Jean-Ambroise Duvergier de Hauranne, abbé de Saint-Cyran, de Philippe de Champaigne. Musée de Grenoble.
UNA
CIERTA DOSIS DE JANSENISMO
DECIA en mi último artículo,
que me parecía que don José Luis Aranguren tenía toda la razón al afirmar que
nos encontramos ahora en pleno antijansenismo es decir, en pleno olvido o
minusvaloración del sentido del pecado. «En eso
—afirma Aranguren— hemos pasado de un extremo a otro. En la época que, para
simplificar llamaremos existencialista, todo estaba centrado en el pecado.
Recuerde las novelas de Graham Greene. Hoy hemos pasado a una religión sin
pecado; nos encontramos en el antijansenismo.» Pero «yo creo
—prosigue el profesor Aranguren— que el concepto de pecado conserva un valor
religioso. Un joven podrá acusarme de tener la sensibilidad deformada por la
edad; lo cual es cierto. Sobre nosotros ha pesado mucho el concepto de pecado.
Excesivamente. Especialmente sobre los que hemos sido educados en colegios de jesuitas
con aquellos ejercicios espirituales y aquella visión tan tenebrosa de la
religión». Por el contrario, ahora, «la teología actual ha exagerado
unilateralmente la inmanencia de Dios.» Y, en muchos aspectos, el
catolicismo correría, desde luego, el peligro, si ello fuera posible, de
convertirse en un inmenso Rotary, como acaba de apuntar, por su parte, el
cardenal Léger.
Todo esto que dice el
profesor Aranguren es muy importante. Tan importante, que es el meollo
espiritual del momento religioso que estamos viviendo, como lo fue en otros
momentos históricos, particularmente en el XVII, el siglo en que comienza
perfectamente en serio la revolución científica moderna y en el que ya se veía
que, de alguna manera, el hombre iba a prevalecer. Es decir, lo veían los
jansenistas frente a los jesuitas, como San Agustín lo había visto frente a Pelagio;
y, tras el Vaticano II, era inevitable una crisis de preeminencia antropocéntrica
como reacción a casi dos milenios de absoluto teocentrismo con olvido del
hombre por lo que no hay que extrañarse para nada de que la Iglesia nos
recuerde, de la manera más enérgica, la preeminencia y la absoluta
trascendencia de Dios, el sentido del pecado y las exigencias de la cruz. Si se
leen, en este contexto bastantes de los últimos frenazos y aun una encíclica
como la «Humanae vitae», tienen una perfecta explicación, aun cuando
puedan criticarse desde otro punto de vista.
La reacción contra una
religiosidad tétrica, según aquella escenografía de los viejos ejercicios
espirituales que Joyce nos ha pintado, de manera tan asombrosa, en su «Retrato
del artista adolescente», y por los que todos nosotros hemos pasado más o
menos, era justa y necesaria. Aparte del «shock» psíquico de miedo
neurótico a la muerte y a un infierno sadiano, que causó en todos nosotros,
sólo Dios sabe a cuántos habrán apartado de la fe esas prédicas tenebrosas y
sado masoquistas en las que la Suprema Bondad y la Suprema Justicia aparecía
como la inventora de toda una serie de horribles refinamientos de crueldad, que
desbordan la misma y muy notable capacidad humana para hacer sufrir. Pero los
hombres somos como somos y, de alguna manera, esa espantosa pintura de un dogma
no menos tremendo, pero misterioso, ha dado a generaciones enteras de católicos
un cierto sentido del pecado Mientras —es muy curioso—, ese mismo sentido del
pecado era percibido con mayor angustia en el universo protestante o en ciertas
familias de espíritus católicos, muy imbuidas de agustinismo, por la simple
contemplación de la imagen de Cristo crucificado. Los teólogos luteranos y, en
un determinado aspecto, también los teólogos jansenistas vieron, en ese momento
atroz de la agonía de Cristo, una experiencia infernal; y eso les cortó en seco
la misma alegría humana del vivir. La anécdota de aquel cocinero calvinista a
quien se le cortaban todas las salsas mayonesas nos hace sonreír, pero nos
sonreímos menos pensando en los abundantes suicidios de pastores luteranos del
XVII, literalmente aplastados por la terrible Majestad del Dios del Antiguo
Testamento y por el sentido de la miseria y del pecado humanos, o si recordamos
ciertas agonías de Port-Royal.
