yugoslavo.
Pero si se observa desde el punto de vista de la libertad política, no lo
estuvo. Absolutamente no. Más tarde, por ejemplo, en el curso del desarrollo
económico y especialmente en el primer período de industrialización, estimo que
estuvo justificada. Pero ahora nuestra economía no marcha bien en muchos
aspectos. Lo más probable es que lleguemos a algún tipo de economía mixta, con
unas cuantas empresas personales, no necesariamente capitalistas, pero sí
privadas. Eso será mejor. Todo lo anterior significa que, económicamente, la
revolución estuvo sólo temporalmente justificada, y sólo por un breve período.
El caso de la revolución rusa es parecido, pero no del todo igual. Creo que la
revolución yugoslava estuvo más justificada que la rusa.
—¿De veras? ¿Por qué dice que la revolución rusa no lo
estuvo?
—Tras la revolución de febrero, los rusos tenían
realmente una democracia. Habían completado y realizado básicamente la
revolución democrática. Podrían haber seguido adelante más o menos normalmente
si en el país no hubiera reinado el desorden, y si el pueblo ruso hubiese
tenido más confianza en su papel en la guerra. Los países occidentales no
comprendieron este problema. Al no comprenderlo, o comprenderlo
equivocadamente, lo que en realidad hicieron fue ayudar a los bolcheviques,
cuya posición consistía en oponerse a la influencia de los países occidentales,
que era entonces muy fuerte e interfería en la política interna rusa. En este
punto los bolcheviques tuvieron razón, pero si se contempla desde el punto de
vista de la libertad en Rusia, su revolución fue catastrófica. Y también lo fue
en el campo cultural. Personalmente creo que la influencia de la revolución
rusa sobre Europa y el socialismo, sobre Europa y la democracia, fue
catastrófica. No se la puede en modo alguno comparar con la revolución
francesa, porque los ideales de ésta estaban fundamentalmente de acuerdo con
las ideas de libertad. Esto es cierto incluso en el caso de Gran Bretaña, que
luchaba contra Francia. Aun así, también ella sufrió la influencia de la
revolución francesa.
—¿Piensa usted que de la revolución rusa no saldrá nada
comparable, nada que sea bueno?
—Puede ser que haya tenido cierta influencia en las
cuestiones coloniales. Es posible que en China, o en los países más atrasados,
existan ciertos elementos positivos. Pero en los países desarrollados, no.
Especialmente, su influencia sobre Europa y el socialismo fue absolutamente
negativa.
SOLZHENITSIN Y SAJAROV, EL FENOMENO RUSO MAS SERIO DESDE
LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE
—¿CÚAL es su visión de la Unión Soviética como país
socialista, hoy? Quiero decir, ¿la ve usted como un país socialista?
—Creo que ésta es una cuestión académica. Está abierta a
la discusión sobre si lo es o no. Si parte usted del criterio de que el
socialismo es una sociedad con igualitarismo social, o igualdad social, o con
justicia o libertad, entonces no es un país socialista. Pero al mismo tiempo
hay muchos elementos que son innegablemente socialistas. Hay, por ejemplo, una
industria nacionalizada y cosas así. El socialismo es hoy día un fenómeno tan
complejo que nadie puede decir con seguridad qué es socialismo y qué no lo es.
Existen muchas formas de socialismo. En primer lugar, en el mundo comunista hay
diferencias. Todos los países comunistas son a veces diferentes de los otros.
Hungría, por ejemplo, no es lo mismo que Alemania Oriental ni Polonia y
Bulgaria, ni tampoco lo son Yugoslavia y la Unión Soviética, etcétera. Albania
es muy diferente, y también Cuba y el resto lo son. Como asimismo hay
diferentes formas de socialismo en los países occidentales, en Gran Bretaña, en
Francia y en Escandinavia.
—¿Consideraría usted a Francia y Gran Bretaña como países
capitalistas?
—Creo que no.
—Y, sin embargo, como usted sabe, en Occidente hay muchos
que creen que se deben cambiar las instituciones, que el capitalismo es
demasiado poderoso.
