LA
RELIGION DEL SEXO[1]
Es todavía una oscura
selva apenas explorada este fenómeno, realmente oceánico, del erotismo en el
mundo moderno en el que nos hallamos sumergidos y del que no vamos a salir
precisamente a fuerza de reflexiones moralisticas, de lamentaciones de
predicador o de puras medidas censorias. Sólo a golpe de reflexión y lucidez es
como nos haremos cargo de nuestra situación, en este como en otros aspectos. Y
ya parece que tenemos las claves del fenómeno, aunque, en realidad, las hemos
tenido siempre, porque la reflexión seria sobre esta cuestión no hace,
naturalmente, más que prolongar las que el hombre se ha venido haciendo en
torno al problema del sexo, como en tomo a las otras cuestiones fundamentales
de la vida humana. Lo que ocurre es que se necesita un cierto valor para
descubrirle ciertas cosas al hombre de nuestros días: por ejemplo, para
descubrirle que su obsesión casi neurótica o decididamente neurótica por «to
bed o not to bed», esto es, por «acostarse o no acostarse», «coupling and uncoupling», es desesperadamente
la misma de Hamlet: «To be o not to be» («Ser o no ser»), simple
ansia desesperada de no morir en una civilización donde todo promete la muerte
y sólo parece ofrecer el sexo como realidad salvadora, como deidad prometedora
de alguna felicidad y supervivencia, exactamente como en el mundo etrusco, por
ejemplo.
Y, cosa curiosa, un
reciente libro de William McLean sobre los «graffiti» obscenos de los
lugares públicos, donde el hombre anónimo descarga, con frecuencia, sus
angustias y sus convicciones más íntimas, no informa, con todo rigor, del
evidente paralelo de estas representaciones del sexo con las representaciones
sagradas que se hacían del mismo en el mundo etrusco precisamente. El falo con
alas de tantos sepulcros o de tantas monedas es, evidentemente, el símbolo de
la inmortalidad, y la representación de la mujer, ceñida a los órganos su
reproductora potencia, tampoco quiere decir otra cosa. Las medidas eróticas de
los concursos de belleza y la morosidad del cine por determinadas regiones de
la anatomía femenina ofrecen la misma promesa. Trivializada quizá por las
exigencias del consumo, pero no menos real. Y, a este propósito, las
reflexiones que hace un teólogo como Harvey Cox en su Ciudad secular me
parecen de las más agudas y aceptables de tan famoso libro.
Pero McLean es cruel,
como lo es el doctor Rollo May, por ejemplo, al analizar todo este fenómeno
obsesivo del erotismo y, para desengañar desde ahora a una civilización como la
americana, en la que la muerte, al decir de Toynbee, es «un-american»
mucho más «un-american» sin duda que el comunismo, le dice con toda
claridad que ese su dar vueltas y vueltas en torno a la alcoba es, en realidad,
un dar vueltas en tomo a la tumba, sin nombrarla, disfrazándola, por supuesto,
oponiéndola, como para vencerla, las promesas del sexo. Los «graffiti»,
explica McLean, son una simple pretensión de inmortalidad de un hombre que va a
desaparecer y quiere perpetuar su nombre en las paredes, los árboles o las
rocas, en lugares más bien subterráneos en los que tuvo sus ensoñaciones
eróticas y donde ese nombre y los símbolos sexuales con que va asociado tienen
más probabilidades de subsistir, sin ser descubiertos y borrados. «La muerte
—explica el doctor Rollo—, y no el sexo, es la causa básica de los
desórdenes psíquicos del hombre», el reclamo del sexo ahoga la inconsciente
espera de la muerte, «la muerte es el símbolo de la última impotencia y
finitud. ¿Qué es lo que vemos, si miramos a través de la marmita de nuestra
obsesión sexual? Que tenemos que morir». Y por eso «Playboy» o
cualquiera otra revista más o menos erótica, o las añagazas de la publicidad,
tratan de consolar al hombre, prometiéndole una cierta inmortalidad, una cierta
realización de sí mismo Y lo hacen con una clase de tan decidido dogmatismo que
pasa por ser un mensaje de libertad. Junto a «Playboy», dice Harvey Cox
con un pequeño rictus de ironía, «las encíclicas papales resultan
irresolutas».