Aldous Huxley dice que la
doctrina del Infierno es tan terrible y hubiera sido tan insostenible seguir
viviendo de haberse aceptado las doctrinas jansenistas del pequeño número de
los que se salvan y de la gran «massa damnata» o de los condenados, que
la Iglesia tuvo que dar la razón a los jesuitas, que con su casuística,
relativizaban tanto la probabilidad de ir a ese Infierno, que, prácticamente
resultaba anulada Y no es tan simple la cosa, desde luego; pero todo el mundo
sabe que el catolicismo comporta, en efecto, una valoración del hombre y de sus
posibilidades —por la que los jesuitas lucharon— y una cierta atenuación de las
consecuencias del pecado original y toda una serie de probabilidades de
salvación, que, por un lado, hicieron posible un humanismo cristiano y
aventuras espirituales como el teilhardismo o el progresismo de nuestros días,
absolutamente inéditas y quizás imposibles en el universo protestante, pero que,
por el llevaron a todos los excesos del casuismo y, en muy amplia medida, a la
pérdida del sentido del pecado y de las exigencias absolutas y escandalosas de
la cruz, que era la actitud básica del jansenismo moral, perfectamente católico
y ortodoxo, que no entraba para nada en discusiones teológicas a propósito de
la gracia.
Cuando monseñor Harlay de
Champvallon, cardenal-arzobispo de París, estuvo en Port-Royal, para una visita
de inquisición, se quedó muy extrañado ante la tumba del abate Giraust, cuyo
epitafio decía que, después de celebrar su primera misa, no volvió a
celebrarla, porque se encontraba indigno de hacer o cada día. Este abate
Giraust había sido compañero del, luego, Cardenal de Retz, también arzobispo de
París y más conocido por sus enredos políticos y sus aventuras galantes o por
sus excelentes «Memorias» que por su labor pastoral, y Giraust también
había sido uno de aquellos cortesanos de salón, pero por el terrible
Saint-Cyran sobre lo tremendamente serio de la condición cristiana y
sacerdotal, no fue capaz, en adelante, sino de contemplar su miseria y su
pecado y no se atrevió a volver a poner los pies en el altar. Monseñor de
Harlay, al leer el mencionado epitafio, hizo un chistecito sobre lo absurdo de
ordenarse sacerdote para luego no atreverse a decir misa, pero, ni por un
momento, pensó en la facilidad con que él acordaba el celebrar esa misa y el
correr tras sus amantes. Era tremendamente antijansenista, no hace falta
decirlo. Y resulta un buen de eso que ahora está ocurriendo entre nosotros.
Pero, hoy como ayer y como mañana no es precisa ninguna otra cosa más que ese
simple instinto cristiano que da el bautismo o el más sencillo de los
catecismos, para saber que entre e Pascal que reprochaba a su hermana Gilberte
las caricias a sus propios hijos y el confesor del vizconde de Chateaubriand,
envidiado por todo el mundo porque parecía tener el secreto de la más feliz de
las combinaciones al permitir a su penitente el ser el defensor del Altar y el
Trono y el escribir «El Genio del Cristianismo»
desde la alcoba de madame de Récamier, es Pascal el más cristiano a pesar de lo
neurótico de su actitud.
Por supuesto, no se trata
de defender ningún nuevo puritanismo, ya que el puritanismo es sólo hipocresía
y estupidez, conjugadas en iguales dosis y nada tiene que ver con el
cristianismo. Sólo trato de decir que una adecuada dosis de jansenismo no
estaría seguramente contraindicada. No se trata de volver a entenebrecer la
vida cristiana, pero tampoco de disimular lo indisimulable, que la tragedia del
Viernes Santo, por ejemplo, es el precio del pecado. Y, polémicas teológicas y
complicaciones políticas y clericales aparte, eso era el jansenismo: 1) Una
concepción profundamente exigente del cristianismo, sin componendas ni
concesiones. 2) Una intensa conciencia de la dignidad humana y del pensamiento
personal contra toda clase de absolutismos, incluso eclesiásticos. 3) Un
sentido muy vivo de la libertad de la Iglesia. Y, ni qué decir tiene, un acento
muy agudo en la miseria y en el pecado del hombre, en la absoluta trascendencia
de Dios, en su radical «otreidad» con respecto al hombre.
Para ser sincero del
todo, tendré que añadir, en todo caso, que, si es el catolicismo entero de
nuestro tiempo el que se halla en gran medida en pleno antijansenismo y a él se
refiere el diagnóstico de Aranguren histórica y existencialmente ha habido un
catolicismo que ha significado la antítesis de ese talante y esa conciencia
jansenistas: nuestro catolicismo hispánico de cristianos viejos mientras otro
cierto catolicismo hispánico, de corte paulino y que quedó aplastado entre
nosotros, confundido en la terrible represión contra el luteranismo y el
erasmismo patrios el del Beato Juan de Ávila concretamente, influyó de modo
decisivo en la misma teología de Saint-Cyran; y, desde luego, se acordaba
plenamente con esas notas esenciales del jansenismo, que he señalado.
Adentrarnos en estas concomitancias y en estos contrastes me parece inexcusable
para entender nuestra propia problemática religiosa de estos días, que está
resultando dramática y que precisa tantos esclarecimientos serenos y pacíficos.
Siquiera como una pequeña luz en medio de tantos confusionismos y de demasiado
ruido.
José Jiménez Lozano, Destino:
Año XXXII, Nº. 1658 (12 jul. 1969), p.30.
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