—Lo que interesa a esos grupos no es la libertad, sino el
igualitarismo, y una sociedad igualitaria es en realidad pura utopía. Una
sociedad igualitaria equivale a una sociedad muerta. Me refiero con esto a una
sociedad sin impulsos internos para cambiar, para desarrollar y ampliar sus
posibilidades. Pero ello no significa que en Occidente no existan graves
desigualdades sociales. Ahí es donde tienen cierta justificación social esos
grupos, los grupos de la izquierda. Pero en los países como Gran Bretaña, donde
todo grupo tiene más o menos una oportunidad para la organización y la lucha
legales, cualquier movimiento igualitarista es una completa insensatez.
—¿Cuáles son los cambios que te gustaría ver
principalmente en la sociedad de Occidente, y, por supuesto, en la del Este?
—Lo esencial, creo, es empezar con ideas. Ideas que
tengan relación con las corrientes de la vida. En toda sociedad y en toda
nación existen tales procesos espontáneos. Si las ideas de uno pueden tomar
contacto con ellos, o set expresadas en su interior, entonces se convierten en
el mayor factor de impulso.
—¿Diría usted que, en la Unión Soviética, las actitudes
de personas como Solzhenitsin o Sajarov y otros pueden estimular la demanda de
las libertades de las que ellos hablan?
—Creo que sí. Ellos son el fenómeno más serio de la Unión
Soviética desde la revolución de octubre. Porque esta es la primera vez que
alguien de la Rusia soviética habla de libertad desde un nuevo punto de vista,
desde una nueva base y desde dentro del sistema soviético o sociedad soviética.
Los oponentes como Bujarin, Trotsky, Radek, Krilko y otros muchos, ojos
oponentes burgueses, son algo diferente. Los oponentes del Partido estuvieron
todo el tiempo dentro de él, y por eso pudo Stalin liquidarlos con relativa
facilitad; jamás cruzaron la frontera para salir del Partido. Los burgueses
reaccionarios, pequeños burgueses o campesinos opuestos al sistema, en la
medida en que pudiera existir en el período de Stalin, criticaban el sistema
soviético, pero desde fuera de él. No eran producto del sistema como tal. Ahí
está la primera diferencia.
En segundo lugar, Solzhenitsin y Sajarov han llegado con
ideas de refresco, ideas nuevas; especialmente Sajarov, que es un empírico.
Propone solamente reformar ciertas instituciones de la sociedad soviética. No
es un rebelde; no niega el sistema. Pienso que Sajarov y Solzhenitsin son los
dos fenómenos, las dos caras de la Rusia auténtica. Ambos son algo simbólico.
Ambos son paladines de la libertad, pero de diferente manera. Solzhenitsin es
un hombre profundamente religioso; sincera, profunda y tradicionalmente
religioso. Contempla los seres humanos a través de su religión, e intenta pedir
y formular la libertad para si mismo. Sajarov es un pensador democrático moderno,
como los socialdemócratas de la Europa occidental, empírico, también profundo,
reformista y todo eso. Los dos son muy importantes, no sólo para Rusia, sino
para todo el mundo. El régimen no puede subyugarlos. Eso significa que los dos
son invencibles. Puesto que son como santos, son intangibles. Es imposible
herirlos. ¿Qué están haciendo? No tienen ninguna organización; no han cometido
ninguna acción criminal concreta, ninguna acción práctica. Solamente expresan
ideas, y esto es de suma importancia. No para cambiar Rusia, sino para crear en
Rusia una atmósfera de tolerancia. Este es el principio de algunos cambios en
el futuro.
EN LA UNIÓN SOVIETICA FALTA ESENCIALMENTE LA
LIBERTAD PARA ABRIRSE A LAS NUEVAS TENDENCIAS ECONÓMICAS
—USTED mismo ha sido miembro sumamente importante de un
Gobierno comunista. ¿Puede imaginar algún Gobierno comunista renunciando a
parte de su poder?