«No titubee, este
chaleco viril es lo que todo hombre de buen gusto desea para la estación de
otoño», dice ese «Playboy», o también se describe una cazadora de cuero
como «lo más masculino desde el hombre de las cuevas», o una bebida alcohólica,
como entre nosotros, asegurando que es sólo «para hombres», que hacen la
guerra, o se dan puñetazos, o desafían a un toro. Es una manera de insinuar que
la vida queda garantizada y concretamente por la potencia del sexo a la que
hace alusión más o menos velada toda esa jerigonza. Y el hombre, que va a la «sauna»
o se encierra en el «cryonics», tampoco busca otra cosa que la
salvación. La «sauna», el «cryonics», los adelgazantes, la
gimnasia obsesiva, la atroz ascesis de los paseos calculados, de las mediciones
del colesterol, las cíclicas revisiones médicas, los análisis minuciosos tienen
algo de culto, algo de absoluto, son el «Mesías» de nuestro mundo. Y el
erotismo es su evangelio: la muerte está ahí y hay que conjurarla, Dios ha
muerto y Deméter, Cibeles o Eros han tomado su lugar. En la vieja civilización
cristiana se tenía aún el valor de plantear el «to be o not to be», que
es la columna base de toda interrogación filosófica acerca del sentido de la
vida del hombre; en la nueva civilización, que ha declarado muerta la fe y se
ha percatado de que el espíritu humano nunca podrá dar solución al gran enigma
y que, por lo tanto, es inútil que se lo plantee, nos asimos desesperadamente a
«to bed o not to bed».
El psicoanálisis de
nuestros días ha creado grandes símbolos eróticos para suplir a los viejos
símbolos o explicaciones de las viejas culturas o de las religiones y, así,
Ferenczi ha hablado, por ejemplo, de que «el acto carnal es, en realidad, la
expresión del deseo de retornar al seno materno» y, en último término, al
océano del que es símbolo la madre; es decir, a la madre Tierra, a Deméter o a
Cibeles; mientras Norman Brown, en un libro que causó sensación, hace años, en
los Estados Unidos, aunque con razón ha sido luego muy criticado, tanto por el
lado filosófico como por el científico, porque en él no siempre el lirismo se
distingue lo suficientemente de lo rigurosamente lógico y científico, daba una
interpretación de la Resurrección cristiana, haciéndola consistir en la
construcción de un cuerpo nuevo para el hombre, esto es, en una nueva
utilización de su cuerpo que, sin inhibición ni límite alguno, diese expresión
a todas sus posibilidades, y aun investigase otras, a su polimorfa y radical
perversidad, que diría Freud.
Y nuestro mundo anda en
esto. Y no bastándole la sexualidad que pudiéramos llamar inmanente, tal y como
es en el hombre, tal como se ofrece a nuestro disfrute, trata de distorsionarla
más allá de la historia, mezclándola al satanismo, a las oscuras potencias, a
ritos mágicos y macabros. Danzas obscenas de mujeres envueltas en velos negros
o realizada sobre ataúdes con una perfecta seriedad, las viejas pócimas
sacramentales de las brujas medievales son contempladas y consumidas, por
ejemplo, en la misma Italia por una sociedad refinada y, al decir, «secularizada»
que se burla de las procesiones campesinas o de la misma misa católica y
encuentra ridículamente arcaica a la Iglesia.
