domingo, 16 de febrero de 2025

"Una cierta dosis de jansenismo" de José Jiménez Lozano (Destino, Nº. 1658; 12 jul. 1969)


Jean-Ambroise Duvergier de Hauranne, abbé de Saint-Cyran, de Philippe de Champaigne. Musée de Grenoble.

UNA CIERTA DOSIS DE JANSENISMO

DECIA en mi último artículo, que me parecía que don José Luis Aranguren tenía toda la razón al afirmar que nos encontramos ahora en pleno antijansenismo es decir, en pleno olvido o minusvaloración del sentido del pecado. «En eso —afirma Aranguren— hemos pasado de un extremo a otro. En la época que, para simplificar llamaremos existencialista, todo estaba centrado en el pecado. Recuerde las novelas de Graham Greene. Hoy hemos pasado a una religión sin pecado; nos encontramos en el antijansenismo.» Pero «yo creo —prosigue el profesor Aranguren— que el concepto de pecado conserva un valor religioso. Un joven podrá acusarme de tener la sensibilidad deformada por la edad; lo cual es cierto. Sobre nosotros ha pesado mucho el concepto de pecado. Excesivamente. Especialmente sobre los que hemos sido educados en colegios de jesuitas con aquellos ejercicios espirituales y aquella visión tan tenebrosa de la religión». Por el contrario, ahora, «la teología actual ha exagerado unilateralmente la inmanencia de Dios.» Y, en muchos aspectos, el catolicismo correría, desde luego, el peligro, si ello fuera posible, de convertirse en un inmenso Rotary, como acaba de apuntar, por su parte, el cardenal Léger.

Todo esto que dice el profesor Aranguren es muy importante. Tan importante, que es el meollo espiritual del momento religioso que estamos viviendo, como lo fue en otros momentos históricos, particularmente en el XVII, el siglo en que comienza perfectamente en serio la revolución científica moderna y en el que ya se veía que, de alguna manera, el hombre iba a prevalecer. Es decir, lo veían los jansenistas frente a los jesuitas, como San Agustín lo había visto frente a Pelagio; y, tras el Vaticano II, era inevitable una crisis de preeminencia antropocéntrica como reacción a casi dos milenios de absoluto teocentrismo con olvido del hombre por lo que no hay que extrañarse para nada de que la Iglesia nos recuerde, de la manera más enérgica, la preeminencia y la absoluta trascendencia de Dios, el sentido del pecado y las exigencias de la cruz. Si se leen, en este contexto bastantes de los últimos frenazos y aun una encíclica como la «Humanae vitae», tienen una perfecta explicación, aun cuando puedan criticarse desde otro punto de vista.

La reacción contra una religiosidad tétrica, según aquella escenografía de los viejos ejercicios espirituales que Joyce nos ha pintado, de manera tan asombrosa, en su «Retrato del artista adolescente», y por los que todos nosotros hemos pasado más o menos, era justa y necesaria. Aparte del «shock» psíquico de miedo neurótico a la muerte y a un infierno sadiano, que causó en todos nosotros, sólo Dios sabe a cuántos habrán apartado de la fe esas prédicas tenebrosas y sado masoquistas en las que la Suprema Bondad y la Suprema Justicia aparecía como la inventora de toda una serie de horribles refinamientos de crueldad, que desbordan la misma y muy notable capacidad humana para hacer sufrir. Pero los hombres somos como somos y, de alguna manera, esa espantosa pintura de un dogma no menos tremendo, pero misterioso, ha dado a generaciones enteras de católicos un cierto sentido del pecado Mientras —es muy curioso—, ese mismo sentido del pecado era percibido con mayor angustia en el universo protestante o en ciertas familias de espíritus católicos, muy imbuidas de agustinismo, por la simple contemplación de la imagen de Cristo crucificado. Los teólogos luteranos y, en un determinado aspecto, también los teólogos jansenistas vieron, en ese momento atroz de la agonía de Cristo, una experiencia infernal; y eso les cortó en seco la misma alegría humana del vivir. La anécdota de aquel cocinero calvinista a quien se le cortaban todas las salsas mayonesas nos hace sonreír, pero nos sonreímos menos pensando en los abundantes suicidios de pastores luteranos del XVII, literalmente aplastados por la terrible Majestad del Dios del Antiguo Testamento y por el sentido de la miseria y del pecado humanos, o si recordamos ciertas agonías de Port-Royal.