—No. Creo que el comunismo es tal (esto es muy
complicado, pero quiero expresarme con brevedad) que su esencia no puede
evolucionar hacia la democracia, pero, al mismo tiempo, los comunistas son
hombres prácticos. Si alguien no les pone directamente en peligro, son capaces
de efectuar acomodaciones, ciertas pequeñas reformas. Podemos verlo en
Yugoslavia. En esencia, el sistema no ha cambiado, pero de vez en cuando se
hace más dúctil, más amoldable a los problemas. Por ejemplo, en Yugoslavia el
sistema no está en peligro, pero tampoco se ver, es posible ser diferente si
tomamos Yugoslavia como ejemplo...
Naturalmente, el problema soviético es más complicado. La
Unión Soviética es una gran potencia. La burocracia tiene allí una tradición
muy fuerte, y todo eso... Pero, de todos modos, podrían cambiar algo si
quisieran.
—Si se hubiera permitido a Dubček permanecer en el poder
en Praga, ¿cree usted que hubiera dado resultado su ambición de un «socialismo
con rostro humano» o un «comunismo con rostro humano»?
—Creo que no.
—¿Por qué?
—Creo que, si hubiera continuado el Gobierno de Dubček, Checoslovaquia habría pasado rápidamente al socialismo democrático y a un
sistema parlamentario. Esta es mi opinión. En cuanto a la teoría del «comunismo
con rostro humano», es pura utopía. Carece de realismo. Esta es la
verdadera característica de todos los Gobiernos humanos y del Gobierno de Dubček:
era una mezcla de unas cuantas ilusiones y unas cuantas buenas intenciones.
—En su opinión, ¿qué es lo que esencialmente falta en la
Unión Soviética o en la sociedad yugoslava?
—La esencia del problema está en la libertad. El problema
de la libertad es —no simplemente libertad, una libertad abstracta que no
existe, que es irreal, que es imposible— abrir más la sociedad a las nuevas
tendencias económicas, a las oportunidades, a los nuevos movimientos
espirituales en arte, en filosofía o en otras esferas.
—¿Cree que eso contribuiría a la eficiencia económica?
—Desde luego. La gente de Occidente no puede imaginar
hasta qué punto son de suma importancia esas ideas nuevas, la oportunidad de
expresarlas o la tolerancia hacia ellas, para el desarrollo económico. En la
medida en que Occidente está implicado en este asunto, Solzhenitsin y Sajarov
tienen razón. Es imposible ninguna colaboración a gran escala entre Este y
Oeste sin alguna adaptación en la Rusia soviética, porque la Rusia soviética no
está adaptada para ella espiritual y políticamente, ni por la organización de
sus mecanismos. Por ejemplo, tienen que ir a Rusia miles de ingenieros,
técnicos, hombres de negocios. Si allí encuentran odio, no pueden vivir
normalmente ni trabajar normalmente. Han de vivir aislados en grandes hoteles o
en las afueras. Esto significa que, si bien es posible la vida, incluso la vida
económica, a falta de toda presión de Occidente para liberalizar las cosas, en
la práctica Rusia no puede asegurar ninguna colaboración a gran escala sin
ciertas adaptaciones internas.
—¿Cuáles serían, en su opinión, las fuerzas de la
sociedad que pudieran crear tal presión?
—Personalmente creo que deben surgir algunas
diferenciaciones democráticas dentro del Partido Comunista. Con esto quiero decir
que los comunistas heréticos, los llamados heréticos, que son comunistas
reformistas o comunistas con ciertas inclinaciones democráticas, se habían
convencido de que las cosas estaban listas para tal desarrollo. Pero ellos no
son los únicos; también existen otras fuerzas. Personas religiosas, por
ejemplo; autores libres que están fuera del Partido; algunos grupos
administrativos. No sólo comunistas, pero creo que, para empezar, los
comunistas son esenciales. Porque éste es un sistema cerrado, como lo estaba
cuando el feudalismo. Como usted sabe, todos los movimientos democráticos
burgueses empezaron con príncipes descontentos y, si mis conocimientos de
historia son correctos, el Parlamento británico nació de una disputa entre la
nobleza y el Rey.
DE HABER TENIDO ALGUN PERIODICO LIBRE, MUCHOS
DESASTRES ECONOMICOS SE HABRIAN EVITADO EN YUGOSLAVIA
—¿Cree que la noción de libertad de la que usted habla
podría históricamente haber pertenecido precisamente a un periodo particular de
industrialización y capitalismo?
—No. Creo que la forma parlamentaria es más o menos la
más favorable para el capitalismo. No para todas las situaciones de todas
clases, sino, más o menos. El sistema parlamentario inglés, por ejemplo, ha
sobrevivido a través de diferentes estructuras sociales. Nació, como sabe, en
el feudalismo, existió en el período artesanal, de la revolución industrial,
del desarrollo del capitalismo, y hoy sigue sobreviviendo mientras Inglaterra
gira hacia el socialismo.
Pero la libertad, creo, es algo estrecha y profundamente
relacionada con la naturaleza humana, con el Hombre como tal. No me refiero a
la libertad abstracta, sino a la libertad que amplía o da oportunidades a los
grupos sociales y las sociedades en conjunto, y especialmente a los individuos;
oportunidades para ensanchar las condiciones espirituales y las condiciones de
vida en general. Puesto que estamos hablando concretamente de comunismo, lo que
significa es esto. No estoy idealizando ninguna forma de gobierno como la
mejor, la absoluta o perfecta, pero en el comunismo falta por completo
cualquier forma de libertad; por ejemplo: libertad de crítica, libertad de
pensamiento, una u otra forma de libertad de Prensa. Muchos errores, muchos
desastres económicos se habrían podido evitar en Yugoslavia de haber tenido
algún periódico libre. Nada más: aun sin parlamento, sin un sistema de partidos
múltiples, etcétera. Para mí, personalmente, esas libertades espirituales son
de la mayor importancia; estimo que son la base fundamental para todas las
demás. Naturalmente, sé que, sin un sistema de pluripartidismo, la libertad
—quiero decir la democracia— es un absurdo. Totalmente. Todo sistema de partido
único es absurdo.
—Contemplando la Europa del Este y del Oeste, ¿cuál cree
usted que va a ser el esquema de desarrollo en los próximos veinte años?
—Es muy difícil responder a eso. No estoy contento con
esas negociaciones entre América y la Unión Soviética... Me satisface su
intención y las acepto, pero no me siento completamente feliz, porque Europa no
participa en ellas. Existen sospechas de que los compromisos entre Rusia y
América pasen por encima de las cabezas de los países europeos: de que, en este
sentido, América esté ayudando indirectamente a Rusia a oprimir a la Europa
oriental, y de que Rusia esté ayudando indirectamente a los Estados Unidos de
América a asumir el control o establecer una hegemonía en la Europa occidental.
Veo que los países europeos del Oeste están políticamente desunidos.
Económicamente están unidos, pero políticamente no. A pesar de ello tienen
tensiones internas muy graves, especialmente en el aspecto intelectual y en el
de la producción. Si estuviese más unida, Europa podría asumir mejor el papel
de intermediaria.
Soy partidario de esa Europa. No contra los Estados
Unidos ni tampoco contra la Unión Soviética, sino en favor de la colaboración.
Al mismo tiempo, ambas partes deben subrayar y reconocer la independencia de
Europa.
—¿Siente ahora que tiene que trabajar intensamente,
porque tal vez no quede mucho para decir todo lo que tiene que decir?
—Tengo algo más que decir, pero creo que, si muriese
mañana mismo, en esencia habría dicho lo que tenía que decir. Naturalmente,
pienso que debo terminar algunos libros; en especial, seguir escribiendo algo
de mis memorias, terminar una gran novela que tengo ahora entre manos. Y
también varios relatos cortos. Tengo temas, pero todavía no están escritos. Si
lo consigo, bien. Y si no, también.
—¿Cómo resumirla usted lo que trataba de decir? ¿Qué
piensa ahora do lo que dijo? ¿Qué ha querido decir exactamente?
—Hay muchas cosas, pero resumiéndolas en una, si así lo
desea, diría que lo más importante son las ideas y luchar por esas ideas. No
simplemente las ideas como tales. Si no se lucha por ellas, no significan
prácticamente nada.
John MORGAN [Thames Tv], ABC, 15 de febrero de 1975, pp. 28-33
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