El cuerpo humano sigue
planteando a nuestra cultura, como a las demás, el problema de la identidad del
hombre con el mundo y con Algo de lo que se siente desgarrado, y el hombre de
nuestro tiempo cree lograr esa identidad a través del sexo. No es el primero,
ni será el último. Pero «después de todo —escribe, con razón, Harvey
Cox— es Dios y no la Mujer quien es Dios. Él es el centro y la fuente de
todos los valores. El libra a los hombres y a las mujeres de la cómoda
uniformidad de las deidades culturales... Como don de Él, el sexo es libertado,
tanto de los cultos de la fertilidad como de la explotación comercial para
convertirse en la cosa netamente humana que El pretendió que fuera». La
misma visión histórica cristiana del sexo, que tantos elementos paganos
comporta todavía —concretamente estoicos en la moral católica— tienen que
evangelizarse profundamente para ser «buena noticia», liberadora para
nuestro mundo, en este aspecto. Y el catolicismo, cuyo talante radical es la
admiración de la gloria de Dios en la misma naturaleza y que nunca ha sido
puritano salvo en los barrocos y contorsionados gestos de la Contrarreforma y
en el hipócrita siglo XIX, puede seguramente desmitificar el sexo, a la vez que
desacralizar la mojigatería y el puritanismo de los que Incluso el «Playboy»
se está nutriendo, ya que el juego del escándalo o del desvelo queda reducido a
nada, si no hay velos misteriosos, ni pudibundería, digámoslo con un galicismo.
A los ojos de un cristiano medieval, que usaba un lenguaje y un pincel o una
gubia mucho más expeditivos, el «Playboy» resultaría aburrido y sus
desnudos, íncubos y súcubos, como se decía en la época. Esto es algo triste.
Porque hasta la lujuria, en efecto era algo alegre, pero el erotismo no lo es.
La mirada ansiosa de los ídolos de carne del «Playboy», del cine o de la
publicidad es «ascética», «religiosa», la mirada absoluta y llena
de ser de absoluto de quien no quiere morir.
No hablemos de moral ante
estas cosas; es rebajar el problema. Se trata de ser o no ser lo que buscamos
en nuestra tan cerebral peregrinación a las alcobas. Nuestro mundo, además, es
difícil que comprenda la castidad, aunque ésta sea indiscutiblemente hasta una
diferencia biológica del hombre con los animales, puesta en evidencia por
Bergson o Teilhard, por ejemplo. Pero ese mundo no precisa tanto que se le
hable de moral cristiana —tan tributaria a la historia, por lo demás— como de
que Jesús venció a la muerte y la muerte está vencida. La Iglesia —tiene razón
el filósofo marxista Ernst Bloch, una de las cabezas más formidables de nuestro
tiempo— no conquistó el mundo romano venciendo al paganismo con el sermón de
las Bienaventuranzas, sino con la gran noticia de que Cristo había resucitado.
Y la Iglesia de hoy no debe tratar de vender nada, ni de erigirse en mentora de
ética, «la cristiandad compite con vistas a la vida eterna, no en cuestiones de
moralidad», Y, por lo menos, hay una constancia histórica: Jesús ha acompañado
a los hombres en su dilema existencial, mucho mejor, sin duda, que como pueden
hacerlo las saunas y los «cryonics», la medicina convertida en liturgia
de conservación y el «Playboy». No es un argumento «utilitario» precisamente.
***
LAS
DIOSAS INMORTALES DE LA PORNOGRAFÍA[2]
El cristiano tiene que afirmar que el cuerpo humano no debe ser explotado, aunque sólo sea una mercancía de imágenes y sueños.
La primera pregunta que
creo que debe hacerse acerca de la pornografía y en concreto de la pornografía
entre nosotros, aquí y ahora, es la de por qué ha surgido de modo tan pujante y
cómo es que goza de una tal relevancia y aceptación. Y me parece que no puede
darse una respuesta sin conectarla, por una parte, con la salida o los deseos
de salida de una situación sociopolítica autoritaria y, por otra, con el
emerger del país a los aires de permisividad en el plano de lo sexual de la
sociedad occidental. Desde un punto de vista histórico, en efecto, lo que se
llamó en otra época «el libertinaje» ha ido siempre unido a un cierto
afán de libertad política y la libertad de costumbres ha precedido o acompañado
a la libertad política, sobre todo porque los absolutismos y autoritarismos han
embargado y embargarán siempre en favor suyo el ámbito privado de lo sexual
para traducirlo en agresividad, en deseada represión, en control total de la
vida humana. De esta manera, «frustrado el individuo por una sexualidad
prohibida y truncada —dirá con razón Tobias Brocher— que se encuentra
oprimida al margen de sus vivencias cotidianas, le parece conforme con las
reglamentaciones sociales que la agresión es lo más permitido. En oposición a una
sexualidad hecha artificialmente piedra de escándalo aparecerán la violencia,
la falta de miramientos, el salvajismo, incluso la lucha y la muerte del adversario
como los efectos más nobles. El instinto de destrucción se presentará como un
mal menor. Si se logra, además, dirigir ese instinto contra la sexualidad,
entonces el sistema de coacción es perfecto; sólo el trabajo ennoblece: «Tú
no eres nada, tu pueblo lo es todo» o tu partido o el Estado, etc.»