Aldous Huxley dice que la doctrina del Infierno es tan terrible y hubiera sido tan insostenible seguir viviendo de haberse aceptado las doctrinas jansenistas del pequeño número de los que se salvan y de la gran «massa damnata» o de los condenados, que la Iglesia tuvo que dar la razón a los jesuitas, que con su casuística, relativizaban tanto la probabilidad de ir a ese Infierno, que, prácticamente resultaba anulada Y no es tan simple la cosa, desde luego; pero todo el mundo sabe que el catolicismo comporta, en efecto, una valoración del hombre y de sus posibilidades —por la que los jesuitas lucharon— y una cierta atenuación de las consecuencias del pecado original y toda una serie de probabilidades de salvación, que, por un lado, hicieron posible un humanismo cristiano y aventuras espirituales como el teilhardismo o el progresismo de nuestros días, absolutamente inéditas y quizás imposibles en el universo protestante, pero que, por el llevaron a todos los excesos del casuismo y, en muy amplia medida, a la pérdida del sentido del pecado y de las exigencias absolutas y escandalosas de la cruz, que era la actitud básica del jansenismo moral, perfectamente católico y ortodoxo, que no entraba para nada en discusiones teológicas a propósito de la gracia.

Cuando monseñor Harlay de Champvallon, cardenal-arzobispo de París, estuvo en Port-Royal, para una visita de inquisición, se quedó muy extrañado ante la tumba del abate Giraust, cuyo epitafio decía que, después de celebrar su primera misa, no volvió a celebrarla, porque se encontraba indigno de hacer o cada día. Este abate Giraust había sido compañero del, luego, Cardenal de Retz, también arzobispo de París y más conocido por sus enredos políticos y sus aventuras galantes o por sus excelentes «Memorias» que por su labor pastoral, y Giraust también había sido uno de aquellos cortesanos de salón, pero por el terrible Saint-Cyran sobre lo tremendamente serio de la condición cristiana y sacerdotal, no fue capaz, en adelante, sino de contemplar su miseria y su pecado y no se atrevió a volver a poner los pies en el altar. Monseñor de Harlay, al leer el mencionado epitafio, hizo un chistecito sobre lo absurdo de ordenarse sacerdote para luego no atreverse a decir misa, pero, ni por un momento, pensó en la facilidad con que él acordaba el celebrar esa misa y el correr tras sus amantes. Era tremendamente antijansenista, no hace falta decirlo. Y resulta un buen de eso que ahora está ocurriendo entre nosotros. Pero, hoy como ayer y como mañana no es precisa ninguna otra cosa más que ese simple instinto cristiano que da el bautismo o el más sencillo de los catecismos, para saber que entre e Pascal que reprochaba a su hermana Gilberte las caricias a sus propios hijos y el confesor del vizconde de Chateaubriand, envidiado por todo el mundo porque parecía tener el secreto de la más feliz de las combinaciones al permitir a su penitente el ser el defensor del Altar y el Trono y el escribir «El Genio del Cristianismo» desde la alcoba de madame de Récamier, es Pascal el más cristiano a pesar de lo neurótico de su actitud.

Por supuesto, no se trata de defender ningún nuevo puritanismo, ya que el puritanismo es sólo hipocresía y estupidez, conjugadas en iguales dosis y nada tiene que ver con el cristianismo. Sólo trato de decir que una adecuada dosis de jansenismo no estaría seguramente contraindicada. No se trata de volver a entenebrecer la vida cristiana, pero tampoco de disimular lo indisimulable, que la tragedia del Viernes Santo, por ejemplo, es el precio del pecado. Y, polémicas teológicas y complicaciones políticas y clericales aparte, eso era el jansenismo: 1) Una concepción profundamente exigente del cristianismo, sin componendas ni concesiones. 2) Una intensa conciencia de la dignidad humana y del pensamiento personal contra toda clase de absolutismos, incluso eclesiásticos. 3) Un sentido muy vivo de la libertad de la Iglesia. Y, ni qué decir tiene, un acento muy agudo en la miseria y en el pecado del hombre, en la absoluta trascendencia de Dios, en su radical «otreidad» con respecto al hombre.

Para ser sincero del todo, tendré que añadir, en todo caso, que, si es el catolicismo entero de nuestro tiempo el que se halla en gran medida en pleno antijansenismo y a él se refiere el diagnóstico de Aranguren histórica y existencialmente ha habido un catolicismo que ha significado la antítesis de ese talante y esa conciencia jansenistas: nuestro catolicismo hispánico de cristianos viejos mientras otro cierto catolicismo hispánico, de corte paulino y que quedó aplastado entre nosotros, confundido en la terrible represión contra el luteranismo y el erasmismo patrios el del Beato Juan de Ávila concretamente, influyó de modo decisivo en la misma teología de Saint-Cyran; y, desde luego, se acordaba plenamente con esas notas esenciales del jansenismo, que he señalado. Adentrarnos en estas concomitancias y en estos contrastes me parece inexcusable para entender nuestra propia problemática religiosa de estos días, que está resultando dramática y que precisa tantos esclarecimientos serenos y pacíficos. Siquiera como una pequeña luz en medio de tantos confusionismos y de demasiado ruido.

José Jiménez Lozano, Destino: Año XXXII, Nº. 1658 (12 jul. 1969), p.30.

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