El ciudadano que ha
pasado por esta situación y que, además, se asoma a un tipo de sociedad
permisiva, ¿cómo no quedará fascinado por la pornografía como por las otras
ofertas del sexo? ¿Y cómo no aprovecharán la ocasión, asimismo, un cierto tipo
de comerciante y un cierto tipo de político para explotarlo o manipularlo? A
este propósito, decía D. H. Lawrence: «El público... no será nunca capaz de
proteger sus reacciones individuales de las tretas del explotador. El público
ha sido y será siempre explotado. Sólo varían los métodos de explotación. Hoy,
se le hacen cosquillas al público para que ponga su huevo de oro», es
decir, como siempre, para que aplauda, suelte su dinero o desvíe simplemente
sus ojos del camino de su maduración humana o de los problemas comunes que una
minoría desea manejar mientras a la mayoría se le ofrecen la resplandeciente
carne del «Playboy» o similares.
La pornografía juega
tanto más fácilmente con el hombre de hoy cuanto que el sexo y el erotismo se
han absolutizado o «teologizado», esto es, en cuanto que sexo y erotismo se
presentan ante el hombre de hoy como realidades últimas, las únicas consistentes
en un mundo tecnificado, abrumado por el trabajo y la producción, engañado por
los políticos, hecho añicos por la violencia, y en el que las ultimidades
religiosas han hecho crisis y son abandonadas tranquilamente. «¿Qué es lo
que vemos, si miramos a través de la marmita de nuestra obsesión sexual?»
se pregunta el doctor Rollo May; y se responde: «Que tenemos que morir»,
que la figura de este mundo pasa y que la vida del hombre es como el heno, ayer
reluciente de rocío y hoy pasto del homo, como dice la Escritura. La reacción
es la del viejo paganismo: «Carpe diem»: aprovéchate ahora. Y las
criaturas de «Playboy» y de todas las otras revistas eróticas son
eternamente jóvenes y nos muestran una carne no sometida al tiempo: una carne
sin vejez y sin arruga o defecto, sin patología, sin la mínima servidumbre
fisiológica, una carne como de cuerpo resucitado viviendo en la eternidad de su
pura función erótica, una carne que le afirma al aplastado hombre de nuestro
tiempo: «Hic iacet felicitas», aquí está la felicidad, como decían las
antiguas leyendas inscritas en los viejos falos sagrados.
En mi opinión, lo
verdaderamente serio del erotismo y la pornografía desde un punto de vista
cristiano no se plantea únicamente en el plano moral de la cosificación de la
mujer o de la tecnificación y reducción a la biología del amor, ni en los otros
aspectos de la casuística de la ética sexual tradicional, sino, sobre todo, en
este plano primario y trascendental que es el de la idolatría de esa carne de
diosas donde se afirma que está la felicidad y el sentido todo de la vida.
Exactamente como ante el Estado con pretensiones de convertirse en Dios —y para
ello está, desde luego, dispuesto a aplastar a esas diosas de carne que le
disputan su adoración— el cristiano tiene que afirmar que sólo Dios es Dios y
sólo en Él está la salvación y planificación del hombre, que tampoco la carne
es la Felicidad y que su apariencia divina es mendaz, que el hombre no puede
arrodillarse ante ella ni hacerla centro de su vida, que el cuerpo humano,
exactamente como el hombre, no debe ser explotado como mercancía, aunque sólo sea
una mercancía de imágenes y sueños. Pero no puede unirse a indiscriminadas
campañas sólo apariencialmente «antipornográficas», pero en realidad
confiscadoras de la alegría y de la vida, del humor y la sexualidad y
preparadoras de destrucción y muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario